Primero Samantha me pide que le busque el zapato. Cuando lo localizo en el fregadero, me invita a una fiesta.
—Será mejor que me acompañes ya que no tienes otro lugar adonde ir y no me apetece hacer de niñera.
—No soy una niña.
—Vale. Eres un gorrioncillo. Sea como sea —dice ajustándose el sujetador de seda mientras se retuerce bajo un vestido de licra verde—, ya te han robado. Si te rapta un proxeneta no lo quiero sobre mi conciencia.
Gira sobre sus talones y observa detenidamente mi atuendo: una chaqueta de tela de gabardina azul marino con falda pantalón a juego que apenas hace unas horas me parecía chic.
—¿No tienes nada más?
—Un vestido de fiesta negro de los sesenta.
—Póntelo. Y esto también. —Me lanza unas gafas de sol de aviador con montura dorada—. Te ayudará a parecer normal.
No le pregunto qué es normal mientras bajo con ella los cinco pisos hasta la calle.
—Regla número uno —declara mientras se sumerge en el tráfico—: da siempre la impresión de que sabes adónde vas aunque no lo sepas.
Levanta una mano que obliga a un coche a frenar en seco.
—Camina deprisa —dice, y da un golpe en el capó y enseña al conductor el dedo corazón—. Y lleva siempre zapatos que te permitan correr.
Cruzo detrás de ella la carrera de obstáculos de la Séptima Avenida y llego al otro lado como un náufrago que alcanza tierra firme.
—Y por lo que más quieras, entierra esas sandalias topolinas —sentencia con una mirada desdeñosa a mis pies.
—¿Sabías que las primeras sandalias topolinas las inventó Ferragamo para la joven Judy Gardland?
—¿Cómo sabes eso?
—Soy una fuente inagotable de información inútil.
—Entonces te irá bien en esta fiesta.
—¿Quién has dicho que la da? —grito para hacerme oír por encima del tráfico.
—David Ross, el director de Broadway.
—¿Por qué da una fiesta un domingo a las cuatro de la tarde? —Esquivo un carrito de salchichas, una cesta de supermercado llena de mantas y a un niño atado a una correa.
—Es un baile de té.
—¿Significa eso que servirán té? —Ignoro si Samantha habla en serio o en broma.
Se ríe.
—¿Tú qué crees?
La fiesta se celebra en una casa de color rosa oscuro situada al final de una calle adoquinada. Desde allí puedo ver el río, crecido y marrón bajo los destellos del sol, a través del hueco que queda entre dos edificios.
—David es un excéntrico —me previene Samantha, como si la excentricidad pudiera resultar una característica poco agradable para una recién llegada de provincias—. Alguien se presentó en su última fiesta con un caballo enano que se cagó por toda la alfombra de Aubusson.
Finjo saber qué es una alfombra de Aubusson para que me siga hablando del caballo.
—¿Cómo lo trajeron hasta aquí?
—En taxi —dice Samantha—. Era un caballo muy pequeño.
Titubeo.
—¿Estás segura de que a tu amigo David no le molestará que me hayas invitado?
—Si no le molestó un caballo enano, no creo que le molestes tú, a menos que seas un plomo o una aburrida.
—Aburrida puede, pero plomo jamás.
—Y eso de que vienes de un pueblo pequeño, olvídate. En Nueva York necesitas un gancho.
—¿Un gancho?
—Algo que te haga interesante —dice con un gran gesto al tiempo que nos detenemos delante de la casa.
Tiene cuatro plantas, y la puerta azul está abierta de par en par, mostrando una pintoresca multitud que gira y zigzaguea como un coro en un musical. Estoy temblando de la emoción. Esta puerta constituye mi entrada a otro mundo.
Nos disponemos a cruzarla cuando un hombre de lustroso mármol negro aparece en el marco con una botella de champán en una mano y un cigarrillo en la otra.
—¡Samantha! —chilla.
—¡Davide! —exclama Samantha con acento francés.
—¿Quién eres tú? —me pregunta, mirándome con simpática curiosidad.
—Carrie Bradshaw, señor. —Le tiendo la mano.
—¡Qué encanto! —aúlla—. No me llamaban «señor» desde que llevaba pantalón corto. Lo que no quiere decir que haya llevado pantalón corto alguna vez. ¿Dónde tenías escondida a esta deliciosa jovencita?
—La encontré en el felpudo de mi casa.
—¿Llegaste en una cesta como Moisés? —me pregunta.
—En tren —contesto.
—¿Y qué te trae a Ciudad Esmeralda?
—Oh. —Sonrío y, decidida a seguir el consejo de Samantha al pie de la letra, suelto—: Voy a convertirme en una escritora famosa.
—¡Como Kenton! —exclama.
—¿Kenton James? —pregunto casi sin aliento.
—¿Acaso hay otro? Tiene que rondar por aquí. Si tropiezas con un hombre diminuto con voz de caniche, es Kenton.
Cuando quiero darme cuenta David Ross ya ha cruzado media sala y Samantha está sentada sobre el regazo de un hombre extraño.
—Aquí. —Agita una mano desde el sofá.
Paso junto a una mujer vestida con un mono blanco.
—¡Creo que acabo de ver mi primer Halston!
—¿Halston está aquí? —pregunta Samantha.
Si estoy en la misma fiesta que Halston y Kenton James me voy a morir de la emoción.
—Me refería al mono.
—Ah, el mono —dice con exagerado interés al hombre que tiene debajo. A juzgar por lo poco que puedo ver de él, tiene la piel bronceada y una apariencia deportiva, con las mangas enrolladas sobre los antebrazos.
—Me estás matando —dice.
—Te presento a Carrie Bradshaw. Pronto será una escritora famosa —dice Samantha, asumiendo mi gancho como si fuera un hecho.
—Hola, escritora famosa. —El tipo me tiende la mano. Tiene los dedos finos y brillantes como el bronce.
—Te presento a Bernard, el idiota con el que no me acosté el año pasado —bromea Samantha.
—No quería ser otro agujero en tu cinturón —replica Bernard arrastrando las palabras.
—¿No sabes que ya no hago esas cosas? —Samantha alarga la mano izquierda para que la inspeccionemos. Un enorme brillante rutila en su dedo anular—. Estoy prometida.
Planta un beso en la coronilla castaña de Bernard y barre la sala con la mirada.
—¿A quién hay que dar unos azotes para conseguir una copa?
—Ya voy yo —se ofrece Bernard. Se levanta, y durante un instante inexplicable es como si estuviera viendo desplegarse mi futuro—. Será mejor que me acompañes, escritora famosa. Soy la única persona cuerda de este lugar. —Me coloca las manos sobre los hombros y me conduce a través de la multitud.
Me vuelvo hacia Samantha, pero ella se limita a sonreír y decir adiós con la mano. El pedrusco atrapa los últimos rayos de sol. ¿Cómo es posible que no haya reparado antes en él?
Supongo que estaba demasiado ocupada fijándome en todo lo demás.
Como Bernard. Es alto y tiene el pelo lacio, de color castaño oscuro. Una nariz grande y algo torcida. Ojos verde avellana y una boca que pasa de la tristeza a la alegría cada dos segundos, como si tuviera dos personalidades que tiraran de él en direcciones opuestas.
No entiendo por qué me presta tanta atención, pero estoy encantada. A cada paso se le acerca gente para felicitarle, y fragmentos de conversación flotan a mi alrededor como pelusa de diente de león.
—Nunca te rindes, ¿verdad…?
—Crispin le conoce y está aterrado…
—Le dije: «¿Por qué no intentas esquematizar una frase…?».
Bernard me guiña un ojo. Y de repente recuerdo su nombre completo de haberlo leído en un viejo número de la revista Time o Newsweek. ¿Bernard Singer? ¿El dramaturgo?
No puede ser. Me entra el pánico; instintivamente estoy segura de que es él.
¿Cómo demonios ha sucedido? ¿Llevo en Nueva York exactamente dos horas y ya me estoy codeando con la gente guapa?
—¿Cómo has dicho que te llamas? —me pregunta.
—Carrie Bradshaw. —El título de su obra de teatro, la que ganó el Premio Pulitzer, me atraviesa el cerebro como una astilla de cristal. Cutting Water.
—Será mejor que te devuelva a Samantha o acabaré llevándote a mi casa —susurra.
—No iría —replico secamente. La sangre me aporrea los oídos. Mi copa de champán está sudando.
—¿Dónde vives? —Bernard me aprieta el hombro.
—No lo sé.
Eso le hace reír.
—Entonces, ¿eres huérfana, Annie?
—Prefiero ser Candide.
Estamos apretados contra una pared, cerca de unas cristaleras que dan a un jardín. Bernard se desliza hacia abajo para estar a la altura de mis ojos.
—¿De dónde has salido?
Me recuerdo lo que me dijo Samantha.
—¿Acaso importa? Estoy aquí.
—Diablillo descarado —declara, y de repente me alegro de que me hayan robado. El ladrón se llevó mi bolso y mi dinero, pero también mi identidad, lo que quiere decir que durante las próximas horas puedo ser quien me plazca.
Bernard me coge la mano y me lleva al jardín. Un variopinto grupo de personas —mujeres, hombres, viejos, jóvenes, guapos, feos— está sentado alrededor de una mesa de mármol, aullando de risa o de indignación, como si las conversaciones acaloradas fueran el combustible que lo mantiene en funcionamiento. Nos escurrimos entre una mujer menuda de pelo corto y un hombre elegante que luce una chaqueta de capitán de barco.
—Bernard —dice dulcemente la mujer—, iremos a ver tu obra en septiembre.
Pero el repentino aullido de reconocimiento de un hombre sentado enfrente ahoga la respuesta de Bernard.
Envuelto en un voluminoso abrigo negro que semeja el hábito de una monja, lleva unas gafas de sol de cristales marrones que le ocultan los ojos y un sombrero de fieltro encasquetado sobre la frente. Tiene la piel de la cara ligeramente plegada, como envuelta por una delicada tela blanca.
—¡Bernard! —exclama—. Bernardo, cariño, amor de mi vida, ¿me traes una copa? —Repara en mí y me señala con un dedo trémulo—. ¡Has traído a una niña!
Posee una voz aguda, estridente, casi inhumana. Hasta la última célula de mi cuerpo se contrae.
Kenton James.
Se me forma un nudo en la garganta. Apuro mi copa de champán al tiempo que el hombre con la chaqueta de capitán me da un codazo y señala a Kenton James con el mentón.
—No hagas caso al hombre tras la cortina —dice con un tono grave y firme, al más puro estilo de Nueva Inglaterra—. Es el alcohol. Años de alcohol. Destruye el cerebro. En otras palabras, es un borracho empedernido.
Suelto una risita, como si supiera de qué me está hablando.
—¿No lo somos todos?
—Ahora que lo mencionas, supongo que sí.
—Bernardo, te lo ruego —suplica Kenton—. Eres el que está más cerca de la barra. Además, ¿no querrás que me mezcle con esa sudorienta masa humana…?
—¡Vergonzoso! —grita el hombre con la chaqueta de capitán.
—¿Qué llevas debajo de ese deshabillé? —brama Bernard.
—Llevo diez años esperando oír esas palabras de tus labios —ladra Kenton.
—Ya voy yo —digo poniéndome de pie.
Kenton James prorrumpe en aplausos.
—¡Excelente! Por favor, que todo el mundo tome nota. Eso es exactamente lo que todos los niños deberían hacer. Recoger y llevar. Has de traer niños a las fiestas más a menudo, Bernie.
Me marcho a regañadientes, deseosa de oír más, deseosa de saber más, reacia a dejar a Bernard. Y a Kenton James, el escritor más famoso del mundo. Su nombre resopla en mi cabeza, ganando velocidad. «La pequeña locomotora que sí pudo».
Noto una mano en el brazo. Samantha. Los ojos le rutilan como el brillante. Un fino lustre de humedad le cubre el labio superior.
—¿Estás bien? Has desaparecido. Estaba preocupada por ti.
—He conocido a Kenton James. Quiere que le lleve alcohol.
—No te marches sin avisarme, ¿de acuerdo?
—Tranquila. Quiero quedarme aquí el resto de mi vida.
—Bien. —Sonríe y vuelve a su conversación.
La fiesta está en su momento álgido. La música suena a todo trapo. Los cuerpos se retuercen, y una pareja se está dando el lote en el sofá. Una mujer gatea por la sala con una silla de montar sobre la espalda. Dos camareros están siendo rociados con champán por una mujer inmensa con corsé. Agarro una botella de vodka y me abro paso entre los bailarines.
Como si estuviera acostumbrada a asistir a fiestas como esta. Como si estuviera en mi salsa.
Cuando regreso a la mesa, una mujer joven vestida completamente de Chanel me ha quitado el sitio. El hombre de la chaqueta de capitán está imitando el ataque de un elefante, y Kenton James se ha hundido el sombrero hasta las orejas. Recibe mi llegada con alegría.
—¡Dejad paso al alcohol! —aúlla al tiempo que me hace un sitito a su lado. Dirigiéndose a la mesa, declara—: ¡Algún día esta chiquilla reinará sobre la ciudad!
Tomo asiento a su lado.
—¡No es justo! —grita Bernard—. ¡Quítale las manos de encima a mi cita!
—Yo no soy la cita de nadie —replico.
—Pero lo serás, querida —me advierte Kenton, guiñándome un ojo adormilado—. Y entonces verás. —Me da unas palmaditas en la mano con su pezuña menuda y suave.