Escribo tres hojas de mi obra de teatro. Va sobre Peggy y su amante —el tipo que le hizo las fotos picantes—, al cual he decidido llamar Moorehouse. Peggy y Moorehouse están discutiendo sobre el papel higiénico. Lo encuentro bastante divertido y bastante real —¿qué pareja no discute sobre el papel higiénico?—, y lo cierto es que estoy satisfecha con el resultado.
A las ocho voy a buscar a Miranda. Miranda es afortunada: tiene una vieja tía que vive en una destartalada casita de cuatro plantas en cuyo sótano vive Miranda. El sótano tiene su propia entrada y dos ventanas por debajo de la acera. Si no fuera por la humedad y la oscuridad permanente, sería perfecto.
Llamo al timbre mientras pienso en lo mucho que me gusta poder ir andando a las casas de mis amigas y en el ritmo frenético y desorganizado de mi vida, en la que nunca sé qué va a ocurrir. Miranda abre la puerta con el pelo todavía húmedo de la ducha.
—No estoy lista.
—No importa. —Entro y me derrumbo en un viejo y gastado sofá de damasco.
La tía de Miranda era rica treinta años atrás. Luego su marido se marchó con otra mujer y la dejó sin nada salvo la casa. Trabajó entonces como camarera, se matriculó en la universidad y ahora es profesora de Estudios de la Mujer en la universidad de Nueva York. El apartamento está lleno de libros con títulos como Mujer, cultura y sociedad y Mujeres: una visión feminista. Siempre pienso que lo mejor del apartamento de Miranda son los libros. Samantha solo tiene libros de astrología, autoayuda y El Kama Sutra. Aparte de eso, lee básicamente revistas.
Miranda entra en su habitación para cambiarse. Enciendo un cigarrillo, me paseo por los estantes y cojo un libro de Andrea Dworkin. Se abre solo y leo lo siguiente: «una cosa húmeda, sucia y pastosa, pegotes de semen, su pipí corriendo por tus piernas…».
—¿Qué es? —me pregunta Miranda por encima de mi hombro—. Ah, me encanta este libro.
—¿En serio? Acabo de leer algo sobre pegotes de semen…
—¿Y qué me dices de la parte en que sale disparado y le corre por las piernas?
—Aquí dice que es pipí.
—Semen, pipí, ¿qué diferencia hay? —Miranda se encoge de hombros—. Las dos cosas son asquerosas. —Se cuelga una cartera al hombro—. ¿Viste finalmente a aquel tío?
—Aquel tío se llama Bernard, y sí, le vi. Me gusta mucho. Fuimos a comprar muebles.
—O sea, que ya te ha convertido en su esclava.
—Nos divertimos —señalo.
—¿Ha intentado acostarse contigo?
—No —digo con un tono algo defensivo—. Primero he de ponerme con la píldora. Y he decidido que no me acostaré con él hasta que cumpla los dieciocho.
—Me aseguraré de apuntarlo en mi calendario. «Cumpleaños de Carrie y día que perderá su virginidad».
—Podrías estar presente para darme ánimos.
—¿Sabe Bernie que tienes intención de utilizarle como semental?
—Creo que la palabra «semental» solo es aplicable si tienes como fin la reproducción, y no es mi caso.
—Dejémoslo entonces en «elemental».
—Bernard no es elemental —digo amenazadoramente—. Es un dramaturgo famoso…
—Bla, bla, bla.
—Y estoy segura de que su espada es más poderosa que su palabra.
—Más te vale. —Miranda levanta el dedo índice y lo va encogiendo lentamente mientras estallamos en carcajadas.
—Me encantan estos precios —dice L’il examinando la carta.
—Lo sé. —Miranda asiente, complacida—. Puedes tener una comida completa por tres dólares.
—Y una cerveza completa por cincuenta céntimos —añado.
Estamos sentadas a una mesa del restaurante indio del que Miranda no paraba de hablar, aunque no ha sido fácil encontrarlo. Nos recorrimos la manzana tres veces, deteniéndonos en varios restaurantes casi idénticos, hasta que Miranda ha decidido que este era el lugar, reconocible por el jarrón con tres plumas de pavo real que hay junto a la ventana. Los manteles, de plástico, son de cuadros rojos y blancos, y los cuchillos y tenedores diminutos. Se respira un aire húmedo y dulzón.
—Me recuerda a mi tierra —dice L’il.
—¿Vives en la India? —pregunta Miranda, sorprendida.
—No, tonta, en Carolina del Norte. —L’il barre el restaurante con la mano—. Se parece mucho a esos garitos de carne a la brasa que hay junto a la pista.
—¿«La pista»? —pregunta Miranda.
—Autopista —le aclaro.
Confío en que no toda la cena sea así. Cada una a su manera, Miranda y L’il son muy apasionadas, por lo que pensé que harían buenas migas. Y necesito que hagan buenas migas. Echo de menos tener un grupo de amigas. A veces tengo la sensación de que cada parte de mi vida es tan diferente del resto que estoy constantemente visitando otro planeta.
—¿Eres poetisa? —pregunta Miranda a L’il.
—Sí. ¿Y tú qué eres?
—Miranda se está especializando en Estudios de la Mujer —intervengo.
L’il sonríe.
—No te lo tomes a mal, pero ¿qué puedes hacer con eso?
—Muchas cosas. —Miranda la fulmina con la mirada. Probablemente se esté preguntando qué puedes hacer con un título de poesía.
—Miranda está haciendo una gran labor de protesta contra la pornografía. Y es voluntaria de un albergue para mujeres —explico.
—Eres feminista. —L’il asiente con la cabeza.
—No aceptaría ser otra cosa.
—Yo también soy feminista —digo—. Creo que todas las mujeres deberían ser feministas…
—Pero eso significa que odias a los hombres. —L’il bebe un sorbo de cerveza y mira fijamente a Miranda, a la que tiene sentada justo enfrente.
—¿Y si es así? —pregunta Miranda.
Esto no va bien.
—Yo no odio a todos los hombres, solo a algunos —digo, intentando distender los ánimos—. Sobre todo a los que me gustan y no me corresponden.
L’il me mira con severidad para indicarme que está decidida a forcejear con Miranda.
—Si odias a los hombres, ¿cómo vas a casarte? ¿A tener hijos?
—Si realmente crees que el único propósito de la mujer en la vida es casarse y tener hijos… —declara Miranda antes de obsequiar a L’il con una sonrisa de superioridad.
—Yo no he dicho eso —responde con calma L’il—. Que te cases y tengas hijos no quiere decir que ese sea el único propósito en tu vida. Puedes hacer muchas cosas y tener hijos.
—Buena respuesta —digo.
—Pues yo pienso que es un error traer un hijo a esta sociedad patriarcal —responde raudamente Miranda.
Y justo cuando la conversación está a punto de descontrolarse, llegan nuestras samosas.
Agarro rápidamente una, la sumerjo en la salsa roja y me la llevo a la boca.
—Delicioso —exclamo al tiempo que los ojos empiezan a llorarme y noto que la lengua me arde. Me abanico la boca con una mano y alcanzo el agua con la otra mientras Miranda y L’il se desternillan—. ¿Por qué no me has dicho que la salsa picaba?
—¿Por qué no me lo has preguntado? —Miranda suelta una risita—. Te has abalanzado encima de ella. Pensaba que sabías lo que hacías.
—¡Lo sé!
—¿Igual que con el sexo? —pregunta maliciosamente.
—¿Por qué la gente está tan obsesionada con el sexo?
—Porque es excitante —dice L’il.
—Ja —digo—. Ella lo odia. —Señalo a Miranda.
—Solo la parte del «coito». —Miranda hace el gesto de las comillas con los dedos—. Además, ¿por qué lo llaman «coito», como si fuera una cosa compartida? Es penetración pura y dura. No es un toma y daca.
Llegan nuestros curries. Uno es blanco y cremoso. Los otros dos son de color marrón y rojo y parecen peligrosos. Me sirvo una cucharada del curry blanco. L’il se sirve una del marrón y le pasa el plato a Miranda.
—Si se hace bien, en principio debería de ser un acto de comunicación —dice.
—¿Cómo? —pregunta Miranda, nada convencida.
—Una comunicación entre el pene y la vagina.
—No me lo creo —digo.
—Me lo ha dicho mi madre —asegura L’il—. Es un acto de amor.
—Es un acto de guerra —replica Miranda, cada vez más acalorada—. El pene dice «Déjame entrar» y la vagina dice «Lárgate de aquí, mamón».
—O puede que la vagina diga: «Rapidito» —añado.
L’il se limpia la boca y sonríe.
—Ahí está el problema. Si piensas que va a ser terrible, lo será.
—¿Por qué? —Hundo el tenedor en el curry rojo para comprobar hasta qué punto pica.
—Por la tensión. Si te tensas, haces que sea más difícil. Y doloroso. Por eso las mujeres deberían tener primero un orgasmo —concluye con total naturalidad.
Miranda apura su cerveza y pide otra al instante.
—Es lo más estúpido que he oído en mi vida. ¿Cómo puedes saber siquiera si has tenido ese supuesto orgasmo?
L’il ríe.
—Eso. —Trago—. ¿Cómo?
L’il se reclina en su silla y pone cara de maestrilla.
—Estáis bromeando, ¿verdad?
—Yo no. —Miro a Miranda. Tiene cara de póquer, como si no quisiera estar en esta conversación.
—Has de conocer tu propio cuerpo —dice L’il.
—¿Cómo?
—Masturbación.
—Ayyyyyy. —Miranda se tapa los oídos.
—La masturbación no es nada sucio —le reprende L’il—. Es parte de una sexualidad saludable.
—¿Debo suponer que eso también te lo dijo tu madre? —pregunta Miranda.
L’il se encoge de hombros.
—Mi madre es enfermera. No tiene pelos en la lengua a la hora de hablar de salud. Dice que una sexualidad saludable es parte de una vida saludable.
—Caray. —Estoy impresionada.
—Y participó en muchas campañas de concienciación —continúa L’il—. A principios de los setenta, cuando las mujeres se sentaban en círculo con un espejo delante…
—Ajá. —Supongo que eso lo explica todo.
—Ahora es lesbiana —añade L’il con toda tranquilidad.
Miranda abre la boca para hablar, pero se lo piensa dos veces. Por una vez no tiene nada que decir.
Después de la cena, L’il se excusa diciendo que le duele la cabeza. Miranda tampoco quiere ir a la fiesta, pero le digo que si se va a casa parecerá que está picada.
La fiesta es en Broadway con la calle Diecisiete, en un edificio que fue un banco en otros tiempos. Un guardia de seguridad nos dice que cojamos el ascensor hasta la cuarta planta. Me imagino una fiesta multitudinaria si el guardia deja entrar a la gente tan fácilmente.
El ascensor se abre a un espacio blanco con delirantes obras de arte en las paredes. Las estamos contemplando cuando un hombre bajo y rechoncho, con el pelo de color mantequilla, se acerca a nosotras con una sonrisa radiante.
—Soy Bobby —dice tendiéndome una mano.
—Carrie Bradshaw. Y esta es Miranda Hobbes. —Miranda esboza una sonrisa tirante mientras Bobby nos mira con los párpados entornados.
—Carrie Bradshaw —dice como si estuviera encantado de conocerme—. ¿Y a qué te dedicas?
—¿Por qué es lo primero que pregunta todo el mundo? —farfulla Miranda.
Me vuelvo hacia ella para hacerle saber que estoy de acuerdo y contesto descaradamente:
—Soy dramaturga.
—¡Dramaturga! —exclama Bobby—. Fantástico. Adoro a los escritores. Todo el mundo adora a los escritores. Yo fui escritor antes de hacerme pintor.
—¿Eres pintor? —pregunta Miranda como si eso no pudiera ser verdad.
Bobby la ignora.
—Debes decirme los títulos de tus obras, puede que haya visto alguna…
—Lo dudo —balbuceo, sorprendida de que dé por sentado que he escrito algo. Pero ahora que lo he dicho no puedo retractarme.
—Porque no ha escrito ninguna —suelta Miranda.
—En realidad —le lanzo una mirada gélida—, estoy escribiendo una en estos momentos.
—Fabuloso —aplaude Bobby—. Cuando esté terminada podríamos representarla aquí.
—¿En serio? —Este Bobby debe de estar pirado.
—Por supuesto —asegura mientras nos pasea por la sala—. Yo hago toda clase de producciones experimentales. Esto es un nexo… un nexo —repite, saboreando la palabra— de arte, moda y fotografía. Todavía no he hecho una obra de teatro, pero me parece todo un acierto. Y haremos que venga un público de lo más variopinto.
Antes de que pueda empezar a procesar la idea, Bobby se está abriendo paso ya entre la gente con Miranda y conmigo a la zaga.
—¿Conocéis a Jinx, la diseñadora de moda? Vamos a exhibir su nueva colección esta noche. Os encantará —dice.
Nos planta delante de una mujer de aspecto tétrico con una larga melena de color negro azulado, como cien capas de perfilador de ojos y carmín negro en los labios. Se está inclinando para encender un canuto cuando Bobby la interrumpe.
—Jinx, querida —dice, lo cual suena increíblemente irónico, porque es evidente que Jinx no es la querida de nadie—. Te presento a… —busca mi nombre— Carrie. Y a su amiga —añade, señalando a Miranda.
—Encantada —digo—. Estoy deseando ver tu desfile.
—Yo también —responde Jinx inhalando el humo y reteniéndolo en los pulmones—. Si esas putas modelos aparecen de una vez… Odio a las putas modelos, ¿tú no? —Levanta una mano adornada con un artilugio metálico por el que se insertan los dedos—. Nudillos de acero. No se te ocurra meterte conmigo.
—No lo haré. —Miro en derredor, ansiosa por huir, y diviso a Capote Duncan en un rincón.
—Tenemos que irnos —digo con un codazo a Miranda—. Acabo de ver a un amigo…
—¿Qué amigo? —pregunta Miranda. Señor, no tiene ni idea de cómo comportarse en una fiesta. Ahora entiendo su renuencia a venir.
—Alguien a quien me alegro mucho de ver. —Lo cual es rotundamente falso, pero siendo Capote Duncan la única persona que conozco en esta fiesta, lo tomaré.
Y mientras sorteamos la multitud me pregunto si Nueva York vuelve pirada a la gente o si la gente ya está pirada y Nueva York la atrae como a las moscas.
Capote está apoyado en un aparato de aire acondicionado hablando con una chica alta y con una de esas narices que apuntan hacia arriba. Tiene el pelo largo y rubio y ojos castaños, lo que le da un aire interesante, y como está con Capote deduzco que es una de las modelos descarriadas de las que hablaba Jinx.
—Te pasaré una lista de libros —le está diciendo Capote—. Hemingway. Fitzgerald. Y Balzac.
Enseguida me entran ganas de vomitar. Capote siempre está hablando de Balzac, y eso me recuerda por qué no lo soporto. Porque es un pedante.
—Hola —digo con un tono cantarín.
La cabeza de Capote se vuelve de golpe, como si estuviera esperando a alguien especial. Al verme le cambia la cara. Parece librar una breve lucha interna, como si deseara ignorarme pero sus modales sureños no se lo permitieran. Finalmente alcanza a sonreír.
—Carrie Bradshaw —dice, arrastrando las palabras—. No esperaba encontrarte aquí.
—Es lógico. Ryan me invitó.
Al oír el nombre de «Ryan», la modelo afina el oído. Capote suspira.
—Te presento a Becky, la prometida de Ryan.
—Ryan me ha hablado mucho de ti —le digo tendiéndole una mano.
La toma lánguidamente. Luego contrae la cara, como si estuviera a punto de romper a llorar, y huye.
Capote me mira acusadoramente.
—Buen trabajo.
—¿Qué he hecho?
—Acaba de contarme que tiene intención de dejar a Ryan.
—¿No me digas? —me burlo—. Y yo que pensaba que estabas intentado mejorar su cerebro. ¿La lista de libros? —le recuerdo.
La cara de Capote se tensa.
—No te hagas la listilla conmigo, Carrie —dice mientras se abre paso entre Miranda y yo para seguir a Becky.
—¡¿Qué me dices de ti?! —le grito.
—Yo también me alegro de conocerte —aúlla Miranda con sarcasmo.
Por desgracia, el encuentro con Capote la ha puesto de los nervios e insiste en que quiere irse a casa. Dada la mala educación de Capote, yo tampoco deseo quedarme sola en esta fiesta.
Me fastidia perderme el desfile de moda. Por otro lado, me alegro de haber conocido a ese Bobby. Mientras volvemos a casa bajo las crueles farolas amarillas, hablo profusamente de mi obra de teatro y de lo genial que sería que se representara en el espacio de Bobby, hasta que Miranda finalmente me mira y dice:
—¿Piensas escribirla algún día?
—¿Vendrás a la lectura?
—¿Por qué no iba a ir, dejando a un lado el hecho de que Bobby y todos su amigos son unos idiotas redomados? ¿Y qué me dices de Capote Duncan? ¿Quién demonios se cree que es?
—Un capullo —contesto recordando su semblante rabioso. Sonrío. De repente me doy cuenta de que me gusta hacer enfadar a Capote Duncan.
Miranda y yo nos separamos después de prometerle que la llamaré mañana. Cuando entro en el edificio juro que puedo oír el teléfono de Samantha. El timbre de un teléfono es como una llamada a las armas para mí, y subo los escalones de dos en dos. Al décimo timbre aproximadamente el teléfono calla, pero un segundo después vuelve a sonar.
Irrumpo en la sala y lo cojo de debajo del sofá.
—¿Diga? —pregunto sin apenas aliento.
—¿Qué haces el jueves por la noche? —Es Samantha.
—¿El jueves por la noche? —pregunto, confusa. ¿Cuándo es jueves por la noche? Ah, sí, pasado mañana—. No tengo ni idea.
—Necesito que me ayudes con algo. Voy a dar una cena íntima en el apartamento de Charlie…
—Me encantará ir —barboteo, pensando que me está invitando—. ¿Puedo llevar a Bernard?
—No creo que sea una buena idea.
—¿Por qué no?
—No te lo tomes a mal —ronronea—, pero en realidad te necesito para que cocines. Dijiste que sabías cocinar, ¿verdad?
Frunzo el entrecejo.
—Puede, pero…
—Yo no tengo ni idea de cocinar y no quiero que Charlie lo descubra.
—De modo que me pasaré la noche en la cocina.
—Me estarías haciendo un enorme favor —trina—. Y dijiste que algún día me harías un favor si te lo pedía.
—Es cierto —reconozco a regañadientes, todavía dudosa.
—Oye —me presiona—, si tanto te cuesta puedo cambiártelo por algo. Una noche cocinando a cambio de alguno de mis zapatos.
—Tus pies son más grandes que los míos.
—Puedes ponerte papel en las puntas.
—¿Qué tal las botas Fiorucci? —pregunto astutamente.
Lo medita.
—Oh, ¿por qué no? —acaba aceptando—. Siempre puedo hacer que Charlie me compre otras, sobre todo cuando descubra lo bien que cocino.
—Vale —farfullo cuando se despide.
¿Cómo he podido meterme en este lío? Técnicamente sé cocinar. Pero solo he cocinado para amigos. ¿Cuántas personas espera invitar Samantha a esa cena íntima? ¿Seis? ¿Dieciséis?
El teléfono vuelve a sonar. Seguro que es otra vez Samantha, para hablar del menú.
—¿Samantha? —pregunto con recelo.
—¿Quién es Samantha? —pregunta a su vez una voz familiar al otro lado del teléfono.
—¿Maggie? —aúllo.
—¿Qué está pasando? Te llamé al número que me diste y una mujer de lo más antipática me dijo que ya no vivías allí. Luego tu hermana me dijo que te habías mudado…
—Es una larga historia. —Me acomodo en el sofá para charlar.
—Podrás contármela mañana —exclama—. ¡Voy a Nueva York!
—¿En serio?
—Mi hermana y yo vamos a visitar a nuestros primos de Pennsylvania. Cogeré el autobús mañana por la mañana. He pensado que podría pasar un par de noches contigo.
—Oh, Mags, eso es fantástico. Estoy deseando verte. Tengo tantas cosas que contarte. Estoy saliendo con un tío…
—¿Maggie? —oigo preguntar a alguien.
—Debo dejarte. Nos vemos mañana. Mi autobús llega a las nueve. ¿Puedes reunirte conmigo en Port Authority?
—Claro. —Cuelgo feliz, hasta que recuerdo que mañana por la noche he quedado con Bernard. Pero Maggie puede venir con nosotros. Estoy deseando que lo conozca. Flipará cuando vea lo sexy que es.
Rebosando entusiasmo, me siento delante de la máquina para escribir unos cuantos folios más de mi obra de teatro. Estoy decidida a aprovechar la oferta de Bobby de montar una lectura en su espacio. Y a lo mejor, solo a lo mejor, si la lectura es un éxito podré quedarme en Nueva York. Me habré convertido oficialmente en escritora y no tendré que ir a Brown.
Trabajo como una posesa hasta las tres de la madrugada, hora en que me obligo a acostarme. Doy vueltas en la cama pensando en mi obra y en Bernard y en toda la gente interesante a la que he conocido. ¿Qué pensará Maggie de mi nueva vida?
Estoy segura de que alucinará.