13

¿En serio vives aquí? —pregunta Maggie horrorizada.

—¿No es genial?

Deja su mochila en el suelo y contempla el apartamento.

—¿Dónde está el cuarto de baño?

—Ahí. —Señalo la puerta que tiene detrás—. El cuarto de baño está ahí. Y esta es la sala de estar.

Exhala.

—Es enana.

—Es grande para Nueva York. Tendrías que haber visto dónde vivía antes.

—Pero… —Se acerca a la ventana y saca la cabeza—. Está todo tan sucio. Y este edificio parece que vaya a venirse abajo. Y la gente a la que hemos visto en el rellano…

—¿La pareja de ancianos? Llevan aquí toda la vida. Samantha está esperando que se mueran pronto para poder quedarse con su apartamento —bromeo—. Tiene dos dormitorios y el alquiler es más bajo.

Maggie pone los ojos como platos.

—Es terrible desear que alguien se muera para quedarte con su apartamento. Esa Samantha debe de ser una persona horrible. Aunque no me sorprende, si es prima de Donna LaDonna.

—Lo dice en broma.

—Eso espero.

Palpa el futón para comprobar su firmeza antes de sentarse. La miro sorprendida. ¿Cuándo se ha vuelto Maggie tan repipi y remilgada? No ha parado de criticar Nueva York desde que la he recogido en Port Authority. El olor. El ruido. La gente. El metro le daba pánico. Cuando hemos salido a la calle Catorce con la Octava Avenida he tenido que enseñarle cuándo cruzar la calle.

¿Y ahora insulta mi apartamento? ¿Y a Samantha? Pero quizá no lo haga a propósito. Es lógico que suponga que Samantha es como Donna LaDonna. Yo también lo supondría si no la conociera.

Me siento frente a ella y me inclino hacia delante.

—No puedo creer que estés aquí.

—Yo tampoco —dice, llena de entusiasmo.

Las dos estamos intentado recuperar nuestra antigua conexión.

—¡Estás genial!

—Gracias —dice—. Creo que he perdido tres kilos. He empezado a hacer windsurf. ¿Lo has probado alguna vez? Es alucinante. Y las playas son increíbles. Y están rodeadas de pueblos de pescadores.

—Uau.

De pronto, la idea de pueblos de pescadores y playas largas y desiertas me parece tan pintoresca como la vida hace doscientos años.

—¿Y los chicos? —pregunto.

Se quita las zapatillas de tenis y se frota el talón, como si ya le hubiera salido una ampolla.

—Son guapísimos. Hay uno tío, Hank, que mide un metro ochenta y cinco y forma parte del equipo de tenis de la universidad de Duke. Te lo juro, Carrie, deberíamos pedir el traslado a Duke. Tiene unos tíos buenísimos.

Sonrío.

—En Nueva York también tenemos tíos buenísimos…

—No como los de Duke. —Suelta un largo suspiro—. Hank sería perfecto salvo por una cosa.

—¿Tiene novia?

—No. —Me clava una mirada solemne—. Yo nunca saldría con alguien que tuviera novia. No después de lo de Lali.

—Lali. —Me encojo de hombros. Cada mención del pasado me produce una sacudida en el estómago. A este paso acabaremos hablando de Sebastian. Y no quiero. Desde que llegué a Nueva York apenas he pensado en él y en Lali y en lo que sucedió la primavera pasada. Tengo la sensación de que todo eso le ocurrió a otra persona en lugar de a mí—. ¿Qué le pasa a Hank? —pregunto en un esfuerzo por permanecer en el presente.

—No es… —Sacude la cabeza, coge una zapatilla y vuelve a dejarla—. No es… bueno en la cama. ¿Te ha pasado alguna vez?

—He oído hablar de ello.

—¿Todavía no…?

También intento eludir ese tema.

—¿Qué significa eso exactamente? ¿«Malo en la cama»?

—Que no hace nada, que se limita a meterla. Y no dura más de tres segundos.

—¿No es siempre así? —pregunto recordando lo que me contó Miranda.

—No. Peter era muy bueno en la cama.

—¿En serio? —No puedo creer que el repelente de Peter sea un semental.

—¿No lo sabías? Es uno de los motivos por los que me enfadé tanto cuando rompimos.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? —pregunto. Me recojo el pelo en un moño—. ¿Con Hank?

Esboza una sonrisa enigmática.

—No estoy casada. Ni siquiera estoy prometida. Así que…

—¿Te estás acostando con otro?

Asiente con la cabeza.

—¿Te estás acostando con dos tíos al mismo tiempo? —Ahora sí que no doy crédito.

Me mira de hito en hito.

—Bueno, estoy segura de que no te acuestas con ellos al mismo tiempo, pero… —balbuceo.

—Son los ochenta. Las cosas han cambiado. Además, tomo anticonceptivos.

—Podrías pillar una enfermedad.

—Pero no la he pillado. —Me fulmina con la mirada y dejo el tema. Maggie siempre ha sido muy terca. Hace lo que quiere cuando quiere y no hay manera de hacerle cambiar de opinión. Me froto distraídamente el brazo—. ¿Quién es el otro tío?

—Tom. Trabaja en una gasolinera.

La miro atónita.

—¿Qué? —pregunta—. ¿Qué tiene de malo un tío que trabaja en una gasolinera?

—Es un cliché.

—En primer lugar, es un windsurfista increíble. Y en segundo lugar, está intentando hacer algo con su vida. Su padre tiene un barco de pesca. Podría ser pescador, pero no quiere terminar como su padre. Va a la universidad local.

—Eso es genial —digo arrepentida.

—Lo sé. Le echo de menos. —Mira su reloj—. ¿Te molesta si le llamo? Probablemente ya haya vuelto de la playa.

—Adelante. —Le paso el teléfono—. Voy a ducharme.

Me dirijo al cuarto de baño mientras le informo de nuestro programa.

—Esta noche hemos quedado con Bernard para tomar una copa en Peartree’s, un bar de moda que hay cerca de Naciones Unidas. Y a mediodía podríamos comer en la White Horse Tavern, muy frecuentada por escritores famosos. Y entre las dos cosas podríamos pasar por Saks. Me gustaría que conocieras a mi amiga Miranda.

—Vale —dice como si apenas hubiera oído una palabra. Está totalmente concentrada en marcar el número de teléfono de su novio. ¿O debería decir su «amante»?

Ryan y Capote Duncan están en la White Horse Tavern, sentados en la terraza de fuera. Tienen una jarra de café delante y muy mala cara, como si se hubieran acostado tarde y acabaran de levantarse. Ryan tiene los ojos hinchados y Capote está sin afeitar y con el pelo húmedo de la ducha.

—Hola —digo. Su mesa está al lado de la puerta, por lo que es imposible evitarlos.

—Ah, hola —dice cansinamente Capote.

—Os presento a mi amiga Maggie.

Ryan se anima en cuanto ve el rostro lozano de Maggie, típica belleza americana.

—¿Qué tal, chicas? —pregunta con un tono insinuante, el cual parece emplear con todas las mujeres—. ¿Queréis sentaros?

Capote le clava una mirada de fastidio, pero Maggie se sienta antes de que los demás podamos opinar. Seguramente encuentra mono a Ryan.

—¿De dónde eres, Maggie? —pregunta este.

—De Castlebury. Carrie y yo somos íntimas amigas.

—¿No me digas? —dice Ryan como si lo encontrara de lo más interesante.

—Ryan y Capote están en mi clase de escritura —le explico.

—Todavía me cuesta creer que Carrie fuera aceptada en ese curso y que se viniera a Nueva York.

Capote enarca las cejas.

—¿Por qué lo dices? —pregunto, algo molesta.

—No sé, porque nadie creía realmente que fueras a convertirte en escritora. —Maggie suelta una risita.

—Eso es absurdo. Yo siempre he dicho que quería ser escritora.

—Pero no empezaste a escribir hasta el último año. Carrie trabajaba en el periódico del instituto —explica a Ryan. Se vuelve hacia mí—. E incluso entonces no puede decirse que escribieras mucho.

Pongo los ojos en blanco. Maggie nunca llegó a enterarse de que yo era la que escribía los relatos para el periódico bajo seudónimo. Y tampoco pienso contárselo ahora. Por otro lado, me está dejando como una diletante delante de Capote, quien ya parece creer que no pinto nada en ese curso.

Genial. Maggie acaba de añadir leña a su fuego.

—He escrito muchas cosas, lo que pasa es que no te las enseñaba.

—Ya. —Maggie sonríe como si estuviera bromeando.

Suspiro. ¿Es que no puede ver lo mucho que he cambiado? A lo mejor es porque ella no ha cambiado en absoluto. Es la Maggie de siempre y probablemente piensa que yo también soy la de siempre.

—¿Qué tal el desfile de moda? —pregunto para desviar la conversación de mi supuesta incapacidad para escribir.

—Bien —responde Capote con desgana.

—Como podéis ver, Capote es un hombre que no tiene ni idea de moda —dice Ryan—. En cambio, sabe mucho de modelos.

—¿Las modelos no son tontas? —pregunta Maggie.

Ryan ríe.

—No lo decía por eso.

—Ryan está prometido con una modelo —digo mientras me pregunto si Becky ha roto ya con Ryan. En realidad, no se comporta como alguien a quien acaban de dejar. Miro inquisitivamente a Capote, y este se encoge de hombros.

—¿Cuándo es la boda? —pregunta educadamente Maggie. Se diría que ella y Ryan han conectado y me pregunto si Maggie lamenta que Ryan no esté disponible.

—El año que viene —responde despreocupadamente Ryan—. Mi prometida se ha marchado a París esta mañana.

Ajá. Así se ahorra una ruptura formal. Y el pobre Ryan aquí sentado, sin tener ni idea de lo que se está cociendo. Por otro lado, puede que Capote me haya mentido. A lo mejor me contó que Becky tenía intención de dejar a Ryan porque la quiere para él.

—Qué interesante —digo a nadie en particular.

Capote deja cinco dólares sobre la mesa.

—Me largo.

—Pero… —protesta Ryan. Capote hace un gesto leve con la cabeza—. Me temo que yo también —dice a regañadientes—. Encantado de conocerte. —Dedica una sonrisa a Maggie—. ¿Qué hacéis esta noche?

—Carrie está empeñada en que nos tomemos algo con no sé qué tío.

—Se llama Bernard Singer —puntualizo.

Capote frena en seco.

—¿Bernard Singer? ¿El dramaturgo?

—Es el novio de Carrie —explica Maggie con tono desdeñoso.

Los ojos de Capote se abren como platos detrás de las gafas.

—¿Sales con Bernard Singer? —me pregunta como si fuera imposible que alguien tan acreditado como Bernard Singer pudiera estar interesado en mí.

—Ajá —digo como si la cosa no tuviera importancia.

Capote posa una mano en el respaldo de su silla, como si ya no tuviera tan claro lo de irse.

—Bernard Singer es un genio.

—Lo sé.

—Me encantaría conocerle —dice Ryan—. ¿Y si nos tomamos algo todos juntos más tarde?

—Me parece una idea genial —dice Maggie.

En cuanto se han ido, suelto un gruñido.

—¿Qué? —pregunta Maggie con cierto tono defensivo, sabedora de que ha hecho algo malo.

—No puedo llevarles a tomar algo con Bernard.

—¿Por qué no? Ryan es muy agradable —dice como si fuera la única persona normal que ha conocido hasta el momento—. Creo que le gusto.

—Está prometido.

—¿Y? —Maggie coge la carta—. Ya le has oído. Su prometida está de viaje.

—A Ryan le encanta coquetear. No va en serio.

—A mí también me encanta coquetear, así que es perfecto.

Me equivocaba. Maggie sí ha cambiado. Se ha convertido en una adicta al sexo. ¿Y cómo puedo explicarle lo de Bernard?

—Seguro que a Bernard no le apetece conocerles.

—¿Por qué no?

—Porque es mayor que ellos. Tiene treinta años.

Me mira horrorizada.

—Dios mío, Carrie. ¿Treinta años? ¡Qué asco!