4

Ryan no bromeaba. Viktor Greene es un hombre extraño.

Para empezar, va encorvado, como si alguien lo hubiera arrojado desde el cielo y el movimiento de la tierra lo mareara. Luego está el bigote. Aparece grueso y brillante sobre el labio superior pero se curva lánguidamente alrededor de las comisuras de la boca como dos sonrisas tristes. Y le da constantes palmaditas, como si fuera una mascota.

—¿Carrie Bradshaw? —pregunta consultando una lista.

Levanto la mano.

—Servidora.

—Se dice «presente» —me corrige—. Una de las cosas que aprenderéis en este seminario es a hablar como es debido.

Me pongo colorada. Solo llevo cinco minutos en mi primera clase de escritura y ya he dado una mala impresión.

Ryan me guiña un ojo, como diciendo «Te lo dije».

—Ah, y ahí está L’il. —Viktor Greene asiente con la cabeza al tiempo que da unas cuantas palmaditas más a su bigote—. ¿Alguien conoce a la señorita Elizabeth Waters? Es una de nuestras escritoras más prometedoras. Estoy seguro de que oiremos hablar mucho de ella.

Si Viktor Greene hubiera dicho algo así de mí, me preocuparía que el resto de la clase me cogiera manía. Pero a L’il no. Ella se toma el elogio de Viktor con calma, como si estuviera acostumbrada a que la alaben por su talento.

Durante un breve instante me asalta la envidia. Intento tranquilizarme diciéndome que todos los alumnos en esta clase poseen talento. De lo contrario no estarían aquí, ¿verdad? Y eso me incluye a mí. Puede que, sencillamente, Viktor Greene no esté al corriente de mi gran talento. Todavía.

—He aquí en qué consistirá este seminario. —Viktor Greene se pasea por el aula arrastrando los pies como si hubiera perdido algo pero no pudiera recordar qué—. El tema del verano será hogar y familia. Durante las próximas ocho semanas escribiréis cuatro relatos cortos o una novela o seis poemas relacionados con ese tema. Cada semana elegiré tres o cuatro textos para que los leáis en voz alta y luego los analizaremos. ¿Alguna pregunta?

Una mano sale disparada hacia arriba. Su dueño es un tío delgado con gafas y una mata de pelo rubio. Pese a su parecido con un pelícano, consigue dar la impresión de creerse mejor que los demás.

—¿Cuántas páginas deben tener los relatos cortos?

Viktor Greene se da unos golpecitos en el bigote.

—Las que se requieran para contar una historia.

—¿Podrían ser eso dos hojas? —pregunta una chica de cara angulosa y ojos pardos. Lleva una gorra de béisbol del revés sobre una exuberante melena castaña, y una pila de collares de cuentas.

—Si es capaz de contar una historia en quinientas palabras, adelante —dice Viktor Greene con tristeza.

La chica asiente con una expresión triunfal en su hermoso rostro.

—Lo digo porque mi padre es pintor y asegura que…

Viktor suspira.

—Todos sabemos quién es su padre, Rainbow.

Un momento. ¿«Rainbow»? ¿Qué nombre es ese? ¿Y quién es su padre?

Me reclino en mi silla y cruzo los brazos. El tío de la nariz alargada y el pelo rubio intercambia una mirada con Rainbow, asiente y arrima un poco más su silla a la de ella, como si fueran amigos.

—Tengo una pregunta. —Ryan levanta la mano—. ¿Puede garantizarnos que todos saldremos de este curso siendo escritores?

Eso hace que Viktor Greene se encorve todavía más. De hecho, me pregunto si piensa desaparecer bajo el suelo.

Se palpa frenéticamente el bigote con ambas manos.

—Buena pregunta. Y la respuesta es no. Un noventa y nueve coma nueve por ciento de ustedes no llegará nunca a ser escritor.

La clase gime.

—Si no voy a convertirme en escritor, tendré que pedir que me devuelvan el dinero —bromea Ryan.

Todo el mundo ríe excepto Viktor Greene.

—En ese caso, diríjase al departamento de administración.

Se retuerce los extremos del bigote con los dedos.

Ese bigote me saca de quicio. Me pregunto si Viktor Greene está casado y, si lo está, qué opina su esposa de tanto manoseo. Vivir con ese bigote debe de ser como tener una persona más en la casa. ¿Tendrá nombre y comerá su propia comida?

De pronto hiervo de indignación. Me da igual lo que diga Viktor Greene. Voy a conseguirlo. Voy a convertirme en una escritora de verdad, aunque me cueste la vida.

Miro a mis compañeros. Ahora soy yo la que evalúa la competencia.

—Muy bien —digo dejándome caer sobre la cama de L’il—. ¿Quién es el padre de Rainbow?

—Barry Jessen —responde con un suspiro.

—¿Y quién diantre es Barry Jessen? Sé que es pintor, pero…

—No es cualquier pintor. Ahora mismo es uno de los pintores más importantes de Nueva York. Encabeza un nuevo movimiento artístico. Viven en edificios abandonados del SoHo.

—¿Rainbow vive en un edificio abandonado? —pregunto con cara de pasmo—. ¿Tienen agua corriente? ¿Calefacción? No parece una vagabunda.

—No lo es —contesta L’il exasperada—. En otros tiempos fueron edificios abandonados. Fábricas de ropa y estampados. Hasta que todos esos pintores los ocuparon y empezaron a arreglarlos. Ahora celebran fiestas en sus lofts y se drogan y la gente compra su arte y escribe sobre ellos en The New York Times y The New York Magazine.

—¿Y Rainbow?

—Bueno, su padre es Barry Jessen y su madre Pican…

—¿La modelo?

—Por eso Rainbow es tan guapa y conseguirá todo lo que desee. Lo cual incluye convertirse en escritora. ¿Responde eso a tu pregunta?

—Eso significa que mola mil veces más que nosotras.

—Exacto. Sus padres conocen a un montón de gente. Si Rainbow quiere que le publiquen un libro solo tiene que chasquear los dedos para que su padre le encuentre un editor. Después el tipo pedirá a un puñado de periodistas que hablen del libro y críticos que redacten buenas reseñas.

—Buf —digo impresionada.

—Entretanto, si el resto de nosotros quiere triunfar tendrá que hacerlo a la vieja manera, o sea, escribiendo algo genial.

—Menudo palo —replico con sarcasmo.

L’il se ríe mientras me aparto una pelusa imaginaria.

—¿Y qué me dices de ese chico rubio con pinta de chulito? Se comporta como si conociera a Rainbow.

—¿Capote Duncan? —dice sorprendida—. Seguro que la conoce. Capote es la clase de tío que conoce a todo el mundo.

—¿Por qué?

—Porque es del sur —dice, como si eso lo explicara—. Tiene pinta de soñador, ¿no te parece?

—No. Tiene pinta de capullo.

—Es mayor que nosotras. Él y Ryan están en último año de facultad y son amigos. Por lo visto tienen mucho éxito con las chicas.

—¿Bromeas?

—En absoluto. —Hace una pausa y, con un tono algo solemne, añade—: Si no te importa.

—Lo sé, lo sé —digo saltando de la cama—. Deberíamos estar escribiendo.

L’il no parece compartir mi desmesurado interés por la gente en general. A lo mejor está tan segura de su propio talento que siente que no lo necesita. Yo, por el contrario, podría pasarme el día entero cotilleando, aunque prefiero llamarlo «análisis del personaje». Por desgracia, no puedo analizar personajes sola. Regreso a mi cuartucho, me siento a la mesa e introduzco un folio en el carro de mi máquina de escribir.

Diez minutos después sigo sentada a la mesa, mirando fijamente la pared. Solo hay una ventana en nuestra zona y cae en el cuarto de L’il. Siento que me asfixio, así que me levanto, salgo a la sala de estar y miro por la ventana.

El apartamento de Peggy se halla en la parte de atrás del edificio y da a la parte de atrás de otro edificio, casi idéntico, de la siguiente calle. Podría comprarme un telescopio y espiar los apartamentos de enfrente. Podría escribir un relato sobre sus residentes. Por desgracia, parecen tan aburridos como nosotros. Veo la pantalla azul parpadeante de un televisor, a una mujer lavando los platos, un gato dormido.

Suelto un suspiro de frustración. Ahí fuera hay todo un mundo por descubrir y yo estoy atrapada en el apartamento de Peggy, perdiéndomelo todo. Y solo me quedan cincuenta y nueve días.

Tengo que hacer que ocurra algo.

Corro hasta mi cubículo, cojo el número de Bernard y levanto el auricular.

Tras meditar lo que me dispongo a hacer, devuelvo el auricular a su sitio.

—¿L’il? —llamo.

—¿Sí?

—¿Debo telefonear a Bernard Singer?

L’il aparece en la puerta.

—¿Tú qué crees?

—¿Y si no se acuerda de mí?

—Te dio su número, ¿no?

—Pero ¿y si no lo hizo de corazón? ¿Y si solo estaba siendo amable? ¿Y si…?

—¿Tú quieres llamarle? —pregunta.

—Sí.

—Pues llámale. —L’il es una chica muy decidida, cualidad que espero desarrollar algún día.

Antes de que pueda cambiar de parecer, marco el número.

—¿Diga? —dice después del tercer tono.

—¿Bernard? —pregunto con una voz demasiado aguda—. Soy Carrie Bradshaw.

—Ajá. Tenía el presentimiento de que serías tú.

—¿En serio? —Me enrollo el cordón del teléfono en el dedo.

—Soy un poco vidente.

—¿Tienes visiones? —pregunto, no sabiendo muy bien qué otra cosa decir.

—Emociones —murmura con voz sexy—. Estoy muy conectado con mis emociones. ¿Y tú?

—Supongo que también. Vaya, que nunca consigo deshacerme de ellas. De mis emociones.

Ríe.

—¿Qué estás haciendo?

—¿Yo? —aúllo—. Estoy intentando escribir…

—¿Quieres venir a mi casa? —me pregunta de pronto.

No sé muy bien qué esperaba, pero esto, desde luego, no. Supongo que abrigaba la vaga esperanza de que me invitara a cenar, de que me propusiera una cita en toda regla. Pero ¿pedirme que vaya a su apartamento? Jolín. Seguro que piensa que voy a acostarme con él.

No contesto.

—¿Dónde estás? —me pregunta.

—En la calle Cuarenta y siete.

—No hay ni diez manzanas.

—De acuerdo —acepto con cautela. Como siempre, mi curiosidad triunfa sobre mi buen juicio. Un rasgo desastroso y que espero corregir. Algún día.

Tal vez en Nueva York las citas funcionen de otra manera. Puede que invitar a una desconocida a tu apartamento sea la cosa más normal del mundo. Además, si Bernard intenta algo raro siempre puedo asestarle una patada.

Estoy saliendo por la puerta cuando me encuentro con Peggy. Tiene las manos ocupadas intentando dejar tres bolsas de la compra sobre el confidente. Me mira de arriba abajo y suspira.

—¿Sales?

Delibero, me pregunto cuánto debería contarle, pero el entusiasmo me pierde.

—Voy a ver a mi amigo. ¿Bernard Singer?

El nombre tiene el efecto deseado. Peggy inspira y saca fuego por la nariz. El hecho de que conozca a Bernard Singer tiene que estar mortificándola. Él es el dramaturgo más famoso de Nueva York y ella todavía una actriz luchando por triunfar. Probablemente lleve años soñando con conocerle mientras que yo, con solo tres días en la ciudad, ya le conozco.

—La vida que tienen algunos… —rezonga antes de caminar hasta la nevera y sacar una de sus muchas latas de Tab, también prohibidas para L’il y para mí.

Me siento victoriosa hasta que reparo en la expresión abatida de Peggy. Tira de la anilla de la lata y bebe con avidez, como si las soluciones a todos sus problemas residieran en esa lata de Tab. La apura mientras frota distraídamente el pulgar contra la anilla.

—Peggy, yo…

—¡Mierda! —Suelta la lata y se lleva el pulgar a la boca para chuparse la sangre que brota del corte que le ha hecho la anilla. Cierra los ojos, como si estuviera intentando contener las lágrimas.

—¿Estás bien? —le pregunto.

—Por supuesto. —Levanta la vista, furiosa por el hecho de que yo haya presenciado ese momento de debilidad—. ¿Sigues ahí?

Pasa por mi lado camino de su habitación.

—Hoy es mi noche libre y tengo intención de acostarme pronto. No vuelvas tarde.

Cierra la puerta. Durante un segundo me quedo donde estoy, preguntándome qué acaba de suceder. Puede que no sea a mí a quien Peggy odie, sino a su vida.

—Vale —digo a nadie en particular.