9

El fin de semana pasó tan rápido como el AVE en pleno trayecto y los días fueron dando paso a otros y así, aquel verano en el que decidimos no tomarnos vacaciones hasta llegar el invierno, pues los dos teníamos proyectado un viaje a Japón, nos iba abandonando. La vida transcurría sin altibajos, aunque muchos viernes llegaba agotado del trabajo. El estrés se acumulaba hora a hora, día a día y sobre todo por la presión que se palpaba en la empresa. La crisis «obligaba» a los directivos a recortar personal y los que nos quedábamos, nos veíamos forzados a realizar el trabajo de quienes eran despedidos. Porque en realidad el trabajo no disminuía, sino que como sucedía en tantas empresas y aprovechando la maldita palabra —crisis— los empresarios abusaban de su poder intentándonos hacer creer que la situación era difícil. Sin duda existía crisis, nadie lo negaba, pero en nuestra empresa no. Entonces, ¿por qué tantos despidos? Contestar a la pregunta resultaba inútil, pues todos sabemos la respuesta y mejor no entrar en materia, porque a la postre, el cabreo lleva a más estrés y el estrés a un mayor agotamiento.

Parecía mentira, que unos meses antes, disfrutara de mi puesto, de mi responsabilidad y ahora, ahora estaba deseando que las horas pasaran para salir de aquella cárcel y de la flagelación a la que éramos sometidos verbalmente. Se había cambiado el látigo de antaño, por las palabras. Pienso que por mucho que duelan unos latigazos, no se pueden comparar a las frases emitidas durante aquellas horas, bajo presión, bajo el yugo de quien antes era casi un amigo, al dictador que las «circunstancias» le habían convertido. Cada latigazo era una frase: «Si esto no cambia, habrá que reducir aún más la plantilla». «No sé qué os pasa, estáis dormidos todo el día». «¿Cómo? Un día libre para… ni lo sueñes, no nos podemos permitir ese lujo». «¡¿Se puede saber que cojones estáis haciendo?!». Hasta enfermar suponía un delito. Incluso aquel ambiente creaba cierta hostilidad entre los empleados. En realidad era lo que se buscaba. Si permanecíamos cabreados entre nosotros, no existía la unión y sin unión, ellos continuarían con más y más presión. ¡Maldita crisis! ¡Cuantos cabrones ha sacado a flote! Como la mierda sobre el agua de un retrete. Lo malo, es que con ellos no se puede tirar de la cisterna.

Sí, estoy cansado, estoy cabreado, estoy de mal humor cuando llega el viernes por la tarde noche. Cuando en realidad debería estar feliz, pero esa sensación sólo comienza cuando por fin desciendo del último metro y me encamino por las calles dirección a casa. Allí me espera Gorka, allí el ambiente huele a limpio, a verdadero, a felicidad, a soñar. Pero que poco dura. Como se hacen de cortos los fines de semana. ¿Por qué las horas no se prolongan un poco más? ¿Por qué el tiempo no se detiene para poder recuperarse y volver a la galera con fuerzas renovadas? No da tiempo, no es suficiente para la mente y el cuerpo esas horas para recobrarse y volver a la carga, bajo la presión de un tambor imaginario, en una galera inexistente y bajo el yugo de un encargado, que cumple órdenes y muy seguramente está más hasta los cojones de todo aquello que nosotros mismos, y mientras tanto, las horas parecen no pasar en aquella oficina. Las malditas manecillas del gran reloj que preside la pared se burla de nosotros. Ni nos atrevemos a mirar por las ventanas, como el sol del mediodía va dejando paso al de la tarde y las horas solares, cada vez se van acortando más. No nos atrevemos a levantar la mirada de nuestra mesa, de nuestras carpetas, de nuestro ordenador, de nuestro rotulador corrector, de la calculadora, de los archivos, del papeleo que parece nunca desaparecer y ordenarse en sus ficheros. No nos atrevemos a mirarnos, a lanzarnos una frase que rompa el ambiente duro que se respira. Porque si levantamos la mirada, si dejamos un segundo nuestro trabajo, si emitimos una frase, daría motivo a un grito proveniente de una mesa alejada que controla todo.

Dejemos de pensar, el último metro, al menos para mí, está a punto de detenerse en la parada deseada. Saldré como alma que persigue el diablo en busca de esa salida, poder respirar y ver los últimos rayos del sol antes de abandonarnos hasta el día siguiente. Pero por fin en la nueva mañana no habrá que trabajar, será sábado, día de descanso, día en que uno se puede levantar más tarde, aunque en realidad, la costumbre de mi mente al horario diario, me hará despertar, aunque resultará un despertar distinto, el olor a Gorka me inundará, lo abrazaré con más fuerza, emitirá un sonido de arrullo donde me dice: «Estoy a gusto… Durmamos un poco más… Hoy es sábado». Y así lo haremos, dormiremos un poco más, abrazados, sintiendo que son las horas para nosotros y nadie ni nada nos las podrán arrebatar.

Se detiene por fin aquel gusano de metal y al igual que yo, varias decenas de personas se precipitan hacia las escaleras mecánicas como huyendo de un enemigo invisible, seguramente, como me sucede a mí, del trabajo, del agobio, de la asfixia contenida en busca de su refugio, del lugar donde pondrán descalzarse, respirar profundamente, aliviarse con una buena ducha, escuchar las palabras de cariño de sus cónyuges, jugar distraídamente con los niños, acariciar al perro y sacarlo a pasear, pensar que en aquellas horas, son libres, cuando en realidad, la libertad, ese preciado don que todos tenemos como derecho, nos es violado y administrado por horas y sabedores de ello, jugamos a sentirnos libres. Se esbozan sonrisas, se piensa en el ocio y en definitiva, esos dos días se vive o al menos, se intenta.

Ahora fuera, contemplo el sol, en su ocaso, pero aún puedo disfrutar de sus últimos rayos. Me azota en el rostro y me dice: «Ángel, no te agobies y goza mientras puedas, olvídate de las horas pasadas y vive las que tienes por delante». Y eso haré. Disfrutar del presente. Es lo único real. El momento y el instante. Nada más tiene sentido, ni razón de ser.

Caminando entre las calles, empiezo a ver gente más relajada. Los que entran y salen de los bares, de las tiendas de moda, del supermercado. Los que sentados en terrazas dialogan, ríen y conversan amigablemente. Los que pasean por el placer de hacerlo, acompañados o solos. Quienes sentados en una escalera apuran una bebida y fuman un cigarro y quien espera, tal vez a la persona que ama, a un amigo o amiga, o simplemente, en su soledad piensa y descansa. Sí, todo tiene su momento y si al llegar el lunes, el estrés vuelve a adueñarse de mí, que lo haga, volverá un nuevo viernes para alejarlo y así el ciclo continuar, hasta que algo lo altere y entonces una nueva chispa encenderá una nueva ilusión.

Respiro profundamente antes de abrir la puerta del portal. La dejó cerrarse detrás de mí y subo en aquel ascensor que me lleva al hogar. Siento de nuevo el calor de aquellas paredes al abrir la puerta y al final del pasillo, donde se encuentra el ventanal del salón, vislumbro a contraluz la silueta desnuda de Gorka que no se ha percatado de mi entrada. La cierro con cuidado, deseo acercarme a él sin hacer el menor ruido, quiero ver su rostro de sorpresa cuando se de cuenta que estoy junto a él. Apenas a dos metros me presiente, se gira y sonríe.

—Buenas tardes, nene —se acerca y me besa—. Estaba disfrutando del calor que aún hace a estas horas. Pensaba que después de cenar, podríamos salir a tomar una cerveza o una copa a una terraza.

—No es mala idea. Nos vendrá bien a los dos. Cenaremos, daremos una vuelta para bajar la cena y nos tomamos una copita tranquilamente en una terraza de la plaza de Chueca o en Vázquez de Mella.

—Perfecto. ¿Me ayudas a preparar la cena?

—Claro, pero antes déjame que me dé una pequeña ducha.

—Bien. Yo iré preparando las cosas y no te duermas debajo del agua.

Me duché rápido y con más premura me sequé. Mis pasos me llevaron hasta la cocina donde Gorka ya estaba vestido con su delantal, cogí el mío y los dos nos pusimos a preparar la cena que pronto sació nuestro apetito. Como habíamos sugerido, nos vestimos con un pantalón corto y una camiseta, nos calzamos las deportivas y salimos a pasear. El sol había dejado paso a las estrellas, que aún con la contaminación lumínica algunas se dejaban ver. La temperatura era sumamente agradable y tras internarnos entre calles, cruzando entre unas y otras, como pasillos de un laberinto, llegamos hasta la plaza de Chueca. Conseguimos encontrar una mesa libre. La plaza estaba abarrotada de gente, en las terrazas, en los bancos, a la entrada de la boca del metro, sentados en las escaleras y contra las paredes de los diferentes bares, sin olvidar los que pasaban buscando un destino determinado, tal vez en un pub o en alguna de aquellas casas, cuyas ventanas permanecían abiertas y donde desde algunos balcones, sus propietarios se encontraban apoyados mirando el gentío que abajo se movía.

Pedimos dos jarras de cerveza con limón y permanecimos en silencio durante un buen rato, disfrutando del descanso y de la quietud casi total de nuestros cuerpos sobre aquellas sillas de metal. Ajenos a las conversaciones mantenidas en otras mesas cercanas a la nuestra, a las risas e incluso a los gritos que algunos proferían.

El calor de la noche desinhibía a muchos de los que se encontraban en el corazón de la plaza, estuvieran sentados, de pie o caminando de un lado a otro. Camisetas de tirantes, algunas con cuellos tan desbocados que medio pecho quedaba al descubierto, luciendo torsos y brazos esculpidos en gimnasios, al igual que las piernas torneadas y mostradas en aquellos pantalones cortos, a diferentes alturas según el gusto de cada uno. Los más atrevidos se desprendían de las partes de arriba, exhibiendo el bronceado que días anteriores, en sus vacaciones o tal vez en las horas de piscina, habían logrado y confería a la piel un aspecto más sensual y saludable. Me gustan las pieles blancas, pero una bronceada brillando por el suave sudor que el cuerpo produce en algunos momentos, me excita y provoca unas sensaciones muy distintas.

En aquella plaza se respiraba vida, energía que emanaba de todos aquellos hombres y mujeres. De las miradas que unos se dispensaban a otros, de las manos que se encontraban y entrelazaban en un acto natural, de las palabras que no llegaban hasta otros oídos que no fueran los deseados, de cuerpos buscando provocar como las aves de colores en el paraíso, en busca de su pareja o del ser con quien compartir un momento de placer en aquellas horas o durante la madrugada en un lecho que les protegiera. Amor, amistad o simple placer, rodeaba como una estela sutil y misteriosa el espacio en el que nos encontrábamos. Respiré profundamente y sonreí. La vida me hacía sonreír y aquel estado era vida pura.

—¿Vas a permanecer en silencio toda la noche? —preguntó Gorka mientras se llevaba la jarra a los labios.

—No. Simplemente observaba que en este lugar, parece que las preocupaciones de cada uno se han desvanecido.

—Y así es. Es tiempo para olvidar y reencontrarse con uno mismo. En eso consiste el descanso y en estas horas, es cuando recuperamos nuestra verdadera consciencia y actuamos en base a ella.

—Mi Gorka filósofo. Me gusta esa faceta.

—No te burles, pero es cierto. Cuando salgo de mi trabajo me despreocupo de todo, simplemente busco hacer lo que deseo, lo que en ese momento me pide mi mente y mi cuerpo. Por eso tal vez me gusta estar desnudo como a ti. Cuando llego a casa y me despojo de toda la ropa, soy yo mismo. Nada que interfiera entre el cuerpo y el ser. Es entonces cuando se pone en práctica esa palabra mágica y que durante determinadas horas nos privan de ella: libertad.

Cerré los ojos mientras Gorka emitía aquellas palabras. Cerré los ojos y respiré profundamente y volví a sonreír. Cerré los ojos y me dejé llevar por el aroma del ambiente, del calor y de las presencias que en mi derredor se movían. Cerré los ojos y di gracias por tener junto a mí alguien tan especial como Gorka.

—¿Por qué sonríes?

—Porque te amo y amo la vida.

—Buena respuesta, por un instante creí que te burlabas de mis palabras.

—No. Imposible de hacerlo. No podría mofarme de esas palabras dictadas por los sentimientos y es por ello por lo que te amo más cada día.

—Me parece muy bien. Quiero ser digno de tu amor.

—¿Has comido hoy palabras del diccionario?

—Eres un cabrón. Déjate de tonterías y bésame.

Me tomó por el cuello y acercó mi boca a la suya. No me ruboricé ni hice el menor gesto de detenerlo. A mí también me apetecía besarle y al sentir el calor y humedad de sus carnosos labios, me estremecí. Duró unos segundos, pero su sabor se fundió por todo mi ser.

Aquel momento especial se dispersó cuando sonó el móvil. Me encogí de hombros y lo saqué del bolsillo del pantalón. Miré el nombre:

—Es Diego.

—Ese chico necesita un novio —sonrió.

Moví la cabeza de lado a lado sonriendo por la ocurrencia de Gorka.

—Dime Diego… No, no estamos en casa. Hemos salido a dar una vuelta y estamos en la plaza de Chueca tomando una cerveza… Claro nene. Aquí te esperamos.

Guardé el teléfono en el bolsillo.

—No me lo digas. El chico se viene a tomar una cerveza con nosotros.

—¿Cómo puedes ser tan inteligente?

—No lo sé. Es algo innato en mí. No le doy tanta importancia, siempre lo he sido —contestó socarronamente.

—Ya me doy cuenta y tampoco tienes abuela.

—No. Es una pena, las perdí siendo muy niño.

—Pues no seré yo quien pondere tu ego.

—Aunque no lo creas, lo haces estando junto a mí.

—Eso merece un brindis.

Levanté mi jarra y esperé a que él hiciera lo mismo. Chocaron entre sí y luego tomamos un trago.

—¿Qué celebráis?

Miré a la persona que preguntaba, aunque no era necesario, su voz ya era familiar.

—Brindamos por la vida, amigo Diego ¿Te apuntas?

—Claro —contestó sentándose.

Pedimos al camarero tres nuevas jarras y Diego se precipitó en pagar.

—Ahora quiero brindar yo con vosotros, no sólo por la vida, sino por el amor.

—Tanta euforia… ¿A qué se debe? —preguntó Gorka.

—Estoy enamorado y…

—Cuenta. No se te ocurra dejarnos así ahora. ¿Es el mecánico del que nos hablaste un día?

—Sí —sonrió—. Y a él también le gusto. Es algo que he mantenido en secreto estas semanas porque siempre he pensado que hasta que una cosa se logra, no se debe de contar. Una superstición tonta.

—No —sonreí—. Pero dinos, ¿cómo pasó?

—Veréis —nos miró y levantó la jarra. Brindamos con él y dio un buen trago. Cogió un cigarrillo y lo encendió. Nosotros hicimos lo mismo—. Veía que él me miraba mucho y siempre intentaba estar cerca de mí cuando teníamos un rato libre o a la hora de la comida, hablábamos mucho y me hacía reír constantemente. Aunque yo también le hago reír a él y no veas las carcajadas que suelta.

—Continúa, no desvíes el tema —intervino Gorka.

—Tenemos la suerte de estar en el mismo turno y una noche cuando cerramos me invitó a tomar una cerveza. Por supuesto que acepté y allí estábamos los dos, sentados en una terraza bebiendo y comiendo unas tapas que pidió. En un momento determinado, después de dar una calada a su cigarrillo, se quedó mirándome fijamente.

—En qué piensas para mirarme así —le pregunté.

—En algo que no sé cómo decirte para no molestarte.

—Suéltalo. Las cosas son mejor sacarlas, liberan a uno.

—Simplemente que me gustas. Me siento muy bien contigo y…

—¿Eres gay?

Se mantuvo en silencio un par de minutos. Bajó la mirada y tomó la cerveza. Dio un buen trago y luego dos bocanadas al cigarrillo consumiéndole por completo. Cogió otro, lo encendió y volvió a mirarme.

—Sí, lo soy. Espero que no te moleste, pero tenía que decírtelo.

—Me gusta que la gente sea sincera —le sonreí y apreté la mano que mantenía encima de la mesa, buscando que se relajara, pues hasta el cigarro temblaba—. Yo también lo soy y si te digo la verdad, tú también me gustas e intuía que eras gay.

Suspiró profundamente. Cerró los ojos durante unos segundos y abriéndolos de nuevo sentí una mirada profunda y llena de calor.

—Pues sí, tío, me gustas. Desde el primer día que entraste al taller vi en ti algo especial y luego todo este tiempo en el que hemos compartido trabajo y conversaciones… Me siento muy bien contigo.

—Ese sentimiento es mutuo. A mí también me gustas.

Giró su mano y apretó la mía:

—No sabes lo feliz que me haces tío. Quiero ir despacio, quiero que sigamos conociéndonos y comprobar si…

—Yo quiero hacerlo contigo esta noche. Si tú quieres.

—¿Estás seguro? Yo no quiero follar contigo así porque sí. Me haces más que feliz…

—No digas nada. Vallamos a tu casa y empecemos a conocernos un poco más. No puedes imaginarte la de sueños que he tenido contigo despierto.

—No me lo puedo creer —sonrió—. No me puedo creer que sea cierto. Yo también he soñado las mil formas de explicarte lo que sentía.

—Ya ves que no ha sido tan difícil. ¿Nos vamos?

Aquella noche fue la primera noche. Resultó perfecta y me quedé a dormir. Por la mañana nos levantamos juntos, nos duchamos, nos vestimos y juntos comenzamos la jornada de trabajo. Disimulamos todo lo que pudimos, pero de vez en cuando nuestras miradas se encontraban y sonreíamos. Nadie se daba cuenta de lo que estaba sucediendo. Todos estábamos lo suficientemente ocupados y además, en qué mente puede concebirse que dos machos mecánicos se líen entre ellos —nos sonrió—. Todo continuaba de la misma forma. Ya era normal para los demás que comiéramos juntos, que hablásemos entre nosotros y que lanzáramos sonoras carcajadas.

—Así que por eso estos días que nos hemos visto, te ibas tan rápido.

—Sí —sonrió de nuevo—. Desde aquel primer día he estado viviendo en su casa y me ha propuesto que deje la habitación que tengo alquilada. No es normal que esté pagando por una habitación que no utilizo.

—¿No vas demasiado deprisa? —pregunté.

—No lo sé Ángel, no lo sé. Lo que tengo claro es que me gusta, que me hace reír, que me siento bien junto a él, que haciendo el amor existe mucha química entre los dos. Creo que por fin me he enamorado. Os lo digo de verdad… Con él todo es diferente y…

—Por la bolsa que llevas, significa…

—He venido a buscar algo de ropa para cambiarme. Mañana no trabajamos. Es fiesta en el barrio.

Gorka me miró y en sus ojos interpreté lo que estaba pensando. Asentí con la cabeza.

—Así que mañana no trabajáis. Nosotros teníamos pensado ir al pantano o a la Pedriza. Quedan pocos días de verano y hay que aprovecharlos. ¿Os animáis a venir con nosotros?

—Sería fantástico. Le he hablado mucho de vosotros y él también es nudista. Todo el día está en bolas en casa, como vosotros.

—Bien, pues entonces a las diez en casa. Iremos en mi coche, si no os importa.

—No, mejor —sonrió mientras se levantaba—. Quiero que le conozcáis y me digáis sinceramente que opináis de él.

—Si lo has elegido tú —comenté—, nadie tiene porque opinar —suspiré—. Lo importante es que seáis felices juntos.

—Te aseguro Ángel, que hacía mucho tiempo que no me sentía así. Necesito que dure, que él…

—Tranquilo cachorro —intervino Gorka—, deja que el tiempo transcurra y mientras tanto, disfruta del momento.

—Gracias —nos miró y nos besó a los dos—. Os quiero mucho. De verdad, sois… Sois como mi familia.

—Nosotros también a ti —comenté—. Venga, vete, que tú Romeo te espera.

Diego cogió la bolsa y girando el brazo la colocó por encima de hombro. Con paso rápido se internó en la boca de metro.

—Así que habíamos pensado ir al pantano o la Pedriza —comenté mirando a Gorka.

—Sí. Lo hablamos antes, ¿no te acuerdas? Que pena, tan joven y ya te olvidas de las cosas —movió la cabeza mientras tomaba un trago de su jarra.

—Serás cabrón.

—Interpretaste muy bien la mirada que te lancé. Es una buena oportunidad de conocer a ese tío y saber…

—Pareces un papá.

—Ese chaval me gusta. Es un buen chico y sus jefes están encantados con él. Te diré algo que él aún no sabe, pero ya tiene un nuevo contrato por firmar. Mi amigo me ha dicho que se toma muy en serio su trabajo.

—Me alegro. Sí, como él ha dicho, las cosas empiezan a cambiar. Un trabajo asegurado y un principio de algo que puede resultar interesante.

—Y no te olvides de que tiene dos ángeles custodios.

—Uno al menos de nombre —sonreí—. Sí, le protegeremos sin que él lo sepa, hasta que pueda volar de nuevo solo.

—Con respecto a volar, querido mío, ese sabe volar mejor que nosotros.

—Ya me entiendes.

—Por supuesto. ¿Qué te pareces si levantamos el culo y nos vamos a casa? Me apetece estar pegado a ti y descansar. Mañana salimos pronto de paseo.

Nos levantamos, caminamos despacio entre aquellas calles, disfrutamos del ambiente de la gente que poco a poco iban llenando los locales, y nos internamos en el hogar.