14

Dada la actitud de Maggie, decido no presentársela a Miranda. Probablemente se pondrían a discutir sobre sexo y yo estaría atrapada en medio. En lugar de eso, damos una vuelta por el Village, donde Maggie se hace leer el tarot por una vidente —«Veo a un hombre de pelo moreno y ojos azules». «¡Ryan!», exclama Maggie— y luego la llevo a Washington Square Park, con su habitual surtido de frikis, músicos, camellos, Hare Krishnas y hasta dos hombres caminando con zancos, pero Maggie solo se fija en que no tiene hierba.

—¿Por qué lo llaman parque si no hay más que tierra?

—Probablemente hubo hierba en su momento. Y hay árboles —señalo.

—Pero mira las hojas. Están negras. Hasta las ardillas están negras.

—Nadie repara en las ardillas.

—Pues deberían —espeta—. ¿Te he contado que voy a estudiar biología marina?

—No…

—Hank estudia biología. Dice que si te haces biólogo marino puedes vivir en California o Florida.

—Pero a ti no te gustan las ciencias.

—¿Qué dices? —replica—. No me gustaba la química, pero me encantaba la biología.

Primera noticia. Cuando nos tocó estudiar biología en tercer año, Maggie se negaba a memorizar los nombres de las especies y tipos alegando que eran conocimientos estúpidos que nadie utilizaba en la vida real.

Paseamos un rato más. Maggie se siente cada vez más incómoda con el calor y la gente rara y el miedo a que le esté saliendo otra ampolla. De vuelta en el apartamento, se queja de la ineficacia del aire acondicionado. Cuando por fin llega la hora de salir para reunirnos con Bernard, yo ya estoy a punto de estallar. Maggie se niega a coger el metro.

—No pienso bajar otra vez ahí —declara—. Huele fatal. No sé cómo lo aguantas.

—Es la mejor manera de moverse por Nueva York —digo empujándola hacia la boca.

—¿Por qué no podemos coger un taxi? Mi hermana y mi cuñado me dijeron que cogiera taxis porque son más seguros.

—También son más caros. Y no tengo dinero.

—Yo tengo cincuenta dólares.

¿Qué? Ojalá hubiera mencionado antes que tenía dinero. Podría haber pagado nuestras hamburguesas.

Ya en la seguridad de un taxi, Maggie me desvela su conclusión sobre por qué los neoyorquinos visten de negro.

—Porque es una ciudad muy sucia y el negro disimula la suciedad. ¿Te imaginas cómo tendrían la ropa si fuera blanca? Porque ya me dirás quién viste de negro en verano.

—Yo —le respondo, perpleja, sobre todo porque voy de negro. Llevo camiseta negra, pantalones de cuero negro dos tallas más grandes (que compré rebajados un 90 por ciento en una de esas tiendas baratas de la calle Ocho) y zapatos negros, altos y de punta, de los años cincuenta que encontré en una tienda vintage.

—El negro es para los funerales —asegura Maggie—. Aunque a lo mejor a los neoyorquinos les gusta el negro porque se sienten muertos.

—O porque se sienten vivos por primera vez en su vida.

Quedamos atrapadas en un atasco a la altura de Macy’s. Maggie baja la ventanilla y se abanica con la mano.

—Mira a toda esa gente. Esto no es vida. Es supervivencia.

He de reconocer que en eso tiene razón. En Nueva York se sobrevive.

—Recuérdame con quién hemos quedado.

Suspiro.

—Con Bernard, el tío con el que salgo. El dramaturgo.

—Las obras de teatro son aburridas.

—Bernard no opina lo mismo, de modo que te ruego que no le digas «las obras de teatro son aburridas» cuando te lo presente.

—¿Fuma en pipa?

La fulmino con la mirada.

—Dijiste que tiene más de treinta. Me lo imagino con pipa y zapatillas.

—Treinta años no son tantos. Y ni se te ocurra decirle mi edad. Cree que tengo diecinueve o veinte, por lo que tú también has de tener diecinueve o veinte. Estamos en segundo año de facultad, ¿de acuerdo?

—Si tienes que mentirle a un tío, malo —sentencia Maggie.

Respiro hondo. Quiero preguntarle si Hank sabe lo de Tom, pero me callo.

Cuando finalmente empujo la puerta giratoria del Peartree’s me alegro de ver la cabeza morena de Bernard inclinada sobre un periódico y con un vaso de whisky delante. Todavía me pongo nerviosa cuando sé que voy a verle. Cuento las horas, revivo la sensación de su suave boca en la mía. Conforme se acerca el momento del encuentro, empiezo a inquietarme, temo que me llame para cancelarlo o que no se presente. Ojalá no me importara tanto, pero me alegra tener un tío que me haga sentir así.

No obstante, ignoro si Bernard siente lo mismo. Esta mañana, cuando le he contado que había recibido la visita inesperada de una amiga, me ha dicho:

—Quédate con tu amiga, ya quedaremos otro día.

Se me ha escapado un gritito de decepción.

—Esperaba que nos viéramos esta noche.

—No me voy a ningún lado. Podemos vernos cuando tu amiga se haya ido.

—Le he hablado de ti. Quiero que te conozca.

—¿Por qué?

—Porque es mi mejor amiga. Y… —Se me quebró la voz. No sabía cómo decirle que quería presumir de él, que quería que Maggie alucinara con él y con mi nueva vida. Quería que viera lo lejos que había llegado en tan poco tiempo.

Pensaba que tendría que haberlo deducido por mi tono voz.

—No quiero hacer de niñera, Carrie.

—¡No lo harás! Magie tiene diecinueve años, o quizá veinte…

He debido de resultar muy persistente, porque finalmente aceptó quedar para una copa.

—Pero solo una —me ha advertido—. Deberías pasar tu tiempo con tu amiga. Te ha venido a ver a ti, no a mí.

Detesto cuando Bernard se pone formal.

Me he dicho entonces que su comentario era vagamente insultante. Por supuesto que quería pasar tiempo con Maggie, pero también quería verlo a él. Barajé la posibilidad de llamarle y cancelar la cita para demostrarle que no me importaba, pero la idea de no verle me deprimía demasiado. Y sospechaba que por dentro estaría molesta con Maggie si no podía ver a Bernard por su culpa.

Las cosas entre Maggie y yo ya están lo bastante tensas. Mientras nos preparábamos para salir no paraba de decir que no comprendía por qué me ponía tan «elegante» para ir a un bar. He intentado explicarle que no era esa clase de bar, pero se ha limitado a mirarme inexpresivamente y ha dicho:

—A veces de verdad que no te entiendo.

Entonces he tenido un momento de lucidez mental: a Maggie nunca le gustará Nueva York. Ella es constitucionalmente incompatible con la ciudad. Y en cuanto he comprendido eso, mi animosidad se ha disipado.

No es culpa de Maggie, y tampoco mía. Sencillamente, somos así.

—Allí está Bernard —digo ahora, pasando junto al maître y empujando suavemente a Maggie hacia la barra.

El interior del Peartree’s es de diseño: paredes negras con apliques de cromo, mesas de mármol negro y un espejo que cubre la pared del fondo. Samantha dice que es el mejor local para ligar de la ciudad; conoció a Charlie aquí y se cabrea cuando viene sin ella porque teme que conozca a otra chica.

—¿Por qué está tan oscuro? —pregunta Maggie.

—Para darle un aire misterioso.

—¿Qué tiene de misterioso no poder ver con quién estás hablando?

—Oh, Mags —digo, y me río.

Me acerco a Bernard por detrás y le toco el hombro. Da un respingo, sonríe y coge su copa.

—Empezaba a pensar que no vendríais. Me he dicho que quizá teníais una oferta mejor.

—Y la tenemos, pero Maggie ha insistido en conocerte primero. —Le acaricio fugazmente el pelo de la nuca. Es como un talismán para mí. La primera vez que lo hice me sorprendió su delicada suavidad, como el de una chica, y la ternura que despertó en mí, como si su pelo fuera el presagio de un corazón dulce y amable.

—Tú debes de ser la amiga —dice, escudriñando a Maggie—. Hola, amiga.

—Hola —responde Maggie recelosa. Con su pelo rubio y sus mejillas rosadas es cremosa como una tarta nupcial y contrasta enormemente con la nariz torcida y las facciones angulosas de Bernard, y con las bolsas de los ojos, que le dan el aspecto de alguien que pasa todo el tiempo en cuevas oscuras como el Peartree’s. Confío en que Maggie le vea el lado romántico, pero por el momento su expresión es únicamente de desconfianza.

—¿Una copa? —pregunta Bernard, aparentemente ajeno al choque cultural.

—Vodka con tónica —digo.

—Yo tomaré una cerveza.

—Pide un cóctel —le insto.

—No quiero un cóctel. Quiero una cerveza —insiste Maggie.

—Deja que se tome una cerveza si quiere —interviene Bernard con tono jocoso, insinuando con ello que estoy haciendo pasar un mal trago a Maggie innecesariamente.

—Lo siento. —Mi voz suena hueca. Ya puedo ver que esto es un error. No tengo ni idea de cómo reconciliar mi pasado, Maggie, con mi presente, Bernard.

Dos hombres se escurren al lado de Maggie, decididos a hacerse con un sitio en la barra.

—¿Vamos a una mesa? —pregunta Bernard—. Podríamos cenar. Sería un placer para mí invitaros.

Maggie me mira interrogativamente.

—Pensaba que habíamos quedado con Ryan.

—Podríamos cenar de todos modos. Aquí se come bien.

—Se come fatal, pero hay un ambiente entretenido. —Bernard levanta una mano para llamar la atención del maître, y este nos señala una mesa vacía junto a la ventana.

—Vamos —le digo a Maggie con un codazo. Su mirada es ligeramente hostil, como si todavía no entendiera qué hacemos aquí.

Así y todo, sigue a Bernard hasta la mesa. Él incluso le retira la silla.

Me siento al lado de Bernard decidida a hacer que esto funcione.

—¿Cómo ha ido el ensayo? —pregunto con un tono animado.

—De pena —responde Bernard. Sonríe a Maggie para incluirla en la conversación—. Siempre hay un momento en mitad de los ensayos en que todos los actores se olvidan de lo que tienen que decir.

Que es exactamente lo que siento yo ahora.

—¿Por qué? —pregunta Maggie jugando con su vaso de agua.

—No tengo ni idea.

—Pero llevan ensayando al menos dos semanas, ¿no? —Frunzo el entrecejo, como si el hecho de conocer a Bernard me hubiera familiarizado con el mundillo del teatro.

—Los actores son como niños —dice Bernard—. Se enfurruñan y se sienten heridos.

Maggie le clava una mirada ausente.

Bernard sonríe con tolerancia y abre su carta.

—¿Qué te apetece, Maggie?

—No lo sé. ¿Pechuga de pato?

—Buena elección. —Bernard asiente—. Yo tomaré lo de siempre. Filete de falda.

¿Por qué se comporta de manera tan formal? ¿Es que siempre se ha comportado así pero no me he dado cuenta?

—Bernard es una criatura de costumbres —explico a Maggie.

—Qué bien —dice.

—¿Qué es eso que siempre dices sobre lo de ser escritor? —pregunto a Bernard—. Ya sabes, eso de que has de llevar una vida de hábitos.

Bernard asiente indulgentemente con la cabeza.

—Otros lo han expresado mejor que yo, pero la idea fundamental es que si eres escritor tienes que vivir en el folio.

—En otras palabras, tu vida real debería ser lo más sencilla posible —aclaro a Maggie—. Cuando Bernard está trabajando, casi todos los días come lo mismo. Un bocadillo de pastrami.

Maggie finge interés.

—Parece un poco aburrido. Aunque yo no soy escritora. Ni siquiera me gusta escribir cartas.

Bernard ríe y me señala juguetonamente con un dedo.

—Creo que deberías seguir más tu propio consejo, jovencita. —Mira a Maggie meneando la cabeza, como si estuvieran confabulados—. Carrie es una experta en vivir a lo grande. Siempre le digo que tiene que concentrarse más en el folio.

—Nunca me has dicho tal cosa —respondo indignada. Bajo la vista, como si tuviera que recolocarme la servilleta. El comentario de Bernard saca a la superficie todas mis inseguridades sobre mi talento como escritora.

—Llevo tiempo queriéndotelo decir. —Me estrecha la mano—. Y ya está, ya lo he dicho. ¿Pedimos vino?

—Claro —digo, dolida.

—¿Te parece bien un Beaujolais, Maggie? —pregunta cortésmente.

—Me gusta el vino tinto —dice Maggie.

—El Beaujolais es tinto —replico, y enseguida me siento como una bruja.

—Maggie ya lo sabía —dice amablemente Bernard.

Los miro a uno y al otro. ¿Cómo ha ocurrido? ¿Por qué soy la mala de la película? ¿Es posible que Bernard y Maggie se estén compinchando contra mí?

Me levanto para ir al lavabo.

—Te acompaño —dice Maggie.

Me sigue escaleras abajo mientras intento serenarme.

—Me encantaría que Bernard te gustara —digo cuando me detengo delante del espejo y Maggie entra en un cubículo.

—Acabo de conocerle. ¿Cómo puedo saber si me gusta o no?

—¿No te parece sexy?

—¿Sexy? Yo no diría eso.

—Pero lo es. Sexy —insisto.

—Si a ti te parece sexy, eso es lo único que importa.

Suena la cadena y Maggie sale del cubículo.

—No da la impresión de que sea tu novio —se aventura.

—¿A qué te refieres? —Saco una barra de labios del bolso en un esfuerzo por controlar el pánico.

—No se comporta como si fuera tu novio. Parece más tu tío.

Me paralizo.

—Pues no lo es.

—Solo parece que esté intentado ayudarte, que le caigas bien y… no sé… —Se encoge de hombros.

—Eso es porque acaba de divorciarse —digo.

—Qué fastidio —comenta mientras se lava las manos.

Me aplico carmín.

—¿Por qué?

—No me gustaría casarme con un divorciado. Lo fastidia todo, ¿no te parece?, saber que tu marido ha estado casado antes con otra. Yo no podría soportarlo. Me moriría de celos. Yo quiero un tío que solo haya estado enamorado de mí.

—Pero ¿y si…? —Me interrumpo al recordar que también yo he pensado siempre que eso era lo que quería. Hasta ahora. Entorno los párpados. Quizá solo sea el resto de un sentimiento que arrastro desde Castlebury.

Seguimos cenando, pero estamos incómodos. Digo cosas que sé que me hacen parecer una estúpida, y Maggie apenas abre la boca, y Bernard finge estar disfrutando de la comida y del vino. Cuando nos retiran los platos, Maggie sale disparada al baño mientras yo acerco mi silla a la de Bernard y me disculpo por la terrible velada que estamos pasando.

—No pasa nada —dice—, era lo que esperaba. —Me da unas palmaditas en la mano—. Vamos, Carrie. Tú y Maggie estáis en la facultad. Pertenecemos a generaciones diferentes. No puedes esperar que Maggie lo entienda.

—Yo lo entiendo.

—Pues vas a llevarte una decepción.

Maggie regresa a la mesa con una gran sonrisa en la cara.

—He llamado a Ryan —anuncia—. Dice que va a ir a casa de Capote, que deberíamos reunirnos con ellos allí y que luego podríamos salir.

Miro implorante a Bernard.

—Ve y diviértete con Maggie —me dice arrastrando su silla hacia atrás—. Enséñale la ciudad.

Saca su cartera y me tiende veinte dólares.

—Prométeme que cogeréis un taxi. No quiero que vayáis en metro por la noche.

—No. —Intento devolverle el billete, pero se niega a aceptarlo.

Maggie ya está en la puerta, como si no viera el momento de largarse.

Bernard me da un beso fugaz en la mejilla.

—Nosotros podemos vernos cuando queramos. Tu amiga ha venido solo dos días.

—¿Cuándo? —pregunto.

—¿Cuándo qué?

—¿Cuándo volveré a verte? —Me detesto, sueno como una colegiala desesperada.

—Pronto. Te llamaré.

Salgo del restaurante con cara de morros. Estoy muy enfadada, casi no puedo mirar a Maggie a la cara.

Un taxi se detiene en el bordillo, y una pareja baja. Maggie se desliza en el asiento de atrás.

—¿Vienes?

—¿Acaso tengo elección? —gruño entre dientes.

Ha anotado la dirección de Capote en una servilleta.

—¿Calle Green-wich? —pregunta, pronunciado cada sílaba.

—Se dice «Grenich».

Me mira.

—Bien. Grenich —dice al taxista.

El taxi arranca con un bandazo que me arroja contra Maggie.

—Lo siento —murmuro fríamente.

—¿Qué te pasa? —me pregunta.

—Nada.

—¿Estás así porque no me ha gustado Bernard?

—Cómo es posible que no te guste. —No es una pregunta.

Cruza los brazos.

—¿Quieres que te mienta? —Y antes de que pueda protestar, prosigue—: Es demasiado mayor. Sé que no es tan mayor como tus padres, pero como si lo fuera. Y es raro. No se parece a ningún tío con los que hemos crecido. Sencillamente, no te veo con él. —Para suavizar el golpe, añade dulcemente—: Solo te lo digo por tu bien.

Detesto cuando una amiga te dice que algo es «por tu bien». ¿Cómo sabe que es por tu bien? ¿Conoce el futuro? A lo mejor en el futuro miro atrás y veo que Bernard ha sido, de hecho, «bueno para mí».

—De acuerdo, Mags. —Suspiro.

El taxi cruza como una bala la Quinta Avenida mientras estudio cada uno de sus edificios más característicos —Lord & Taylor, el Toy Building, el Flatiron Building— para grabarlos en mi memoria. Si viviera siempre aquí, ¿me cansaría algún día de ellos?

—Por cierto —dice animadamente Maggie—, he olvidado contarte lo más importante. ¡Lali se ha ido a Francia!

—¿En serio? —pregunto con voz débil.

—¿Recuerdas todos los terrenos que tenían los Kandesie? Pues una gran promotora les compró como veinte hectáreas y ahora son millonarios.

—Apuesto a que Lali se ha ido a Francia para ver a Sebastian —digo, tratando de actuar como si me importara.

—Eso mismo pienso yo —conviene Maggie—. Y es muy probable que logre recuperarlo. Siempre he pensado que Sebastian es uno de esos tíos que utilizan a las mujeres. Seguro que vuelve con Lali por su dinero.

—Él ya tiene dinero —señalo.

—No importa. Lo suyo es utilizar.

Y mientras Maggie cotorrea, paso el resto del trayecto reflexionando sobre las relaciones. Por fuerza debe existir el amor «puro», aunque está visto que también hay bastante amor «impuro». Mira a Capote y a Ryan con sus modelos. Y a Samantha con su novio ricachón. ¿Y qué me dices de Maggie y sus dos novios, uno para exhibirlo y el otro para el sexo? Y luego estoy yo. Quizá sea cierto lo que Maggie insinúa. Si Bernard no fuera un dramaturgo famoso, ¿me interesaría?

El taxi se detiene frente a un bonito edificio de piedra rojiza con crisantemos en las jardineras de las ventanas. Aprieto los dientes. Me gusta pensar que soy una buena persona. Una chica que no engaña ni miente ni finge ser lo que no es para ligarse a un tío. Pero tal vez no sea mejor que los demás. Puede que incluso sea peor.

—Ya hemos llegado —dice alegremente Maggie saltando del taxi y subiendo a toda prisa los escalones—. ¡Por fin vamos a divertirnos!