8

¡Estás viva! —L’il se me arroja al cuello.

—Claro que estoy viva —digo, como si cada día me echaran de un apartamento. Estamos delante de The New School, esperando para entrar.

—Estaba preocupada. —Retrocede para darme un repaso—. No tienes buen aspecto.

—Resaca —explico—. No pude evitarlo.

—¿Terminaste tu relato?

Me río. Mi voz suena como si la hubieran arrastrado por la acera.

—Qué va.

—Tendrás que contarle a Viktor lo ocurrido.

—¿Viktor? ¿Desde cuándo le llamas por el nombre de pila?

—¿No se llama así? —Entra en el edificio por delante de mí.

Sentí un alivio inmenso cuando Samantha hizo acto de presencia y me rescató explicando que había decidido darle a Charlie la noche libre para tenerlo en ascuas. Y me encantó descubrir que «noche libre» para Charlie significaba «noche de juerga» para Samantha, y que quería que la acompañara. No fue hasta que comprendí que para Samantha una noche de juerga entrañaba literalmente toda la noche cuando empecé a preocuparme.

Primero fuimos a un lugar llamado One Fifth. El interior era la réplica de un crucero y, aunque técnicamente se trataba de un restaurante, no había nadie comiendo. Al parecer nadie come en los restaurantes modernos, porque únicamente vas para que te vean. El camarero nos trajo una copa, y luego dos tíos nos invitaron a más copas, y después alguien decidió que debíamos ir a Xenon, una discoteca donde todo el mundo aparecía violeta bajo las luces negras. Era muy divertido, porque nadie actuaba como si fuera violeta, y justo cuando me estaba acostumbrando Samantha encontró a otra gente que se iba a una discoteca llamada The Saint, así que nos achuchamos en varios taxis y allí que fuimos. El techo estaba pintado como si fuera un cielo e iluminado con lucecitas sobre una pista de baile que giraba como un disco, y la gente se caía todo el rato. Luego me vi atrapada bailando con una pandilla de hombres con peluca y perdí a Samantha, pero volví a encontrarla en el cuarto de baño, donde podías oír a gente montándoselo. Bailé encima de un altavoz y se me cayó un zapato, y no podía encontrarlo, y Samantha me obligó a irme sin él porque decía que tenía hambre, y aparecimos de nuevo en un taxi con más gente y Samantha obligó al taxista a detenerse en un drugstore de veinticuatro horas de Chinatown para ver si tenían zapatos. Curiosamente, tenían, pero eran chancletas de bambú. Me las probé junto con un sombrero puntiagudo, y por lo visto mi aspecto era tan cómico que todos quisieron tener sus chancletas de bambú y su sombrero puntiagudo. Finalmente conseguimos subirnos de nuevo al taxi, que nos llevó a una cafetería de aluminio donde comimos huevos revueltos.

Creo que llegamos a casa a eso de las cinco de la mañana. No me atreví a mirar el reloj, pero los pájaros ya estaban cantando. Quién iba a decir que había tantos pájaros en Nueva York. Pensando que sería incapaz de conciliar el sueño con ese barullo, me levanté y me puse a teclear. Quince minutos después, Samantha salía de su cuarto subiéndose un antifaz de terciopelo sobre la frente.

—Carrie —dijo—, ¿qué haces?

—Escribir.

—¿Te importaría dejarlo para mañana? —Soltó un gruñido de dolor—. Además, tengo unos calambres horribles. No lo llaman la «maldición» porque sí.

—Claro —dije toda aturullada. Lo último que necesitaba era irritarla a ella o a sus calambres.

Ahora, siguiendo la cuidada cabeza de L’il hasta la clase, me abruma el sentimiento de culpa. Tengo que empezar a escribir. Tengo que ponerme seria.

Solo me quedan cincuenta y seis días.

Corro detrás de L’il y le toco el hombro.

—¿Ha llamado Bernard?

Niega con la cabeza y me mira con lástima.

Hoy tenemos el inmenso placer de analizar el relato del señor Capote Duncan. Lo último que me hace falta dado mi estado. Descanso la cabeza en la mano y me pregunto cómo voy a sobrevivir a esta clase.

—«Sostuvo la cuchilla entre los dedos. Un trozo de cristal. Un trozo de hielo. Su salvación. El sol era una luna. El hielo se transformó en nieve cuando se alejó, una peregrina perdida en una ventisca». —Capote se ajusta las gafas y sonríe con satisfacción.

—Gracias, Capote —dice Viktor Greene. Se encuentra en el fondo de la sala, desplomado en una silla.

—De nada —responde Capote como si nos hubiera hecho un gran favor.

Le observo detenidamente para intentar descubrir eso que L’il y por lo visto centenares de mujeres más de Nueva York, entre ellas modelos, le ven. Posee, eso sí, unas manos increíblemente masculinas, la clase de manos que parece que sabrían manejar un velero o clavar un clavo o subirte por la pared de un pronunciado precipicio. Lástima que la personalidad no le acompañe.

—¿Algún comentario sobre el relato? —pregunta Viktor.

Me giro hacia Capote para clavarle una mirada asesina. Sí, quiero decir. Tengo un comentario. Su relato es pura bazofia. De hecho, casi vomito. Si hay algo que detesto es una historia romántica y empalagosa sobre una chica perfecta de la que todos los tíos se enamoran y que decide quitarse la vida porque es una chica tremendamente sensible, cuando en realidad lo que le pasa es que está pirada. Pero el tío, naturalmente, no es capaz de ver eso. Solo es capaz de ver su belleza. Y su tristeza.

Qué estúpidos pueden llegar a ser los tíos.

—¿Quién has dicho que era esa chica? —pregunta Ryan con un deje escéptico que me indica que no soy la única que piensa así.

Capote se pone tenso.

—Mi hermana. Pensaba que quedaba claro desde el principio.

—Pues me temo que no lo he captado —replica Ryan—. Lo que quiero decir es que, por la forma en que escribes sobre ella, no parece que sea tu hermana. Parece más bien una chica de la que estás enamorado. —Ryan está siendo muy duro con Capote, sobre todo teniendo en cuenta que son amigos. Pero así son las cosas en esta clase. Cuando entras en el aula eres, ante todo, escritor.

—Suena un poco… incestuoso —añado.

Capote se vuelve hacia mí. Es la primera vez que da muestras de reparar en mi presencia, pero solo porque no le queda más remedio.

—De eso trata el relato. Y si no lo habéis pillado, no puedo ayudaros.

Insisto.

—Pero ¿eres realmente tú?

—Es ficción —espeta—. Naturalmente que no soy yo.

—Entonces, si no es tu hermana significa que podemos criticarla —dice Ryan mientras el resto de la clase ríe entre dientes—. No me gustaría decir algo malo sobre un miembro de tu familia.

—Un escritor ha de ser capaz de observar todo lo que forma parte de su vida con ojo crítico —señala L’il—, incluida su propia familia. Dicen que el artista ha de matar al padre para poder triunfar.

—Pero Capote no ha matado a nadie —digo—. Todavía. —La clase ríe.

—Este debate no puede ser más absurdo —opina Rainbow. Es la segunda vez que se digna hablar en clase, y su tono es de hastío, superior, destinado a ponernos en nuestro lugar. El cual parece estar muy por debajo del suyo—. Además, la hermana está muerta. ¿Qué importa lo que digamos de ella? La historia me parece genial. Me he identificado con el dolor de la hermana. Me ha parecido muy real.

—Gracias —dice Capote como si Rainbow y él fueran dos aristócratas rodeados de campesinos.

Ahora ya no me cabe duda de que Rainbow se acuesta con él. Me pregunto si sabe lo de la modelo.

Capote se sienta y me descubro mirándole una vez más con descarada curiosidad. Vista de perfil, su nariz tiene personalidad —una protuberancia característica, de esas que se transmiten de generación en generación— «la nariz Duncan», probablemente la pesadilla de todos los miembros femeninos de la familia. Combinada con unos ojos demasiado juntos dicha nariz daría al rostro un aire de roedor, pero Capote tiene los ojos separados. Y ahora que me fijo, son de color azul oscuro.

—¿Puede leer su poema, L’il? —murmura Viktor.

El poema de L’il versa sobre una flor y su efecto en tres generaciones de mujeres. Cuando termina, el silencio es sepulcral.

—Maravilloso. —Viktor arrastra los pies hasta el frente de la clase.

—Cualquiera puede hacerlo —dice L’il con alegre modestia. Quizá sea la única persona auténtica de esta clase, probablemente porque ella sí tiene talento.

Viktor Greene se encorva y recoge su mochila. No alcanzo a imaginar qué guarda en ella además de papeles, pero el peso lo ladea peligrosamente como un barco escorado en el oleaje.

—Nos veremos el miércoles. Entretanto, para los que no han entregado aún su primer relato, les recuerdo que deben hacerlo el lunes como muy tarde. —Barre el aula con la mirada—. Y necesito ver a Carrie Bradshaw en mi despacho.

¿Eh? Miro a L’il, pensando que quizá ella conozca el motivo de tan inesperada convocatoria, pero se encoge de hombros.

A lo mejor Viktor Greene quiere decirme que esta clase no es para mí.

O a lo mejor quiere decirme que soy la alumna más talentosa y brillante que ha tenido en su vida.

O a lo mejor… me rindo. Quién sabe lo que puede querer. Me fumo un cigarrillo y subo a su despacho.

La puerta está cerrada. Llamo con los nudillos.

Se abre apenas una rendija y lo primero con lo que tropiezo es el enorme bigote de Viktor, seguido de su cara, tan flácida que parece que la piel y el músculo hayan renunciado a todo intento de aferrarse al cráneo. Abre sigilosamente la puerta y entro en una pequeña habitación abarrotada de hojas, libros y revistas. Levanta un legajo de papeles de la silla situada delante de su mesa y mira impotente a su alrededor.

—Allí —digo señalando una columna de libros relativamente baja que descansa sobre la repisa de la ventana.

—Ajá —dice, y planta los papeles encima, en precario equilibrio.

Ocupo mi silla al tiempo que él se desploma torpemente en la suya.

—Bien. —Se palpa el bigote.

«Sí, sigue ahí», quiero gritarle, pero no lo hago.

—¿Qué le parece esta clase? —pregunta.

—Buena, muy buena. —Estoy segura de que no cuela, pero no hay por qué darle munición.

—¿Cuánto hace que desea ser escritora?

—Desde que era niña, supongo.

—¿Supone?

—Lo sé. —¿Por qué las conversaciones con los profesores siempre giran en círculo?

—¿Por qué?

Me siento sobre las manos y le miro fijamente. Carezco de una buena respuesta a esa pregunta. «Soy un genio y el mundo no puede vivir sin mis palabras» resulta demasiado pretencioso y probablemente falso. «Me encantan los libros y quiero escribir la gran novela americana» es cierto, pero también lo que todo estudiante quiere, porque ¿por qué otra razón querrían estar en esta clase? «Es mi vocación» suena demasiado dramático. Y ahora que lo pienso, ¿por qué me hace esa pregunta? ¿No se da cuenta de que debería ser escritora?

Así pues, opto por callar y poner ojos como platos.

Eso tiene un efecto interesante. Viktor Greene parece súbitamente incómodo. Se remueve en su silla y abre y cierra un cajón.

—¿Por qué lleva ese bigote? —le pregunto.

—¿Eh? —Se cubre los labios con los dedos finos y amarillentos.

—¿Porque cree que forma parte de usted? —Nunca le he hablado a un profesor de ese modo, pero no estoy precisamente en el colegio. Estoy en un seminario. ¿Y quién dice que Viktor Greene ha de ser la autoridad?

—¿No le gusta mi bigote? —pregunta.

Un momento. ¿Viktor Greene es vanidoso?

—Desde luego que sí —digo mientras pienso que la vanidad es una debilidad, un punto flaco. Si eres vanidoso, deberías intentar disimularlo.

Me inclino ligeramente hacia delante para dar énfasis a mi admiración.

—Su bigote es realmente… eh… genial.

—¿Eso cree?

Caray, menuda caja de Pandora. Si Viktor supiera lo mucho que Ryan y yo nos burlamos de su bigote. Hasta le he puesto un mote. «Waldo». Aunque Waldo no es un bigote cualquiera. Puede tener aventuras sin Viktor. Va al zoo y a Studio 54, y el otro día incluso fue a Benihana, donde el chef lo confundió con un trozo de carne y lo hizo picadillo sin querer.

Pero Waldo se recompuso. Es inmortal e indestructible.

—Su bigote —prosigo— es como mi deseo de ser escritora. Forma parte de mí. Ignoro qué querría ser si no quisiera ser escritora. —Pronuncio esa frase con contundencia, y Viktor asiente.

—Está bien —dice.

Sonrío.

—Me preocupaba que hubiera venido a Nueva York para hacerse famosa.

«¿Qué?»

Ahora sí que estoy desconcertada. Y algo ofendida.

—¿Qué tiene que ver mi deseo de ser escritora con el deseo de ser famosa?

Se humedece los labios.

—Algunas personas creen que escribir es algo glamouroso y cometen el error de pensar que es un buen vehículo para alcanzar la fama. Pero no lo es. Escribir requiere mucho trabajo. Años y años y años de duro trabajo, e incluso entonces la mayoría de los escritores no logra lo que esperaba.

«¿Como usted?», me pregunto.

—Eso no me preocupa, señor Greene.

Se retuerce el bigote con tristeza.

—¿Eso es todo? —Me levanto.

—Sí —dice—. Eso es todo.

—Gracias, señor Greene. —Le fulmino con la mirada y me pregunto qué tendría que decir Waldo al respecto.

Pero cuando salgo a la calle estoy temblando.

«¿Por qué no debería?», me digo en silencio. ¿Por qué no debería convertirme en una escritora famosa? Como Norman Mailer. O Philip Roth. Y F. Scott Fitzgerald y Hemingway y todos esos hombres. ¿Por qué no puedo ser como ellos? ¿Qué sentido tiene hacerse escritora si nadie lee lo que escribes?

Maldito Viktor Greene y The New School. ¿Por qué tengo que estar siempre demostrando mi valía? ¿Por qué no puedo ser como L’il y que todo el mundo me elogie y aliente? O como Rainbow, que se cree con derecho a todo. Apostaría cualquier cosa a que Viktor Greene nunca le ha preguntado a Rainbow por qué razón quiere ser escritora.

Pero ¿y si —me encojo— Viktor Greene tiene razón y en realidad no poseo madera de escritora?

Enciendo un cigarrillo y echo a andar.

¿Por qué he venido a Nueva York? ¿Por qué pensé que aquí podría conseguirlo?

Camino con paso rápido, deteniéndome únicamente para encender otro cigarrillo. Para cuando llego a la calle Dieciséis, calculo que casi me he fumado medio paquete.

Me siento fatal.

Una cosa es escribir para el periódico del colegio, pero Nueva York es otro nivel. Es una montaña con un puñado de personas triunfadoras como Bernard en la cima y una masa de soñadores y luchadores como yo en la base.

Y luego está la gente como Viktor, que no teme decirte que nunca alcanzarás esa cima.

Tiro la colilla y la aplasto con furia. Un coche de bomberos desciende a toda velocidad por la avenida con la sirena sonando ensordecedora.

—¡Estoy cabreada! —grito, y mi frustración se mezcla con su gemido.

Un par de personas se vuelven para mirarme pero no se detienen. No soy más que otra chiflada en las calles de Nueva York.

Llego al edificio de Samantha, subo los escalones de dos en dos, descorro los tres cerrojos y me dejo caer sobre su cama. Lo cual, una vez más, me hace sentir como una intrusa. Tiene dosel, una colcha negra y lo que Samantha llama sábanas de seda, las cuales, asegura, ayudan a prevenir las arrugas. En realidad son de un poliéster superdeslizante, y he de mantener un pie apoyado contra uno de los postes para no resbalar hasta el suelo.

Agarro una almohada y me cubro la cabeza con ella. Pienso en Viktor Greene y en Bernard. Pienso en lo sola que estoy. En que me paso la vida luchando contra mi propia desesperación, tratando de convencerme de que debo intentarlo una vez más. Entierro la cara un poco más en la almohada.

Quizá debería tirar la toalla. Regresar a casa e ingresar en Brown dentro de dos meses.

La garganta se me cierra cuando pienso en abandonar Nueva York. ¿Voy a permitir que las palabras de Viktor Greene me hagan desistir? Necesito hablar con alguien, pero ¿con quién?

Esa chica. La del pelo rojo. La que encontró mi bolso Carrie. Parece la clase de persona que podría tener algo que decir sobre mi situación. Detesta vivir, y en estos momentos yo también.

¿Cómo se llamaba? Miranda. Miranda Hobbes, «H-o-b-b-e-s». Oigo su voz en mi cabeza.

Descuelgo el teléfono y marco el número de información.