5

Bernard vive en Sutton Place. Está a solo unas manzanas de mi casa, pero bien podría tratarse de otra ciudad. Lejos quedan el ruido, la mugre y los vagabundos que pueblan el resto de Manhattan. Los edificios están construidos en piedra de colores suaves y tienen torrecillas y buhardillas de cobre verde. Porteros con uniforme y guantes blancos hacen guardia bajo apacibles toldos; una limusina haraganea en el bordillo. Me detengo para aspirar la atmósfera de lujo mientras una niñera pasa por mi lado con un cochecito de bebé detrás del cual corretea un perrito de pelo suave y esponjoso.

Bernard debe de ser rico.

Rico, famoso y atractivo. ¿En qué me estoy metiendo?

Oteo la calle buscando el número 52. Se encuentra en el lado este, mirando al río. De película, pienso mientras me dirijo al edificio con paso rápido. Entro y al instante el gruñido grave de un portero de rostro severo me frena en seco.

—¿Puedo ayudarla?

—Voy a ver a un amigo —murmuro mientras trato de rodearle. Y es ahí donde cometo mi primer error: nunca, nunca intentes sortear a un portero en un edificio elegante.

—No puede entrar así, sin más. —Alza una manaza enguantada, como si eso bastara para mantener a raya al populacho.

Por desgracia, algo en ese guante me hace estallar. Si hay algo que detesto es un tipo entrado en años diciéndome lo que debo hacer.

—¿Cómo espera que lo haga? ¿A caballo?

—¡Jovencita! —exclama contrariado, dando un paso atrás—. Exponga el motivo de su visita. Y si no puede exponer el motivo de su visita, le sugiero que se lleve el motivo de su visita a otra parte.

Ajá. Me ha tomado por una prostituta. Debe de estar cegato. Casi no llevo maquillaje.

—Vengo a ver a Bernard —digo secamente.

—¿Bernard qué? —pregunta, negándose a apartarse.

—Bernard Singer.

—¿El señor Singer?

¿Cuánto más piensa tenerme aquí? Nos miramos desafiantemente. Por fuerza ha de saber que he ganado. A fin de cuentas, no puede negar que Bernard vive aquí. ¿O sí?

—Llamaré al señor Singer —accede al fin.

Cruza el vestíbulo de mármol con andar pausado hasta una mesa sobre la que descansan un gran ramo de flores, un cuaderno y un teléfono. Pulsa algunos botones y, mientras espera a que Bernard conteste, se frota irritadamente la mandíbula.

—¿Señor Singer? —dice al auricular—. Hay una… —me fulmina con la mirada— joven… eh… persona en el vestíbulo que quiere verle. —Su expresión es de chasco cuando se vuelve hacia mí—. Sí, gracias, señor. La haré subir.

Y justo cuando pienso que al fin he logrado librarme de ese perro guardián tropiezo con otro tipo uniformado que opera el ascensor. Se supone que en el siglo XX la mayoría de la gente ya ha aprendido a apretar el botón, pero al parecer la tecnología no es el punto fuerte de los residentes de Sutton Place.

—¿Puedo ayudarla? —me pregunta.

Otra vez no, por favor.

—Bernard Singer —digo.

Pulsa el botón del noveno piso y emite un carraspeo de desaprobación, pero por lo menos no me acribilla a preguntas.

Las puertas del ascensor se abren a un pequeño rellano, otra mesa, otro ramo de flores y paredes de papel pintado. Hay sendas puertas a ambos lados del rellano y, por fortuna, Bernard se encuentra apostado en una de ellas.

«De modo que esta es la guarida de un niño prodigio», pienso mientras barro el apartamento con la mirada. He de reconocer que impresiona, pero no por lo que contiene, sino por lo que no contiene.

La sala de estar, con sus ventanas con parteluz, su acogedora chimenea y sus nobles estanterías, pide muebles queridos, gastados, pero en lugar de eso hay un sillón de cuentas de poliestireno. Lo mismo ocurre con el comedor, tan solo ocupado por una mesa de ping-pong y un par de sillas plegables. Luego está el dormitorio: una cama gigante, un televisor gigante. Sobre la cama, un solitario saco de dormir.

—Me encanta ver la tele desde la cama —dice Bernard—. Me parece sexy, ¿a ti no?

Estoy a punto de lanzarle una mirada de ni-se-te-ocurra-intentarlo cuando reparo en su semblante. Parece triste.

—¿Acabas de mudarte aquí? —pregunto con un tono animado, buscando una explicación.

—Alguien acaba de mudarse de aquí —contesta.

—¿Quién?

—Mi esposa.

—¿Estás casado? —aúllo. De todas las posibilidades, jamás consideré la de que pudiera estar pillado. ¿Qué clase de hombre casado invita a su apartamento a una chica a la que acaba de conocer?

—Mi ex esposa —se corrige—. Siempre olvido que ya no estamos casados. Nos divorciamos hace un mes y todavía no me he acostumbrado.

—Entonces, ¿estabas casado?

—Lo estuve seis años, y antes de eso llevábamos dos juntos.

¿Ocho años? Entorno los párpados y realizo un cálculo rápido. Si Bernard ha estado en una relación tanto tiempo significa que ha de tener por lo menos treinta años. O treinta y uno. O incluso… ¿treinta y cinco?

¿Cuándo salió a la luz su primera obra de teatro? Recuerdo haber leído sobre ella, por lo que yo debía de tener por lo menos diez años. En un intento de encubrir mis cavilaciones me apresuro a preguntar:

—¿Cómo fue?

—¿Cómo fue qué?

—Tu matrimonio.

—Bueno —ríe—, supongo que no demasiado bien si nos hemos divorciado.

Necesito un segundo para recalibrarme emocionalmente. Mientras venía hacia aquí, en algún recodo de mi mente he estado imaginando escenas donde Bernard y yo aparecíamos juntos, pero en ninguna de esas escenas aparecía una ex esposa. Siempre he pensado que mi verdadero amor solo tendría un verdadero amor, o sea, yo. El matrimonio de Bernard supone un fuerte golpe a mis fantasías.

—Mi esposa se llevó todos los muebles. ¿Y tú? —pregunta—. ¿Alguna vez has estado casada?

Le miro atónita. Apenas tengo edad para poder beber, me dan ganas de decirle. En lugar de eso, meneo la cabeza, como si también yo hubiera sufrido un desengaño amoroso.

—Supongo que somos un desastre —dice.

Me sumo a su estado de ánimo. Ahora mismo me parece especialmente atractivo y abrigo la esperanza de que me estreche entre sus brazos y me bese. Estoy deseando que me aplaste contra ese torso fibroso. En lugar de eso me siento en el sillón de cuentas de poliestireno.

—¿Por qué se ha llevado los muebles? —pregunto.

—¿Mi esposa?

—Pensaba que os habíais divorciado —digo, tratando de que no se me disperse.

—Está enfadada conmigo.

—¿No puedes hacer que te los devuelva?

—No creo.

—¿Por qué no?

—Es muy terca. Señor, es más terca que una mula. Siempre lo ha sido. Por eso ha llegado tan lejos.

—Hummm. —Ruedo seductoramente sobre el sillón.

Mis movimientos tienen el efecto deseado en él, esto es, ¿qué hace pensando en su ex esposa cuando tiene a una joven adorable —yo— en la que concentrarse? Efectivamente, un segundo después me pregunta:

—¿Tienes hambre?

—Yo siempre tengo hambre.

—Hay un pequeño restaurante francés a la vuelta de la esquina. Podríamos ir.

—Fantástico. —Me levanto de un salto a pesar de que la palabra «francés» me recuerda al restaurante que frecuentaba en Hartford con mi antiguo novio, Sebastian, quien me dejó por mi mejor amiga, Lali.

—¿Te gusta la cocina francesa? —pregunta.

—Me encanta —respondo. Sebastian y Lali son historia. Además, ahora estoy con Bernard Singer, no con un chico de instituto que no sabe lo que quiere.

El «pequeño restaurante francés a la vuelta de la esquina» se halla, en realidad, a varias manzanas. Y no es precisamente «pequeño». Es La Grenouille. Tan famoso que hasta yo he oído hablar de él.

Bernard agacha abochornado la cabeza cuando el maître le saluda por su apellido.

Bonsoir, monsieur Singer. Tenemos su mesa de siempre.

Miro a Bernard con curiosidad. ¿Por qué no me ha dicho que era cliente asiduo?

El maître coge dos cartas y con una elegante inclinación de cabeza nos conduce a una encantadora mesa junto a la ventana.

Míster Esmoquin me retira entonces la silla, me desdobla la servilleta y la extiende sobre mi falda. Recoloca mis copas de vino, coge un tenedor, lo examina y, tras dar su aprobación, lo deja de nuevo junto a mi plato. Francamente, tanta atención me sobrepasa. Cuando el maître se marcha al fin, pido ayuda a Bernard con la mirada.

Está estudiando la carta.

—Yo no hablo francés. ¿Tú? —pregunta.

Un peu.

—¿En serio?

Vraiment.

—Debiste de ir a un colegio de elite. El único idioma que yo aprendí fue el de los puños.

—Ja.

—Y no se me daba nada mal —añade golpeando el aire—. A la fuerza. De niño era un alfeñique y el saco de arena de todo el mundo.

—¿Con esa altura? —señalo.

—No di el estirón hasta los dieciocho. ¿Y tú?

—Yo dejé de crecer a los seis.

—Ja, ja, ja, muy graciosa.

Y justo cuando la conversación empieza a despegar el maître regresa con una botella de vino blanco.

—Su Pouilly-Fuisse, monsieur Singer.

—Oh, gracias —dice Bernard, recuperando la vergüenza.

Todo esto es muy raro. El apartamento, el restaurante, el vino, seguro que Bernard es rico. ¿Por qué se empeña entonces en comportarse como si no lo fuera? O, mejor dicho, ¿como si ser rico fuera una carga?

Otro ritual para servir el vino. Cuando toca a su fin, suspiro aliviada.

—Un poco fastidioso, ¿verdad? —dice Bernard, dando voz a mis pensamientos.

—¿Por qué les dejas hacerlo entonces?

—Para tenerlos contentos. Si no olisqueara el corcho se llevarían una decepción.

—Y podrías perder tu mesa especial.

—Llevo años intentando sentarme en aquella —señala una mesa vacía situada al fondo de la sala—, pero no me dejan. Parece Siberia —añade con un susurro melodramático.

—¿Hace más frío allí?

—Te congelas.

—¿Y esta mesa?

—Justo en el ecuador. —Hace una pausa—. Y tú… tú también estás en el ecuador. —Alarga un brazo y me coge la mano—. Me gusta tu atrevimiento —dice.

El chef no escatima en recursos, y después de una abrumadora cena de siete platos —entre ellos sopa, soufflé, dos postres y un delicioso vino de sobremesa que sabe a ambrosía—, miro el reloj y descubro que es poco más de medianoche.

—Debo irme.

—¿Por qué? ¿Te convertirás en calabaza?

—Algo así —digo, pensando en Peggy.

Su siguiente paso queda girando en el aire como una perezosa bola de discoteca.

—Supongo que debería acompañarte a casa —dice al fin.

—¿Y cargarte todo esto? —Río.

—Hace mucho que no hacía «esto». ¿Y tú?

—Oh, soy una experta —bromeo.

Regresamos a mi edificio columpiando las manos.

—Buenas noches, gatita —dice deteniéndose justo delante de la puerta.

Se hace un silencio violento, hasta que Bernard decide actuar. Me levanta el mentón y se inclina para darme un beso. Dulce y discreto al principio, va ganando vehemencia y termina justo antes de cruzar una línea lujuriosa imaginaria.

El beso me deja medio atontada. Bernard me mira con deseo, pero se decanta por un beso caballeroso en la mejilla y un apretón de mano.

—Te llamaré mañana, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Me cuesta respirar.

Lo veo adentrarse en la noche. Al llegar a la esquina se da la vuelta y me dice adiós con la mano. Cuando ha desaparecido por completo, entro en el edificio.

Avanzo sigilosamente por el pasillo apoyándome en la pared verde guisante y preguntándome por qué querría alguien pintar un pasillo de un color tan feo. Cuando llego a la puerta del apartamento introduzco cuidadosamente la llave en la primera cerradura. Gira con un chasquido que me sobresalta.

Contengo la respiración, preguntándome si Peggy lo ha oído y, de ser así, qué hará. Pero después de no oír nada durante varios segundos, introduzco la llave en la segunda cerradura.

Gira con igual suavidad, lo que quiere decir que ahora tendría que poder entrar en el apartamento. Giro el pomo y empujo. La puerta no se mueve.

Hum. A lo mejor Peggy no ha echado la llave y yo he acabado por atrancar la puerta. No parece propio de ella, pero aun así pruebo a girar las cerraduras en la otra dirección para asegurarme.

No hay suerte. La puerta cede exactamente un milímetro y no pasa de ahí, como si alguien la hubiera bloqueado con un mueble.

El cerrojo, pienso mientras el pánico se apodera de mí. Una barra de metal que cruza la puerta y solo puede abrirse y cerrarse por dentro. En teoría, solo debemos utilizarlo en casos de emergencia, como una guerra nuclear, un apagón o un ataque zombi. Por lo visto, Peggy ha decidido saltarse su estúpida regla y utilizar el cerrojo para darme una lección.

Mierda. Una de dos, o la despierto o duermo en el rellano.

Araño la puerta.

—¿L’il? —susurro con la esperanza de que esté despierta y me oiga—. ¿L’il?

Nada.

Me derrumbo en el suelo y descanso la espalda contra la pared. ¿Hasta ese punto me detesta Peggy? ¿Y por qué? ¿Qué le he hecho?

Pasa otra media hora y me rindo. Me hago un ovillo abrazada a mi bolso Carrie e intento conciliar el sueño.

Y creo que lo consigo, porque lo siguiente que oigo es la voz de L’il bisbiseando:

—Carrie, ¿estás bien?

Abro los ojos preguntándome dónde demonios estoy y qué demonios hago en el rellano.

Entonces lo recuerdo. Peggy y su maldito cerrojo.

L’il se lleva un dedo a los labios y me hace señas para que entre.

—Gracias —le digo con los labios. Asiente y cerramos la puerta con sumo sigilo.

Me detengo para ver si oigo a Peggy, pero solo hay silencio.

Vuelvo a echar el cerrojo.