15

El apartamento de Capote no es lo que esperaba. Está amueblado con mullidos sillones y butacas de chintz. Hay un pequeño comedor con platos decorativos en las paredes. El dormitorio tiene un armario antiguo y una colcha de felpilla amarilla.

—Parece que aquí viva una anciana —digo.

—Vivía. La mujer que habitaba en este piso es una vieja amiga de la familia. Se ha ido a vivir a Maine —explica Capote.

—Ya —digo antes de dejarme caer en el sofá. Los muelles están hechos polvo y me hundo varios centímetros. Capote y sus «viejos amigos de la familia», gruño por dentro. Parece tener contactos con todo, incluso con apartamentos. Es una de esas personas que espera conseguir las cosas con muy poco esfuerzo y lo consigue.

—¿Una copa? —dice.

—¿Qué tienes? —le pregunta coquetamente Maggie.

¿Eh? Pensaba que le interesaba Ryan. Pero a lo mejor es Capote quien le gusta. O a lo mejor Maggie coquetea con todos los tíos a los que conoce. Con excepción de Bernard.

Sacudo la cabeza. Sea como sea, esta situación no puede conducir a nada bueno. ¿Cómo he conseguido meterme en esto?

—Lo que quieras —responde Capote.

Él no parece estar coqueteando. Lo cierto es que se comporta con total naturalidad, como si no le entusiasmara nuestra presencia pero hubiera decidido tolerarla.

—¿Cerveza? —pregunta Maggie.

—Desde luego. —Abre la nevera, saca una Heineken y se la pasa—. ¿Carrie?

—¿Vodka? —Me levanto y le sigo hasta la cocina. Es una cocina de verdad, con una encimera que da a la sala de estar. De repente siento envidia. No me importaría vivir aquí, en este encantador y vetusto apartamento con chimenea y una cocina con vida. Varias cacerolas cuelgan de una barra sujeta al techo—. ¿Cocinas? —le pregunto con una mezcla de sarcasmo y sorpresa.

—Me encanta cocinar —responde Capote con orgullo—. Sobre todo pescado. Soy famoso por mi pescado.

—Yo también cocino —digo con un tono algo desafiante, como si supiera de cocina mucho más de lo que él podrá saber jamás.

—¿Como qué? —Saca de la alacena dos vasos chatos en los que sirve hielo, vodka y un chorrito de zumo de arándano.

—De todo —digo—, pero especialmente postres. Me sale muy bien el Bûche de Noel. Lleva dos días prepararlo.

—Yo nunca le dedicaría tanto tiempo a la cocina —dice con desdén, alzando el vaso—. Salud.

—Salud.

Suena el timbre y, sin duda agradecido por la interrupción, Capote se encamina hacia la puerta.

Ryan entra con Rainbow y otra chica del tamaño de una ramita. Tiene el pelo moreno y corto, unos enormes ojos negros y acné, y viste una falda que a duras penas le tapa el culo. Por alguna razón enseguida siento celos. Pese al acné, debe de ser otra de las amigas modelos de Ryan. Me siento como un pez fuera del agua.

Los ojos de Rainbow barren la estancia y aterrizan en mí. También ella pone cara de no entender qué hago aquí.

—Hola —la saludo desde la cocina.

—Hola. —Se acerca mientras Ryan saluda a Maggie y se sienta a su lado en el sofá—. ¿Estás sirviendo bebidas?

—Eso parece. ¿Qué quieres? Capote dice que tiene de todo.

—Tequila.

Encuentro la botella y vierto un chorro en un vaso. «¿Qué hago sirviéndole?», me pregunto irritada.

—¿Tú y Capote estáis juntos?

—No. —Arruga la nariz—. ¿Qué te hace pensar eso?

—Dais la impresión de estar muy unidos, eso es todo.

—Somos amigos. —Calla, mira de nuevo a su alrededor y, tras comprobar que Ryan sigue charlando con Maggie y Capote con la chica flaca, decide que soy su única posibilidad de conversación—. Nunca saldría con él. Creo que las chicas que salen con él están mal de la cabeza.

—¿Por qué? —Bebo un sorbo de vodka.

—Seguro que les rompe el corazón.

Vaya. Bebo otro sorbo y añado un poco más de vodka y hielo a mi vaso. No me siento muy ebria que digamos. De hecho, siento una sobriedad preocupante. Y envidia. De la vida de los demás.

Me uno a Maggie y a Ryan en el sofá.

—¿De qué habláis, chicos?

—De ti —dice Ryan. He aquí una persona que no sabe mentir.

Maggie se pone roja.

—¡Ryan! —le reprende.

—¿Qué? —Mira a Maggie y luego a mí—. Pensaba que erais amigas íntimas. Se supone que las amigas íntimas se lo cuentan todo, ¿no?

—No sabes nada de mujeres —replica Maggie con una risita.

—Por lo menos lo intento, no como la mayoría de los hombres.

—¿Y qué decíais de mí? —pregunto.

—Maggie me estaba hablando de ti y de Bernard.

En la voz de Ryan percibo cierto tono de admiración. Está claro que Bernard Singer es una especie de héroe para él y Capote. Es exactamente lo que a ellos les gustaría ser algún día. Y está visto que mi relación con él me eleva de categoría. Pero yo ya sabía que eso iba a ocurrir, ¿o no?

—A Maggie no le gusta. Dice que es demasiado mayor.

—No he dicho eso. He dicho que no te convenía.

—El hombre nunca es demasiado mayor —dice Ryan medio en broma—. Si Carrie puede salir con un tipo que le lleva quince años, significa que hay esperanza para mí cuando pase de los treinta.

Maggie hace una mueca de asco.

—¿Te gustaría salir con alguien de diecisiete cuando tengas treinta?

—De diecisiete tal vez no. —Ryan le guiña un ojo—. La preferiría mayor de edad.

Maggie ahoga una risita. Parece que el físico y el encanto de Ryan han ganado sobre su estupidez con las mujeres.

—En cualquier caso, ¿quién tiene diecisiete? —pregunta.

—Carrie —contesta Maggie acusadoramente.

—Cumpliré dieciocho el mes que viene. —La fulmino con la mirada. ¿Por qué me hace esto?

—¿Sabe Bernard que tienes diecisiete? —me pregunta Ryan con excesivo interés.

—No —dice Maggie—. Carrie me ha pedido que mintiera y dijera que tiene diecinueve.

—Ajá, el viejo truco de la mentira —se burla Ryan.

El timbre del apartamento vuelve a sonar.

—Refuerzos —anuncia Ryan, y Maggie ríe.

Llegan otras cinco personas: tres tíos de aspecto desaliñado y dos chicas muy serias.

—Vámonos —digo a Maggie.

Ryan me mira atónito.

—No podéis iros ahora —dice—. La fiesta no ha hecho más que empezar.

—Eso —le secunda Maggie—. Yo lo estoy pasando en grande. —Coge su botella de cerveza vacía—. ¿Te importaría traerme otra?

—No. —Me levanto irritada y entro en la cocina. Los recién llegados se acercan y me piden bebidas. Se las sirvo porque no tengo nada mejor que hacer y, la verdad, porque no hay nadie con quien me apetezca hablar.

Vislumbro el teléfono de pared que hay junto a la nevera. Maggie está ocupada con Ryan, que ahora se encuentra sentado en el sofá con las piernas cruzadas, entreteniéndola con lo que parece una historia larga y amena. Me digo que a Maggie no le importará que me vaya sin ella. Descuelgo el auricular y marco el número de Bernard.

Un tono detrás de otro. ¿Dónde está? Una docena de posibilidades cruza por mi cabeza. Se ha ido a una discoteca; aunque, de ser así, ¿por qué no nos ha invitado a Maggie y a mí? O ha conocido a otra chica en el Peartree’s y está en la cama con ella. O, peor aún, ha decidido que no quiere volver a verme y por eso no coge el teléfono.

La incertidumbre me está matando. Vuelvo a llamar.

Sigue sin responder. Cuelgo hecha un manojo de nervios. Ya no me cabe duda de que no volveré a verle. No puedo soportarlo. Me da igual lo que diga Maggie. ¿Y si estoy enamorada de Bernard y Maggie acaba de fastidiar lo nuestro?

La busco con la mirada, pero ella y Ryan han desaparecido. Antes de que pueda ponerme a buscarlos uno de los tíos desaliñados decide darme conversación.

—¿De qué conoces a Capote?

—No le conozco —digo bruscamente. Entonces me siento mal y añado—: Está en mi clase de escritura.

—Ah, sí, la legendaria New School, cómo no. ¿Todavía enseña Viktor Greene? —pregunta con acento de Boston.

—Si me disculpas —digo, deseando quitármelo de encima—, tengo que encontrar a mi amiga.

—¿Cómo es?

—Rubia, guapa, muy americana.

—Está con Ryan en el dormitorio.

Frunzo el entrecejo como si él tuviera la culpa.

—Tengo que sacarla de ahí.

—¿Por qué? Son dos animales jóvenes y sanos. ¿Qué más te da?

Me siento aún más perdida que hace unos minutos. ¿Es que todos mis valores e ideales son erróneos?

—Tengo que llamar por teléfono.

—¿Tienes un mejor lugar adonde ir? —Ríe—. La auténtica fiesta está aquí.

—Espero que no —farfullo antes de marcar el número de Bernard. Nada. Cuelgo con violencia y me dirijo al dormitorio.

La música suena a todo trapo mientras una de las chicas serias aporrea la puerta del cuarto de baño. Finalmente esta se abre y Capote sale con Rainbow y la chica modelo. Están partiéndose de risa. Normalmente me encanta esta clase de fiestas, pero ahora solo soy capaz de pensar en Bernard. Y si no puedo verle, la verdad es que prefiero irme a casa.

Quiero trepar a la cama de Samantha y cubrirme la cabeza con sus sábanas resbaladizas y llorar.

—¿Maggie? —Llamo enérgicamente a la puerta del dormitorio—. Maggie, ¿estás ahí? —Silencio—. Sé que estás ahí, Maggie. —Pruebo el picaporte, pero está bloqueado—. Maggie, quiero irme a casa —aúllo.

La puerta se abre al fin. Maggie está colorada y no deja de retorcerse el pelo. Detrás aparece Ryan sonriendo y aupándose los pantalones.

—Jesús, Carrie —dice Maggie.

—Tengo que irme a casa. Mañana tenemos clase —le recuerdo a Ryan como una vieja institutriz.

—Entonces, vayamos a tu casa —propone Ryan.

—No.

Maggie me mira fijamente.

—Es una gran idea.

Sopeso mis opciones y decido que la que propone Ryan es la mejor. Por lo menos me sacará de aquí.

Caminamos hasta el edificio de Samantha. Arriba, Ryan saca una botella de vodka que le ha birlado a Capote y procede a servirnos una copa. Niego con la cabeza.

—Estoy cansada.

Mientras Ryan busca el equipo de música, entro en el cuarto de Samantha y llamo a Bernard.

El teléfono suena varias veces. Sigue sin contestar. Lo nuestro ha terminado.

Entro en la sala, donde me encuentro a Maggie y a Ryan bailando.

—Vamos, Carrie. —Maggie extiende los brazos.

Qué demonios, pienso, y me uno a ellos. A los pocos minutos, Maggie y Ryan se están dando el lote.

—Eh, tíos, ya vale —protesto.

—¿Ya vale qué? —dice Ryan riendo.

Maggie le coge de la mano y lo arrastra hacia el dormitorio.

—¿Te importa? Enseguida volvemos.

—¿Y qué se supone que debo hacer yo?

—Tomarte una copa —dice Ryan con una risita.

Entran en el dormitorio y cierran la puerta. El álbum de Blondie sigue sonando. «Heart of Glass». «Esa soy yo», pienso. Cojo mi vodka y me siento en la mesita del rincón. Enciendo un cigarrillo. Llamo de nuevo a Bernard.

Sé que es un error, pero un alien se ha apoderado de mis emociones. Con lo bajo que he caído ya solo me queda seguir bajando.

El álbum toca a su fin y del dormitorio escapan jadeos y algún que otro «Oh, qué bueno».

Enciendo otro cigarrillo. ¿No se dan cuenta Maggie y Ryan de lo desconsiderados que son? ¿O es que les da igual?

Llamo a Bernard una vez más. Me fumo otro cigarrillo. Ha pasado una hora, y siguen dale que te pego. ¿Es que nunca se cansan? Luego me digo que tengo que pasar. No debería ser tan prejuiciosa. Sé que no soy perfecta, pero yo nunca haría lo que ellos están haciendo. Sencillamente, no lo haría.

Puede que, después de todo, acabe de descubrir algo sobre mí misma. Tengo lo que Miranda llamaría «mis límites».

Haría bien en acostarme en el futón, porque Maggie y Ryan dan la impresión de tener para rato, pero la rabia, la frustración y el miedo me mantienen en vela. Me fumo otro cigarrillo y marco el número de Bernard.

Esta vez responde al segundo tono.

—¿Diga? —pregunta mientras trata de imaginar quién puede estar llamándole a las dos de la madrugada.

—Soy yo —susurro, y me doy cuenta de que ha sido una malísima idea.

—¿Carrie? —dice con la voz adormilada—. ¿Qué haces levantada?

—Maggie está teniendo sexo —bisbiseo.

—¿Y?

—Lo está haciendo con un tío de mi clase.

—¿Lo están haciendo delante de ti?

¿Qué pregunta es esa?

—Están en el dormitorio.

—Ah.

—¿Puedo ir a tu casa? —No quiero que suene como una súplica, pero es una súplica.

—Pobrecilla. Estás teniendo una noche horrible, ¿verdad?

—La peor.

—No creo que venir a mi casa lo arregle —me advierte—. Estoy cansado y necesito dormir. Y tú también.

—Podemos simplemente dormir. Estaría bien.

—Esta noche no, Carrie, lo siento. Otro día.

Trago saliva.

—De acuerdo —digo con voz de ratoncillo.

—Buenas noche, pequeña —se despide antes de colgar.

Devuelvo el auricular a la horquilla con cuidado. Camino hasta el futón, me siento con las rodillas contra el pecho y me columpio. Contraigo la cara y en la comisura de mis ojos comienzan a brotar lágrimas.

Miranda tiene razón. Los tíos son odiosos.