A la mañana siguiente me despierto con una idea.
Tal vez se deba a todo el tiempo que he pasado con Bernard, pero el caso es que finalmente me siento inspirada. Sé lo que tengo que hacer: escribir una obra de teatro.
Tan brillante conclusión dura unos tres segundos, momento en que es aplastada por un millón de razones de por qué no es posible. Porque Bernard pensará que le estoy imitando. Porque de todos modos no sabría hacerlo. Porque Viktor Greene no me dejará.
Me siento en la cama de Samantha con las piernas cruzadas y la cara enfurruñada. El caso es que tengo que demostrar que puedo triunfar en Nueva York. Pero ¿cómo? Tal vez tenga suerte y alguien me descubra. O tal vez saque a la luz aptitudes que yo misma ignoraba que poseía. Me aferro a las sábanas de seda como una superviviente trepando a un bote salvavidas. Pese a mis temores, siento que mi vida está empezando a despegar aquí, y Brown se halla a menos de siete semanas.
Tiro de un hilo. No estoy diciendo que Brown no esté bien, pero ya he sido aceptada. Sin embargo, si Nueva York fuera una universidad a pesar de todo solicitaría mi ingreso en ella. Y si esas otras personas consiguen triunfar en Nueva York, ¿por qué no voy a poder hacerlo yo?
Bajo de la cama de un salto y correteo por el apartamento por puro placer mientras me visto y tecleo las siguientes frases: «Lo conseguiré. Tengo que conseguirlo. A la porra la gente». Agarro mi bolso Carrie y prácticamente bajo volando los cinco pisos hasta el vestíbulo.
Camino por la calle Catorce sorteando hábilmente a la multitud, imaginando que mis pies flotan a varios centímetros del suelo. Giro por Broadway y me meto de cabeza en Strand.
Strand es una librería de segunda mano legendaria donde puedes encontrar toda clase de libros baratos. Huele a humedad, y todos sus dependientes son arrogantes, como si se creyeran los guardianes de la llama de la literatura más elevada. Algo que me traería sin cuidado si fuera posible evitarlos. Si buscas un libro concreto, no puedes encontrarlo sin su ayuda.
Acorralo a un tipo larguirucho que viste un jersey con coderas.
—¿Tiene Muerte de un viajante?
—Yo diría que sí —contesta cruzando los brazos.
—¿Y La importancia de llamarse Ernesto? ¿Y La loba? ¿Mujeres? ¿Nuestra ciudad?
—No se embale. ¿Le parezco un vendedor de zapatos?
—No —murmuro mientras le sigo hasta las estanterías.
Tras quince minutos de búsqueda finalmente encuentra Mujeres. Vislumbro a Ryan, de mi clase, al final de una estantería con la nariz enterrada en Por el camino de Swan. Está rascándose la cabeza y sacudiendo el pie, como si el texto se hubiera apoderado de él.
—Hola —digo.
—Hola. —Cierra el libro—. ¿Qué haces aquí?
—Voy a escribir una obra de teatro. —Señalo mi pequeña pila de libros—. Pensé que primero debería leer algunas.
Se ríe.
—Buena idea. La mejor manera de evitar escribir es leer. Por lo menos, de ese modo puedes aparentar que estás trabajando.
Me gusta Ryan. A diferencia de su mejor amigo, Capote Duncan, parece una persona decente.
Pago mis libros y cuando me doy la vuelta Ryan sigue en el mismo sitio. Tiene el aire de alguien que no sabe muy bien qué hacer consigo mismo.
—¿Te apetece un café? —me pregunta.
—Vale.
—Tengo un par de horas libres antes de reunirme con mi prometida —explica.
—¿Estás prometido? —Ryan no puede tener más de veintiuno o veintidós años. Parece demasiado joven para casarse.
—Mi prometida es modelo. —Se rasca la mejilla, como si estuviera orgulloso y al mismo tiempo avergonzado de esa profesión—. Siempre he pensado que si una mujer desea mucho, mucho, que hagas algo, debes hacerlo. A la larga facilita las cosas.
—Entonces, ¿tú no quieres casarte?
Sonríe incómodo.
—Si me acuesto con una mujer diez veces, creo que es mi deber casarme con ella. No puedo evitarlo. Si mi prometida no estuviera tan ocupada, ya nos habríamos casado.
Caminamos por Broadway y entramos en una pequeña hamburguesería.
—Ojalá pudiera encontrar a un tío como tú —bromeo—. Un tío que hiciera todo lo que le pido.
—¿No puedes? —Me mira con extrañeza.
—Me temo que no soy muy ligona.
—Me sorprende. —Coge distraídamente su tenedor y prueba los dientes con la yema del pulgar—. Estás muy buena.
Sonrío. Viniendo de otro tío, lo interpretaría como una frase para ligar, pero Ryan no parece tener un guión. Sospecho que es de esos tíos que dicen exactamente lo que piensan y luego se sorprenden de las consecuencias.
Pedimos café.
—¿Cómo la conociste? A tu prometida modelo.
Sacude la pierna.
—Nos presentó Capote.
—¿Qué tiene ese tío? —pregunto.
—¿No me digas que a ti también te interesa?
Le lanzo una mirada asesina.
—¿Bromeas? No lo soporto. Por lo visto hay un montón de mujeres que le van detrás…
—Lo sé. —Ryan asiente con la cabeza—. Y ni siquiera es guapo.
—Es la clase de tío del que todas las chicas se enamoran en sexto grado y nadie puede entender por qué.
Ryan se ríe.
—Siempre pensé que yo era esa clase de tío.
—¿Lo eras?
—Más o menos.
Puedo imaginarlo. Ryan a los doce años —pelo negro y frondoso, ojos azules y chispeantes—, un auténtico ídolo adolescente.
—No me extraña que estés prometido con una modelo.
—No era modelo cuando la conocí. Estaba estudiando para auxiliar veterinaria.
Bebo un sorbo de café.
—Es la profesión típica de las chicas que no saben a qué dedicarse pero «aman a los animales».
—Cruel pero cierto.
—¿Cómo se hizo modelo?
—La descubrieron —dice Ryan—. Vino a verme a Nueva York y un tipo la abordó en Bergdorf’s y le dio su tarjeta.
—Y no pudo decir que no.
—¿No quieren todas las mujeres ser modelo? —pregunta.
—No. Pero todos los hombres quieren salir con modelos.
Ríe.
—Deberías venir a una fiesta que dan esta noche. Es un desfile de moda de una diseñadora neoyorquina. Becky desfilará para ella. También estará Capote.
—¿Capote? —resoplo burlonamente—. ¿Cómo podría perdérmela? —Aun así, anoto la dirección en una servilleta.
Cuando dejo a Ryan, me dirijo rápidamente al despacho de Viktor Greene para hablarle de mi nuevo y emocionante plan de escribir una obra de teatro. Si se la vendo bien, no tendrá más remedio que aceptar.
La puerta del despacho se encuentra abierta, como si Viktor estuviera esperando a alguien, de modo que entro sin llamar. Gruñe, sobresaltado, y se palpa el bigote.
No me invita a sentarme, así que me quedo de pie frente a su mesa.
—Ya he decidido qué quiero escribir.
—¿Sí? —pregunta despacio al tiempo que echa un vistazo al pasillo por encima de mi hombro.
—¡Una obra de teatro!
—Bien.
—¿No le importa? No es un relato, y tampoco un poema…
—Mientras verse sobre la familia… —contesta raudamente.
—Versará. —Asiento con la cabeza—. He pensado que podría ir sobre un hombre y una mujer que llevan varios años casados y se detestan…
Viktor me mira inexpresivo. Se diría que no tiene nada más que decir. Tras unos incómodos segundos, añado:
—Me pondré hoy mismo.
—Buena idea. —Ya no me cabe duda de que me quiere fuera de su despacho. Me despido con un gesto de la mano.
Cuando salgo tropiezo con L’il.
—¡Carrie! —Se sonroja.
—Voy a escribir una obra de teatro —le informo entusiasmada—. A Viktor le parece bien.
—Es perfecto para ti. Estoy deseando leerla.
—Primero he de escribirla.
Se hace a un lado con intención de rodearme.
—¿Qué haces esta noche? —le pregunto—. ¿Quieres cenar conmigo y con mi amiga Miranda?
—Me encantaría, pero…
Viktor Greene sale de su despacho. L’il levanta la vista hacia él.
—¿Estás segura? —le insisto—. Miranda es muy interesante. Iremos a uno de esos indios baratos de la calle Seis. Miranda dice que conoce los mejores…
L’il parpadea cuando vuelve a centrar sus ojos en mí.
—Vale. Supongo que puedo…
—Te espero a las ocho y media en la Catorce con Broadway. Después iremos a una fiesta —digo por encima de mi hombro.
Dejo a L’il y a Viktor ahí, mirándome como si fuera una atracadora que ha decidido apiadarse de ellos.