9

Todos los hombres son una decepción, diga lo que diga la gente. —Miranda Hobbes fulmina la cubierta de Cosmopolitan con la mirada—. «Cómo cazarlo y conservarlo» —dice, leyendo el titular de la cubierta con una mueca de desprecio. Devuelve la revista al estante—. Aunque pudieras cazarlo, te garantizo que no merecerá la pena conservarlo.

—¿Qué me dices de Paul Newman? —Cuento cuatro dólares y entrego el dinero al cajero—. Estoy segura de que merece la pena conservarlo. Por lo menos Joanne Woodward así lo cree.

—En primer lugar, nadie sabe realmente lo que sucede dentro de un matrimonio. Y en segundo lugar, él es actor, lo que significa, por definición, que es un narcisista. —Contempla el paquete de muslos de pollo con desconfianza—. ¿Estás segura de lo que haces?

Meto los muslos de pollo, el arroz y el tomate en una bolsa haciendo ver que paso de sus recelos. Lo cierto es que a mí también me inquieta un poco el pollo. Además, pese a ser minúsculo, el supermercado no está muy limpio que digamos. A lo mejor por eso nadie cocina en Nueva York.

—¿No crees que todos somos unos narcisistas? —pregunto—. Yo tengo la teoría de que la gente solo piensa en sí misma. Es la naturaleza humana.

—¿Es esto la naturaleza humana? —pregunta Miranda, todavía absorta en las revistas—. «Cómo acabar con la piel de naranja en treinta días». «Labios sensuales». «Cómo saber lo que él está pensando realmente». Yo puedo decirte lo que él está pensando realmente: nada.

Me río, en parte porque seguramente tiene razón y en parte porque me hallo en el atolondrado umbral de una nueva amistad.

Es mi segundo sábado en Nueva York, y lo que nadie te cuenta es lo mucho que se vacía la ciudad los fines de semana. Samantha se va a los Hamptons con Charlie, y la propia L’il me contó que se iba a las Adirondacks. Me dije que no me importaba. Ya había tenido una semana lo suficientemente movida y, además, tenía que escribir.

Y lo hice, al menos durante unas horas. Luego empecé a sentirme sola. Llegué a la conclusión de que en Nueva York existe un tipo de soledad especial, porque cuando empiezas a pensar en los millones de personas que hay ahí fuera comiendo, comprando o yendo al cine o a un museo con amigos, te deprime no estar entre ellas.

Llamé por teléfono a Maggie, que está pasando el verano en Carolina del Sur, pero su hermana me dijo que se encontraba en la playa. Luego probé con Walt. Estaba en Princetown. Llamé incluso a mi padre, pero lo único que dijo fue lo impaciente que debía de estar por ingresar en Brown en otoño y que hablaría más pero tenía una cita.

Me habría gustado poder contarle lo mal que lo estaba pasando con mi clase de escritura, pero no tenía sentido. A mi padre nunca le ha interesado mi vocación de escritora; está convencido de que es una fase que se me pasará en cuanto llegue a Brown.

Luego hurgué en el armario de Samantha. Encontré unas botas Fiorucci de color azul neón que me gustaron especialmente y hasta me las probé, pero me iban grandes. También descubrí una cazadora de cuero de motorista que parecía pertenecer a su vida anterior, fuera la que fuese.

Llamé de nuevo a Miranda Hobbes. De hecho, la había llamado tres veces desde el jueves, pero no la había encontrado.

No obstante, parece ser que los sábados no sale a protestar, porque contestó al primer tono.

—¿Diga? —preguntó con recelo.

—¿Miranda? Soy Carrie Bradshaw.

—Ah.

—Me estaba preguntando… ¿Qué estás haciendo ahora mismo? ¿Te apetece tomar un café conmigo?

—No lo sé.

—Oh —dije, decepcionada.

Supongo que le di pena, porque me preguntó:

—¿Dónde vives?

—En Chelsea.

—Yo vivo en la calle Bank. Hay una cafetería a la vuelta de la esquina. Podemos quedar si no tengo que coger el metro.

Pasamos dos horas en la cafetería descubriendo todas las cosas que teníamos en común. Como que las dos fuimos al instituto de nuestro pueblo. Y que de niñas a las dos nos encantaba el libro The Consensus. Cuando le dije que conocía a la autora, Mary Gordon Howard, se echó a reír.

—No sé por qué, pero sospechaba que eras la clase de tía que la conocería.

Y en torno a otra taza de café empezamos a sentir el mágico convencimiento de que acabaríamos siendo amigas.

Luego decidimos que teníamos hambre, pero también reconocimos que apenas teníamos dinero. De ahí mi propuesta de que cocináramos algo.

—¿Por qué las revistas les hacen eso a las mujeres? —se queja Miranda fulminando Vogue con la mirada—. No hacen otra cosa que intentar crearles inseguridad, hacerles sentir que no son lo bastante buenas. Y cuando las mujeres sienten que no son lo bastante buenas, adivina qué pasa.

—¿Qué? —pregunto mientras recojo la bolsa con la comida.

—Que los hombres ganan. Así es como nos mantienen oprimidas —concluye.

—Salvo que el problema de las revistas de mujeres es que están escritas por mujeres —señalo.

—Eso solo demuestra lo arraigado que está el problema. Los hombres han convertido a las mujeres en coconspiradoras de su propia opresión. Si estás constantemente preocupada por los pelos de las piernas, ¿cómo vas a tener tiempo para asumir las riendas del mundo?

Quiero señalar que depilarse las piernas son cinco minutos, lo que deja mucho tiempo para asumir las riendas del mundo, pero sé que su pregunta es retórica.

—¿Estás segura de que a tu compañera de piso no le importará que suba? —me pregunta.

—En realidad no es mi compañera de piso. Está prometida y vive con su novio. Además, se ha ido a los Hamptons.

—Tienes suerte —dice Miranda mientras subimos las cinco plantas hasta el apartamento. En la tercera ya está resoplando—. ¿Cómo consigues hacer esto cada día?

—Es mejor que vivir con Peggy.

—Esa Peggy parece una pesadilla. La gente como ella debería hacer terapia.

—Probablemente la hace y no le está funcionando.

—Pues debería buscarse otro psicólogo —resopla Miranda—. Podría recomendarle al mío.

—¿Tú vas al psicólogo? —pregunto estupefacta mientras introduzco la llave en la cerradura.

—Claro. ¿Tú no?

—No. ¿Por qué debería?

—Porque todo el mundo necesita ir al psicólogo. De lo contrario, te pasas la vida repitiendo los mismos patrones malsanos.

—¿Y si no tienes patrones malsanos? —Abro la puerta.

Miranda entra y se desploma en el futón.

—Pensar que no tienes patrones malsanos ya es un patrón malsano. Y todo el mundo tiene algún patrón malsano adquirido en la infancia. Si no te enfrentas a él puede arruinarte la vida.

Abro las puertas voladizas de la pequeña cocina y dejo la bolsa en los escasos centímetros de encimera que hay junto al fregadero.

—¿Cuál es el tuyo? —pregunto.

—Mi madre.

Encuentro una sartén deformada en el horno, vierto un poco de aceite y enciendo uno de los dos fogones con una cerilla.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Mi padre es psicólogo y mi madre una perfeccionista. Cada mañana, antes del colegio, se pasaba una hora peinándome. Por eso me corté y me teñí el pelo en cuanto logré librarme de ella. Mi padre dice que mi madre sufre culpa, pero yo pienso que es la típica narcisista. Todo tiene que ver con ella, incluida yo.

—Pero es tu madre —digo mientras introduzco los muslos de pollo en el aceite caliente.

—Y la odio. Pero no me importa, porque ella me odia a mí. No encajo en su estrecha visión de cómo debe ser una hija. ¿Qué me dices de tu madre?

Guardo silencio, pero Miranda no parece demasiado interesada en la respuesta. Está examinando la colección de fotografías que Samantha tiene sobre la mesita auxiliar con el celo de un antropólogo que acaba de descubrir una pieza de cerámica.

—¿Esta es la mujer que vive aquí? Por Dios, menuda ególatra. Sale en todas las fotos.

—Es su apartamento.

—¿No te parece extraño que la gente tenga fotografías suyas por toda la casa? Parece que estén intentando demostrar que existen.

—No la conozco tanto.

—¿Qué es? —pregunta con sorna—. ¿Actriz? ¿Modelo? ¿Quién tiene cinco fotografías de sí misma en biquini?

—Trabaja en publicidad.

—Otro negocio diseñado para hacer que las mujeres se sientan inseguras.

Se levanta y entra en la cocina.

—¿Dónde aprendiste a cocinar?

—Digamos que no me quedó más remedio.

—Mi madre intentó enseñarme, pero me negué en redondo. Rechazaba todo aquello que pudiera convertirme en el futuro en un ama de casa. —Se inclina sobre la sartén—. Aunque huele bastante bien.

—Y estará bueno. —Añado cinco centímetros de agua a la sartén. Cuando rompe a hervir, vierto el arroz, echo el tomate, bajo el fuego y tapo la sartén—. Y es barato. Tenemos un plato completo por cuatro dólares.

—Ahora que lo mencionas. —Miranda se lleva la mano al bolsillo y saca dos billetes de un dólar—. Mi parte. Odio estar en deuda con la gente. ¿Tú no?

Regresamos a la sala y nos acurrucamos cada una en una punta del sofá. Encendemos sendos cigarrillos e inhalamos el humo pensativamente.

—¿Y si no puedo convertirme en escritora y no me queda más remedio que casarme? ¿Y si tengo que pedirle dinero a mi marido? No podría hacerlo. Me detestaría.

—El matrimonio convierte a las mujeres en putas —declara Miranda—. El matrimonio en sí es una farsa.

—¡Estoy de acuerdo contigo! —No puedo creer que haya encontrado a alguien que comparte mis secretos recelos—. Pero si se lo dices a la gente, se te echa encima. Odian esa verdad.

—Eso es lo que les sucede a las mujeres cuando van contra el sistema. —Miranda maneja torpemente el cigarrillo. Sospecho que en realidad no es fumadora pero que, como todo el mundo fuma en Nueva York, quiere intentarlo—. Y yo pienso hacer algo al respecto —continúa, tosiendo.

—¿Qué?

—Todavía no lo he decidido. Pero algo haré. —Afila la mirada—. Tienes suerte de querer ser escritora. Así podrás cambiar las percepciones de la gente. Deberías escribir sobre la mentira que constituye el matrimonio. O incluso el sexo.

—¿El sexo? —Aplasto el cigarrillo en el cenicero.

—El sexo es la mayor farsa de todas. Te pasas la vida oyendo que tienes que reservarte para el matrimonio, que es algo tan especial, y cuando finalmente lo haces te preguntas «¿Eso es todo? ¿Eso es lo que todo el mundo nos ponía por las nubes?».

—No hablas en serio.

—Vamos —dice—. Tú lo has hecho.

Tuerzo el gesto.

—En realidad, no.

—¿En serio? —Se muestra sorprendida, luego pragmática—. Bueno, no importa, no te estás perdiendo nada. En realidad, si no lo has hecho te recomiendo que no lo hagas. Jamás. —Hace una pausa—. ¿Y lo peor de todo? Que una vez que lo has hecho tienes que seguir haciéndolo. Porque el tipo lo espera.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste la primera vez? —pregunto, encendiendo otro cigarrillo.

—Por presión. Tuve el mismo novio durante todo el instituto. Aunque tengo que reconocer que sentía curiosidad.

—¿Y?

—Todo menos «eso» está bien —dice con total naturalidad—. «Eso» es, en sí, increíblemente aburrido. Eso es lo que nadie te dice, lo aburrido que es. Y duele.

—Tengo una amiga que la primera vez que lo hizo le encantó. Dijo que tuvo un orgasmo de verdad.

—¿Con el coito? —aúlla Miranda—. Miente. Todo el mundo sabe que las mujeres no pueden tener un orgasmo solo con el coito.

—Entonces, ¿por qué lo hace todo el mundo?

—¡Porque tienen que hacerlo! —prácticamente grita—. Y te quedas ahí tumbada, esperando que termine. Lo único bueno es que solo dura un minuto o dos.

—A lo mejor tienes que hacerlo mucho para que te guste.

—No. Yo lo he hecho al menos veinte veces y todas fueron igual de malas que la primera. —Cruza los brazos—. Ya lo verás. Y no importa con quién lo hagas. Lo hice con otro tío hace seis meses para asegurarme de que el problema no lo tenía yo, y fue igual de asqueroso.

—¿Y con un tío un poco mayor? —pregunto, pensando en Bernard—. Un tío con experiencia…

—¿De qué edad?

—¿Treinta?

—Aún peor —asegura—. Puede que tenga la cosa toda arrugada. No hay nada más asqueroso que una cosa arrugada.

—¿Alguna vez has visto una arrugada? —pregunto.

—No, y espero no tener que verla nunca.

—¿Y si lo hago y me gusta? —digo, riendo.

Miranda suelta una risita burlona, como si eso fuera imposible. Señala con el dedo la fotografía de Samantha.