A la mañana siguiente, quizá amansada por su supuesta victoria, Peggy duerme hasta las nueve. Eso permite a las Prisioneras de la Séptima Avenida disfrutar de una muy necesitada hora extra de sueño.
Pero una vez que Peggy se pone en marcha, se pone en marcha. Y aunque el silencio por la mañana nunca ha sido su fuerte, hoy parece estar de un humor especialmente bueno.
Está tarareando canciones de musicales.
Giro sobre mi cama y golpeteo el contrachapado con suavidad. L’il responde de igual modo, indicándome con ello que está despierta y que también ha oído el tarareo.
Me escurro bajo las sábanas y me subo la colcha hasta la nariz. Si me tumbo boca arriba y me cubro la cabeza con la almohada tal vez Peggy no repare en mí. Era un truco que mis hermanas y yo perfeccionamos cuando éramos niñas. Pero ahora estoy algo más crecidita, y Peggy, con sus ojos de cuervo, seguro que repara en los bultos. Podría esconderme debajo de la cama.
«Esto es ridículo», me digo.
Se acabó, voy a enfrentarme a Peggy. Llena de brío, me levanto de un salto y pego la oreja a la puerta.
Puedo oír el agua de la ducha, acompañada de la interpretación particularmente estridente de Peggy de «I Feel Pretty» de West Side Story.
Pongo la mano en el pomo y aguardo.
Finalmente el agua deja de correr. Me imagino a Peggy secándose con la toalla y aplicándose cremas en el cuerpo. Se lleva sus artículos de tocador al cuarto de baño en una cesta de plástico que guarda en su habitación. Otro deliberado recordatorio de que nadie debe utilizar sus valiosísimas pertenencias a sus espaldas.
Cuando oigo que la puerta del cuarto de baño se abre, salgo a la sala de estar.
—Buenos días, Peggy.
Lleva el pelo envuelto en una toalla rosa y viste una bata de felpilla y unas zapatillas afelpadas con forma de oso. Al oír mi voz, sus brazos salen disparados hacia arriba y casi sueltan la cesta.
—Me has dado un susto de muerte.
—Lo siento. Si ya has terminado en el cuarto de baño…
Puede que después de todo Peggy no sea tan mala actriz, porque se recupera al instante.
—Volveré a necesitarlo dentro de un minuto. He de secarme el pelo.
—Vale.
Nos miramos fijamente, preguntándonos quién sacará primero el tema del cerrojo. Yo no digo nada, y Peggy tampoco. Esboza una sonrisa ladina y entra en su habitación.
No piensa mencionarlo.
Aunque tampoco tiene por qué. Ha dejado bien claro que no bromea.
Entro en el cuarto de baño. Si ella no piensa decirme nada, yo desde luego tampoco.
Cuando salgo, Peggy está delante de la puerta con un secador en la mano.
—Disculpa —digo sorteándola.
Se mete de nuevo en el cuarto de baño y cierra la puerta.
Cuando el runrún del secador invade el apartamento aprovecho para ir a ver a L’il. Es tan menuda que parece una muñeca que alguien ha acostado bajo el edredón. Su rostro blanco y redondeado parece de porcelana.
—Se está secando el pelo —le informo.
—Deberías entrar sin que te oiga y arrojar el secador al lavamanos.
Ladeo la cabeza. El runrún ha cesado bruscamente y regreso a mi celda. Me desplomo en la silla, frente a la vieja máquina de escribir Royal de mi madre.
Unos segundos después, tengo a Peggy detrás. Me encanta lo mucho que insiste en que respetemos su intimidad y lo poco que cree que nosotras merezcamos igual trato, irrumpiendo como irrumpe en nuestros cuartos cuando le da la santísima gana.
Está bebiendo su ubicua lata de Tab. Debe de ser como leche materna para ella, buena en cualquier ocasión, incluso en el desayuno.
—Esta tarde tengo una audición y necesito silencio en el apartamento mientras ensayo. —Contempla mi máquina de escribir con suspicacia—. Espero que no tengas planeado utilizar ese ruidoso cacharro. Tienes que comprarte una máquina de escribir eléctrica, como todo el mundo.
—Me encantaría, pero ahora mismo no puedo permitírmelo —contesto, tratando de no sonar sarcástica.
—Ese no es mi problema, ¿no crees? —dice con más sacarina que seis latas de refresco sin azúcar.
—Es ese picorcillo. —Pausa—. No. Es ese picorcillo. Mierda. Es ese picorcillo.
Sí, es cierto. Peggy tiene una audición para un anuncio de hemorroides.
—¿Qué esperabas? —dice L’il con los labios—. ¿Que fuera un anuncio de joyas?
Se mira en un espejo de mano y se retoca el colorete.
—¿A dónde vas? —le susurro indignada, como si no pudiera creer que vaya a dejarme sola con Peggy y su picorcillo.
—Por ahí —dice toda misteriosa.
—¿Por ahí dónde? —Sintiéndome como Oliver Twist pidiendo un poco más de comida, le pregunto—: ¿Puedo ir contigo?
De pronto se aturulla.
—No, no puedes. Tengo que…
—¿Qué?
—Ver a alguien —responde al fin.
—¿A quién?
—A una amiga de mi madre. Es muy vieja. Está en el hospital. No puede recibir visitas.
—¿Y por qué puede verte a ti?
Se pone colorada y levanta el espejito, como si quisiera bloquear mi interrogatorio.
—Porque soy como de la familia. —Se toquetea las pestañas—. ¿Qué vas a hacer tú?
—Aún no lo he decidido —refunfuño mientras la miro con desconfianza—. ¿No quieres saber cómo me fue ayer con Bernard?
—Claro. Cuéntame.
—Fue muy interesante. Su ex esposa se llevó todos los muebles. Luego fuimos a La Grenouille.
—Qué bien.
L’il está irritantemente distraída esta mañana. Me pregunto si es porque Peggy me dejó fuera o por algo totalmente distinto. En cualquier caso, estoy segura de que miente sobre la amiga enferma de su madre. ¿Quién se pone colorete y rímel para ir a un hospital?
Pero de pronto ya no me importa, porque he tenido una idea.
Entro rápidamente en mi cubículo y regreso con mi bolso Carrie. Hurgo en su interior y saco un trozo de papel.
—Voy a hacerle una visita a Samantha Jones.
—¿Quién es? —murmura L’il.
—¿La mujer que me dejó dormir en su apartamento? —le pregunto en un intento de refrescarle la memoria—. ¿La prima de Donna LaDonna? Me dejó veinte dólares y voy a devolvérselos. —Eso no es más que una excusa, naturalmente. Para salir del apartamento y para hablarle a Samantha de Bernard.
—Buena idea. —L’il baja el espejo y me sonríe como si no hubiera oído una palabra de lo que le he dicho.
Abro el bolso para guardar nuevamente el papel y encuentro la invitación a la fiesta en The Puck Building. La agito delante de su cara.
—Esa fiesta es esta noche. Deberíamos ir.
L’il parece escéptica.
—Estoy segura de que en Nueva York cada noche hay una fiesta.
—Yo también —replico—. Y pienso ir a todas.
El edificio de oficinas de acero y cristal de Samantha es un imponente bastión de empresas serias. El vestíbulo tiene el aire acondicionado a tope y hay gente variopinta corriendo de un lado a otro, agobiada e irritada. Encuentro el nombre de la compañía de Samantha —Slovey, Dinall Advertising— y entro en el ascensor para subir a la planta vigésimo sexta.
El trayecto en ascensor me inquieta un poco. Nunca he subido hasta una planta tan alta. ¿Y si le ocurre algo al aparato y nos estrellamos contra el suelo?
Pero nadie más parece preocupado. Todos tienen la mirada puesta en los números que marcan las plantas, inexpresivos, ignorando deliberadamente que hay al menos media docena de personas en el espacio de un armario grande. Me digo que debe de ser el protocolo en los ascensores y trato de imitar su actitud.
Pero no acabo de pillarla, porque consigo atraer la mirada de una mujer madura que sostiene un fajo de carpetas contra el pecho. Desvía raudamente los ojos cuando le sonrío.
Se me ocurre entonces que aparecer de improviso en el lugar de trabajo de Samantha quizá no sea una buena idea. Así y todo, cuando el ascensor se abre, salgo y merodeo por el vestíbulo enmoquetado hasta que vislumbro dos enormes puertas con las palabras SLOVEY, DINALL ADVERTISING INCORPORATED grabadas en el cristal. Al otro lado hay un mostrador enorme y, sentada detrás, una mujer pequeña con un pelo que se eleva en púas afiladas. Tras darme un repaso, dice:
—¿En qué puedo ayudarla? —con una voz tan chillona que parece que sea su nariz la que habla y no su boca.
Esto es muy desconcertante, y con un titubeo con el que pretendo transmitirle que espero no estar molestándola, digo:
—¿Samantha Jones? Solo quiero…
Me dispongo a decir que solo quiero dejar veinte dólares para ella en un sobre cuando la mujer me indica que tome asiento y descuelga el teléfono.
—Samantha Jones tiene una visita —aúlla al auricular. Me pregunta entonces mi nombre—. Su ayudante vendrá a buscarla —dice cansinamente, hecho lo cual abre un libro de bolsillo y se pone a leer.
La zona de recepción está decorada con pósters de anuncios, algunos de los cuales parecen de los años cincuenta. Me sorprende que Samantha Jones tenga su propia ayudante. No parece lo bastante mayor para ser jefa de nadie, pero supongo que Donna LaDonna tenía razón cuando dijo que su prima era «un pez gordo de la publicidad».
Transcurridos unos minutos, aparece una mujer joven vestida con traje azul marino, camisa celeste con lazo holgado y zapatillas de correr azules.
—Sígame —me ordena.
Me levanto de un brinco y troto detrás de ella por un laberinto de cubículos, teléfonos que no paran de sonar y bramidos masculinos.
—La gente aquí parece algo malhumorada —bromeo.
—Porque lo está —espeta al tiempo que se detiene frente a la puerta abierta de un despacho pequeño—. Excepto Samantha —añade—. Ella siempre está de buen humor.
Samantha alza la vista y señala la silla que tiene delante. Está sentada detrás de una mesa de formica con un conjunto prácticamente idéntico al de su ayudante con excepción de las hombreras, que son mucho más anchas. A lo mejor, cuanto más anchas son tus hombreras más importante eres. Tiene la oreja pegada a un teléfono enorme.
—Por supuesto, Glenn —dice, haciendo con la mano el gesto de enrollarse como una persiana—. El Century Club es perfecto, pero no entiendo por qué los centros de flores han de tener forma de pelota de béisbol… Ya sé que es lo que a Charlie le gustaría, pero yo siempre he pensado que la boda es el gran día de la novia… Por supuesto… Lo siento, Glenn, tengo una reunión. He de dejarte —continúa, cada vez más exasperada—. Te llamaré más tarde, te lo prometo. —Y poniendo los ojos en blanco, cuelga con contundencia, levanta la vista y sacude la cabeza.
»La madre de Charlie —explica—. No llevamos ni dos minutos prometidos y ya me está volviendo loca. Si vuelvo a casarme, me saltaré lo del compromiso e iré directamente al Ayuntamiento. En cuanto te prometes, te conviertes en propiedad pública.
—Entonces no habrá sortija —digo, súbitamente intimidada por Samantha, su despacho y su vida glamourosa.
—Me temo que tienes razón —reconoce—. Si pudiera encontrar a alguien a quien subalquilar mi apartamento…
—¿No vas a mudarte con Charlie?
—Dios, está claro que eres un gorrioncillo. Cuando tienes un apartamento como el mío, de renta antigua y por solo doscientos veinticinco dólares al mes, no lo sueltas ni muerta.
—¿Por qué no?
—Porque la vivienda es carísima en esta ciudad. Y puede que algún día necesite volver, si las cosas no funcionan con Charlie. No estoy diciendo que no vayan a funcionar, pero con los hombres de Nueva York nunca se sabe. Son unos malcriados. Son como niños en una tienda de caramelos. Si tienes un chollo, lo lógico es que quieras conservarlo.
—¿Como Charlie? —digo, preguntándome si él también es un chollo.
Sonríe.
—Eres rápida, gorrioncillo. Ya que lo mencionas, Charlie es decididamente un chollo. Incluso con su obsesión por el béisbol. Quería ser jugador, pero su padre, como es lógico, no le dejó.
Asiento alentadoramente. Parece que Samantha tiene ganas de hablar, y yo soy como una esponja dispuesta a absorber hasta la última palabra.
—¿Su padre?
—Alan Tier.
Cuando la miro sin comprender, añade:
—¿Los Tier? ¿La megafamilia de los negocios inmobiliarios? —Menea la cabeza para indicar que no tengo remedio—. Charlie es el hijo mayor. Su padre confía en que se haga cargo del negocio.
—Entiendo.
—Y ya va siendo hora. Ya conoces a los hombres —dice, como si también yo fuera una experta en tíos—. Si un hombre no te pide que te cases con él o como mínimo que vivas con él después de dos años juntos, nunca lo hará. Significa que solo le interesa pasarlo bien. —Cruza los brazos y pone los pies sobre la mesa—. A mí me interesa pasarlo bien tanto como a cualquier hombre, pero la diferencia entre Charlie y yo es que mi reloj hace tictac y el suyo no.
¿Relojes? ¿Tictac? Ignoro de qué está hablando, pero asiento de todos modos con la cabeza.
—Puede que él no tenga un calendario, pero yo sí. —Levanta una mano y marca cada hito con un dedo—. Casada a los veinticinco. Despacho haciendo esquina a los treinta. Y entre una cosa y otra, hijos. Por eso cuando salió aquel artículo sobre los solteros decidí que había llegado el momento de hacer algo con respecto a Charlie. De acelerar las cosas, vaya.
Aparta algunos papeles que descansan sobre su mesa para coger un manoseado ejemplar de The New York Magazine.
—Mira. —Me lo tiende. El titular reza LOS SOLTEROS DE ORO DE NUEVA YORK sobre una fotografía de varios hombres posando como un equipo deportivo en un anuario escolar—. Ese es Charlie. —Señala a un hombre con la cara parcialmente tapada por una gorra de béisbol—. Le dije que no se pusiera esa estúpida gorra, pero no me hizo caso.
—¿Todavía interesan esas cosas? —pregunto—. ¿No están los solteros de oro pasados de moda?
Samanta ríe.
—Muchacha, decididamente eres una paleta. Ojalá no interesaran, pero interesan.
—Vale…
—Así que rompí con él.
Sonrío con complicidad.
—Pero ¿si querías estar con él…?
—Lo haces para que se dé cuenta de que quiere estar contigo.
Baja los pies y rodea la mesa. Yergo la espalda, consciente de que me dispongo a recibir una valiosa lección en el manejo de los hombres.
—El rasgo más destacado de un hombre —comienza a explicar— es el ego. Cuando rompí con Charlie, se puso furioso. No podía creer que yo fuera capaz de dejarle, y no tuvo más remedio que arrastrarse ante mí. Yo, naturalmente, me hice la dura. «Charlie», le dije, «sabes que estoy loca por ti, pero si yo no me respeto, ¿quién lo hará? Si realmente te importo, y me refiero como persona, no solo como amante, vas a tener que demostrarlo. Vas a tener que comprometerte».
—¿Y lo hizo? —pregunto desde el borde de la silla.
—Es evidente que sí —responde mientras agita en alto su dedo anular—. Y fue una suerte que los Yankees estuvieran en esos momentos en huelga.
—¿Los Yankees?
—Ya te he dicho que el béisbol es su obsesión. No imaginas la de partidos que he tenido que tragarme estos dos últimos años. A mí me va más el fútbol, pero no cesaba de repetirme que algún día obtendría mi recompensa. Y así fue. Sin béisbol, Charlie no tenía nada que lo distrajera. Y voilà —dice, señalando su mano.
Aprovecho ese momento para mencionar a Bernard.
—¿Sabías que Bernard Singer estuvo casado?
—Claro. Con Margie Shephard, la actriz. ¿Por qué? ¿Le has visto?
—Anoche —digo sonrojándome.
—¿Y?
—Nos besamos.
—¿Eso es todo? —Parece decepcionada.
Me remuevo en mi silla.
—Acabo de conocerle.
—Bernard lo está pasando muy mal ahora mismo, y no me extraña. Margie se pasó un montón con él. Le engañó con uno de los actores de su obra.
—¿Bromeas? —digo, horrorizada.
Samantha se encoge de hombros.
—No es ningún secreto, salió en todos los periódicos. A Bernard no le sentó nada bien, pero yo siempre digo que la mala publicidad no existe. Además, Nueva York es una ciudad pequeña. De hecho, muy pequeña si la miras bien.
Asiento lentamente. Nuestra entrevista da la impresión de haber tocado a su fin.
—Quería devolverte los veinte dólares que me dejaste —me apresuro a decir al tiempo que rebusco en mi bolsillo. Saco un billete de veinte dólares y se lo tiendo.
Acepta el billete y sonríe. Luego rompe a reír. De repente siento que me gustaría poder reírme como ella, con ese timbre cómplice y cantarín.
—Me sorprendes —dice—. No esperaba volver a saber de ti ni de mis veinte dólares.
—Y quería darte las gracias por dejarme el dinero y por llevarme a la fiesta. Y por presentarme a Bernard. Si hay algo que pueda hacer…
—Nada —dice poniéndose de pie. Me acompaña hasta la puerta y me ofrece la mano—. Buena suerte. Y si algún día necesitas otros veinte, ya sabes dónde estoy.
—¿Estás segura de que no ha llamado nadie? —pregunto a L’il por enésima vez.
—Llevo aquí desde las dos. El teléfono no ha sonado ni una sola vez.
—A lo mejor ha llamado cuando te has ido a ver a la amiga de tu madre al hospital.
—Peggy estaba en casa —señala L’il.
—A lo mejor ha llamado y Peggy no me lo ha dicho. A propósito.
L’il da a su pelo un cepillado enérgico.
—¿Por qué iba a hacer algo así?
—¿Porque me odia? —pregunto mientras me pongo brillo en los labios.
—Os visteis anoche —dice L’il—. Los tíos nunca llaman al día siguiente. Les gusta tenerte en ascuas.
—A mí no me gusta que me tengan en ascuas, y dijo que me llamaría… —Me interrumpo al oír el teléfono—. ¡Es él! —grito—. ¿Puedes contestar tú?
—¿Por qué? —rezonga.
—Porque no quiero parecer impaciente. No quiero que piense que llevo todo el día sentada al lado del teléfono.
—¿Auque sea así? —Pero contesta de todos modos. La miro expectante mientras asiente con la cabeza y me tiende el auricular—. Es tu padre.
Cómo no. No podría llamar en peor momento. Ayer le telefoneé y le dejé un mensaje a Missy, pero no me devolvió la llamada. ¿Y si Bernard intenta llamar mientras estoy hablando con mi padre?
—Hola, papá —suspiro.
—¿«Hola, papá»? ¿Así saludas a tu padre, al que no has telefoneado desde que llegaste a Nueva York?
—Te he llamado, papá. —Mi padre suena un poco extraño. No solo está de excelente humor, sino que no parece recordar que le llamé. Pero mejor así. Han ocurrido tantas cosas desde mi llegada a Nueva York (seguro que no todas buenas en opinión de mi padre) que estaba temiendo esta conversación. Innecesariamente, por lo que veo.
—He estado muy ocupada —digo.
—Estoy seguro.
—Pero todo me va de maravilla.
—Me alegro. Ahora que sé que sigues viva, puedo descansar tranquilo. —Y tras un fugaz adiós, cuelga.
Qué raro… Mi padre siempre ha sido un hombre despistado, pero nunca le he visto tan entusiasta y desapegado. Me digo que se debe únicamente a que, como la mayoría de los hombres, detesta el teléfono.
—¿Estás lista? —me pregunta L’il—. Eres tú la que quería ir a esa fiesta, y no podemos volver muy tarde. No quiero que esta vez Peggy nos deje fuera a las dos.
—Estoy lista —suspiro. Cojo mi bolso Carrie y la sigo con una última mirada anhelante al teléfono.
Minutos después estamos caminando por la Segunda Avenida, desternillándonos con nuestras mejores imitaciones de Peggy.
—Cómo me alegro de tenerte de compañera de piso —dice L’il, cogiéndome del brazo.
Hay cola para entrar en The Puck Building, pero a estas alturas ya hemos comprendido que en Nueva York hay que hacer cola para todo. Hemos pasado por delante de tres colas en la Segunda Avenida: dos para el cine y una para una quesería. Ni L’il ni yo podíamos entender por qué tanta gente sentía la necesidad de comprar queso a las nueve de la noche, pero lo hemos marcado como otro fascinante misterio de Manhattan.
Aunque la cola avanza bastante deprisa, y pronto nos descubrimos en un enorme espacio con una juventud increíblemente variopinta. Hay roqueros con chupas de cuero y punkies con piercings y pelos de estrambóticos colores. Chándals y gruesas cadenas y relojes de oro. Una bola de espejitos gira en el techo, pero la música es completamente desconocida para mí, discordante, inquietante e insistente, la clase de música que te exige bailar.
—¡Vamos a buscar una copa! —grito a L’il.
Nos abrimos paso hasta un bar montado sobre un largo tablón de contrachapado.
—¡Eh! —exclama una voz.
Es el rubio arrogante de nuestra clase. Capote Duncan. Tiene el brazo sobre el hombro de una chica de una delgadez angustiosa, con pómulos como icebergs. «Debe de ser modelo», pienso irritada, y me digo que a lo mejor L’il tenía razón sobre el éxito de Capote con las chicas.
—Le estaba diciendo a Sandy —dice con un ligero acento sureño mientras señala a la asustada chica— que esta fiesta parece extraída de Por el camino de Swann.
—¡Pues yo estaba pensando en Henry James! —grita L’il a su vez.
—¿Quién es ese Henry James? —pregunta la tal Sandy—. ¿Está aquí?
Capote sonríe como si la chica hubiera dicho algo encantador y le estrecha un poco más el hombro.
—No, pero podría estar si quisieras.
Ahora ya no me cabe la menor duda. Capote es gilipollas. Y como nadie me hace caso, decido ir a buscarme una copa y reunirme luego con L’il.
Me doy la vuelta y en ese momento la veo. La chica del pelo rojo de Saks. La chica que encontró mi bolso Carrie.
—¡Hola! —exclamo agitando enérgicamente un brazo, como si me hubiera topado con una vieja amiga.
—Hola, ¿qué? —me pregunta ofendida antes de dar un sorbo a su cerveza.
—¿No te acuerdas de mí? Soy Carrie Bradshaw. Encontraste mi bolso. —Sostengo el bolso delante de su cara para refrescarle la memoria.
—Ah, sí —dice sin demasiado entusiasmo.
No parece que tenga ganas de continuar la conversación, pero, por la razón que sea, yo sí. De repente siento el deseo de aplacarla, de caerle bien.
—¿Por qué lo haces? —le pregunto—. Lo de protestar.
Me mira con petulancia, como si no le mereciera la pena molestarse en responder.
—Porque es importante.
—Ah.
—Y trabajo en el centro de mujeres maltratadas. Deberías ofrecerte como voluntaria. Eso te sacaría de la seguridad de tu pequeño mundo —brama por encima de la música.
—Pero… ¿eso no te hace pensar que todos los hombres son malos?
—No, porque sé que todos los hombres son malos.
Ni siquiera sé por qué estoy teniendo esta conversación, pero no parece que pueda dejarla, y tampoco a ella.
—¿Qué me dices de enamorarse? ¿Cómo puedes tener un novio o un marido sabiendo esas cosas?
—Buena pregunta. —Bebe otro sorbo de cerveza y fulmina la sala con la mirada.
—¡Te lo dije de corazón! —grito para recuperar su atención—. Lo de que me gustaría agradecértelo de algún modo. ¿Puedo invitarte a un café? Quiero que me cuentes más sobre… lo que haces.
—¿En serio? —pregunta con desconfianza.
Asiento enérgicamente con la cabeza.
—De acuerdo —cede al fin—. Puedes telefonearme.
—¿Cómo te llamas?
Vacila.
—Miranda Hobbes. H-o-b-b-e-s. Puedes pedir mi número a información.
Y mientras se aleja asiento con la cabeza y hago el signo de marcar.