¡Bernard!
«Bernard me ha llamado», trino como un pajarillo para mí, dando brincos por la calle Cuarenta y cinco, en el distrito de los teatros.
Por lo visto llamó a mi antiguo apartamento y Peggy le dijo que yo ya no vivía allí y que no tenía ni idea de adónde había ido. Luego Peggy tuvo el descaro de preguntarle si podía hacerle una prueba para su nueva obra de teatro. Bernard le sugirió con un tono frío que llamara a su director de casting, y de repente, como por arte de magia, Peggy recuperó la memoria en lo referente a mi paradero.
—Está en casa de una amiga. ¿Cindy? ¿Samantha?
Justo cuando había perdido la esperanza de que me llamara, Bernard, criatura, ató cabos y me telefoneó.
—¿Puedes reunirte conmigo en el teatro mañana al mediodía? —me preguntó.
Sin duda Bernard posee una idea extraña de cómo ha de ser una cita, pero al ser un niño prodigio es posible que viva al margen de las normas.
El distrito de los teatros es apasionante incluso de día: las luces centelleantes de Broadway, los pequeños y encantadores restaurantes, los teatros sórdidos prometiendo CHICAS EN VIVO, lo que me lleva a rascarme la cabeza. ¿Hay alguien que las prefiera muertas?
Llego a Shubert Alley. Es una calle estrecha, pero no puedo evitar imaginar cómo me sentiría si una obra mía fuera representada en su teatro. Si eso ocurriera, querría decir que mi vida va sobre ruedas.
Siguiendo las indicaciones de Bernard, entro por la puerta de los artistas. No es nada especial: un vestíbulo sombrío con paredes de cemento gris, un suelo de linóleo despellejado y un hombre haciendo guardia detrás de una ventanita corredera.
—¿Bernard Singer? —pregunto.
El vigilante levanta la vista de su Post. Su rostro es un mapa de venas.
—¿Viene para una audición? —me pregunta, bajando una tablilla.
—No, soy una amiga.
—Ah, usted es la joven señorita. Carrie Bradshaw.
—Eso es.
—Me dijo que la esperaba. Ha salido, pero volverá enseguida. Me pidió que le enseñara la zona de bastidores.
—¡Sí, por favor! —exclamo. El teatro Shubert. A Chorus Line. ¡Bastidores!
—¿Ha estado antes aquí?
—¡No! —La voz me sale chillona de la emoción.
—El señor Shubert fundó el teatro en 1913. —El vigilante descorre una pesada cortina negra para mostrarme el escenario—. Katharine Hepburn actuó aquí en 1939. The Philadelphia Store.
—¿En este escenario?
—Cada noche, antes de hacer su primera entrada, se detenía justo donde usted se encuentra ahora. «Jimmy, ¿cómo está el púbilco esta noche?», me preguntaba. Y yo respondía: «Mucho mejor desde que usted llegó, señorita Hepburn».
—Jimmy —suplico—, ¿puedo…?
Mi entusiasmo le hace sonreír.
—Solo un segundo. La gente que no es del gremio tiene prohibido…
Pero echo a andar por los tablones antes de que pueda cambiar de parecer, con la vista fija en la platea. Avanzo hasta el proscenio y contemplo las filas y filas de asientos de terciopelo, el gallinero, los lujosos palcos a los costados, y me imagino el teatro abarrotado de gente que ha venido a verme a mí.
Levanto los brazos.
—¡Hola, Nueva York!
—Bravo. —Oigo una risa ronca seguida de unos aplausos.
Horrorizada, me doy la vuelta y allí, en los bastidores, está Bernard, con gafas de sol, camisa blanca abierta y mocasines Gucci. A su lado está la autora de los aplausos, y enseguida reconozco a Margie Shephard. Su ex esposa. ¿Qué demonios hace aquí? ¿Y qué va a pensar de mí después de mi pequeña representación?
No tardo en averiguarlo, porque lo siguiente que dice es:
—Acaba de nacer una estrella. —Su tono es cruel.
—No te pases, Margie —dice Bernard, teniendo por lo menos el detalle de mostrar cierta irritación.
—Hola, soy Carrie. —Le tiendo la mano.
Margie me concede el honor de estrechármela, pero no se presenta, dando por hecho que ya sé quién es. Me digo que nunca olvidaré el tacto de su mano, sus dedos largos y suaves, su palma cálida y firme. Puede que algún día incluso diga: «Conocí a Margie Shephard. Le di la mano y fue increíble».
Margie abre graciosamente la boca y deja ir una risa maliciosa.
—Vaya, vaya… —dice.
Nadie, salvo Margie Shephard, puede decir «Vaya, vaya» y quedarse tan fresco. No puedo dejar de mirarla con cara de boba. No es exactamente guapa, pero posee una suerte de luz interior que te hace pensar que es una de las mujeres más atractivas que has visto en tu vida.
Entiendo perfectamente por qué Bernard se casó con ella. Lo que no entiendo es por qué no sigue casado con ella.
No tengo nada que hacer.
—Me alegro de conocerte —me dice Margie con un fugaz guiño a Bernard.
—Lo mismo digo —tartamudeo. Seguro que piensa que soy idiota.
Margie mira a Bernard y sonríe.
—Seguiremos hablando más tarde.
—No me parece una buena idea —farfulla Bernard. Por lo visto, él no está tan impresionado como yo.
—Te llamaré. —De nuevo esa bonita sonrisa y esos ojos que parecen saberlo todo—. Adiós, Carrie.
—Adiós. —De repente me disgusta verla marchar.
Bernard y yo la observamos mientras cruza el vestíbulo acariciándose la nuca con una mano, un recordatorio punzante de lo que Bernard se está perdiendo.
Trago saliva y me dispongo a disculparme por mi pequeño espectáculo, pero en lugar de expresar bochorno Bernard me agarra por las axilas, me aprieta contra él y empieza a darme vueltas como si fuera una niña. Me cubre la cara de besos.
—Cuánto me alegro de verte. Tienes el don de aparecer en el momento oportuno. ¿Nunca te lo han dicho?
—No…
—Pues es cierto. Si no hubieras estado aquí, no habría podido quitármela de encima. Vamos. —Me coge de la mano y me lleva hasta la otra punta del callejón como un loco en una misión—. Eres tú, nena —dice—. Lo entendí en cuanto te vi.
—¿Qué entendiste? —pregunto entre jadeos, intentando no rezagarme, desconcertada por su repentina adoración. Es justo lo que he estado esperando, pero ahora que lo tengo delante siento que desconfío.
—Margie ha terminado para mí, es historia. Voy a seguir adelante con mi vida. —Salimos a la calle Cuarenta y cuatro y ponemos rumbo a la Quinta Avenida—. Tú eres mujer. ¿Dónde puedo comprar muebles?
—¿Muebles? —Me río—. No tengo ni idea.
—Pues alguien tiene que saberlo. Perdone. —Se acerca a una elegante señora con collar de perlas—. ¿Cuál es el mejor lugar por aquí para comprar muebles?
—¿Qué tipo de muebles? —pregunta, como si esta clase de encuentro con un extraño fuera de lo más normal.
—Una mesa. Y sábanas. Y puede que un sofá.
—Bloomingdale’s —responde, y sigue su camino.
Bernard me mira.
—¿Tienes algo que hacer esta tarde? ¿Dispones de un rato para comprar muebles?
—Claro. —No es precisamente el almuerzo romántico que tenía en mente, pero…
Subimos a un taxi.
—A Bloomingdale’s —dice Bernard al taxista—. Y dese prisa, tenemos que comprar sábanas.
El taxista sonríe.
—¿Van a casarse, tortolitos?
—Todo lo contrario. Estoy descasándome oficialmente —replica Bernard, y me estruja la pierna.
Una vez en Bloomingdale’s, correteamos por la quinta planta como dos niños, probando las camas, botando sobre los sofás y fingiendo beber té de los juegos de porcelana. Uno de los vendedores reconoce a Bernard («Oh, señor Singer, es un verdadero honor. ¿Le importaría firmar este recibo para mi madre?») y nos sigue como un perrito.
Bernard compra un juego de comedor, un sofá y un diván de cuero marrón, un armario y un montón de almohadas, sábanas y toallas.
—¿Pueden enviármelo ahora?
—Normalmente no podemos —dice el vendedor con una sonrisa bobalicona—, pero tratándose de usted, señor Singer, lo intentaré.
—¿Y ahora qué? —pregunto a Bernard.
—Vamos a mi apartamento y esperamos.
—Todavía no entiendo por qué Margie se llevó los muebles —digo mientras caminamos por la calle Cincuenta y nueve.
—Para castigarme, supongo.
—Pensaba que era ella la que te había dejado —me aventuro, evitando deliberadamente el término «engañado».
—Pajarito, ¿es que no sabes nada sobre mujeres? El juego limpio no forma parte de su vocabulario.
—No generalices. Yo nunca actuaría así, sería razonable.
—Eso es lo que me encanta de ti, que estás sin estropear. —Entramos de la mano en su edificio y pasamos por delante del antipático portero. «¿Qué te parece, colega?», pienso. Ya en el apartamento Bernard pone un disco. Frank Sinatra.
—Bailemos —dice—. Quiero celebrarlo.
—No puedo bailar eso.
—Claro que puedes. —Abre los brazos. Coloco una mano en su hombro, tal como aprendí a hacer en las clases de bailes de salón cuando tenía trece años. Me abraza con fuerza, su aliento me abrasa el cuello—. Me gustas, Carrie Bradshaw. Me gustas mucho. ¿Crees que yo también podría gustarte?
—Claro. —Río como una tonta—. Si no me gustaras no bailaría contigo.
—No te creo. Creo que podrías bailar con un hombre y, en cuanto te cansaras de él, ponerte a bailar con otro.
—Nunca. —Giro la cabeza para mirarle. Tiene los ojos cerrados, la expresión beatífica. Todavía no alcanzo a comprender su nueva actitud. Si no supiera que es imposible, creería que se está enamorando de mí.
O a lo mejor se está enamorando de la idea de enamorarse de mí. A lo mejor quiere enamorarse de alguien y yo he aparecido en el lugar justo, en el momento justo.
De pronto me pongo nerviosa. Si Bernard se enamorara de mí jamás podría estar a la altura de sus expectativas. Acabaría decepcionándole. ¿Y qué hago si intenta acostarse conmigo?
—Quiero saber qué ha ocurrido —digo para cambiar de tema—. Entre tú y Margie.
—Ya te lo he contado —murmura.
—Me refiero a este mediodía. ¿De qué iba la discusión?
—¿Importa?
—Supongo que no.
—Del apartamento —dice—. Estábamos discutiendo sobre el apartamento. Quiere recuperarlo, y yo le he dicho que ni hablar.
—¿También quiere el apartamento? —pregunto, atónita.
—Si no llegas a estar ahí, puede que me hubiera convencido. —Me coge la mano y me da vueltas por la estancia—. Cuando te he visto en ese escenario he pensado: «Es una señal».
—¿Qué clase de señal?
—La señal de que debía recuperar mi vida. Comprar muebles. Convertir este apartamento de nuevo en mi hogar.
Me suelta la mano, pero yo sigo dando vueltas y más vueltas, hasta que al final caigo al suelo. Permanezco tendida, dejando que la estancia desnuda gire a mi alrededor, y durante un breve instante me imagino que me encuentro en un manicomio, en un espacio blanco y sin muebles. Cierro los ojos y cuando los abro Bernard está flotando sobre mi cara. Tiene unas pestañas bonitas y un pliegue a cada lado de la boca. Y un pequeño lunar enterrado en el pelo de la ceja derecha.
—Estás loca —susurra antes de inclinarse para besarme.
Me dejo llevar por el beso. La boca de Bernard envuelve la mía, absorbiendo toda la realidad hasta que la vida parece comprender únicamente esos labios y lenguas inmersos en una curiosa danza.
Me paralizo.
De repente siento que me ahogo. Coloco mis manos en los hombros de Bernard.
—No puedo.
—¿Algo que he dicho? —Sus labios se cierran de nuevo sobre los míos. El corazón me va a cien. Una arteria me palpita en el cuello. Me escurro.
Se sienta.
—¿Demasiado intenso?
Me abanico la cara y río.
—Puede.
—No estas acostumbrada a tíos como yo.
—¡Supongo que no! —Me levanto y me sacudo la ropa.
Fuera estalla un trueno. Bernard se me acerca por detrás y me aparta el pelo para besarme en el cuello.
—¿Alguna vez has hecho el amor en medio de una tormenta?
—No. —Suelto una risita con intención de disuadirle.
—Quizá vaya siendo hora.
Oh, no. ¿Ahora? ¿En este momento? Empiezo a temblar. No creo que pueda hacerlo. No estoy preparada.
Bernard me masajea los hombros.
—Relájate. —Se inclina y me mordisquea el lóbulo de la oreja.
Si lo hago ahora con él, seguro que me compara con Margie. Me los imagino practicando todo el día el sexo en este apartamento. Visualizo a Margie besando a Bernard con la misma pasión que él, como en las películas. Luego me imagino tendida en cueros sobre el colchón desnudo, con las piernas y los brazos abiertos, rígidos.
¿Por qué no lo hice con Sebastian cuando tuve oportunidad? Por lo menos sabría qué hacer. Nunca pensé que alguien como Bernard se cruzaría en mi camino. Un hombre hecho y derecho que, obviamente, da por sentado que su novia practica el sexo con regularidad y siempre está dispuesta.
—Ven —me dice con dulzura, tirando de mi mano.
Me planto, y Bernard afila la mirada.
—¿No quieres hacer el amor?
—Sí —me apresuro a responder para no herir sus sentimientos—. Es solo que…
—¿Qué?
—He olvidado mi anticonceptivo.
—Oh. —Me suelta la mano y se echa a reír—. ¿Qué utilizas? ¿Un diafragma?
Me sonrojo.
—Sí. Exacto. Un diafragma.
—Los diafragmas son un coñazo. Y aparatosos, con toda esa crema. Porque utilizas una crema, ¿no?
—Sí. —Retrocedo mentalmente a las clases de salud que nos daban en el instituto. Visualizo el diafragma, un artilugio que parece un tapón de goma. Pero no recuerdo nada de una crema.
—¿Por qué no tomas la píldora? Es mucho más práctica.
—Quiero hacerlo, sí. —Asiento enérgicamente con la cabeza—. Siempre me digo que he de conseguir una receta, pero…
—Lo sé. No quieres tomar la píldora hasta estar segura de que la relación va en serio.
Se me seca la garganta. ¿Va en serio nuestra relación? ¿Estoy preparada para tener una relación en serio? Pero un segundo después Bernard está tumbado en la cama con la tele encendida. ¿Son imaginaciones mías o parece ligeramente aliviado?
—Ven aquí, gatita —me dice dando palmaditas al colchón. Me enseña las manos—. ¿Crees que tengo las uñas demasiado largas?
—¿Demasiado largas para qué? —Frunzo el entrecejo.
—En serio —dice.
Le cojo una mano y deslizo los dedos por la palma. Tiene unas manos muy bonitas, finas, y no puedo evitar imaginarme esas manos deslizándose por mi cuerpo. La parte más sexy de un hombre son las manos. Si un hombre posee unas manos femeninas, da igual cómo tenga lo demás.
—Un poco.
—¿Podrías cortármelas y pasarles la lima?
¡¿Qué?!
—Margie siempre me las cortaba —explica. Mi corazón se enternece. Qué encanto. Ignoraba que un hombre pudiera ser tan familiar. Aunque no me extraña, dada mi limitada experiencia con el amor.
Bernard se dirige al cuarto de baño a buscar un cortaúñas y una lima. Contemplo la habitación desnuda. «Pobre Bernard», pienso por enésima vez.
—Acicalamiento primate —dice cuando vuelve.
Se sienta frente a mí y procedo a cortarle las uñas con cuidado. Puedo oír la lluvia martilleando el toldo de abajo mientras limo rítmicamente. El movimiento y la lluvia me sumen en un relajante estado de trance. Bernard me acaricia el brazo y la cara mientras me inclino sobre su mano.
—Se está bien así, ¿verdad? —dice.
—Sí —respondo.
—Así debería ser. Sin peleas. Sin discusiones sobre a quién le toca pasear al perro.
—¿Teníais perro?
—Un salchicha de pelo largo. Al principio era el perro de Margie, pero nunca se tomaba la molestia de hacerle caso.
—¿Lo mismo pasó contigo?
—Ajá. También dejó de hacerme caso a mí. Solo le importaba su carrera.
—Es terrible —digo mientras limo con alegría. No puedo imaginarme a ninguna mujer perdiendo el interés por Bernard.