Tout chef-d’ouvre est fait d’aveux cachés […]
Jean Cocteau, Le Mystère Laïc…
La vocación de Jean Cocteau por las creaciones que surgen de la imitación es muy conocida: «Soy una mentira que siempre dice la verdad», nos dice al final de uno de sus poemas[1]. Tal vez debido a este reconocimiento explícito de su gusto por seguir los pasos creativos de sus amigos, la historia literaria a veces ha sido injusta con él, al insistir en que sus imitaciones fueron prueba de una profunda limitación para crear por cuenta propia, sobre todo porque su obra empezó a despuntar en una época en que el artista no debía tener padres espirituales. Al respecto, es posible que el origen de esta tendencia imitativa fuese el rico entorno creativo en el que se desenvolvió Cocteau desde muy joven: ya para 1908 lo rodeaban artistas y sensibilidades de los que se nutría en forma natural. No obstante, la fuerza creativa de Cocteau no parece merecer ninguna duda. El forjó un mundo narrativo que, si bien estaba en deuda con otras escrituras —¿qué autor ha podido no estarlo?—, no estaba exento de originalidad. Sus pastiches sucesivos de Edmond Rostand, Anna de Noailles y André Gide, entre otros, son la mejor evidencia de que la copia sumisa y la imitación creativa e inteligente no son en modo alguno lo mismo. Con la madurez, el poeta llegó a conformar una de las obras más personales y sólidas de la cultura francesa de la primera mitad de este siglo, siguiendo la batuta inspiradora de otros imitadores de diferentes disciplinas y que a su vez fueron geniales, como Picasso y Stravinski. Así, su legado, en el que pueden incluirse prácticamente todos los campos de la expresión artística contemporánea, es absoluto y universal. El hecho de que su punto de partida haya sido en gran medida la imitación, no le resta mérito alguno, como veremos más adelante.
Jean Cocteau se dividía siempre entre dos grandes espacios, que nutrían y determinaban el desarrollo de sus escritos: en invierno vivía el intenso ajetreo urbano y creativo de París; en verano se consagraba a escribir cerca del mar. La ciudad le permitía acumular los elementos necesarios para poder construir, la playa y su tranquilidad le daban el entorno ideal para hacerlo. Y el adjetivo no tiene aquí valor de hipérbole: al regresar de Pramousquier a París el 9 de noviembre de 1922, después de trabajar tres meses en compañía de Raymond Radiguet, Cocteau trae en su equipaje la mayoría de los Dcssins del álbum que publicará Stock dos años después, una adaptación de la Antígona de Sófocles y otra de la obra anamita L’Epouse injustement soupçonnée, los dos largos poemas La Rose de François y Plain-Chant, y también, no faltaba más, sus dos primeras novelas: Le Grand Ecart y Thomas l’imposteur [Thomas el impostor]. Tal despliegue de intensidad creadora no deja de resultar admirable, y uno se pregunta cuál fue el carburante que hizo posibles tantas obras en tan poco tiempo.
Antes de 1922, Cocteau no se había interesado en la novela. Como autor, su interés giraba en torno a la poesía, los argumentos para el ballet (que escribió para sus amigos Diaghilev y Léonide Massine), el ensayo, la crítica y el dibujo. Ahora bien, el verano de 1922 es significativo porque marca con toda claridad el surgimiento del novelista. En mayo, acompañado de Raymond Radiguet, su «maestro adolescente[2]», Cocteau se instala en el Grand Hotel de la playa de Lavandou, en el Mediterráneo, y después, a principios de agosto ambos se dirigen a la villa Croix Fleurie, en Pramousquier, en busca de mayor tranquilidad para escribir. Es durante estas «vacaciones» cuando surgen Le Grand Ecart y Thomas l’imposleur.
Este súbito interés del poeta por las formas de la novela puede explicarse por una irrefrenable motivación creativa: en esos momentos Radiguet —con quien Cocteau ya se siente absolutamente involucrado— está volviendo a escribir la parte final de Le Diable au corps [El diablo en el cuerpo, llamada primero Coeur vert] y está iniciando Le Bal du comte d’Orgel [El baile del conde de Orgel], y Cocteau, que ve en Radiguet una de sus fuentes de inspiración, no puede dejar pasar la oportunidad de imitar a su maestro y de medirse con él en un terreno que le resultaba nuevo. La tentación, para alguien tan inquieto como Cocteau, era mucha.
Raymond Radiguet habia optado, para conseguir una buena técnica narrativa, por la lectura de una enorme cantidad de novelas, tanto buenas como malas. Sus preferencias, sin embargo, eran marcadamente clásicas, y esto terminó por influir en las lecturas de Cocteau. De hecho, fue Radiguet quien lo hizo volver a leer —y en muchos casos leer por primera vez— las obras maestras de la novela francesa de análisis. El verano de 1922 estuvo marcado por un regreso del poeta a las formas más estrictas del clasicismo, consideradas de «derecha», regreso que se oponía a ciertos intentos anteriores de búsqueda de nuevas propuestas narrativas, de «izquierda». Este regreso a una expresividad regida sobre todo por el antivanguardismo de Radiguet se manifiesta en un pastiche titulado La Rose de François, inspirado en los poetas de la Pléiade y dedicado al editor François Bernouard (con quien Cocteau dirigió la revista Schéhérazade). El estilo depurado y riguroso de La Rose de Frangois, en el que el hipérbaton y las palabras poéticas se repiten sin cesar, va a determinar muy claramente el de Plain-Chant, sometido por entero al metro clásico y a la rima.
Así, imbuidas también de este ímpetu clasicista, surgen aquel verano dos pares de novelas «gemelas»: Le Diable au corps y Le Bal du comte d’Orgel, de Radiguet, y Le Grand Ecart y Thomas l’imposteur, de Cocteau, que fueron resultado directo de sus dos modelos. Existe entre ellas un muy impresionante juego de simetrías: Le Diable au corps es el relato de una importante relación heterosexual que marcó a Radiguet. Por su parte, Cocteau buscó y encontró en sus propias experiencias una relación que pudiera proporcionarle los elementos para Le Grand Ecart, mismos que encontró en una relación que tuvo con una actriz durante su adolescencia[3]. Todos estos antecedentes vienen a ser de enorme importancia para comprender El libro blanco, pues Cocteau, ya dueño de la práctica de la novela como medio de expresión, echó mano del mismo proceso imitativo para escribirlo.
Después de la muerte de Radiguet —el 12 de diciembre de 1923—, tan violentamente dolorosa como prematura (Cocteau estaba convencido de que debido a su juventud y a su inexplicable destreza creativa y literaria, Radiguet sólo estaba «prestado» en esta vida), el poeta siente que no puede seguir creando. El vacío que se produce en su vida es tal que durante un año entero no encuentra la manera de recuperarse y, agotado al limite, se procura los remedios a su alcance: viajes a la playa, teatro, opio, y hasta cierto estilo de vida religiosa, que tomó prestada de su amigo Jacques Maritain. Sin embargo, cuando en 1925 encuentra al «sustituto», al joven escritor Jean Desbordes —quien para el artista no es sino la reaparición de Radiguet con otro cuerpo pero con la misma alma—, Cocteau vuelve a iniciar una novela, motivado por esta nueva presencia «angélica» y por un proceso creativo ajeno. En efecto, en un escenario similar al del verano de 1922, Jean Desbordes escribe J’adore, un volumen de confidencias sensuales muy marcadas por la religiosidad, en el que el amor supera a la ley, y Cocteau se da a la tarea de buscar, en su propio pasado, los recuerdos que habrán de conformar su Libro blanco. El resultado es un relato erótico de tono confesional, intimista, que toma de la vida real del escritor muchos elementos comprobables, aunque no pueda llegar a considerarse cabalmente autobiográfico. Con el tiempo, y después de navegar sin el apoyo de su autor, con la única fuerza de su calidad —Cocteau no reconoció su autoría sino muchos años y algunas ediciones después—, El libro blanco nos permite conocer aspectos de la vida del poeta que no mencionó después en ninguna parte. En este sentido es un libro indispensable, que nos abre el acceso a los orígenes mismos de Jean Cocteau, como hombre y como artista. Aunque su importancia literaria pueda considerarse menor, su relevancia biográfica salta a la vista: la mención, por ejemplo, de que su padre posiblemente fue homosexual y que su suicidio pudo deberse en gran medida a la imposibilidad de aceptar su condición, nos permite comprender mejor que, para Cocteau, el suicidio no fue nunca una salida de juventud a su propia homosexualidad, aunque en algunos pasajes finales del Libro blanco deja vislumbrar que tal posibilidad llegó a pasarle por la mente.
Al parecer, Cocteau no tuvo con Desbordes la misma fortuna que con Radiguet, en lo que se refiere a sus respectivas cualidades y destrezas literarias. De hecho, la historia otorga dimensiones de genialidad a Radiguet, en tanto que a Desbordes se lo reconoce como un personaje importante pero menor: para muchos, J’adore no está a la altura de Le Diable au corps. Esta consideración podría sin duda resultar incierta —sobre todo porque la posteridad suele cambiar de parecer—, pero hay otro aspecto que es por lo menos significativo. Desde el punto de vista estructural, la obra que Cocteau le debe a Desbordes no está al mismo nivel que las inspiradas por Radiguet. De los tres libros que nos ocupan —Le Grand Ecart, Thomas l’imposteur y El libro blanco— sólo el último da la impresión de haberse concebido con excesiva rapidez, como si no hubiera tenido la maduración necesaria para lograr una mayor sutileza en el análisis del conjunto. Esto sin duda es una desventaja, pues los tres se escribieron en lapsos igualmente breves. El libro blanco parece por momentos demasiado esquemático, sin transiciones ni desvanecidos, lo que lo hace resultar en cierto modo excesivamente convencional y, con su secuencia de muertes súbitas, harto melodramático. Sin embargo, es probable que ésa precisamente haya sido la intención de Cocteau. No debe, pasarse por alto que El libro blanco difiere de sus dos antecesores en un detalle capital: Cocteau no asumió su autoría sino mucho tiempo después, debido tal vez al escándalo que un relato de temática homosexual podía suscitar en 1928. La publicación anónima fue una de las puertas de salida al previsible rechazo, y la otra, el tono solemne, casi de arrepentimiento cristiano, que le otorga al relato la disculpa anticipada del público, al establecer entre la homosexualidad del narrador y su aceptación explícita y gozosa el beneficio de la duda.
El libro blanco presenta, pues, características literarias peculiares. Sin desear repetir lo ya mencionado, es menester insistir en que este pequeño libro confesional nos da muchas luces sobre la niñez y la adolescencia del poeta que, cosa extraña, no habian sido encendidas por casi ninguno de sus exégetas. En él se mezclan y articulan por primera vez aspectos fundadores de su obra, como semillas temáticas que habrían de florecer posteriormente. Ahí están, entre otros, el hombre-caballo, como recuerdo fulgurante con su enorme carga de homosexualización del niño-espectador; los gitanos robachicos que asombraron a Cocteau con sus cuerpos bronceados y desnudos en los árboles; por primera vez surge Dargelos, el compañero del liceo Condorcet, con su incómoda y fascinante apariencia[4]; el marinero Mala Suerte, tan determinante en la vida del protagonista y que en la vida real de Cocteau fue un encuentro mucho más tardío de lo que se menciona en el libro.
Así pues, la presente traducción surge como proyecto debido al interés biográfico que presenta el libro dentro de la obra general de Jean Cocteau. Era un acto de justicia restituir al libro, traduciéndolo, el lugar que durante tanto tiempo se le ha negado. En general, la extensa obra de Cocteau es en México tan célebre como desconocida. Imaginemos cuánto no lo será este pequeño relato anónimo. Así que la intención primera fue dar a conocer aquí un libro prácticamente ignorado por los seguidores del poeta. Y en cuanto a los aspectos propiamente técnicos de la traducción, hay algunas consideraciones que resulta importante mencionar.
Las más de las veces, el lector de una traducción se encuentra inerme ante el texto, pues por lo general, desconoce el original o está impedido para tener acceso a él. Así que explicaré brevemente el relato traducido que está a punto de leer. Salvo algunas adaptaciones mínimas, que fueron imposiciones técnicas debidas al distanciamiento lingüístico-cultural entre Francia y México, fue posible que el texto conservara en español el mismo tono dieciochesco, las mismas peculiaridades arcaizantes del original que, por ser parte fundamental de este texto moderno, se presentan como su voluntad estilística primordial. La traducción contemporánea, no está de más decirlo, ya ha dejado atrás la idea de que los traductores están irremediablemente condenados a la infidelidad. Cocteau mismo se preguntó alguna vez, en un ensayo no muy conocido sobre la traducción[5], a qué se debían los honores que el público extranjero otorga a los escritores si por lo general no queda nada de ellos después de tanta traición. Pero el marco conceptual en el que se apoya ahora el acto de traducir reposa en procedimientos más complejos, que han dejado atrás, esperemos que para siempre, a las Bellas Infieles de los siglos que precedieron al nuestro. El ideal moderno de traducción busca que la misma voluntad de estilo que se encuentra en el original —sea ésta cual fuere—, se manifieste de la mejor manera y hasta donde sea posible en la traducción. De ahí que las traducciones literales, tanto como las libres —responsables éstas de aquellas Bellas Infieles, que incluso solían considerarse «mejores» que el original—, estén acabadas como procedimiento. La tradición moderna exige, tanto en el caso de Cocteau y su Libro blanco como en todos los demás, generar con las herramientas del español la misma «voluntad de estilo» que creó el autor con las del francés. El objeto es otorgar a los lectores de la traducción las mismas posibilidades de disfrute literario que tuvieron los lectores del original. Esto, que podrá parecer una vanidad excesiva a los ojos de muchos, para el traductor no es otra cosa que su obligación más humilde y ética.
Arturo Vázquez Barrón
Agosto de 1995