11

—¿Otra vez soñando?

—No exactamente —respondió Luis ante mi extrañeza.

—¿Qué lugar es este?

—¿Qué importancia tiene eso ahora?

Miré a mi alrededor. Como un gran puzzle, aquella ciudad, aquel lugar… En realidad no sabía como describirlo. Era el compendio de sitios en los que había estado con Luis años atrás. Compartidos en momentos determinados, que ahora se alojan en el desván de los recuerdos. Cada rincón, cada calle, cada plaza. Mientras caminábamos entre ellas, en silencio, aparecía de repente la Torre Eiffel protegida por el Sena, bajo la cual dos amantes se dispensaban miradas de amor a la luz de la luna. Las puertas del Rock-Ola, las cuales eran atravesadas por aquella pareja, algunas veces agarrados de la mano, otras por la cintura, otras dándose en beso y sonriendo antes de dejarse cautivar por su interior. El Congreso de los Diputados en aquella noche sombría, donde los españoles pensamos en más de un momento que nuestra libertad volvía a ser apresada. Las hermosas Ramblas barcelonesas que descubrí por primera vez con él, en uno de aquellos fines de semana largos, donde precisábamos urgentemente liberar nuestra mente del acoso de aquella familia, que solamente lo eran de nombre, pues jamás demostraron el menor amor por su hijo, por Luis. El mar, lugar de evasión y limpieza energética, renovándola en aquellas zambullidas diurnas y nocturnas. En estas últimas y protegidos por la oscuridad, nuestros cuerpos desnudos se abrazaban al salir de sus aguas, sintiendo toda la pasión que nos profesábamos. Las calles con los bares más representativos y frecuentados de Malasaña y Chueca, donde aprendí a olvidar mi timidez, donde bailábamos hasta empapar nuestras camisetas y luego desprendiéndonos de ellas mirarnos y excitarnos con el brillo que confería la piel sudada. El Retiro, lugar de nuestro primer encuentro, de nuestros momentos de descanso, de mis rondas de observador oculto, viendo crecer a aquel niño entre una pareja que no se amaba. A mi fiel y gran amigo Rizos correr y ladrar alrededor nuestro. Mirándome en aquella cita y aprobando una decisión de la que jamás renegaré. Los bailarines del grupo, danzando en torno a la diosa Cibeles, en una coreografía caprichosa y sinuosa. Observaba todo con expectación, con admiración. Respiraba profundamente intentando captar cada olor perdido, olvidado, porque los olores sí se olvidan con el tiempo, pues otros toman su relevo sin pedir permiso. Me sobrecogía con la diversidades de luces naturales, artificiales, todas parecidas, todas distintas y cada una con un mensaje. Mensajes para una mente que debe de analizar para luego archivar.

Luis permanecía al lado, sin decir nada, acompañándome en aquel recorrido por un museo viviente, donde cada imagen se plasmaba como un cuadro perfecto. Con sus colores, con sus perfectas pinceladas, recreando sensaciones y emociones y donde en ocasiones, era preciso detenerse para observar los detalles, detalles que parecen insignificantes en tantas ocasiones y ahora, ahora se manifestaban como únicos, por unos segundos, por unos minutos.

Una luz cegadora, y la ciudad, quedaba en el olvido, reemplazada por un gran bosque y donde nuestros cuerpos se vieron libres de sus ropas, presentándonos ahora ante la naturaleza en completa desnudez. Donde la hierba acarició las plantas de mis pies, donde el sol calentó mi piel, donde el aire renovaba mi interior… Cerré los ojos, necesitaba hacerlo para que al abrirlos de nuevo, aquellas imágenes se conservaran y si así ocurría, relajarme y dejarme llevar por el instante. Los abrí de nuevo y el aroma de mil flores inundó mis fosas nasales. Sí, estaba allí, y Luis continuaba en silencio, caminando junto a mí y observándome.

—Demasiados recuerdos, ¿no te parece?

—No soy yo quien piensa en ellos todos los días. Mi querido Ángel, ¿por qué recordar el pasado, cuando se puede vivir el presente?

—Porque aún no me he olvidado de ti. Sí, sé lo que me vas a decir, mi vida está en un nuevo camino y parece positivo. Pero… Aún no te he podido olvidar. Fuiste…

—Esa es la palabra: Fuiste —me interrumpió con su melódica voz—. Yo soy el pasado. Un pasado en el cual los dos fuimos felices y disfrutamos mil aventuras. Pero debe de quedarse ahí. Vive el presente, es el presente que te mereces.

—He soñado tanto contigo, despierto y dormido. Te he visto en tantas situaciones, en aquellos lugares por donde caminábamos… Te he añorado tanto y sigo haciéndolo… No hubo nadie como tú.

—Nadie es igual a nadie. Recuerda cuantas veces mantuvimos conversaciones e intentábamos arreglar el mundo, pensando cómo lograr que la humanidad comprendiera que el dolor sólo provoca dolor y el odio se ceba más y más en los infelices que no tienen sueños, porque el único sueño, es la felicidad de ellos mismos.

—Sí, lo recuerdo, pero no comprendo ni perdonaré nunca a la sociedad lo que te hicieron a ti.

—Mi destino estaba trazado, como el de todos. Reconozco que el destino me jugó una mala pasada, pero él llevaba mejores cartas y yo había jugado muy fuerte. Reté demasiadas veces a la vida y…

—Tú no retaste a la vida, todo lo contrario: la sonreías. Cada palo que recibías buscabas la solución. Luchaste. Eras un luchador, un paladín en busca de la verdad, pero siempre hay sombras dispuestas a cubrirnos con su inmundicia.

—Lo que tuvo que ser, fue. No le des más vueltas. Deja que la vida continúe, ella es sabia, recuérdalo siempre. No reproches nada a la vida, porque ella también recibe sus castigos inmerecidos.

—¿Pero por qué tuviste que morir de aquella manera? ¿Quién pudo esgrimir aquella arma con tanta sangre fría?

—El odio. El odio del que antes hemos hablado. El odio es uno de los sentimientos que crece con mayor fuerza, pues se alimenta de la envidia, la codicia, la falta de entendimiento, la prepotencia, la mentira, las frustraciones, la soberbia, la impotencia, la mezquindad, la arrogancia, la altanería, el desprecio, la falta de amor y cariño, donde la comprensión nunca ha tenido cabida, donde el abrazo no significa nada, donde el beso es un puro gesto, donde las miradas se ocultan, donde las palabras cobran otra dimensión, donde los olores se vuelven rancios y los sabores se avinagran, donde las pieles se quiebran como tierra sin vida, porque sus mentes obtusas no piensan por ellas mismas, donde los cuerpos se mueven por la inercia porque han perdido el rumbo. El odio que genera enfrentamientos entre hombres y mujeres de la misma sangre por un trozo de tierra que no les pertenece, pues la tierra es de todos. Por dinero que no es más que vil metal y posesiones que un día desaparecerán, pues todo es perecedero.

El odio que provoca guerras por el afán de poseer, pues creen que de esa forma alcanzarán una estabilidad que en realidad les encadena a una vida sin vida, mientras esclavizan seres libres de pensamiento que deben de comulgar según sus convicciones.

La voz de Luis se iba desquebrajando a medida que hablaba. Sus ojos brillaban con tal intensidad que pensé que un océano discurriría en cualquier momento por ellos. Sus movimientos pausados semejaban al peregrinaje de un alma que aún buscaba la verdad. Sentí la necesidad de abrazarlo, de protegerlo, de que percibiera todo el amor que aún le profesaba. Mi cuerpo impactó contra el de él y me recibió con el calor de sus brazos. En su rostro se dibujó aquella sonrisa con la que lo llenaba todo y hasta él suspiró de alivio, tras las palabras emitidas y en pleno abrazo, se convirtió en brisa tierna que me arrulló.

—Pero… mientras quede el amor, existe una esperanza.

—El amor lo puede alterar todo —comenté sin dejar de abrazarlo—. El amor es otro de esos sentimientos que crece cuando surge entre dos personas y entonces todo lo que sucede a nuestro alrededor se transforma. Cobra una dimensión distinta: ilusiones, sueños, fantasías, excitación, desasosiego, nerviosismo, ternura, palabras seductoras y cautivadoras, abrazos tímidos, besos intrigantes, miradas profundas, silencios necesarios, caricias deseadas, tiempo detenido, tiempo esperado, corazones felices, primaveras eternas. El amor convierte el frío en calor, la niebla en brillante luz, los olores en perfumes del otro, los sabores a piel de amante, la vergüenza en desinhibición, la espera en esperanza, las horas en segundos, los sueños en realidad, la cordura en locura.

Nos separamos uniendo nuestras manos y continuando el camino entre los árboles.

—¿Odiaste a alguien en aquellos años?

—Aunque te parezca mentira, no. Te has olvidado al hablar del amor de una cuestión: el amor sí puede vencer al odio —me guiñó un ojo y sonrió—. El amor que me entregabas me fortalecía de tal manera, que nunca sentí odio, por el contrario no pude evitar ser vulnerable en tantas ocasiones, que deseaba gritar y romper con todo aquello que me apresaba, pero…

—No digas eso, gritaste demasiadas veces —reí—. Te revelaste de mil maneras y afrontaste situaciones que se volvieron ante mis ojos surrealistas, aunque luego las entendiera todas. Yo no hubiera podido hacer ni la mitad de lo que tú te atreviste —lo miré y sonreí. Se había transformado en el indio de los Village People—. Sí, ese personaje fue impactante en la presentación oficial de aquel noviazgo. No se irá jamás de mi mente aquella entrada, entre personajes vestidos de gala y tú… semidesnudo cantando a pleno pulmón y acercándote a los compañeros que te esperaban en el escenario. Me temblaban las piernas, te lo aseguro. Me confundiste y emocionaste a la vez. Eras el mejor, el más auténtico de los hombres que he conocido y el odio arrebató nuestro amor.

—No fue el odio —suspiró—. O tal vez sí. ¡Qué más da! Fuera lo que fuese, debía de ocurrir. Cada situación tiene su momento y aquel fue el mío.

—Aquella escena es la que me sigue atormentando. Puedo vivir con tus recuerdos y compartirlos como ya lo hago, pero aquel momento… ¡Dios mío! Cuando todo parecía recobrar la normalidad…

—No pienses en ello. No te pediré que lo olvides, porque sé que es imposible, pero déjalo donde corresponde. Revivir aquel momento te vuelve vulnerable y es el único atisbo, la única sombra de odio que alberga ese interior tan lleno de humanidad.

—Tú fuiste el que me enseñó a amar.

—Y tú a mí —movió la cabeza de lado a lado—. ¿Aún no te has dado cuenta, después de todos estos años? ¿Aún no eres consciente de todo el bien que me hiciste? ¿Aún dudas de qué si me enamoré de ti, era por lo que llenabas mi vida? —me giró y me agarró por los hombros—. Mi querido Ángel, fui el hombre más feliz del universo aún con las adversidades que tuvimos que franquear. Pero lo hicimos juntos y juntos alcanzamos la cima del amor. No te equivoques, ambos aprendimos a amar y ese amor nunca morirá.

Le miré a los ojos. Los dos sonreímos y como un acto reflejo, también suspiramos a la vez.

—Ahora sí me encuentro mejor. Hablar contigo siempre lograba disipar las dudas. Gracias por esta conversación.

El bosque se abrió a un gran claro. Una campiña llena de flores multicolores, de mariposas revoloteando alrededor de ellas, de pequeños animalillos correteando y jugando entre los árboles. Una campiña iluminada por un gran sol que calentaba nuestros cuerpos desnudos y los iluminaba para disfrutar de la naturaleza que reverberaba junto a nosotros. Una pequeña mariposa se posó sobre el hombro de Luis. La admire. Sus colores, al mover las alas, chispearon y se confundieron entre ellos. Coloqué la mano sobre aquel hombro y aquella pequeña se posó sobre mi dedo corazón, y mientras la mano se separaba lentamente, aquel lepidóptero surcó de nuevo el espacio regresando junto a los suyos.

—¿Te das cuenta? La vida siempre se abre camino. Disfrútala mientras puedas, la eternidad siempre te estará esperando.

—¿Por qué estoy aquí?

—Quién sabe. Te haré una última pregunta. ¿Eres feliz?

—Sí, lo soy. Tengo una nueva familia, a la que me gustaría presentarte.

—Ya los conozco. Recuerda que mientras sigas pensando en mí, yo también estaré en ti.

—Nunca te olvidaré.

—Pues si todo está bien, cierra los ojos. Sueña con la vida y con esa familia que te está esperando, yo siempre estaré contigo.

Le obedecí. Cerré los ojos y sentí el aroma y el calor de la vida. Percibí que me alejaba de allí y a la vez, que me aproximaba a un destino que ya conocía y a unos seres que presentía de nuevo.

Abrí los ojos.

—¡Gorka! Se ha despertado.

Miré a mí alrededor. Aquel lugar era desconocido para mí. Las paredes blancas, los fluorescentes en el techo y aquella cama. ¿Por qué estaba en aquella cama? Gorka apareció a un lado sonriendo.

—Ya es hora que despiertes. El mundo girando y tú aquí durmiendo.

—¿Dónde estoy?

—En el hospital —escuché al otro lado en la voz de Diego.

—¿Qué hago en el hospital? —me intenté incorporar.

—No. No te muevas. Llamaremos a la enfermera y…

Gorka tocó el timbre y en unos segundos una enfermera hizo acto de presencia.

—Se ha despertado —comentó Gorka.

—Eso está bien —se acercó tomándome el pulso—. Parece normal, pero llamaré al doctor. Aún está pasando revista por las habitaciones.

—Tengo sed, ¿puedo tomar algo?

—Por supuesto. Pero nada de alcohol —sonrió y se marchó.

—¿Qué te apetece? Tenemos zumos, refrescos y agua —me preguntó Gorka acercándose a una pequeña nevera situada a un lado, cerca de la ventana.

—Un zumo —contesté mientras miraba la habitación.

Dos camas, televisión, nevera, una mesa con dos sillas, el armario y presumía que un amplio cuarto de baño tras una de las puertas cerradas. Por la luz que traspasaba la cristalera del gran ventanal, debíamos de estar en una de las plantas más altas.

—No te asombres —intervino Gorka acercándome el zumo—. Necesitabas descanso y además que quien se quedara contigo, también pudiera hacerlo. Estamos en una de las habitaciones de pago del hospital. En la última planta. Lo mejor para mi chico.

—¿Qué tenía de malo una habitación normal?

—Ya te lo he dicho. Necesitabas estar relajado y nosotros descansar. No hemos dejado de trabajar y nos hemos turnado estos dos días —sonrió a Diego—. Nos hemos organizado muy bien, ¿verdad?

—Sí. Aunque incluso aquí arriba huele a hospital y eso que he traído un ambientador con perfume de flores.

—¿A qué quieres que huela? ¿Qué me ha pasado?

—Te levantaste del sillón y te desplomaste como una pluma. Nos has dado un buen susto, aunque el doctor nos dijo que no te pasaba nada grave.

—Con vuestro permiso, voy a salir a fumar un cigarrillo —comentó Diego—. Necesito respirar un poco.

Gorka acarició su cabello y Diego salió de la habitación. Gorka se quedó mirando hacia la puerta cerrada y luego volvió la mirada a mí. Cogió una de las sillas y se sentó al lado.

—Lo ha pasado muy mal. Cuando te desmayaste se lanzó sobre ti gritando como un loco. Lloraba como un niño y balbuceaba palabra que no entendí. Me quedé por unos segundos bloqueado hasta que llamé a la ambulancia —tomó mi mano—. Hemos estado muy preocupados por ti. Nos tranquilizaban diciendo que tus constantes estaban bien, pero… No te despertabas y…

—Ya estoy aquí y no pienso irme a ningún lado. He tenido un pequeño viaje —suspiré y sonreí—. Un viaje necesario, sin duda.

—No te entiendo… Explícate.

La puerta se abrió y el doctor apareció con dos ayudantes.

—Veamos a este durmiente como se encuentra hoy.

—Me siento bien, descansado…

—No me extraña lo más mínimo. Creo que nadie ha dormido más de 48 horas seguidas en este hospital —continuó hablando mientras me inspeccionaba los ojos con la linterna. Uno de sus ayudantes me colocó el tensiómetro en el brazo. Me mandó incorporarme y sentarme sobre un lado de la cama y con su pequeño martillo comprobó mis reflejos. Tras varias pruebas sonrió—. Todo está bien. Tus análisis de sangre no han detectado nada extraño y la radiografías tampoco. Mañana te haré algunas pruebas y un nuevo electro cardiograma y si estás bien, te podrás ir a casa. Ahora te quitarán el suero y podrás levantarte si quieres.

—¿Qué me sucedió?

—Un pequeño infarto provocado por el estrés y… Te aconsejo que dejes de fumar y que te cuides un poco. Esta vez ha sido un susto, pero…

—No se preocupe doctor, yo me encargaré de que no vuelva a coger un cigarro.

—Si necesitas ayuda para pasar la ansiedad, existen unas pastillas que te puedo recetar. Son muy efectivas.

—¿No podré fumar ni un cigarrillo? —Suspiré—. La verdad que me gusta fumar y…

—No. Sé que es difícil, pero con fuerza de voluntad lo puedes conseguir. El tabaco es veneno para nuestro organismo y cuando éste nos da un aviso, debemos procurar escucharlo.

—Está bien. Dejaré de fumar.

—Ahora os dejo. Debo de continuar con las visitas. Si precisáis algo, avisad a la enfermera. Tienes un metabolismo fuerte y eso es bueno —sonrió mientras golpeaba mi hombro. Uno de los chicos me quitó el suero y se lo llevó.

—Gracias doctor.

Se retiraron y antes de que Gorka se volviera a sentar la puerta se abrió de nuevo. Diego entró sonriente.

—He visto al doctor salir. ¿Qué te ha dicho?

—Que estoy sano como un toro.

—Me alegro —en su voz sentí cierta preocupación—. Creo que ya es hora de que te cuente algo.

—¿Qué te sucede? —Le pregunté mientras me sentaba en la cama apoyándome contra el cabecero.

—Anoche cuando me quedé contigo estuve pensando mucho. La verdad que os he cogido más cariño de lo que pensaba. Sois dos tíos cojonudos y me habéis ayudado mucho sin hacer preguntas.

—No hay nada que preguntar —intervino Gorka mientras se sentaba al lado mío—. Todos tenemos nuestro pasado y lo que importa es el presente.

—Sí. Alguien muy importante me ha dicho eso recientemente: que vivamos el presente y dejemos atrás el pasado.

—Pero en ocasiones es necesario recordar para dejar las cosas ordenadas —comentó Diego.

—También tienes razón, pero sólo lo suficiente.

Diego sacó su billetero y me entregó una fotografía. Se dirigió a la ventana y apoyó sus manos contra el cristal. Miré aquella foto. El corazón pareció salirse del pecho y miré a Gorka. Mi mirada debió de traspasarle porque apretó con fuerza mi mano.

—¿Qué sucede? —preguntó Gorka.

Le mostré la fotografía y los dos miramos hacia Diego que continuaba inmóvil.

—¿Quién te ha dado esta fotografía?

—Mi padre —contestó con voz quebrada.

—¿Quién era tu padre?

Diego se giró. Sus ojos brillaban por las primeras lágrimas que comenzaban a resbalar por sus mejillas. Suspiró con fuerza y me miró con ternura.

—Luis. El primer amor que tuviste. Soy el hijo de Luis y de Esther, la mujer que nunca debió de nacer.

—¡Joder! Nene, no creo que este sea el momento de…

—Tranquilo Gorka, no pasa nada —le tranquilicé—. Fuera como fuera tu madre, no hables así de ella. Como todos, fuimos víctimas de un juego macabro.

Se acercó lentamente a la cama y se sentó sobre el colchón a mis pies.

—No sé por dónde empezar.

—Tenemos tiempo, todo el tiempo del mundo. Lo que te atormente lo puedes liberar ahora —miré de nuevo la foto. No me lo podía creer. Era una instantánea que nos sacamos en nuestro viaje a París. Su foto favorita. La verdad que los dos estábamos muy guapos en ella, tal vez la felicidad que desprendíamos.

—La primera vez que supe de ti, tenía dieciséis años. Aquel verano yo me sentía muy extraño. En el internado había conocido a un chico que se convirtió en mi hermano y con el tiempo intimamos hasta el punto que nuestras primeras relaciones sexuales las compartimos a solas y ocultos a los demás. Él era el único que lograba hacer más liviana la estancia en aquel lugar, en el que me sentía prisionero. Ese año, nuestra relación se fortaleció, el sexo entre nosotros cobró otra dimensión y me enamoré. Como un tonto me enamoré de él. Al finalizar el curso los dos volvimos a nuestras casas. Él pasaría las vacaciones en un pueblo costero de Málaga y yo en Madrid. Los días se me hacían eternos y mi padre me preguntaba una y otra vez si me sucedía algo. Siempre le contestaba que no, que estaba bien. Una tarde me encontraba solo en casa. Mi madre se había ido con sus amigas y no volvería hasta pasadas las nueve de la noche, y mi padre no regresaría del trabajo hasta las seis. Estaba en mi habitación navegando por Internet y se me ocurrió abrir una de aquellas páginas de vídeos porno. Hacía mucho calor, estaba en gayumbos y me los quité. Me acomodé en el sillón de piel y las imágenes comenzaron a desfilar por mis ojos: dos chicos se encontraban retozando en una cama. Cerré los ojos y pensé en mi amigo. Imaginé que ambos estábamos en aquella cama disfrutando de nuestros cuerpos. Me masturbé pensando en él. Abrí de nuevo los ojos, cogí los pañuelos de papel que estaban sobre la mesa escritorio y me limpié. Giré el sillón para ir al baño y darme una ducha cuando me encontré a mi padre apoyado contra el marco de la puerta. Deseé que la tierra me tragase. No sabía el tiempo que llevaba allí pero… Seguramente… Me sonrió sin moverse.

—Deberías darte una ducha, yo te espero aquí. Creo que tenemos que hablar.

Pasé junto a él con la cabeza baja. Removió mi melena con su mano y aquel gesto liberó un poco la tensión que tenía acumulada. Mientras entraba en la ducha contemplé mi desnudez en el gran espejo que se encontraba a un lado del baño. Aún tenía una fuerte erección. Mi padre y yo nos habíamos visto muchas veces desnudos. Pero aquello… ¿Qué estaría pensando? Ni siquiera había detenido el vídeo, por lo que las imágenes de hombres follando, seguían pasando a través de aquella pantalla. Bajo la ducha pensé en mil formas de excusarme, de pedirle perdón por aquel acto en su propia casa y… Lo peor de todo, no sabía como afrontar mi declaración de que me gustaban los chicos en vez de las chicas. Apagué el grifo, me sequé y me até una toalla seca a la cintura volviendo a la habitación. Mi padre estaba sentado en el sillón. Su maletín reposaba sobre la mesa escritorio y la pantalla del ordenador estaba en negro.

—Siéntate. Ahora que no está tu madre, creo que es un buen momento para hablar.

Me senté en la cama.

—Perdona… Yo…

—Tranquilo. Si te soy sincero, me alegro de haber terminado pronto mi trabajo y ver… Bueno, lo que he podido ver.

—¿Cuánto tiempo llevabas en la puerta?

—Que más da. Eso no tiene importancia. Lo verdaderamente importante es que si quieres contarme algo, lo puedes hacer con la libertad que siempre has hecho. Sólo una pregunta: ¿Te gustan los chicos?

Agaché la cabeza. Me sentí avergonzado. No deseaba mentirle, nunca lo había hecho y pensaba que no debía de hacerlo ahora.

—Sí. En concreto me gusta un chico del internado, con el que he tenido sexo desde hace un año y medio. Al principio todo resultaba natural, pero luego, luego buscábamos… Te pido perdón y siento defraudarte.

—No tienes porque pedir perdón y no me has defraudado nunca y tampoco ahora. Levanta esa cabeza. No te avergüences por algo tan natural como es la sexualidad. No podría juzgarte nunca, porque no existe juicio para ello.

—Pero soy… Soy… Soy maricón.

Mi padre se levantó, miró su reloj y sonrió.

—Bueno, tu madre no llegará hasta dentro de unas cuatro horas, así que tenemos tiempo suficiente para hablar de hombre a hombre —me miró muy fijamente—. O de maricón a maricón, como prefieras.

Mi cara se transformó. No podía estar escuchando aquellas palabras y antes de que dijera una palabra continuó hablando.

—Con tu permiso me voy a poner cómodo. Hace mucho calor para estar con el puñetero traje en casa. Trae unas cervezas de la nevera. Seguro que alguna cerveza ya has tomado.

—Sí —sonreí.

—Pues mueve ese culo y trae un par de ellas bien frescas.

Me levanté, saqué las cervezas de la nevera y las coloqué en una bandeja y un cenicero. Si íbamos a tener una charla, estaba seguro que más de un cigarrillo consumiría. Él se fue a su habitación y volvió con un pantalón corto, sin camisa y descalzo. Me sentí aliviado al verlo así. Mi padre sabía como hacerme sentir cómodo. Era un ser muy especial.

—Era el mejor —le interrumpí.

—Ahora no os enrolléis vosotros dos —comentó Gorka—. Continúa con la historia.

—Me ha salido un novio cotilla —sonreí.

—No, joder, después de… Traeré unos zumos y tú continúa la historia, por favor.

—Está bien.

Me sentí tan cómodo que me liberé de la toalla colocándola sobre la cama. Cogí una de las cervezas y me senté en posición de flor de loto. Mi padre encendió un cigarrillo y dio un trago mientras se acomodaba en el sillón.

—Ahora que estamos los dos cómodos, comencemos nuestra conversación.

—Hace unos segundos has dicho…

—Sí. Sé lo que he dicho. Verás hijo, ya eres lo suficiente mayor como para haberte dado cuenta que entre tu madre y yo no existe nada de amor y nunca ha existido. Nuestro matrimonio fue un convenido, un acuerdo entre dos familias, donde al final muchos hemos salido perjudicados y sufrimos sin tener porque sufrir.

—Pero si mi madre y tú… ¿Cómo es que nací yo?

—Fuiste un capricho de tu abuela. Yo no deseaba tener un hijo, siempre he pensado que un hijo es el producto del amor entre dos personas y yo a tu madre, como te he dicho, nunca la he querido, es más, jamás me he acostado con ella —dio una fuerte calada—. Contestando a la pregunta que me has hecho: fuiste producto de la ciencia.

—Entiendo. Pero…

—Te resumiré un poco toda la historia de nuestra familia y espero que cuando termine, seas tú el que me perdones.

—Sea lo que sea, tú eres el padre más perfecto que puede soñar un hijo. Tú me lo has dado todo, me has enseñado todo. Recuerdo cada instante que hemos estado juntos, como jugabas conmigo —me emocioné y sequé mis lágrimas con la mano.

—Pues acomódate y escucha.

—Entre tragos de cerveza y caladas de cigarrillos que prendía uno con otro, por el nerviosismo que aquellas palabras le estaban ocasionando, me relató vuestra historia. La forma en que os conocisteis, el amor que brotó desde el primer día, vuestras salidas, su profesión, porque así consideraba ser bailarín…

—Era un gran bailarín, te lo aseguro.

Sonrió y continuó relatando tras mi interrupción:

—Me relató de forma divertida la pedida de mano y la boda. En estos dos episodios se reía a carcajadas y me contagiaba con su risa. Me gustaba verle reír, porque lo hacía en contadas ocasiones y entre toda aquella historia, me expresó el gran amor hacia ti. Me habló de ti de una forma tan idílica, que pensé que no podías existir. Que todo aquello se lo estaba inventando para que lo sucedido no tuviera importancia. Se levantó y desde el pasillo me gritó que fuera a por otras dos cervezas. Corrí a la nevera y antes de que volviera ya estaba de nuevo sentado en la cama. Entró con una caja de metal y la abrió. Sacó varias fotografías y acercándose a la cama me las fue colocando delante de mí. Cada foto era una historia y la emoción de sus palabras me hizo descubrir a un padre muy distinto al que pensé que era. En uno de aquellos momentos acaricié su cabello y él levantó la mirada de las fotos dejando de hablar.

—¿Qué ocurre?

—Que eres el mejor padre del mundo. Este secreto lo podías haber mantenido oculto toda la vida y en cambio…

—No hijo no, no es un secreto. Nunca renegaré del hombre al que amo y amaré siempre. Él y tú, sois los motores que me mantienen vivo. No te puedes imaginar lo que le amo, mi vida sin él sería morir y sin ti también.

—¿Podré conocerle algún día?

—No creo hijo. No quiero crear más tensión familiar. Él lo sabe y además es quien más me apoya en todo. Ahora comprenderás por qué algunas noches no duermo en casa. Por qué tu madre y yo no nos miramos a los ojos. Por qué cuando nos sentamos en la mesa no existen palabras ni conversaciones como una familia normal. Yo nunca busqué esto, porque en realidad, nos estamos haciendo mucho daño. Ella, aunque no lo demuestra, se que sufre por no tener a su lado el marido deseado, pero antes de aquella cena que te he contado, sabía que nunca la amaría, porque mi amor ya tenía dueño.

—Te comprendo y no tengo nada que decir.

Guardó las fotos y antes de cerrar la caja tomó una de ellas. La acarició, la besó y me la entregó.

—Quiero que la conserves. Cuando te sientas solo o triste, mira esa foto, y aunque a él no le conoces, él a ti sí. Sé que muchas veces, desde que eras un niño ha estado muy cerca de nosotros.

Al escuchar aquellas palabras me estremecí. Luis nunca me preguntó ni hizo la menor alusión de si yo había estado cerca de ellos en algún momento. Debí de imaginarlo. Era muy perspicaz, pero hasta aquel punto…

—¿Sucede algo? —me preguntó Diego.

—No. Que Luis era muy inteligente. Es cierto. Yo te vi crecer en el Retiro, aprendiendo a andar en bicicleta, el primer día que te pusiste unos patines, las risas y peleas que manteníais rodando por la hierba. Si, te vi crecer, andar, reír, hablar.

Se creó un pequeño silencio. Gorka sacó un cigarrillo y al darse cuenta lo volvió a guardar.

—No Gorka, no lo guardes. Yo también necesito un cigarro.

—Ni loco. Tú no fumas.

—He prometido que voy a dejar de fumar. Pero, por favor, en este momento lo necesito.

Gorka me miró con cara de resignación.

—Diego, abre las ventanas y saca ese ambientador del que antes hablabas.

—Estamos locos —comentó Gorka—. Completamente locos.

Diego me obedeció. Abrió las ventanas, sacó el ambientador y lo guardé entre las sábanas. Gorka improvisó un cenicero con uno de aquellos envases de zumo y se volvieron a sentar. Cada uno con su cigarrillo, fumando a escondidas, como cuando se fuma el primer cigarrillo. Ante la situación, Gorka se rió a carcajadas y nos contagió a Diego y a mí.

Gorka dio una profunda calada y mirando el humo como se perdía en el espacio volvió los ojos hacia Diego:

—Continúa por favor.

Guardé la fotografía entre las páginas de uno de mis libros.

—Te he contado una historia —continuó mi padre volviéndose a sentar en el sillón mientras colocaba aquella caja sobre su maletín—, que muy pocas personas saben: tus abuelos maternos, mis padres, Esther, Luis, algunos amigos fieles y ahora tú. Una historia de amor con muchos tintes de infelicidad, que se han provocado por la soberbia, el egoísmo y la prepotencia. Como te he contado, tú no fuiste un hijo deseado para mí, pero cuando te vi nacer, todo mi mundo cambió. Contigo nació una esperanza y una luz que mantenía a oscuras una parte de mi corazón. Toda la rabia contenida en el interior de mi ser se desvaneció al contemplar tus ojos, tus primeros balbuceos, tus primeros movimientos entre mis brazos y aquella primera sonrisa que me entregaste. Al abrazarte contra mí, el olor de tu piel transformó los fantasmas en imágenes celestiales. Comprendí entonces que tenía dos misiones en la vida: conservar el amor de Ángel y criarte libremente, sin miedos y sin ataduras.

—¿Por qué el internado?

—Fue decisión de tus abuelos maternos y tu madre.

—¿Por qué?

Mi padre se levantó. Cogió un nuevo cigarrillo, lo encendió, abrió la ventana y se asomó. Durante unos minutos la habitación permaneció en silencio. Un silencio necesario. Se había acumulado demasiada tensión. Él y yo habíamos hablado muchas veces, pero nunca un tema tan serio. Se estaba desprendiendo de toda su verdad ante su hijo. Me estaba mostrando como era, en una desnudez total luchando con sus recuerdos tristes y alegres.

—Los tres sabían del cariño que te tenía. Ninguno lo pensó antes de que nacieras. Para ellos, tú eras coto privado. Nada más que de ellos y moldearte a su imagen y semejanza. Pero… Se encontraron con un muro: yo. Además, desde muy niño estabas muy unido a mí y eso les jodía como no te puedes imaginar. Así que se vengaron con el más débil: contigo. No pude hacer nada. Ellos lo controlaban todo con el máximo de los secretos. Me enteré de que ingresaban en el internado, el mismo día que tú.

—Al principio no entendí nada. Pensé que algo malo había hecho o que no me queríais. Me sentí solo, triste, abatido. Todo era nuevo. Los amigos, los profesores y aquella habitación… Una habitación que me resultaba como una prisión, de la cual no podía salir más que para lo necesario y compartida con un chico que no conocía de nada. Luego, ese chico se convertiría en la persona con la que estoy viviendo una «aventura» especial. Porque en realidad no se cómo llamarlo.

—¿Te gusta mucho?

—Sí. Con él me siento muy acompañado y protegido. En octubre hará los 18 años, pero físicamente parece mayor. Más alto que yo, con bastante pelo por el cuerpo y voluminoso, pero no gordo. Yo sé lo que siento por él, pero no lo que él siente por mí. Nunca le he preguntado. Me da miedo hacerlo.

—¿Por qué?

—No quiero presionarle. No quiero perderle. Es…

—En una relación, sea la que sea, no debe de existir el miedo. El medio coacciona la libertad de los actos y sin libertad, no se puede alcanzar la felicidad.

—Yo soy feliz junto a él.

—No. No te engañes. Te sientes bien junto a él, lo quieres y eso provoca una sensación de felicidad en ti, pero no lo eres. Lo serás cuando hables con él sin miedo, cuando te escuche, te comprenda y tú a él. Cuando con una mirada os entendías y cuando en ocasiones las palabras no sean necesarias. El amor es mucho más que un roce, que unas caricias, que un beso, que… Ya me entiendes.

—Pero yo le quiero.

—Sí, estoy convencido de ello y ahora tendrás que descubrir si él te quiere a ti. Pero hazlo sin rodeos, sin miedos. Mírale a la cara y pregúntaselo.

—Tendré que esperar a volver de las vacaciones.

—Tal vez no —sonrió y se acercó a mí. Acarició mi cabello como siempre hacía, desde que era niño—. ¿Sabes dónde pasan las vacaciones? ¿Te puedes poner en contacto con él?

—Se suele conectar al MSN por las noches un rato. Se lo preguntaré. ¿En qué estás pensando?

—En que nosotros también necesitamos unas vacaciones. Dentro de unos días tendré quince días, animar a tu madre será fácil. A ella la encanta presumir que viaja de un lado a otro y así tendrá que contar a sus amigas a la vuelta.

—Gracias —me levanté y me abracé a él.

Sus fuertes brazos me rodearon y al sentir mi cara pegada a la piel de su pecho, escuchando como su corazón latía tranquilamente, me sentí feliz y arropado.

—Quiero que me cuentes más cosas de esa vida que no conozco de ti. Me gustaría saber más cosas de… ¿Cómo se llama? ¿Ángel?

—Sí. Se llama Ángel y lo es. Te aseguro que me ha liberado tantas veces de mis cadenas, que sin él hubiera sucumbido hace tiempo —suspiró—. Pero por hoy lo dejaremos. Ya es tarde. ¿Qué te parece si preparamos la cena? Yo por lo menos tengo hambre.

—Está bien.

Se separó de mí y observó mi desnudez.

—Deberás ponerte algo de ropa. Tu cuerpo ya no es el de un niño y aunque sabes que a mí no me importa estar desnudos, imagínate tu madre lo que podría pensar sabiendo lo que te he contado.

—Puede resultar retorcida, pero no creo que llegara a pensar nunca qué…

—Mejor no tentar a la suerte hijo. Mejor no tentar a la suerte.

—Y nosotros tampoco debemos de hacerlo —interrumpió Gorka—. Dame el ambientador.

Se lo entregué. En pocos segundos la habitación olía a flores y menos mal que así sucedió porque la puerta se abrió entrando una enfermera.

—La carta de la comida para los señores —sonrió—. La dejo aquí y en unos minutos regreso.

Gorka la leyó en alto, como un camarero, ante la cama. Elegí y lo apuntó. Luego lo que comería Diego y por último lo suyo.

—¿Vosotros podéis comer aquí?

—Claro —respondió Gorka—. Para eso pagamos un plus.

—Igual que en un buen hotel. La verdad que los hospitales han cambiado mucho de cuando estuve siendo un niño. No sabía que ahora se podía elegir la comida.

—Yo tampoco —intervino Diego—. Pensé que era por ser una habitación privada, pero no es así, los demás también eligen su comida. Lo vi la primera mañana cuando me paseaba por los pasillos.

La enfermera volvió a entrar y cogió la carta y las notas. Con una amplia sonrisa desapareció de nuevo.

—Necesito levantarme y estirar las piernas.

Los dos se acercaron a mí en cuanto me incorporé.

—Chicos, tranquilos, no estoy inválido.

—No me gustaría que te volvieses a caer y…

—No te preocupes Gorka, no pienso clavar los cuernos en este suelo.

—Esa frase no me ha gustado. Si tienes cuernos, será por genética, no porque yo te los haya puesto.

—No sé que pensar. Dos días durmiendo y tú sin nadie que te controle.

—Tienes razón. Cada noche Diego y yo nos íbamos de farra.

—A mí no me metas en el lío, que yo soy muy fiel a Roberto.

—¿No deberías estar con Roberto en vez de estar aquí? —le pregunté.

—No. Le he comentado lo que ha pasado y está de acuerdo. Aunque él no sabe nada de esta historia, pero es consciente de lo que significas para mí. Además a él le habéis caído muy bien. Se lo pasó en grande el otro día. Me ha dicho que cuando salgas del hospital, preparará una gran fiesta en su casa, que será una sorpresa para ti —se dio cuenta de las últimas palabras pronunciadas y se rió a carcajadas.

—No te preocupes. Me haré el sorprendido.

—Soy idiota. Pero es verdad. Creo que formamos un buen cuarteto.

—Sí, donde cada uno toca su instrumento —intervino Gorka.

—Depende —le miré con gesto travieso—. Al menos a mí, me gusta tocar otro instrumento distinto.

—Bueno, ya sabes a lo que me refiero.

—Lo sé, bobo.

Me acerqué a la ventana y respiré profundamente.

—Hace un día espléndido. Creo que el verano se alargará un poco.

—Eso espero —comentó Gorka—. Tuvimos un invierno muy duro, así que deja que el sol siga brillando y calentándonos con fuerza.

—Me gustaría saber algo más de esa parte de la historia que desconozco —comenté mientras girándome miré a Diego.

—Está bien —se sentó en la cama—. Mi padre convenció a mi madre para irnos de vacaciones a Málaga. Mi amigo se quedaba en una urbanización muy cerca del mar y mi padre consiguió alquilar uno de aquellos apartamentos. Como planeara con mi amigo, él se sorprendería al verme y dejaríamos que todo transcurriera con normalidad. Como dos amigos estudiando en el mismo internado. Así lo hicimos. Lo más curioso de todo es que mi madre y la suya se hicieron grandes amigas —se encogió de hombros—. Las dos estaban cortadas por el mismo patrón —me miró—. Creo que me entendéis.

Gorka y yo asentimos sin pronunciar palabra para no interrumpir su relato.

—Ese motivo consiguió que nosotros pasáramos juntos más tiempo. Libres de nuestras madres y nuestros padres a lo suyo, aunque a mí no me preocupaba el mío, por lo que ya os he contado. En la urbanización había más chicos y chicas, más o menos, de las mismas edades que nosotros y pronto mi amigo me los presentó a todos. Jugábamos al fútbol, al voley playa, competíamos en la piscina de la urbanización. En fin, todas esas cosas que hacen los jóvenes estando de vacaciones. Por las noches nos acercábamos a un complejo donde había de todo: salas de videojuegos, terrazas donde nos podíamos poner morados de hamburguesas y locales donde nos dejaban entrar a bailar, aunque por supuesto, no podíamos consumir alcohol. Todo resultaba perfecto, al menos los primeros días. Mi amigo y yo buscábamos aquellos momentos, en que podíamos estar solos, para consumar el fuego que llevábamos dentro, pero aquel fuego pareció desaparecer en él. De repente ya no quería estar conmigo a solas, esquivaba mis miradas y evadía aquellos instantes en que yo deseaba hablar con él. Llegué a pensar que tenía miedo a que nos descubrieran pero no fue así —se levantó de la cama, sacó un zumo de la nevera y tomó un trago—. Una noche, tras celebrar una fiesta en la urbanización, donde prácticamente pasé toda la velada con una de aquellas chicas y tras acompañarla a su apartamento, decidí darme un baño en la piscina climatizada. No quedaba nadie por las calles. Todo el mundo estaba ya en sus apartamentos, pero yo no tenía sueño. Pasé por delante de nuestro apartamento y mis padres se encontraban en la terraza con los padres de mi amigo tomando algo. Pedí a mi madre una toalla y ella me la entregó. Mis pasos se dirigieron lentamente a la piscina, abrí la puerta, el vaho del calor concentrado se cernía como una ligera niebla. Dejé la toalla sobre una de las perchas, me deshice de las chanclas y me introduje lentamente en el agua. A medida que me acercaba a la otra orilla vislumbré las siluetas de dos personas contra una de las esquinas. Presentí que estaba vulnerando un momento íntimo entre los dos, por lo que decidí alejarme sin hacer el menor ruido. A los pocos segundos salieron del agua. Estaban completamente desnudos y no eran un chico y una chica, sino dos chicos. Me extrañó y algo me indujo a saber quienes eran. El rostro del uno no lo distinguí, pero el otro… El otro era mí amigo. Sí, estaba con otro chico en un acto similar al que ya no deseaba conmigo. Me estremecí y los ojos se empañaron en lágrimas. ¿Por qué? ¿Quién era aquel chico? Esperé un rato inmóvil, en medio de aquella piscina donde el vaho y el silencio me rodeaban. Donde la soledad me golpeaba con fuerza. Donde la impotencia se cebaba en el interior de mí ser. Salí del agua temblando, me rodeé con la toalla y me desprendí del bañador que me provocaba frialdad. Me sequé lentamente, até la toalla a la cintura y tras ponerme las chanclas regresé a casa despacio, con la mente en blanco o tal vez, tan saturada de preguntas que el bloqueo no me dejaba pensar. Mis padres continuaban aún en la terraza, subí y mi madre había dejado la puerta abierta. Entré, saludé y me fui a la habitación. Me quité la toalla y me sequé el pelo. Desnudo me contemplé en el espejo del armario… —dio un trago al zumo—. Me introduje en la cama y entre lágrimas me quedé dormido. Al día siguiente mi amigo me preguntó si me pasaba algo al comprobar que le esquivaba, y le dije que sí. Que le había visto con otro chico en la piscina la noche anterior. Me dijo que desde que se conocieron, antes de llegar yo a la urbanización, se habían gustado y que por eso no quería saber nada de mí. Le pregunté el por qué y no me dio ninguna explicación. Entonces le obligué a que lo hiciera y me contestó que lo nuestro había terminado. Que a él le quedaba un año en el internado y necesitaba sentirse libre. Le pregunté que había significado para él lo nuestro y se rió. Eso fue lo que más me ofendió. Se rió a carcajadas y me dijo: «¿Qué quieres que te diga, que por unos polvos me iba a enamorar de ti? Lo siento, pero creo que te has equivocado de hombre». Se giró y se marchó. Me dejó allí petrificado, sin saber que hacer ni decir. Quedaban unos días para terminar nuestra estancia en el apartamento. Los pasé intentando que no se me notara nada. Intenté divertirme pero mi padre me conocía mejor que yo mismo. La mañana antes de terminar las vacaciones, me levanté, mi madre no estaba y mi padre se estaba duchando. Entré en el baño cuando mi padre descorría la cortina.

—Buenos días dormilón.

—Buenos días —le contesté con voz triste.

—¿Qué te ocurre? —preguntó mientras salía de la ducha y comenzaba a secarse.

—Nada —me despojé del slip y me introduje bajo la ducha.

—Sé que algo te sucede. A mí no me puedes engañar.

Permanecimos en silencio. Bajo la ducha intenté despejarme y aparentar que nada sucedía. Cerré el grifo, descorrí la cortina y tomé una toalla. Mi padre estaba terminando de afeitarse y me miró a través del espejo.

—Sabes que cualquier cosa me la puedes contar. Si puedo ayudarte, lo haré.

—Es… mi amigo. Últimamente se estaba comportando conmigo de forma muy extraña y una de las noches que me fui a dar un baño a la piscina climatizada… Bueno, estaba con otro chico, desnudos los dos. No me vieron, pero yo a él sí.

—¿Has hablado con él?

—Sí —mis ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Qué te ha dicho?

—Que por unos polvos no se iba a enamorar de mí.

Mi padre se aclaró la cara, se secó con una toalla y se aproximó a mí apoyando su mano derecha en mi hombro izquierdo.

—Hijo, en esta vida te encontrarás con gente como él. Siento lo que estás sufriendo, porque tú si has amado, pero…

Me abracé a él y lloré con desespero. Acarició mi cabeza.

—Llora y desahoga el dolor que te invade y luego intenta olvidar, aunque olvidar del todo te será imposible.

Mi padre me abrazó y en aquel instante mi madre nos vio. Sí, una escena tan natural, tan humana, entre un padre y un hijo, provocó toda la furia de mi madre. Los dos estábamos completamente desnudos, pegados cuerpo a cuerpo, mi rostro contra su pecho por donde discurrían las lágrimas de dolor y él, como siempre, protegiéndome.

Le gritó, le insultó, le llamó degenerado, depravado y maricón. Fue la primera vez que escuché aquellas palabras en la boca de mi madre, pero no la última. Me cogió por el brazo y me separó de él. Mi padre se quedó muy quieto y ella seguía gritando y soltando todo su veneno por aquella bocaza. La intenté hacer comprender lo sucedido y ella me abofeteó y me mandó a la habitación. No sabía qué hacer. ¿Qué era lo que se la había pasado por la cabeza? Mi padre no sería capaz de…

La historia se interrumpió con los golpecitos de la enfermera que nos traía la comida. Nos quedamos en silencio mientras colocaba aquellas bandejas encima de la mesa.

—Que tengan buen provecho.

Se lo agradecimos y se fue.

—Mejor será que comamos —sugirió Gorka.

Lo preparamos todo acercando la mesa a la cama, ya que sólo teníamos dos sillas. Diego llamó por teléfono a Roberto para saber si podía tomarse el día libre, que me había despertado y que prefería no dejarme solo. Comimos tranquilamente. Saqué el tema de Roberto y Diego se deshacía en elogios. Se le notaba que estaban muy unidos. Había quedado con Roberto que al finalizar la jornada, iría a buscarle y de paso me hacía una visita.

Mientras hablaba lo observaba. Aquel chico era digno de admiración, todo lo que había vivido y resultaba una persona íntegra, llena de vida y confiando. Con ganas de hacer amigos y lo más importante, con un gran corazón. Sin duda era hijo de su padre. De un hombre que supo entregar todo lo que llevaba en su interior sin preguntas ni condiciones.

Terminamos de comer, lo recogimos todo. Los tres estábamos deseando echar un cigarrillo pero esperamos a que regresara la enfermera y se lo llevase todo. Diego miró a Gorka y yo supe lo que pensaban.

—Chicos, cuando salga de aquí prometo dejar de fumar, pero no nos privemos de un cigarrillo ahora.

—Está bien —suspiró resignado Gorka—. Fumemos ese cigarrillo. Pero sólo uno.

Lo encendimos y los dos esperamos con ansiedad a que Diego continuase con la historia:

—Mi madre fue muy astuta —continuó con la narración—, sabía positivamente que si emprendía algún trámite legal contra mi padre yo saldría en su defensa, así que lo llevó con el máximo secreto. No me enteré hasta que regresé por vacaciones de Navidad. Me extrañó que mi padre no fuera a recogerme y pregunté por él. Mi madre no dijo nada, se limitó a conducir hasta llegar a casa. Dejé la maleta, volví a preguntarla y me contestó: «Tu padre se ha ido. Un día llegué y me dijo que se iba, que no aguantaba más la situación. Se llevó una maleta y no regresó. Seguro que estará con el maricón de su amigo». No dije nada, me extrañaba todo aquello. Si mi padre había decidido abandonar a mi madre, en cierta forma lo entendía, ¿pero yo? No, estaba seguro que a mí no me dejaría sin darme una explicación, más, después de todo lo sucedido. Después de comer, ella se fue, como siempre, con sus amigas. Estaba muy intranquilo. No sabía que hacer, ni a quien preguntar. Decidí salir a la calle. Caminé sin rumbo, pensando, pensando, pensando sin encontrar solución. ¿Por qué se había ido? ¿Por qué no me dijo nada? Entonces se me ocurrió una idea: Iría a la policía. Si le había pasado algo, ellos me lo dirían. Busqué la comisaría más cercana y entré. Varios policías se encontraban hablando a un lateral y en una mesa pequeña, frente a un ordenador se encontraba otro. Me miró y sonrió. Me acerqué y le di las buenas tardes.

—¿Te han robado? ¿Tienes algún problema?

—Sí —le comenté con la voz temblorosa.

Me miró y me pidió que me sentase. Escribió algo en el ordenador y se dirigió a mí.

—¿Qué te sucede?

—Verá… Creo que a mi padre le ha pasado algo y mi madre no quiere decirme nada… Bueno, es que…

—Tranquilo. Relájate. Empieza por el principio.

—Hoy he llegado para pasar las vacaciones del internado donde estoy estudiando y mi padre no estaba. Mi madre me dice que se ha ido y que no volverá nunca. Ellos… Ellos no se llevan bien, pero sé que mi padre no me abandonaría nunca. Le conozco muy bien —algunas lágrimas comenzaban a deslizarse por las mejillas—. Mi padre y yo siempre nos hemos llevado muy bien. Estoy preocupado por él.

—Está bien. Necesito su nombre completo y el Documento Nacional de Identidad.

—El D.N.I. no lo tengo, pero se lo puedo traer enseguida.

—Bien. Yo te espero.

Salí corriendo. Corrí hasta llegar a casa sin detenerme. Abrí, me lancé contra los cajones donde mis padres guardan todo y encontré la cartilla familiar del banco. Allí estaba su nombre completo y el documento. Lo apunté en un papel y volví a salir como alma que persigue el diablo. Entré sofocado y sudando a mares. El policía me vio y me pidió que me acercase a la mesa.

—Menuda carrera que te has dado chico. Siéntate.

Le entregué el papel.

—¿Puedo tomar un vaso de agua?

—Claro.

—Me dirigí a la máquina del agua y me serví volviendo a sentarme.

El policía frunció el ceño. Se rascó la cabeza y luego me miró:

—¿Qué sucede? ¿Está bien?

—Está en prisión.

—¿Cómo?

—Sí. Por lo visto intentó abusar de su hijo menor y…

—Eso no es cierto. Yo soy su único hijo —mis ojos volvieron a empañarse—. No ocurrió nada, se lo juro. Le juro qué… —me derrumbé contra la mesa llorando sin poder contenerme.

—Tranquilo chico. Tranquilo —se levantó y me tomó por los hombros.

—¿Quieres contarme lo que pasó?

Levanté la cara de la mesa. Su rostro mostraba compasión.

—Sí.

—Vamos a otra sala. Éste no es el sitio adecuado.

Me levanté. Habló con uno de sus compañeros que estaríamos en la sala de interrogatorios y nos fuimos. La sala disponía de una gran mesa y varias sillas. Me pidió que me sentara y salió regresando al poco rato con dos botellines de agua. Me entregó uno.

—Tu padre está condenado por varios delitos, entre ellos: pederastia

—Le juro que mi padre sería incapaz de ello.

—No es normal que haga esto, pero me gustaría conocer esa historia.

Tomé un trago de agua y le resumí sin dejar nada importante de todo lo que mi padre me contó y lo que sucedió durante las vacaciones. El policía no paraba de dar vueltas por la estancia. Su semblante cambiaba constantemente. Algunas veces se detenía y me observaba. Movía la cabeza de lado a lado y cuando terminé se sentó en una de aquellas sillas.

—Una historia increíble y te diré que te creo. Nadie se podría inventar algo parecido. El problema… ¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete, cumpliré dieciocho en julio.

—Si fueras mayor de edad… Pero bueno… Vamos a ver lo que se puede hacer.

—¿Me ayudará? —le pregunté entre sollozos.

—Sí. Claro que te ayudaré. Pero ahora me tienes que hacer una promesa.

—Lo que usted quiera.

—Llámame Néstor y desde ahora tutéame. Voy a investigar quien fue el abogado defensor de tu padre y lo que pueda en relación al caso.

—Muchas gracias.

—Tú tendrás que tranquilizarte. Si tu madre es como me has descrito, no deberá sospechar absolutamente nada. Compórtate con total naturalidad, da el tema como zanjado y… —sonrió— del resto me encargo yo. ¿Te parece bien?

—Sí —sequé mis lágrimas—. Muchas gracias por todo. Le aseguro que mi padre es una buena persona. El mejor padre. Nunca me puso la mano encima, siempre…

—Tranquilo. Venga. Ahora debes de salir a tomar el aire. Mañana haré mis pesquisas en el juzgado antes de incorporarme al puesto. Ven a verme después de comer.

Salí de la comisaría. Respiré profundamente. Por fin alguien me iba a ayudar, pero seguía preocupando mi padre. Estaba preso. ¿Cómo fue capaz mi madre de encarcelarlo sabiendo que todo aquello era mentira? Recordé las palabras de Néstor e intentar olvidarme y poner buena cara. Entré en casa. Ella aún no había llegado y me fui a la habitación. Encendí el ordenador y estuve chateando con unos amigos. Sobre las nueve de la noche mi madre entró en casa. Me saludó y tras cenar regresé a la habitación. Me desnudé introduciéndome en la cama, pensé en mi padre y con aquella sensación me dormí.

La mañana siguiente se me hizo eterna hasta que finalizó la comida y mi madre se marchó. Salí rumbo a la comisaría, entré y en la misma mesa se encontraba Néstor. Al verme me pidió que me acercara sonriendo.

—Buena tardes —saludé.

—Buenas tardes. Tengo buenas noticias para ti.

—Le escucho. El día se me ha hecho eterno.

Me entregó un papel.

—Ahí tienes el nombre del abogado de tu padre, la dirección de su despacho y el teléfono móvil.

—No me lo puedo creer. Es usted increíble.

—¿Ahora me tratas de usted?

—Perdona Néstor. Es que estoy… Estoy feliz. Por fin podré saber más de mi padre y…

—¿A qué esperas? Llámalo —dio la vuelta a su teléfono.

Descolgué y llamé. Le expliqué quien era y que necesitaba verle. Accedió a que fuera esa misma tarde.

—Quiere verme ahora —comenté mientras colgaba el teléfono.

—Adelante y antes de irte para casa —sonrió—. Ven a contarme lo que te diga.

—Por supuesto. Muchas gracias —me levanté—. Muchas gracias, de verdad.

Salí en dirección a la boca de metro. Me distanciaba de aquel despacho cuatro paradas que me resultaron eternas. Al entrar en el despacho me miró y sonrió.

—Siéntate. No sabes la alegría que me da verte. El caso de tu padre es uno de los que más me ha dolido perder. Sabía que era inocente y no pude hacer nada más. Intenté con todas mis fuerzas que pudieras declarar, pero al ser menor de edad y debido al tema tan delicado que se trataba, lo denegaron. Además, se encargaron de acelerar el juicio para que en el menor tiempo posible, tu padre estuviera encarcelado.

—Aún soy menor de edad. Cumpliré los dieciocho en julio.

—Eso es más de lo que esperaba. Reabriré el caso en cuanto los cumplas y será mi regalo de cumpleaños, para ti y para él —se mantuvo en silencio durante unos segundos—. Aunque creí siempre su versión, por favor, cuéntame lo que sucedió.

Se lo relaté. Cerraba los ojos y los abría mientras suspiraba.

—Es tal y como él me lo contó. Lo sacaremos de ese lugar. Te lo juro. Aunque sea lo último que haga. Tu padre merece estar libre y… Ellos son los que deberían estar en la cárcel por perjurio.

—Sólo hay un problema. No tengo dinero.

—No hace falta, hijo. No hace falta. De todos los gastos me encargo yo.

—Muchas gracias. No me lo puedo creer. Todo está saliendo mejor de lo que esperaba. Primero Néstor —le sonreí—. Es el policía que me ha puesto en contacto con usted y ahora…

—Ahora lo que tienes que hacer —me interrumpió—, es que no se enteren tus abuelos y tu madre —suspiró—. Si ellos lo sospecharan, harían lo imposible para que no se celebrara el juicio. Tu abuelo paterno tiene mucho poder en esta ciudad.

—Lo sé, pero entre los dos conseguiremos vencerle —le sonreí

—Claro que sí, chaval. Lo vamos a conseguir. Antes de que llegaras he sacado su expediente. Lo voy a revisar con lupa y además tú. Tú serás la estrella del juicio —se levantó—. Ahora si me disculpas, tengo un cliente en unos cinco minutos.

—Claro y lo dicho: muchas gracias por todo.

—No. Gracias a ti. Hoy me has dado una gran alegría.

Me despedí. Salí a la calle y caminé tranquilamente. No estaba demasiado lejos de la comisaría y necesitaba respirar, airear las ideas y sobre todo calmarme. Néstor y el abogado insistían mucho en que nadie podía saber nada y me ocuparía de convertirme en el mejor actor del mundo. Me atormentaba pensar que aún quedaban unos siete meses para ser mayor de edad.

Entre pensamientos llegué a la comisaría. Néstor estaba atendiendo a una señora y me senté en la sala de espera tras comprobar que me había visto. Allí sentado medité sobre lo mal que debía estar pasándolo mi padre en la cárcel y no me podía creer con que frialdad mi madre respondió a la pregunta cuando se la hice. Estaba muy claro que odiaba a mi padre y ahora, durante estos días de vacaciones, averiguaría que pensaban mis abuelos. Néstor se acercó sonriendo y preguntándome que había sucedido, se lo conté todo y tras unas palabras, nos despedimos.

Al día siguiente me llamó el abogado y me dijo que si quería ver a mi padre, que había pedido hora de visita. No me lo podía creer. Acepté claro y el encuentro resultó muy emotivo.

—Esa misma tarde lo visité yo. Fue una lástima que no nos encontrásemos. Me estuvo hablando durante todo el rato de vuestro encuentro y la conversación que mantuvisteis. Estaba muy emocionado y al igual que te pasaba a ti, los días parecían eternos y los meses detenidos en el tiempo. Pero los dos estábamos convencidos, que el juicio saldría a su favor. Eso nos alentaba. Cada semana mis visitas eran lo único que le mantenía con optimismo.

—¿Qué sucedió en el juicio? —preguntó Gorka.

—Antes de llegar a ese punto —continuó Diego—, resumiré los últimos días: Como era de imaginar la reacción de mis abuelos y mi madre fue la esperada. A los pocos días de cumplir los dieciocho años, con mis estudios recién terminados y con unas notas de escándalo, todo sobresaliente —sonrió— me dediqué por completo al juicio. El día que ellos recibieron las cartas, notificando la vista del nuevo juicio, me llamaron al salón. Los tres estaban sentados. Mi abuelo se levantó dirigiéndose a mí:

—¿Qué sabes tú de todo esto?

—Pues lo que habéis leído.

—¿Cuándo…?

—En navidades. No me creí el cuento de mi madre. Mi padre nunca me hubiera abandonado y vosotros como tres zorros intentando de nuevo culparle de algo que no había hecho. Sois despreciables y por fin se hará justicia. Él volverá a estar libre.

—No le va a resultar tan fácil a ese abogaducho de mierda sacar al maricón de tu padre de la cárcel. Es donde debe de estar —sentenció mi abuelo con crueldad.

—No. Quien debería estar en la cárcel eres tú: por perjurio y por el maltrato emocional que ha sufrido durante toda su vida. Sois despreciables, los tres —les señalé—. Os odio como no os podéis imaginar.

Mi abuelo me abofeteó. Me llevé la mano a la cara y le sonreí.

—Esta es la respuesta de un manipulador, un cobarde, un arrogante y un facha de mierda. Tú no eres un hombre, eres una basura.

Intentó de nuevo golpearme y le agarré la muñeca.

—Una vez te consiento que me pegues, la segunda, te juro por lo más sagrado que de la hostia que te pego, das tres vueltas al salón sin tocarlo —le empujé cayendo en el sillón—. Yo no soy tan dócil como mi padre. Ahora me voy y no os quiero ver jamás.

Cuando salí de la casa de mis abuelos me temblaba todo. Me dolía cada músculo que parecía que de un momento a otro se iban a quebrar. En la calle respiré profundamente y sin pensarlo corrí hasta casa. Hice una maleta con todo lo necesario y los recuerdos más importantes y me personé en la comisaría. Néstor no estaba, pregunté por él y me dijeron que ya había salido. No tenía su teléfono, no sabía donde ir. Le pedí a uno de sus compañeros su número y me lo proporcionaron. Llamé desde la misma comisaría y me dijo que le esperase, que pasaba a recogerme.

Permanecí apoyado contra la pared, con la maleta al lado y observando pasar a la gente. El sonido de un claxon, en la acera de enfrente, me devolvió a la realidad. Por la ventanilla asomó la cabeza Néstor y con un gesto me pidió que me acercase. Crucé y entré en el coche. Le conté todo lo sucedido.

—Otra reacción por parte de ellos me hubiera sorprendido, por eso mismo te dije que todo debía de permanecer en secreto hasta el último día. Te quedarás en mi casa los días que sean necesarios y no te preocupes por nada. Todo saldrá bien —golpeó mi pierna y me sonrió—. ¿Así qué te enfrentaste a tu abuelo? —Le sonreí—. En otras circunstancias te hubiera reprendido por ello, pero en esta ocasión, te felicito —volvió a sonreír—. Ah, y felicidades por tu mayoría de edad. Ahora ya eres un hombre para todo, así que ándate con cuidado de cumplir bien las leyes.

—Sí señor. Lo haré, señor.

—Menos cachondeo que te puedo arrestar.

—Así estaría con mi padre.

—Tu padre saldrá muy pronto, te lo puedo asegurar y te diré algo más, luego podéis emprender acciones legales contra ellos.

—Por mi parte no lo haré y no creo que mi padre lo haga tampoco. Prefiero dejarlo en manos del destino.

—Eres un buen chico.

—Y tú un buen policía.

—No chaval, no. No soy un buen policía, soy un gran policía.

—Disculpe señor. No deseaba ofenderle.

—Así me gusta verte, con sentido del humor —suspiró—. Que imagen más distinta ésta de la que tenías el primer día que entraste en la comisaría.

Néstor aparcó y en unos minutos nos encontrábamos en su casa. Bueno, debería decir en su apartamento: El comedor con cocina americana, el cuarto de baño, una habitación grande y la terraza. Eso sí, una amplia terraza con sus plantas, mesa, sombrilla, sillas y dos hamacas.

—Acomódate, estás en tu casa. Yo me voy a poner cómodo, hace demasiado calor.

Se introdujo en su habitación y al poco rato salió con un pantalón corto de deporte. Néstor debía de tener unos treinta años y poseía un cuerpo muy bien formado: Un torso ancho, piernas voluminosas y un abdomen bien marcado.

—Se nota que haces deporte.

—Un policía se tiene que cuidar. Aunque te aseguro que prácticamente todo esto es natural. Tengo una buena genética —me miró que aún estaba de pie junto a la maleta—. ¿Qué haces ahí plantado? —Cogió la maleta y la llevó a la habitación. Me despojé de la camiseta, de los pantalones y las deportivas. Hacia mucho calor y en aquel apartamento no había aire acondicionado. Al entrar de nuevo en el salón se quedó mirándome—. Tú también tienes buen cuerpo. Para tener dieciocho años estás muy bien formado.

—Yo si hago deporte: bicicleta, natación, fútbol, patinaje…

—Para, para, para. ¿Tienes tiempo para todo eso?

—En un internado el tiempo es lo que sobra y si uno no se quiere volver loco hace lo que sea. Además, los deportes siempre me han gustado.

—Si eres bueno jugando al fútbol, cualquier día te contrato en mi equipo. Suelo jugar algunos sábados en el polideportivo.

—Acepto, pero mi posición es delantero.

—¿Siempre te gusta estar delante?

—No —le sonreí—. Aunque algunas veces si lo he estado. Depende de las circunstancias.

—Ha sido una pregunta tonta —sonrió mientras se acercaba al mueble del bar—. ¿Qué te apetece tomar?

—Ya que tengo dieciocho años, me gustaría tomarme un copazo.

—Por supuesto. Trae unos hielos del frigorífico. Tomaremos un whiskey como dos hombres, tumbados sobre las hamacas. Hace una tarde espléndida y quiero relajarme un rato.

Néstor era fantástico, me trataba como su hermano pequeño, con cierto toque de ese amigo con quien compartir los momentos de soledad. Estuvo contándome que su trabajo le entusiasmaba pero que en muchas ocasiones se sentía solo. Un policía tiene poco tiempo para la vida social.

—¿Y qué me dices de tus compañeras de trabajo?

—No me gusta mezclar el trabajo con el placer.

—¿Nunca has tenido novia?

—Sí y al final me abandonó por un ingeniero. Era mejor partido que yo: más atractivo, ganaba más dinero y tenía menos riesgo en su trabajo.

—Me creo las dos segundas cosas, ¿pero más atractivo? —fruncí el ceño—. Lo dudo. Estás muy bueno y eres muy guapo. Te lo dice un gay, que de hombres entendemos mucho.

—¿Pretendes ligar conmigo?

—No, porque sé que eres heterosexual y en esos temas no me meto. Cada uno vive su sexualidad como desea y no seré yo el que te provoque.

—Eres muy inteligente, chaval. Espero no perder tu pista cuando todo esto termine.

—No. Me gusta estar contigo. Me siento arropado y no porque seas un policía, sino porque confíate en mí no sabiendo quien era.

—Los policías tenemos un sexto sentido chaval y tu presencia en aquella comisaría… No sé, pero sentí que algo te pasaba.

—Gracias por todo.

—Dale un trago al whiskey y disfruta de la tarde que nos abandona.

—Tienes una impresionante terraza.

—Sí. El apartamento no es grande, pero para un solterón es suficiente y cuando vi esta terraza, me enamoró.

Allí permanecimos los dos tumbados, con nuestra bebida entre las manos y la brisa acariciando nuestros cuerpos. No nos movimos hasta la hora de cenar.

—Así que diste con el poli bueno —interrumpió Gorka.

—Hay muchos polis buenos amigo Gorka, lo que ocurre, como siempre, que cuando uno no lo es, parece que los demás tampoco lo pueden ser.

—Continúa, no te dejes interrumpir por este loco.

—La verdad que la interrupción ha sido buena, porque aunque aquellos días resultaron ser los más felices de mi vida, todo se volvió del revés. Aquellos días pude ver a mi padre cada tarde, hablar con él, contarnos mil historias, experimentar las sensaciones que había perdido en su ausencia. Fueron días de júbilo. En las horas libres de Néstor, paseábamos, nos sentábamos en terrazas y tomábamos un refresco, a diferencia de las copas en su casa cada noche en aquella terraza.

Llegó el día del juicio y como presumíamos todos, salió absuelto. Fue un juicio a puerta cerrada y dentro se respiraba un ambiente muy tenso. Mi madre y mis abuelos me miraban con cara de odio. Unas miradas que podían clavarse en el cerebro de cualquiera y envenenarlo, pero afortunadamente, yo disponía de un gran antídoto contra ellos. Hubo palabras duras contra mi padre. Aquel abogado era de los mejores y no deseaba perder contra un abogado de segunda fila, aunque supiera que sus defendidos eran unos mentirosos. Mi madre se envolvió en su papel de mujer humillada y de madre amorosa, que sólo buscaba lo mejor para su hijo y deseaba alejarme de todo mal y de lo que mi padre podría hacer conmigo. Buscaba mi seguridad porque todos saben lo promiscuos que resultan los gays. Se puntualizó en varias ocasiones que los dos estábamos completamente desnudos en el cuarto de baño abrazados, con nuestros cuerpos pegados y nuestros sexos unidos.

Nuestro abogado antes de subir al estrado a mi padre y luego a mí, llamó a un hombre y una mujer nudistas, quienes hablaron sobre la desnudez, sobre la normalidad de ver a dos personas abrazadas, durmiendo, comiendo, jugando en completa desnudez y que esos actos nada tenían que ver con la sexualidad. Mi padre estuvo genial y como había dicho nuestro abogado, yo sería la estrella del juicio. Fui el último en subir, el abogado de ellos intentó destrozarme con sus preguntas. Cuando lo hizo sobre la sexualidad de mi padre, me quedé mirándole y le sonreí:

—Siempre me he sentido orgulloso de mi padre, es la única persona con la que podía hablar de mis temas y de mis problemas. Para todo lo que necesitaba estaba ahí, con su eterna sonrisa y paciencia. Él me enseñó todo en la vida y mi madre y mis abuelos me separaron de él. No soportaban que él fuera feliz. Yo entonces no entendía nada hasta que un día, mi padre me pilló viendo una película gay en el ordenador, entonces me descubrió el motivo del odio de mi madre y mis abuelos hacia él. Sí, sabía que mi padre era gay y en aquel abrazo no existía nada que tenga que ver con lo que en esta sala se ha hablado. Era el abrazo de un padre a un hijo protegiéndole. Yo estaba destrozado. Yo también soy gay y me siento orgulloso de serlo. La persona que más quería me había abandonado y él con su ternura me estaba ayudando a olvidar. Eso es lo que hace un padre y no ellos, que lo único que han intentado toda la vida, es manipularme y hacerme sentir culpable de todo, como lo hicieron con él. Mi madre nunca me ha dado un beso o un abrazo. Jamás jugó conmigo y mucho menos preocuparse si estaba bien o no. Cuando me enfermaba me decía que era culpa mía por ser tan descuidado y se sentía agobiada mientras estaba en cama con una gripe, cuando quien me estaba cuidando era mi padre. No se acercaba a mí por miedo a que la contagiase. Sobre mi abuela prefiero no hablar, pero sobre él. Mi abuelo es un hombre lleno de odio, de amargura, viviendo en un tiempo pasado y deseando que un nuevo dictador nos vuelva a tiempos de oscuridad.

—¡Eres un sinvergüenza! —se escuchó a mi abuelo.

—Silencio —gritó el juez.

Continué hablando durante unos diez minutos.

Cuando terminaron las dos últimas intervenciones, por parte de ambos abogados, el juez se retiró. No podíamos abandonar la sala. Mi padre y yo nos miramos durante aquel tiempo a los ojos. Estábamos comunicándonos, hablando y disfrutando de un lenguaje que sólo nosotros entendíamos. Como sucede entre padres e hijos, cuando existe conexión.

Por fin el juez salió. Se sentó y mandó a mi padre que se pusiera en pie. Habló sobre los valores de la familia, la importancia de la educación a los hijos dentro de la misma, el respeto a la igualdad de género y elogió la sinceridad y claridad de las respuestas de mi padre por parte de los abogados. También destacó, que no podía entender como un hombre cuyos ideales nunca había negado y el cariño que profesaba a su hijo siendo tan naturales, habían provocado aquellos años en prisión. En ese momento el corazón saltó dentro de mi pecho y más cuando pronunció las últimas palabras:

—Por lo tanto, declaro al acusado libre de todos los cargos.

Nuestro abogado no pudo reprimir su alegría. Se abrazó con fuerza a mi padre y sus ojos se llenaron de lágrimas. Yo también corrí hacia él. Mi padre me abrazó y me levantó por los aires:

—Soy libre hijo, y todo gracias a ti y a este gran hombre que creyó en mi inocencia.

Cuando salíamos por la puerta de la sala, me encontré con Néstor. Me abracé a él.

—¿Me vas a presentar a tu padre?

—Por supuesto —me giré hacia mi padre—. Papá, este es Néstor, el policía que me ayudó a saber de ti. Sin él hubiera sido imposible y además, desde que ciertas personas supieron que se iba a celebrar el juicio, me acogió en su casa.

—Muchas gracias —mi padre le tendió la mano y Néstor se la rechazó, abrazándole.

—No hace falta. Tiene usted un gran hijo y se merecía que su padre estuviera con él. Ahora, lo que deben de hacer, es ser felices.

—Sí, pero aquella felicidad duró muy poco —intervine mientras sentía que mis ojos se humedecían—. Recuerdo aquellos instantes como los más intensos y cuando salisteis por la puerta, de la felicidad pasó al mayor de los dolores. Durante la vista me encontraba en la acera de enfrente, viendo como entraba gente y salía de los juzgados. No se cuantas veces recorrí aquel tramo de calle fumando como si me fuera la vida en ello. Miraba el reloj y los minutos parecían detenidos. La angustia me devoraba, la impaciencia rasgaba mi ser. Rogaba al cielo por veros salir por aquella puerta y cuando sucedió, pensé que todo era un sueño. Allí en lo alto, estaba Luis, tú lo abrazabas con fuerza y él abrió los brazos e inclinó la cabeza hacia atrás. Sentí su felicidad traspasarme. Por uno de los laterales, contemplé a tu madre y tus abuelos comenzar a bajar aquellas escaleras. Mi mirada se centró en Luis, esperé a que se pusiera en verde el semáforo y crucé. Cuando apenas mis pies se encontraban en mitad de aquella carretera, con los coches detenidos a uno y otro lado, escuché aquel sonido sordo. Un sonido que rompía la monotonía del día, del ruido de la ciudad. Un sonido que jamás olvidaré y de pronto la camisa blanca de Luis se fue tiñendo de un color grana. Se tocó el pecho, te sonrió y se desplomó en el suelo. Tú gritaste: «¡Papá, papá!».

Los policías que se encontraban en el interior crearon un cordón para que nadie se acercara a vosotros. Yo intenté traspasarlo y me obligaron a bajar. No me podía creer lo que estaba viendo. Al girarme, tu madre y tus abuelos entraban en un coche y se iban sin la menor compasión. Tú seguías gritando y pronto se presentó una ambulancia del SAMUR y dos coches de policía. Caí de rodillas al suelo, mis ojos se empañaron de lágrimas y sentí que todo mi ser se rompía como una copa de cristal. En pocos minutos el cuerpo de Luis se encontraba sobre una camilla que bajaban por las escaleras. Tampoco me pude acercar en ese momento, al pasar junto a mí. Sus ojos estaban cerrados, su camisa había dejado de ser blanca y tú… Tú estabas empapado en su sangre y gritando que querías ir con él. Un hombre te tomó por el brazo y te dijo que él te llevaría al hospital.

—Fue Néstor —me interrumpió.

La ambulancia partió y tras ella vuestro coche. Un puñado de serrín tapó la mancha de sangre que sobre el suelo había dejado Luis, y todo pareció volver a la normalidad.

Caminé por aquellas calles como un fantasma, sin saber donde ir, sin escuchar nada a mi alrededor, sin apenas ver nada, pues las lágrimas me lo impedían. Me senté en un banco y lloré con amargura. ¿Quién había apretado aquel gatillo? No se por qué, pensé en que todo era un complot. Si tu padre salía absuelto, no vería la luz más del tiempo necesario y tras la frialdad que presentaron: tu madre y tus abuelos al entrar en el coche, y ni siquiera volver la vista atrás, todo me hizo pensar que ellos estaban detrás de todo aquello. Tu abuelo tenía una mente muy retorcida y su orgullo…

—Yo también lo pensé y aún lo sigo creyendo. Néstor y nuestro abogado también. ¿Quién sino iba a atentar contra un hombre bueno y un hombre de la calle? Sobre el juicio, apenas lo sabíamos los involucrados, por lo tanto, es fácil de deducir que ellos estaban metidos en el ajo, pero nada se pudo demostrar, jamás encontraron al asesino. Y el poder de mi abuelo, era muy grande.

—¿Hasta ese punto le odiaban?

—Mi querido Gorka. El odio sólo genera más odio, pero en esta ocasión, era el falso orgullo y la prepotencia la que también dispararon aquel arma. Sabían que era inocente y lo encarcelaron y cuando por fin lo vieron libre, lo mataron. Luis se había revelado por mantener firmes sus principios y con ellos, en lo más alto, murió.

Se hizo el silencio. Gorka sacó tres cigarrillos y nos los ofreció. Los encendimos y dimos varias caladas, sin mirarnos, sin hablar, cada uno inmerso en sus pensamientos y a la vez, como queriendo ofrecer aquellos instantes a la memoria de un gran hombre.

—¿Qué pasó contigo? Desapareciste.

—Sí. Me lo aconsejó Néstor. Él tenía familia en Canarias y habló con ellos. Estuve trabajando en un hotel donde lo hacía su hermano y uno de sus hijos, pero la isla me agobiaba mucho y entonces decidí volver cuando tuve algo de dinero ahorrado.

Me reí.

—¿Por qué te ríes?

—Me estoy acordando de la historia que me contaste la primera vez que estuviste en casa. Buena imaginación.

—Esa historia es la que le contaba a todo el mundo, por lo que relatarla una vez más, me resultaba tan fácil, que se hacía creíble. ¿Qué iba a decirte? Yo sabía quien eras tú por la foto y me sorprendió la primera vez que te vi. Entonces te seguí hasta el portal. Me alegré de que estuvieras bien, pero nunca pensé que llegaríamos a conocernos como ahora.

—El destino mi querido Diego, el destino.

—En cuanto a la historia que te conté cuando regresé a Madrid, prácticamente fue tal y como te lo relaté, salvo que el trabajo de mecánico me lo encontró Néstor y cuando perdí el trabajo, no quise abusar más de su amabilidad.

—¿Sigues en contacto con él?

—Sí. Él sabía que me había vuelto chapero. Al principio se enfadó mucho y luego me pidió que tuviera mucho cuidado. Ahora sabe que lo he dejado, que he vuelto a mi antiguo oficio y que tengo novio. Él lo sabe todo, también forma parte de mi familia.

Miré a Gorka:

—Nene, te tengo que pedir un favor.

—Tú dirás.

—Me gustaría que fueras a casa y en el cajón donde guardamos todos los papeles y documentos, cojas una carpeta de cartón en color marrón y me la traigas, es muy importante.

—¿Quieres que vaya ahora?

—Si no te importa. Es muy importante, te lo aseguro.

—De acuerdo —sonrió y me besó en los labios—. Te quiero mucho para negarte una cosa tan sencilla.

Salió. Diego y yo nos quedamos un rato en silencio. Un silencio necesario. Durante aquellas horas demasiadas palabras habían inundado la habitación y no palabras simples, sino llenas de sentimientos, de emociones, de una historia, que al menos en mi mente quedaba completamente ordenada. Poco quedaba por clasificar, salvo aquel momento en el que me enfrenté por última vez a su mujer y sus padres. Fue en el entierro.

Ni una esquela, ni una nota para anunciar donde se celebraría el velatorio y luego el entierro. Se preocuparon mucho de los detalles, de que asistieran tan sólo los que ellos deseaban que lo hicieran. Pero aquella primera noche, sobre las once, acudí al tanatorio. Me abrí camino entre la gente que estaban acompañando a otros familiares de otros seres queridos que les habían abandonado en cuerpo. Me encontré cara a cara con el padre de Luis y pasé por delante de él sin decirle nada. Entré en aquel habitáculo, frío y desolado. Sólo una caja en el centro custodiada por cuatro cirios artificiales y dos coronas de flores al fondo. Toqué la caja y luego la besé.

—Percibo el odio muy cerca, nene, ese sentimiento del que siempre intentábamos alejarnos, pues sabíamos lo que significaba: sufrir aún más. Siento odio y no sé cómo vencerlo, porque me faltas tú. Me falta la mirada, la sonrisa, las palabras, las caricias de quien aún amo profundamente y me lo han arrebatado sin medida ni compasión. Siento odio y no a ti, cuando en realidad es a ti a quien quiero a mí lado. Te amo nene, tan profundamente que me duele, que me duele ese amor que ahora no te puedo entregar. Quiero volver a reír y sentir junto a ti y por el contrario te encuentras entre cuatro paredes de madera, en un cuerpo frío por primera vez en la vida, en una mente que ha dejado de funcionar, en una energía, que muy seguramente está flotando en el ambiente, pero no percibo. Te amo nene, y me faltan las palabras que desearía pronunciar, pero estoy bloqueado. Mi mente viste de luto, porque ella conoce todo sobre ti. En mi cuerpo mil puñales se clavan porque saben que tus brazos no lo volverán a rodear. Mis labios se resquebrajan por la falta del alimento de los tuyos y mis ojos… Ellos han dejado de brillar, pues la luz de los tuyos no los ilumina. He preguntado al cielo el por qué y no me responde, he intentado hablar con los elementos, pero su tristeza es tal, que no han sabido darme respuesta. Sólo espero, que estés donde estés, alcances la felicidad que te mereces y que no me olvides, yo jamás lo haré y así, si el uno se sigue acordando del otro, nuestro amor nunca morirá. Espérame paciente al día en que yo me pueda reunir contigo. Te amo y nunca me cansaré de decirlo.

Besé de nuevo la caja y la abracé, esperando que con el acto se lo llevase consigo. Me sequé las lágrimas que derramaban mis ojos. Algunas habían caído sobre la madera, pero allí las dejé, pertenecían a él, pues eran producto del dolor por nuestra separación.

Al salir, las palabras de la gente que se encontraba en el lugar me aturdieron y busqué la salida. Antes de llegar a la puerta escuché una voz detrás de mí. Una voz no deseada: era el padre de Luis. Me giré, los tres estaban frente a mí. En sus ojos no había dolor, continuaban aquellos destellos de odio.

—Tenemos que hablar contigo.

—Yo no. He venido por él, para despedirme. Ninguno de ustedes merece una simple palabra.

—Hablaremos quieras o no.

—Ni junto al féretro de su hijo demuestra el mínimo respeto y compasión. Es usted producto del odio y el odio se lo llevará a la tumba.

—Si él está muerto, es por tu culpa —comentó Esther.

—Como siempre, culpando de tus errores a los demás. Envenenada por la codicia, no te ha dejado ver la vida ni vivirla y sin vida, seguirás siendo un esperpento que camina.

—Tienes la lengua muy afilada —intervino la madre—. Esther tiene razón, debiste alejarte de nuestro hijo, le ocasionaste mucho mal y hoy estaría vivo.

—Usted tampoco cambiará. Arrogante y prepotente. La crueldad se ha cebado de tal forma en todos ustedes que ya no ven la luz. Los tres saben positivamente, que la felicidad de Luis estaba junto a mí, como la mía junto a él. Intentaron por todos los medios separarnos, pero… señores, contra el amor nadie puede luchar y menos lo que ustedes representan.

—¿Qué representamos? —Preguntó altanero el padre.

—El odio. Son los mejores discípulos de ese sentimiento. Pero recuerden una cosa: el odio sólo genera odio y nunca serán felices, pues él se alimenta de la infelicidad. Por una vez, intenten interiorizar en sus mentes y verán que están tan podridas que no piensan por si mismas. Les deseo lo mejor, porque aunque mi deseo sería otro, por el amor que tengo a su hijo, venceré el momento por el que estoy pasando.

—No queremos que asistas al entierro.

—¿Disculpe? ¿Qué ha dicho?

—Me has escuchado muy bien —repitió el padre de Luis.

—Si les quedase un poco de dignidad, serían ustedes los que no asistirían. A un entierro van los seres queridos, no los que le han odiado. Claro que asistiré, no les quepa la menor duda.

—¿En que piensas? —me preguntó Diego devolviéndome a la realidad.

—En nada en concreto. Si te soy sincero, por una parte me alegro de estar en esta habitación. Hemos podido hablar y tú… Querido chico, me has sorprendido.

—Buscaba el momento para acercarme a ti y contarte todo, pero… No me resultaba fácil.

—Pues ya ves que no ha sido tan difícil.

—Cuando te caíste al suelo y no te despertabas… Por unos instantes pensé que te morías y no os podía perder a los dos. No. Menos aún cuando te había conocido y me caías tan bien. Me sentí vacío y perdido. Necesitaba hablar contigo, al menos como lo hemos hecho hoy. Necesitaba que supieras quien era y de esa forma me entendieras un poco más.

—No hacia falta descubrir quien eras. Aunque no fueras quien eres, te aseguro que has calado muy profundamente en mí y en Gorka. Te ganas el cariño por lo que eres y ahora, ahora más que nunca, sabiendo esa historia que te rodea, más. El dolor no ha provocado en ti odio, sino todo lo contrario. Respetas a la gente, la escuchas y te dejas querer.

La puerta de la habitación se abrió y entró Gorka sonriendo, con aquella carpeta bajo el brazo.

—Espero que sea importante, me he dado toda la prisa que he podido.

Me entregó la carpeta.

—Lo es —miré a Diego y se la entregué—. Lo que contiene es tuyo.

—¿Mío?

Los dos me miraron intrigados.

—Sí, tuyo. Ábrelo.

Diego apartó las gomas, separó una de las tapas y miró el interior:

—¿Qué es todo esto?

—Está bien. Dámela —me entregó la carpeta—. Antes de nada, lee este escrito —permanecí unos segundos en silencio mientras lo hacía—. Esas fueron las condiciones que tu padre puso a los suyos para casarse. ¿Extraño? ¿Duro? Bueno, fue una decisión.

—¿Pero esto qué tiene que ver conmigo?

—Digamos que es la herencia que te dejó. Primero —le extendí un grupo de folios encuadernados—, estas escrituras. Pertenecen como has leído, a un piso en la C/ Serrano y a unos terrenos en La Sierra. Así que ya tienes un piso propio y unas tierras para que hagas con ello lo que desees, y en segundo lugar, esta libreta de ahorros. En ella fue guardando todo el dinero que su padre le ingresaba cada mes, además de lo que ahorró con su sueldo.

—Pero… Estas escrituras están a tu nombre y la libreta también.

—Claro, tu padre no era ningún estúpido. Si hubiera estado a nombre de él, la herencia hubiera recaído una parte en tu madre y la otra en ti. Estando a mi nombre, se aseguraba que nadie pudiera manipular ninguna de sus posesiones.

—Por derecho es tuyo, no mío.

—No. Yo simplemente he sido el custodio, esperando un día encontrarte.

—Bueno —intervino Gorka— y las sorpresas no dejan de aparecer.

—No puedo aceptarlo, te lo digo en serio.

—Pues claro que lo harás y ahora me gustaría pedirte un favor. Un gran favor.

—Tú dirás.

—¿Qué te parece si retomas los estudios que un día estuviste obligado a abandonar? Eras un buen estudiante y has dicho en algunos momentos que te hubiera gustado terminar una carrera.

—Sería una pasada, pero… Me gusta mi trabajo. Me siento bien trabajando y además… además está Roberto —se levantó de la cama y caminó de un lado a otro—. Verás, el contenido de esa carpeta, puede cambiar mi vida. Un piso propio, unos terrenos y unos cuantos millones de las antiguas pesetas, pero —nos sonrió—. No lo necesito, sinceramente me siento feliz con lo que tengo. No diré que no a la herencia, aunque de momento prefiero que continúe en esa carpeta encerrada por si un día preciso de ese dinero, pero de momento no quiero que cambie nada en mi vida. Os tengo a vosotros, tengo un buen trabajo y a una persona que me ama —suspiró—. Te nombro mi administrador, ¿aceptas?

—Eres un loco soñador como tu padre. ¡Maldito cabrón! Siento la expresión, pero te pareces demasiado a él y eso me duele.

Se rió.

—No te rías. Él nunca le dio valor al dinero, ni a las posesiones, sino por el contrario se preocupaba que cada día fuera distinto y eso nos aportara felicidad. Tú eres igual —me levanté y le abracé—. Te quiero y te pido que nunca cambies.

—Lo intentaré, pero para ello necesitaré que vosotros no me perdías la pista. Quién sabe, igual un día este chapero de mierda, vuelve a sus andadas.

—Sí, has sido un chapero, un ayudante de hotel, un estudiante encerrado en un internado, un joven con sueños, deseos y sufrimiento, un buen mecánico, pero ante todo, ante todo mi querido Diego, eres un hombre —comentó Gorka y continuó—. Dicen sobre los jóvenes que no saben lo que quieren, que se dejan influenciar por los demás, que tan sólo sueñan con divertirse y que el futuro les importa una mierda. Pero no es así y la prueba está en ti. Claro que existen jóvenes que se dejan llevar, que no les va más que divertirse, que los estudios y el trabajo les resbala, pero no es sólo una cuestión de jóvenes, sino también de adultos. Con tu juventud has demostrado más entereza y madurez que muchos adultos y el gesto que has tenido hace unos segundos, te lo aseguro, me enorgullece sentirme amigo tuyo.

—Gracias Gorka por tus palabras y será mejor que cambiemos de tema, porque esto se va a convertir en un culebrón venezolano y la época de esas series pasó hace ya unos años.

Nos reímos, miré la carpeta y antes de cerrarla le comenté:

—Cuando salga de aquí nos iremos al notario. Quiero que todo esté a tu nombre y no voy a admitir una negativa. Acepto el puesto de administrador y ya pensaré en el sueldo que voy a cobrarte —sonreí—. Invertiré de forma segura este dinero y le sacaremos un buen partido. En cuanto al piso… ¿Por qué no lo aprovechas? No es bueno que un piso esté cerrado. Además, Roberto tiene coche y los dos el mismo horario. Te aseguro que es un piso increíble —le miré de forma socarrona. Sabía que las palabras que diría a continuación le abrirían los ojos—, y además, es un ático con una terraza de cuarenta metros cuadrados.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho?

—Sí. Lo que has escuchado.

—Bueno, pensándolo bien, tienes razón. Un piso cerrado se puede estropear. Acepto el piso, pero sólo porque insistes. No quiero defraudarte y menos estando convaleciente.

—¡Qué perro eres! —Comentó Gorka—. Ya te vale. ¿Qué va a hacer un niñato como tú en un ático en Serrano?

—Vivir con la persona que más quiero y disfrutar de su terraza por las noches. Bueno, si sois buenos, os invitaremos alguna noche a cenar bajo las estrellas.

El teléfono móvil de Diego sonó y descolgó. Estuvo hablando un buen rato. Por las palabras que pronunciaba lo hacía con Roberto. Colgó y se encogió de hombros sonriendo.

—En unos minutos mi niño viene a buscarme.

—O sea, que hoy me toca quedarme a mí —comentó Gorka.

—Sí. Hoy quiero cuidar de otra persona y mañana juntos, emprender una nueva jornada —se arrimó a la cristalera—. Ha sido un gran día, sin duda. Uno de esos días que nadie quiere olvidar —se giró. Los dos le mirábamos—. Odio… Amor, es fácil la elección y saber quién será el ganador.