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¿Está Carrie Bradshaw? —La voz suena infantil pero exigente, como si la persona que llama estuviera algo irritada.

—Síííííí —digo con cautela, preguntándome quién puede ser. Es mi segunda mañana en Nueva York y todavía no han empezado las clases.

—Tengo tu bolso —anuncia la chica.

—¿Qué? —Casi se me cae el auricular.

—No te ilusiones demasiado. Lo encontré en la basura. Alguien le ha echado encima esmalte de uñas. Iba a dejarlo donde estaba, pero luego me dije: «¿qué querría que hiciera alguien si encontrara mi bolso?». Y decidí llamarte.

—¿Cómo has dado conmigo?

—Por tu agenda. Todavía está en el bolso. Si quieres pasar a buscarlo estaré delante de Saks a partir de las diez —dice—. Soy inconfundible. Tengo el pelo rojo. Me lo tiño del mismo tono colorado que la lata de sopas Campbell en honor a Valerie Solanas. —Hace una pausa—. ¿El Manifiesto SCUM? ¿Andy Warhol?

—Claro, claro. —No tengo la más mínima idea de qué está hablando, pero me niego a reconocer mi ignorancia. Además, esta chica parece un pelín… rara.

—Bien, nos veremos delante de Saks. —Cuelga antes de que pueda preguntarle cómo se llama.

¡Yujuuu! Lo sabía. Desde que me robaron el bolso Carrie he tenido el extraño presentimiento de que lo recuperaría. Como algo sacado de uno de esos libros de control mental: visualiza lo que deseas y se cumplirá.

—¡Ejem!

Levanto la vista desde mi catre y tropiezo con la frotada cara rosa de Peggy Meyers, mi casera. Lleva puesto un mono de goma gris que se le ciñe al cuerpo como la envoltura de una salchicha. Con el mono y esa cara redonda y brillante me recuerda al muñeco de Michelin.

—¿Has llamado tú?

—No —digo ligeramente ofendida—. Me han llamado.

Su suspiro es una mezcla precisa de irritación y decepción.

—¿No te puse al tanto de las reglas?

Asiento con los ojos muy abiertos, como si estuviera asustada.

—Todas las llamadas telefónicas han de atenderse desde la sala de estar, y no pueden durar más de cinco minutos. Nadie necesita más de cinco minutos para comunicarse. Y todas las llamadas que se hagan deben anotarse debidamente en la libreta.

«Debidamente», pienso. Una buena palabra.

—¿Alguna duda? —pregunta.

—No. —Niego con la cabeza.

—Me voy a correr y luego tengo una audición. Si decides salir, asegúrate de coger tus llaves.

—Lo haré. Lo prometo.

Repara en mi pijama de algodón y frunce el entrecejo.

—Espero que no tengas pensado seguir durmiendo.

—Me voy a Saks.

Peggy aprieta los labios con cara de disgusto, como si solo los indolentes fueran a Saks.

—Por cierto, ha llamado tu padre.

—Gracias.

—Y recuerda: las conferencias deben hacerse a cobro revertido.

Se aleja caminando como una momia. Si apenas puede andar con ese mono de goma, ¿cómo va a poder correr? Solo hace veinticuatro horas que conozco a Peggy y ya nos llevamos mal. Podrías llamarlo odio a primera vista.

Cuando llegué ayer por la mañana, hecha un trapo y algo desorientada, su primer comentario fue:

—Me alegro de que decidieras aparecer. Estaba a punto de darle la habitación a otra.

Miré a Peggy, de quien sospechaba que en otros tiempos fue atractiva pero ahora parecía una flor en decadencia, y una parte de mí lamentó que no le hubiera dado la habitación a otra.

—Tengo una lista de espera de un kilómetro —continuó—. Vosotros, los chicos de fuera de la ciudad, no tenéis ni idea, ni idea, de lo dificilísimo que es encontrar un lugar decente en Nueva York.

Luego me sentó en el confidente verde y me puso al corriente de las «reglas»:

Nada de visitas, y aún menos masculinas.

Nada de invitados a pasar la noche, y aún menos masculinos, aunque ella se ausente el fin de semana.

Nada de comerse su comida.

Nada de llamadas telefónicas de más de cinco minutos; necesita la línea desocupada por si le llaman para una audición.

Nada de volver a casa después de medianoche; podríamos despertarla y necesita hasta el último minuto de sueño.

Y, sobre todo, nada de cocinar. No quiere tener que limpiar nuestros desaguisados.

Caray. Hasta un hámster tiene más libertad que yo.

Espero a oír el cierre de la puerta para aporrear la pared de contrachapado que linda con mi cama.

—Dindon, la bruja ha muerto —digo.

L’il Waters, una chica menuda y delicada como una mariposa, cruza la puerta de contrachapado que conecta nuestras celdas.

—¡Alguien ha encontrado mi bolso! —exclamo.

—Oh, cielo, eso es fantástico. Es una de esas coincidencias mágicas neoyorkinas.

Se derrumba en la punta del catre y casi lo levanta. Nada en este apartamento es real, y eso incluye divisiones, puertas y camas. Nuestras «habitaciones» ocupan una parte de la sala de estar y forman dos diminutos espacios de dos por tres con el sitio justo para un catre, una silla y una mesa plegables, un diminuto tocador con dos cajones y una lámpara de lectura. El apartamento está muy cerca de la Segunda Avenida, por lo que me ha dado por llamarnos a L’il y a mí «Las prisioneras de la Segunda Avenida», en honor a la película de Neil Simon.

—He oído que Peggy te gritaba. Te dije que no utilizaras el teléfono en tu cuarto. —Suspira.

—Creía que estaba durmiendo.

L’il menea la cabeza. Está en el mismo programa que yo en The New York School, pero llegó hace una semana para aclimatarse y se quedó con el mejor cuarto. Tiene que pasar por el mío para llegar al suyo, lo que significa que yo tengo aún menos intimidad que ella.

—Peggy siempre se levanta temprano para ir a correr. Dice que tiene que perder diez kilos.

—¿Con ese mono de goma? —pregunto, atónita.

—Dice que el sudor le ayuda a quemar grasa.

Observo detenidamente a L’il. Es dos años mayor que yo, pero parece cinco años menor. Con su estatura de pajarito, es una de esas chicas que probablemente aparentará doce años la mayor parte de su vida. Pero no por eso debo subestimarla.

Ayer, cuando nos conocimos, bromeé sobre cómo quedaría «L’il» en la tapa de un libro. Se encogió de hombros y dijo:

—Mi nombre de escritora es E.R. Waters, que viene de Elizabeth Reynolds Waters. Es más fácil que te publiquen si no saben que eres chica. —Y me enseñó dos poemas que le habían publicado en The New Yorker.

Casi me caigo de culo.

Le conté entonces que había conocido a Kenton James y a Bernard Singer. Sabía que conocer a escritores famosos no era lo mismo que tener algo publicado, pero me dije que era preferible a nada. Incluso el papelito donde Bernard Singer había escrito su número de teléfono.

—Tienes que llamarle —dijo.

—No sé. —No quería darle demasiada importancia al asunto.

Pensar en Bernard me puso bastante tierna, hasta que Peggy entró y nos hizo callar.

Ahora esbozo una sonrisa malvada.

—¿De verdad Peggy va a las audiciones con ese mono de goma? ¿Te imaginas cómo debe de oler?

L’il sonríe.

—Es socia de un gimnasio. El Lucille Roberts. Dice que antes de ir a una audición se ducha. Por eso está tan desquiciada, porque suda y se ducha por toda la ciudad.

Estallamos en carcajadas y caemos muertas de la risa sobre mi cama.

La chica del pelo rojo tiene razón: la localizo al instante.

La verdad es que es imposible no verla, ahí plantada en la acera delante de Saks blandiendo una enorme pancarta que por una cara reza ABAJO LA PORNOGRAFÍA y por la otra LA PORNOGRAFÍA EXPLOTA A LAS MUJERES. Detrás tiene una mesita cubierta de imágenes gráficas de revistas porno.

—¡Mujeres, despertad! ¡Decid no a la pornografía! —grita.

Agita la pancarta en mi dirección.

—¿Quieres firmar una petición contra la pornografía?

Estoy a punto de explicarle quién soy cuando una desconocida me interrumpe.

—Oh, por favooor —masculla cuando pasa por nuestro lado—. Seguro que la gente tiene cosas mejores que hacer que preocuparse por la vida sexual de los demás.

—¡Oye, que te he oído! —grita la chica del pelo rojo—. Y no me ha gustado.

La mujer se vuelve.

—¿Y?

—¿Qué sabes tú de mi vida sexual? —pregunta. Lleva el pelo corto como un chico y, tal como dijo, teñido de rojo tomate. Viste botas de trabajo y un peto con una camiseta raída de color morado debajo.

—Cielo, es evidente que no tienes —responde la mujer con una sonrisita.

—¿Eso crees? Puede que no practique el sexo tanto como tú, pero tú eres una víctima del sistema. El patriarcado te ha lavado el cerebro.

—El sexo vende.

—A costa de las mujeres.

—Eso es absurdo. ¿Se te ha ocurrido pensar que a algunas mujeres sí les gusta el sexo?

—¿Y? —La chica del pelo rojo fulmina a la mujer con la mirada y aprovecho esa breve pausa para presentarme.

—Soy Carrie Bradshaw. Me has llamado. ¿Tienes mi bolso?

—¿Tú eres Carrie Bradshaw? —Parece decepcionada—. ¿Qué haces con ella? —Señala con el pulgar a la mujer.

—No la conozco. ¿Podrías darme mi bolso?

—Aquí lo tienes —espeta, como si hubiera tenido suficiente. Coge su mochila, saca mi bolso Carrie y me lo tiende.

—Gracias —digo—. Si hay algo que pueda hacer…

—Olvídalo —responde con arrogancia. Recupera su pancarta y aborda a una anciana con collar de perlas—. ¿Quiere firmar una petición contra la pornografía?

La anciana sonríe.

—No, gracias, querida. ¿De qué serviría?

La chica del pelo rojo parece momentáneamente desalentada.

—Oye —digo—, yo firmaré tu petición.

—Gracias. —Me tiende un bolígrafo.

Garabateo mi nombre y me alejo por la Quinta Avenida. Me abro paso entre la gente, preguntándome qué habría pensado mi madre de que me viniera a Nueva York. A lo mejor está velando por mí, a lo mejor se encargó de que la chica del pelo rojo encontrara mi bolso. Mi madre también era feminista. Por lo menos estaría orgullosa de que hubiera firmado la petición.

—¡Por fin! —exclama L’il—. Estaba temiendo que llegaras tarde.

—No —resoplo cuando me uno a ella en la acera, frente a The New York School.

La caminata hasta el centro ha sido mucho más larga de lo que esperaba y los pies me están matando. Pero he visto un montón de cosas interesantes por el camino: la pista de patinaje del Centro Rockefeller, la Biblioteca Pública de Nueva York, Lord & Taylor, algo llamado el Toy Building…

—Tengo mi bolso —digo, sosteniéndolo en alto.

—A Carrie le robaron en su primera hora en Nueva York —gorjea L’il a un chico muy mono de ojos azules y pelo negro y ondulado.

Se encoge de hombros.

—Eso no es nada. A mí me entraron en el coche la segunda noche que llevaba aquí. Reventaron la ventanilla y se llevaron la radio.

—¿Tienes coche? —pregunto sorprendida. Peggy nos dijo que nadie tenía coche en Nueva York. La gente se mueve a pie, en autobús y en metro.

—Ryan es de Massachusetts —dice L’il, como si eso lo explicara—. También está en nuestra clase.

Le tiendo la mano.

—Carrie Bradshaw.

—Ryan McCann. —Posee una sonrisa dulce, bobalicona, pero sus ojos me perforan como si estuvieran evaluando la competencia—. ¿Qué piensas de nuestro profesor, Viktor Greene?

—Pienso que es extraordinario —exclama L’il—. Es lo que yo considero un artista serio.

—Será un artista serio, pero pone los pelos de punta —le pincha Ryan.

—Si casi no le conoces —replica L’il indignada.

—Un momento. ¿Le habéis conocido? —pregunto.

—La semana pasada —responde desenfadadamente Ryan—. Tuvimos una charla. ¿Tú no?

—No sabía que tuviéramos que tener una charla —titubeo. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Es posible que ya vaya retrasada?

L’il mata a Ryan con la mirada.

—No la tuvo todo el mundo, solo los que llegaron a Nueva York con antelación. No tiene importancia.

—¡Eh!, chicos, ¿queréis ir a una fiesta?

Nos volvemos. Un tipo con una sonrisa de oreja a oreja sostiene unas postales.

—El miércoles por la noche en The Puck Building. Entrada gratuita si llegáis antes de las diez.

—¡Gracias! —exclama Ryan mientras el tipo nos da una postal a cada uno y se marcha.

—¿Le conoces? —pregunta L’il.

—No le había visto en mi vida, pero ¿a que mola? —dice Ryan—. ¿En qué lugar se os acercaría un desconocido para invitaros a una fiesta?

—Junto con mil desconocidos más —añade L’il.

—Solo en Nueva York, chicas —asegura Ryan.

Entro en el edificio examinando la postal. En la cara de delante hay una foto de cupido de piedra con una gran sonrisa y, debajo, las palabras: AMOR, SEXO, MODA. Doblo la postal y la guardo en el bolso.