¡Socorro!
Me estoy asfixiando, ahogando en un mar de tafetán. Estoy atrapada en un ataúd. Estoy… ¿muerta?
Es mi vestido. Probablemente me lo quité en algún momento durante la noche y me lo eché sobre la cabeza. ¿O fue otro el que me lo quitó? Contemplo la penumbra de la sala de estar de Samantha atravesada por espeluznantes rayos de luz amarilla que realzan los objetos ordinarios de su existencia: un puñado de fotografías sobre la mesa auxiliar, una pila de revistas en el suelo, una ristra de velas en la repisa de la ventana.
La cabeza me va a estallar mientras recuerdo vagamente un trayecto en un taxi a reventar. Vinilo azul despegándose y una alfombrilla pegajosa. Me estaba escondiendo en el suelo del taxi pese a las protestas del conductor, que no paraba de repetir:
—Máximo cuatro.
En realidad éramos seis, pero Samantha insistía una y otra vez en que éramos cuatro. Muchas risas histéricas. Luego una lenta ascensión hasta el quinto piso y más música y llamadas telefónicas y un tipo poniéndose el maquillaje de Samantha, y en algún momento después de todo eso debí de desplomarme en el futón y quedarme frita.
Me acerco de puntillas a la habitación de Samantha sorteando las cajas abiertas. Samantha está a punto de mudarse, y el apartamento es una leonera. La puerta del diminuto dormitorio está abierta, la cama deshecha pero vacía, el suelo cubierto de zapatos y ropa, como si alguien se hubiera probado todo el armario y arrojado con irritación cada prenda. Me abro paso hasta el cuarto de baño y, tras vadear un bosque de sujetadores y bragas, llego al borde de la vieja bañera y abro el grifo de la ducha.
Plan del día: averiguar, sin llamar a mi padre, dónde se supone que voy a vivir.
Mi padre. Noto el regusto rancio de la culpa en la garganta.
Ayer no le llamé. No tuve tiempo. Lo más seguro es que esté muerto de preocupación. ¿Y si llamó por teléfono a George? ¿Y si llamó a mi casera? Puede que la policía me esté buscando, otra chica que desaparece misteriosamente en las fauces de la ciudad de Nueva York.
Me lavo el pelo. Ya no puedo hacer nada al respecto.
O quizá no quiera.
Salgo de la bañera, me inclino sobre el lavamanos y observo mi reflejo en el espejo a medida que el vaho de la ducha se dispersa lentamente.
No parezco diferente. Sin embargo, me siento diferente.
¡Es mi primera mañana en Nueva York!
Me acerco corriendo a la ventana y aspiro la brisa fresca y húmeda. El sonido del tráfico me recuerda el murmullo de las olas al lamer la orilla. Me arrodillo sobre la repisa de la ventana y observo la calle con las palmas pegadas al cristal: una niña contemplando una esfera de nieve.
Dedico un buen rato a observar cómo despierta el día. Primero llegan los camiones, los cuales, chirriantes y huecos, avanzan por la avenida cual dinosaurios, levantando sus tapas para recibir basura o barriendo la calle con sus bigotes. Luego comienza el tráfico normal: un taxi solitario seguido de un Cadillac plateado, y después los camiones más pequeños con logotipos que anuncian pescado, pan y flores, las furgonetas herrumbrosas y un desfile de carretillas. Un chico con una bata blanca pedalea sobre una bicicleta con dos cajones de naranjas atados al guardabarros. El cielo gris se tiñe de un blanco perezoso. Pasa un corredor, luego otro; un hombre con un uniforme médico de color azul detiene frenéticamente un taxi. En la acera, tres perritos atados a una misma correa tiran de una anciana mientras los tenderos aúpan trabajosamente las rechinantes persianas metálicas de sus comercios. El errático sol ilumina las esquinas de los edificios y una masa humana emerge de los escalones que penetran en la acera. Las calles se llenan con el ruido de gente, coches, música, taladradoras, ladridos, sirenas. Son las ocho de la mañana.
Hora de ponerme en marcha.
Rodeo el futón buscando mis cosas. Detrás de los cojines, descubro un trozo de papel con los cantos algo grasientos y arrugados, como si hubiera dormido apretándolo contra mi pecho. Contemplo el número de teléfono de Bernard, los dígitos claros y profesionales. En la fiesta, con gesto exagerado, anotó su número de teléfono y me lo entregó con la frase «Por si acaso». No me pidió el mío a propósito, como si los dos supiéramos que la decisión de volver a vernos era mía.
Guardo cuidadosamente el trozo de papel en mi maleta y en ese momento reparo en la nota encajada debajo de una botella de champán. Leo:
Querida Carrie:
Ha llamado tu amigo George. He intentado despertarte pero era imposible. Te dejo un billete de veinte. Ya me lo devolverás cuando puedas.
Samantha
Y, debajo, una dirección. Del apartamento al que tenía que haber ido ayer pero no fui. Por lo visto, anoche sí telefoneé a George, después de todo.
Sostengo la nota en alto en busca de pistas. La letra de Samantha es extrañamente infantil, como si la parte caligráfica de su cerebro se hubiera estancado en séptimo grado. A regañadientes, me pongo mi traje de gabardina, descuelgo el teléfono y llamo a George.
Diez minutos después, estoy arrastrando mi maleta por las escaleras. Abro el portal y salgo a la calle.
La barriga me gruñe, presa de un hambre voraz. No solo de comida, sino de todo: el ruido, la excitación, la delirante energía que palpita bajo mis pies.
Detengo un taxi, abro la portezuela y deslizo la maleta en el asiento de atrás.
—¿Adónde? —pregunta el taxista.
—¡Calle Cuarenta y siete Este! —grito.
—¡Eso está hecho! —replica el taxista al tiempo que se adentra en el denso tráfico.
Pisamos un bache, y me elevo brevemente del asiento.
—Malditos conductores de Nueva Jersey.
El taxista saca el puño por la ventanilla y le imito. Y es en ese momento cuando lo siento. Es como si siempre hubiera vivido aquí. Salida de la cabeza de Zeus, una persona sin familia, sin orígenes, sin historia.
Una persona completamente nueva.
Mientras el taxi sortea temerariamente el tráfico, estudio los rostros de los transeúntes. Aquí hay seres humanos de todos los tamaños, formas y tonos, y sin embargo creo adivinar en cada rostro una similitud que trasciende todas las fronteras, como si nos uniera la secreta certeza de que este es el centro del universo.
Me aferro a mi maleta con pavor.
Lo que le dije a Samantha es cierto: no quiero irme nunca de aquí. Y solo dispongo de sesenta días para encontrar la manera de quedarme para siempre.
La imagen de George Carter me devuelve bruscamente a la tierra. Está diligentemente sentado frente al mostrador de la cafetería de la calle Cuarenta y siete con la Segunda Avenida, donde hemos acordado vernos antes de que él salga disparado hacia su trabajo de verano en The New York Times. Sé, por el mohín de su boca, que está irritado: llevo en Nueva York menos de veinticuatro horas y ya me he desviado de mi rumbo. Ni siquiera he conseguido llegar al apartamento donde se supone que debo alojarme. Le doy un golpecito en el hombro y se vuelve con una expresión entre molesta y aliviada.
—¿Qué te ha pasado? —pregunta.
Suelto la maleta y me siento en el taburete de al lado.
—Me robaron el bolso. No tenía dinero, así que llamé a esa chica, la prima de alguien que conozco de Castlebury. Me llevó a una fiesta y…
George suspira.
—No deberías relacionarte con gente como esa.
—¿Por qué no?
—No les conoces.
—¿Y? —Ahora la irritada soy yo. He ahí el problema con George, que siempre se comporta como si se creyera mi padre.
—Necesito que me prometas que irás con más cuidado en el futuro.
Tuerzo el gesto.
—Carrie, hablo en serio. Si te metes en otro lío no estaré aquí para sacarte de él.
—¿Me abandonas? —bromeo. George lleva casi un año enamorado de mí y es uno de mis mejores amigos. De no ser por él, ahora no estaría en Nueva York.
—Ya que lo mencionas, sí. —Desliza tres billetes nuevecitos de veinte dólares por la barra—. Esto te ayudará. Puedes devolvérmelos cuando llegues a Brown.
Miro los billetes y luego le miro a él. No está bromeando.
—El Times me envía este verano a Washington. Me dejarán hacer reportajes de verdad, de modo que he aceptado.
No puedo creerlo. No sé si felicitarle o reprenderle por abandonarme.
El impacto de su deserción me golpea, y el suelo desaparece bajo mis pies. George es la única persona que conozco en Nueva York. Esperaba que me enseñara la manera en que funcionan las cosas aquí. ¿Cómo voy a arreglármelas sin él?
Como si me hubiera leído el pensamiento, dice:
—Estarás bien. Simplemente no te desvíes del camino. Ve a clase y haz los trabajos. E intenta no mezclarte con chiflados, ¿de acuerdo?
—Sí —respondo. Esto último no sería un problema si yo no estuviera también una pizca chiflada.
George coge mi maleta y doblamos la esquina hasta un edificio de apartamentos de ladrillo blanco. Un andrajoso toldo verde con las palabras WINDSOR ARMS preside la entrada.
—No está tan mal —señala George—. Es del todo respetable.
Al otro lado de la puerta de cristal hay una ristra de botones. Aprieto el del 15E.
—¿Sí? —chilla una voz por el interfono.
—Soy Carrie Bradshaw.
—Vaya —dice la voz con un tono capaz de cortar una mayonesa—, ya era hora.
George me besa en la mejilla cuando zumba un timbre y la segunda puerta se abre.
—Buena suerte —dice, y se detiene para darme un último consejo—. Llama a tu padre, por favor. Seguro que está preocupado por ti.