7

Es seda china, de la década de los treinta.

Acaricio el tejido azul y lo giro. Tiene un dragón dorado cosido en la espalda. La bata probablemente cueste mucho más de lo que puedo pagar, pero aun así me la pruebo. Las mangas me cuelgan sobre los costados como alas plegadas. Podría volar con ellas.

—Te queda muy bien —dice el vendedor. Aunque quizá «vendedor» no sea la palabra más acertada para un tipo con sombrero porkpie, pantalones de cuadros y camiseta negra de Ramones. Puede que «proveedor» sea más apropiado. O «tratante».

Estoy en una tienda de ropa vintage llamada My Old Lady. Nombre que acaba resultando de lo más adecuado.

—¿De dónde sacáis estas cosas? —pregunto. No quiero quitarme la bata, pero me da miedo preguntar el precio.

El propietario se encoge de hombros.

—Las trae la gente. En su mayoría pertenecen a viejos parientes que han fallecido. La basura de un hombre puede ser un tesoro para otro hombre.

—O para una mujer —le corrijo. Me armo de valor—. ¿Cuánto cuesta?

—¿Para ti? Cinco dólares.

—Oh. —Deslizo las mangas por mis brazos.

Mueve la cabeza de un lado a otro, pensativo.

—¿Cuánto puedes pagar?

—¿Tres dólares?

—Tres cincuenta. Esta cosa lleva meses dando vueltas. Necesito deshacerme de ella.

—¡Hecho! —exclamo.

Esta mañana, cuando he intentado enfrentarme a la máquina de escribir, me he quedado nuevamente en blanco. «Familia». Pensé que podría escribir sobre la mía, pero de repente se me antojaron tan ajenos a mí como los franceses. Los franceses me hicieron pensar en La Grenouille, y eso me hizo pensar en Bernard. Y en que aún no había llamado. Barajé la posibilidad de llamarle yo, pero me obligué a no flaquear. Pasó otra hora durante la cual me corté las uñas de los pies, me hice y deshice una trenza y me busqué espinillas en la cara.

—¿Qué haces? —me preguntó L’il.

—Tengo el bloqueo del escritor.

—El bloqueo del escritor no existe —declaró—. Si no puedes escribir es porque no tienes nada que contar. O porque estás eludiendo algo.

—Hum —murmuré, pellizcándome la piel mientras me preguntaba si realmente tenía madera de escritora.

—No hagas eso —aulló L’il—. Solo conseguirás estropearte la cara. ¿Por qué no sales a dar un paseo?

Y eso he hecho. Y sabía exactamente adónde ir. Al barrio de Samantha, donde había visto la tienda vintage de la Séptima Avenida.

Vislumbro mi reflejo en una ventana de cristal cilindrado y me detengo para admirar la bata. Espero que me dé buena suerte y me ayude a escribir. Estoy empezando a inquietarme. No quiero formar parte del 99,9 por ciento de los estudiantes fracasados de Viktor.

—¡Señor! —exclama L’il—. Tienes una pinta horrible.

—Me siento horrible, pero mira lo que me he comprado. —Giro sobre mí misma para exhibir mi nueva adquisición.

L’il me mira indecisa y caigo en la cuenta de lo frívola que debo de parecerle, comprando cuando debería estar escribiendo. ¿Por qué sigo eludiendo mi trabajo? ¿Porque tengo miedo de enfrentarme a mi falta de talento?

Me derrumbo en el confidente y me quito las sandalias.

—He tenido que caminar cincuenta manzanas y los pies me están matando. Pero ha valido la pena —añado en un esfuerzo por convencerme.

—He terminado mi poema —dice L’il como si tal cosa.

Sonrío, tragándome la envidia. ¿Acaso soy la única que ha de esforzarse aquí? L’il da la impresión de que nunca trabaja, aunque probablemente se deba a que tiene mucho más talento que yo.

—Y he comprado comida china —añade—. Cerdo moo shu. Ha sobrado un montón, si te apetece.

—Oh, L’il, no quiero comerme tu comida.

—Déjate de cumplidos. —Se encoge de hombros—. Además, tienes que comer. ¿Cómo vas a trabajar si tienes hambre?

Tiene razón. Y eso me permitirá aplazar la escritura unos minutos más.

L’il se sienta en mi cama mientras me zampo el cerdo moo shu directamente de la caja.

—¿Nunca tienes miedo? —le pregunto.

—¿De qué?

—De no ser lo bastante buena.

—¿Te refieres a como escritora?

Asiento.

—¿Y si soy la única persona que cree que tengo madera? ¿Y si me estoy engañando?

—Oh, Carrie… —dice sonriendo—. ¿Acaso no sabes que todos los escritores se sienten así? El miedo forma parte intrínseca de su trabajo.

Coge su toalla para darse un baño, y mientras está en ello consigo llenar un folio, y luego otro. Tecleo un título: «Hogar». Lo tacho y escribo: «Mi nuevo hogar». Eso me hace pensar en Samantha Jones. Me la imagino en su cama con dosel, luciendo lencería fina y comiendo bombones, que, por alguna extraña razón, es como imagino que pasa los fines de semana.

Aparto esos pensamientos de mi mente e intento concentrarme, pero ahora el dolor de pies es atroz y no me deja.

—¿L’il? —Llamo a la puerta del cuarto de baño—. ¿Tienes aspirinas?

—Creo que no —dice.

—Mierda. —Peggy tiene que tener aspirinas en alguna parte—. ¿Puedo entrar? —pregunto. L’il está en la bañera, bajo un suave manto de burbujas. Miro en el armario de las medicinas. Nada. Miro a mi alrededor y mis ojos se detienen en la puerta cerrada del dormitorio de Peggy.

«No lo hagas», pienso al recordar la última regla de Peggy. No podemos entrar en su cuarto. Nunca. Bajo ningún concepto. Su dormitorio está estrictamente verboten.

Abro la puerta con sigilo.

—¿Qué haces? —aúlla L’il al tiempo que sale precipitadamente de la bañera y agarra su toalla. Restos de burbujas le cubren los hombros.

Me llevo un dedo a los labios para silenciarla.

—Solo quiero una aspirina. Peggy es tan agarrada que seguro que esconde las aspirinas en su cuarto.

—¿Y si se da cuenta de que le faltan aspirinas?

—Ni siquiera Peggy puede estar tan pirada. —Abro un poco más la puerta—. Hay que estar muy loco para contar las aspirinas. Además —susurro—, ¿no te mueres de ganas de saber cómo es su habitación?

Tiene las persianas echadas, por lo que mis ojos tardan unos instantes en acostumbrarse a la penumbra. Cuando lo hacen, se me escapa un chillido.

La cama de Peggy está inundada de osos. No de osos de verdad, naturalmente, sino de osos de peluche, y de todas las clases posibles. Hay osos grandes y osos pequeños, osos con raquetas de tenis y osos con delantales. Osos de pelaje rosa y osos con orejeras. Hay incluso un oso que parece hecho exclusivamente con pinzas de la ropa.

—¿Ese es su gran secreto? —pregunta L’il decepcionada—. ¿Osos?

—Es una mujer madura. ¿Qué mujer madura tiene la habitación invadida de animales de peluche?

—A lo mejor los colecciona. Hay gente que lo hace.

—La gente normal, no. —Cojo el oso rosa y lo sostengo delante de la cara de L’il—. Hola —digo con voz cómica—. Me llamo Peggy y me gustaría explicarte algunas de mis reglas, pero primero he de ponerme mi mono de goma…

—Carrie, para —me suplica L’il, pero es demasiado tarde, ya nos estamos tronchando.

—Aspirinas —le recuerdo—. Si fueras Peggy, ¿dónde las guardarías? —Mis ojos viajan hasta el cajón superior de la mesita de noche. Como todo lo demás en el apartamento, es cutre, y cuando tiro de la perilla el cajón sale volando y el contenido cae al suelo.

—Ahora seguro que nos mata —gime L’il.

—No se lo diremos. —Me echo al suelo para recogerlo todo—. Además, son solo algunas fotos. —Empiezo a reunirlas cuando la imagen de lo que me parece un pecho desnudo me sobresalta.

Observo la foto con detenimiento.

Luego pego un grito y la suelto como si quemara.

—¿Qué pasa? —grita L’il.

Me siento en el suelo sacudiendo la cabeza con incredulidad. Recojo la foto y la examino con más detenimiento aún, todavía dudosa. Pero es exactamente lo que pensaba que era. Miro las demás fotos mientras intento reprimir la risa. Son de Peggy, no hay duda, pero en todas ellas aparece desnuda.

Y no de cualquier manera. Posa como una modelo de revista porno.

Por desgracia, no parece precisamente una modelo de revista porno.

—¿L’il? —pregunto. Quiero ahondar en este misterio de por qué Peggy ha posado para estas fotografías y quién ha podido hacérselas, pero L’il no está. Oigo el suave cierre de la puerta de su cuarto, seguido del cierre, más fuerte, de la puerta principal. Y antes de que pueda reaccionar, tengo a Peggy delante.

Nos miramos petrificadas. Los ojos de Peggy aumentan de tamaño al tiempo que su cara pasa del rojo al azul, y me pregunto si la cabeza le va a explotar. Abre la boca y levanta un brazo.

La foto se me cae de los dedos y me encojo, aterrorizada.

—¡Fuera! ¡Fuera! —grita mientras me cubre la cabeza de manotazos.

Me pongo a cuatro patas y antes de que Peggy pueda entender qué está pasando, me escurro entre sus piernas y gateo hasta la sala. Me levanto, corro hasta mi cuarto y cierro la puerta.

La abre con vehemencia.

—Escucha, Peggy —empiezo, pero ¿qué puedo decir? Además, está gritando tanto que no me permite meter baza.

—En cuanto te vi supe que me darías problemas. ¿Quién demonios te crees que eres para atreverte a entrar en mi casa y revolver mis cosas? ¿Dónde te criaron? ¿En un establo? ¿Qué clase de bestia eres?

«¿Un oso?», quiero decir. Pero tiene razón. He violado su intimidad. Sabía que estaba mal y lo he hecho de todos modos. Aunque ha merecido la pena ver esas fotos.

—¡Quiero que tú y tus cosas salgáis ahora mismo de esta casa!

—Pero…

—Haberte pensado tus «peros» antes de entrar en mi dormitorio.

Cuando quiero darme cuenta, está sacando mi maleta de debajo de la cama y dejándola sobre el colchón.

—Empieza a recoger tus cosas —me ordena—. Saldré veinte minutos y cuando regrese será mejor que no te encuentre aquí. De lo contrario llamaré a la policía.

Agarra su bolso y se marcha furiosa.

Me quedo donde estoy, paralizada. La puerta de contrachapado se abre y entra L’il, blanca como la leche.

—Dios mío, Carrie —susurra—, ¿qué vas a hacer?

—Irme. —Agarro una pila de ropa y la meto en la maleta.

—Pero ¿adónde? Estamos en Nueva York y ya ha oscurecido. Es peligroso. No puedes pasearte sola por la calle. ¿Y si te atacan o te matan? ¿Por qué no vas al YMCA?

De repente estoy enfadada. Con Peggy y su irracionalidad.

—Tengo un montón de lugares a los que ir.

—¿Como cuales?

Buena pregunta.

Me pongo la bata china para que me dé buena suerte y cierro la maleta. L’il parece aturdida, como si no pudiera creer que vaya a llevar adelante mi plan. Sonrío débilmente y le doy un abrazo fugaz. Tengo un nudo de miedo en el estómago, pero estoy decidida a no dar marcha atrás.

L’il me sigue hasta la calle sin dejar de suplicarme que me quede.

—No puedes irte sin tener un lugar donde pasar la noche.

—En serio, L’il, estaré bien —insisto con mucha más seguridad de la que siento en realidad.

Levanto un brazo y detengo un taxi.

—¡Carrie, no te vayas! —me implora cuando meto la maleta y la máquina de escribir en el asiento de atrás.

El taxista se vuelve hacia mí.

—¿Adónde?

Cierro los ojos y hago un mohín.

Treinta minutos después, en la calle, bajo una lluvia torrencial, me pregunto en qué estaba pensando.

Samantha no está en casa. Supongo que en el fondo pensaba que si Samantha no estaba en su apartamento podría ir a casa de Bernard y abandonarme a su merced. Pero habiéndome gastado todo lo que tenía en un taxi, ya no me queda dinero para coger otro.

Un hilo de agua desciende por mi nuca. Tengo la ropa empapada y estoy asustada y deprimida, pero me digo que todo irá bien. Imagino que la lluvia limpia la ciudad y arrastra consigo a Peggy.

Pero otro trueno me hace cambiar de parecer, y de pronto estoy siendo atacada por agujas de hielo. La lluvia se ha transformado en granizo y tengo que encontrar un refugio.

Doblo la esquina arrastrando mi maleta y vislumbro una pequeña tienda con una cristalera. Al principio ni siquiera estoy segura de que sea una tienda, hasta que veo un letrero grande que dice NO SE ADMITEN CAMBIOS. NO LO PREGUNTE SIQUIERA. Miro por el cristal y veo una estantería llena de golosinas. Abro la puerta y entro.

Un hombre extraño y sin pelo que me recuerda a una remolacha hervida está sentado en un taburete tras un muro de plexiglás. El plástico tiene una pequeña abertura por donde puedes deslizar el dinero sobre del mostrador. Estoy empapando el suelo, pero al hombre no parece importarle.

—¿Qué quieres, muchacha? —me pregunta.

Miro desconcertada a mi alrededor. La tienda es aún más pequeña de lo que aparenta por fuera. Las paredes son delgadas y al fondo hay una puerta cerrada con pestillo.

Me asalta un escalofrío.

—¿Cuánto cuesta una chocolatina Hershey’s?

—Veinticinco céntimos.

Introduzco una mano en el bolsillo, saco una moneda de veinticinco y la meto por la rendija. Cojo una chocolatina y le quito el envoltorio. Tiene bastante polvo, y al instante siento pena por el hombre. Por lo visto no vende mucho. Me pregunto cómo consigue sobrevivir.

Y luego me pregunto si yo conseguiré sobrevivir. ¿Y si Samantha no viene hoy a casa? ¿Y si se va al apartamento de Charlie?

No, tiene que venir a casa. Tiene que hacerlo. Cierro los ojos y me la imagino acodada en su mesa. «Eres un verdadero gorrioncillo», dice.

Y en ese momento, como si lo hubiera atraído con el pensamiento, un taxi se detiene en la esquina y veo bajar a Samantha. Lleva la cartera apretada contra el pecho y la cabeza inclinada para protegerse de la lluvia. De repente se detiene con aire derrotado. Por el tiempo y, quizá, por algo más.

—¡Hola! —Salgo de la tienda y corro hacia ella agitando los brazos—. ¡Soy yo!

—¿Eh? —La he asustado, pero enseguida se repone—. Tú —dice apartándose la lluvia de la cara—. ¿Qué haces aquí?

Hago acopio de valor. Me encojo de hombros, como si estuviera acostumbrada a esperar en las esquinas bajo la lluvia.

—Me preguntaba si…

—Te han echado de tu apartamento —dice.

—¿Cómo lo sabes?

Ríe.

—Por la maleta y porque estás calada hasta los huesos. Además, es lo que suele ocurrirles a los gorrioncillos. Por Dios, Carrie, ¿qué voy a hacer contigo?