8

La semana transcurría entre el trabajo, los viajes de ida y vuelta, el pasado y el maravilloso presente. Un trabajo que me mantenía ocupado durante ocho horas que sumadas al trayecto entre ir y venir se convertía en casi diez, y en esas casi dos horas, nuevos recuerdos del pasado brotaban en mi mente como deseando ser desempolvados y ocupando, ordenadamente, algún lugar de la mente donde debían permanecer para siempre.

Aquellos meses Luis se encontraba inquieto. Sus sueños eran alterados por pesadillas, pesadillas que jamás había tenido. Luis era de los que cuando tocaba la cama, si estaba cansado y no manteníamos sexo, se quedaba dormido como un bebé abrazados el uno al otro. Pero desde que inseminaran a su mujer en un hospital de Estados Unidos parecía que su espíritu se revelaba. Se despertaba empapado en sudor. Lo tranquilizaba entre mis brazos y de nuevo volvía a quedarse dormido. Me preocupaba su estado y estuve a punto de sugerirle que visitara a un médico. En cambio opté por distraerlo. Los fines de semana salíamos a cualquier lugar que se me ocurría y fuera de casa parecía sentirse mejor, aunque deseaba estar en ella, decía que nuestra casa, era el lugar en el que se sentía más protegido. Dejamos de salir por las noches salvo aquellas en que el grupo continuaba con sus actuaciones. El escenario también le servía de catarsis. Se transformaba en el Luis de siempre. Cuando bajaba de él, empapado en sudor, con el corazón acelerado por el esfuerzo del baile, siempre sonreía y cobraba la esperanza que pronto todo pasaría.

Pasados los nueve meses, recibió la noticia de que Esther estaba en el hospital. Acudió como un buen padre al alumbramiento de su hijo y aquel pequeño fue la chispa que despertó en él de nuevo toda la ilusión por vivir. Sí. No existía amor entre Esther y él, pero aquel pequeño, aquel bebé, despertó un amor inimaginable.

Las noches, durante los primeros meses las pasaba junto a Esther y el pequeño. Ella creyó que era el momento en que recuperaría a su marido, pero muy lejos de la verdad. Él no la amaba, amaba al hijo fruto del desamor pero sabedor de que en sus genes, estaban los suyos. Intentó por todos los medios que yo conociera al pequeño, pero su empeño fue inútil. El niño siempre estaba custodiado, como si de guardaespaldas se tratase por su madre o sus abuelos. Nunca me pude acercar a él y la verdad que hoy es el día en que siempre soñé con mirarlo a los ojos y ver el reflejo de su padre. Soñaba que se pareciera a él y que en su pequeña mente, que crecía día a día, no existiese un atisbo del sufrimiento que rodeaba su entorno.

Me sentía solo en casa. Cada tarde noche al regresar del trabajo, encontraba la casa vacía. Anhelaba su presencia, pero era consciente de los cambios y los asumía como tal. Disfrutaba viéndole feliz. Hablándome del pequeño, de cómo jugaba con él, de sus primeros pasos y palabras. Era un padre feliz. Babeaba con cada gesto que de él emitía.

Cuando cumplió los cinco años y viendo Esther que su marido seguía sin hacerle caso, otra condena cayó sobre Luis. La muy arpía junto con los padres de Luis internaron en uno de los mejores colegios al pequeño. Ya no estaría con él a diario, tan sólo en Navidad, Semana Santa y los dos meses de verano. Aquella mujer debió de detectar el cariño entre padre e hijo, pues estaba más que seguro que ella no le proporcionaba el amor que Luis le entregaba a su hijo. Aquel hijo significaba para ella el eslabón que creía necesario para atrapar a su marido. Pero Luis era fuerte en sus principios y en el amor de verdad. Creía en el amor, en la amistad, en el afecto y ninguno de ellos estaba destinado a ella. Para él, Esther significaba la codicia y la prepotencia que tanto desdeñaba. Seguro que tenía virtudes, pero a él no se las había mostrado nunca, sino todo lo contrario.

En algunas ocasiones les veía pasear por el Retiro. En realidad, yo sabía a qué horas salían y procuraba perderme entre la marabunta y como un espía, contemplar sus movimientos. Luis conocía de mis acciones, pues se las contaba y se reía a carcajadas, luego se quedaba muy serio y me comentaba que soñaba con poder presentármelo, pero que resultaba imposible. Desde lejos, entre los árboles, padre e hijo corrían y reían, cayendo sobre la hierba, mientras aquella mujer, se mantenía erguida, sentada en un banco, sin inmutarse. Contemplándose en el espejo que sacaba del bolso o abanicándose con ese aire de orgullo fingido.

Con las estaciones y entre vacaciones y vacaciones, el niño iba creciendo y los juegos antes infantiles, ahora se transformaban en paseos en bicicleta de ambos o cuando en aquellos días de verano, teniendo unos diez años, le enseñó a patinar.

Luis siempre tan paciente para todo, no tenía prisa para enseñar a su hijo cualquier disciplina. Se notaba el amor que entre los dos se tenían. Algunas veces, en aquellas tardes de verano, se sentaban los dos sobre el césped, con una lata de refresco entre las manos, sin sus camisas, con los pantalones cortos y los patines puestos. Los dos frente a frente y aquel jovencito escuchando a su padre y aquel padre contestando a las preguntas que su hijo le hacía sobre todas las cosas que le inquietaba. Nunca lo vi fumar delante de su hijo, detalle que además de sorprenderme, ya que a Luis le gustaba mucho fumar, consideré todo un gesto hacia el chico.

Cuando se retiraban del parque, ya cayendo la tarde, ellos dos siempre iban detrás de Esther. Los dos abrazados o continuando con sus conversaciones. La mirada de Luis era de pura ternura, de ese amor de padre que algunos emanan por sus poros.

Cuantos momentos, como un vulgar ratero, viví contemplándolos y disfrutando de la felicidad que Luis sentía junto a su hijo. Momentos que se duplicaban cuando al llegar a casa, algunos días, no dejaba de hablarme de él: de lo que crecía día a día, de lo inteligente que era, de sus preguntas, de su inquietud para saber más y más y de lo cercanos que se sentían el uno junto al otro.

Desde el momento en que llegaban las vacaciones, Luis volvía a casa con Esther y el niño, mientras que el resto del año lo pasábamos juntos. Cuando regresaba al internado, Luis no pasaba ni un minuto en la otra casa. El odio crecía día a día entre ellos, algo que en cierta medida, me desesperaba, pues el odio sólo puede generar odio, y éste no se detiene por mucho que se desee.

Los recuerdos cesaban cuando salía del tren o del metro. Los recuerdos dejaban paso al presente cuando los pies tocaban de nuevo el asfalto de la ciudad, del centro, rodeado de edificios emblemáticos que nos observan día tras día, imperturbables, infranqueables, con la serenidad que les otorga la experiencia de los años y de la cultura que han absorbido de quien han deambulado y fijado su residencia, por algún tiempo, en sus interiores.

La casa había adquirido un nuevo olor, el de Gorka. Algunas de sus pertenencias ya ordenadas en los armarios y estantes, conferían un nuevo diseño al hogar, que sería de los dos. Un hogar tantas veces deseado ser compartido y donde las ilusiones fluyeran libres por sus huecos y recovecos. Por cada una de las estancias y que al abrir las ventanas gritasen al exterior que allí se estaba forjando una nueva historia. Sí, Gorka me hacía recobrar la sensación de volver a unos años perdidos, porque en realidad no pude olvidar al amor arrebatado.

La semana había pasado rápida y por fin había llegado de nuevo el viernes. El primer día en que Diego comenzaría su nuevo trabajo. No lo había llamado durante la jornada, prefería que estuviera relajado y a lo suyo. Seguramente, volver a aquel trabajo que ya conocía, le provocaría cierto nerviosismo, primero por querer quedar bien ante sus nuevos jefes y luego ante nosotros. De momento le habían contratado por dos meses, sustituyendo a dos de los empleados que se tomarían vacaciones uno detrás del otro. Pero era un principio y Gorka estaba seguro, que si en aquellos dos meses demostraba ser válido para el puesto, se quedaría.

Abrí la puerta de casa. Un olor agradable llegó hasta mí proveniente de la cocina. Cerré los ojos y aspiré profundamente antes de cerrar la puerta. Dejé que aquel aroma se adueñase de mis sentidos. Siempre me había gustado sentir el calor de un hogar al abrir la puerta de casa. Ese calor y olor de que está habitada antes de entrar, que existe vida en su interior y esa vida donde más se reflejaba es en las esencias que emana una cocina. Cerré la puerta.

—Ya he llegado.

Gorka salió con tan sólo un delantal puesto y un paño de cocina secándose las manos. Con su eterna sonrisa me besó los labios.

—Estoy preparando costillas al horno con una salsa dulce. Te vas a chupar los dedos.

Se giró de nuevo regresando a la cocina. Me hizo sonreír la desnudez que no tapaba aquel mandil por la espalda. Mostrando su fornida espalda, sus nalgas y las piernas que me encantaban. Me dio tiempo a propinarle un azote y se volvió:

—No toques el postre, que aún no está preparado.

—Ese postre… Ese postre está más que en su punto. Pero como siempre, hay que saber disfrutarlo en su momento y sin prisas —le sonreí—. Me voy a dar una ducha y te ayudaré.

Bajo el agua que se derramaba por todo el cuerpo llegaba el descanso deseado tras la semana de trabajo. Agua que no limpiaba sólo mi piel, sino la liberaba para los dos cortos días que podría disfrutar junto a Gorka. Levanté la cabeza y dejé que las miles de gotas golpearan mi rostro y sonreí. Sí, el fin de semana resultaba corto, pero intenso cuando ambos estábamos juntos.

—¿Piensas terminar con el agua de todo Madrid? —me gritó.

—No. Ya salgo.

Cerré el grifo. Salí de la ducha y tomé una toalla secándome. Me observé en el espejo tras liberarlo del vaho. Contemplé mi rostro y acaricié su piel. Gorka tenía razón. Aparentaba ser más joven de lo que en realidad era. La naturaleza estaba siendo benigna conmigo. Apenas existían arrugas en aquella piel y se mantenía aún firme y tersa.

—¿Qué haces? —escuché la voz de Gorka tras de mí.

—Nada.

—Continúas obsesionado con la edad. No lo entiendo —se acercó por detrás y ambos nos reflejamos en el espejo—. ¡Mírate! ¡Pero fíjate bien! —Agarró mi cabeza con sus manos—. ¿Qué ves? Es una pregunta sencilla y que no volveré a repetirte.

Gorka no estaba bromeando. Sabía lo que deseaba que le contestara. Mi puñetera obsesión por la edad y él empecinado en que ésta no tenía importancia. Algunas veces yo también me lo planteaba, pero otras… Cuando uno ve que los años van pasando o tal vez, es por esos años perdidos o dejados de lado, por no querer volver a sufrir reabriendo viejas heridas cuando alguien entra de nuevo en nuestras vidas. Era cierto, unos segundos antes de entrar él en el cuarto de baño, contemplaba mi rostro y por primera vez en mucho tiempo, me detenía ante la imagen mostrada viendo la realidad y no lo imaginado. No me sentía mayor, al menos físicamente y últimamente tampoco mentalmente. Entonces, ¿qué era lo que me preocupaba? Gorka me amaba, me lo demostraba día a día y yo dudaba de mí, creando sombras entre los dos. No. Desahuciaría toda duda que pudiera crear algún malestar entre los dos. Él no se lo merecía y yo… Yo tampoco.

Sonreí al espejo mientras mis ojos se fijaban en los suyos, que permanecían interrogantes esperando una respuesta. Aquella sonrisa se la estaba otorgando pero él esperaba los vocablos que llenasen el silencio que se creara tras su pregunta. Era testarudo cuando creía en algo y cuando pensaba tener la razón. Permanecía inmóvil, con sus fuertes manos apretando los laterales de mi cabeza y con aquel rictus que le impedía incluso pestañear. Me sentía orgulloso de él y a partir de ese día se lo demostraría confiando más en mí.

—Veo el rostro de la persona que ama a quien lo sujeta.

—Me vale como respuesta y espero que mientras has estado pensando te des cuenta que yo también te amo a ti. No hay más preguntas que hacerse, ni más miedos que echarse a las espaldas. Vivamos nuestra aventura, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —me giré y tomé su cara con mis manos—. Gracias por creer en mí, porque de este modo me estás liberando día a día de mis cadenas —le besé en los labios.

—Deja las cadenas para los fantasmas, que desgraciadamente hay muchos en nuestra sociedad —me devolvió el beso—, y ahora vayamos a cenar que tengo un hombre de lobo y las costillas están que te cagas de buenas.

—Pondré la mesa —comenté mientras salíamos del cuarto de baño.

—Ya está todo puesto, sólo falta que nos sentemos a cenar.

—Tengo el mejor novio que uno puede soñar.

Me miró levantando una de sus cejas y sonrió con gesto picarón.

—Eso me ha gustado. Digan lo que digan, el romanticismo nunca pasará de moda y si un heterosexual llama novia a su chica y ella le llama novio, ¿por qué dos gays no pueden ejercer el mismo derecho a dichas palabras? Me gusta que me llames así, pero no lo limites a la intimidad.

—No lo haré —le abracé por detrás—. Eres mi novio, eres mi chico, eres… Un cabrón que me tiene cautivado —besé su cuello y se estremeció.

—Si sigues así, comeremos el postre antes del costillar.

—No. Hoy me apetece tener una larga sesión. Necesito de tus caricias, de tus besos, del tacto de tus manos, piernas, cuerpo, labios… Quiero sentirte profundamente demostrándonos lo que nos amamos —suspiré—. Si supieras el bien qué has traído a mi vida con tu aliento cálido y natural.

—Es mutuo, te lo puedo asegurar. Aquella noche me rescataste de la soledad.

Me separé de él y le azoté la nalga derecha.

—Cenemos, que yo también tengo hambre.

Ya sentados en la mesa, las conversaciones se iban alternando entre lo que el uno había hecho durante la jornada y como era natural, salió a relucir Diego y su primer día de trabajo. Ni Gorka ni yo sabíamos nada, aunque claro, aún era pronto. El taller cerraba a las 22:00 horas y apenas pasaban diez minutos de dicha hora.

Como si aquel joven leyera nuestros pensamientos, antes de finalizar la cena, el telefonillo de la casa sonó.

—¿Qué te apuestas a que es Diego? —le pregunté a Gorka mientras me dirigía a la puerta.

—Seguro. Menos mal que hay costillas de sobra. Así podrá cenar.

A los pocos minutos se encontraba contándonos con toda clase de detalles el día que había tenido. Se movía de un lado a otro por el salón gesticulando y sonriendo. Su piel olía a gasolina y grasa y en sus manos se vislumbraban algunas pequeñas manchas de la grasa que no había podido eliminar, tal vez por las ganas de salir y venir a contarnos su primer día.

—Por lo que intuyo, te has divertido —comentó Gorka—. Siéntate a la mesa y cena.

—Tengo un hambre que devoraría un león.

—Un león no tenemos como menú, pero unas buenas costillas sí —intervine.

Se sentó a la mesa y Gorka le sirvió. Al tomar la primera costilla con las manos contempló las manchas sobre sus dedos y uñas.

—No te preocupes —le sonrió Gorka—. Son gajes del oficio. Cena tranquilo y luego te das una buena ducha.

—Ha sido genial. Os lo digo de verdad. Los coches siempre me han gustado y estar en contacto con ellos… Es… —nos miró a los dos frunciendo el ceño y sonriendo—, como un buen orgasmo.

—Qué peligro tiene este tío —comenté—. Cualquier día le pillan haciéndoselo con el tubo de escape.

Lanzó una fuerte carcajada, comió una de las costillas y volvió a mirarnos.

—Me encanta el trabajo y creo que le he gustado al jefe —miró a Gorka—. Me gustaría que de una forma… Ya sabes… Le preguntases por mí.

—Sí. Ya lo tenía en mente. Dejaré que pase mañana sábado… ¿Trabajas mañana?

—Sí, hasta las dos.

—Perfecto. El lunes le llamo y le digo que qué impresión tiene del novato.

—Yo no soy ningún novato y hoy lo he demostrado.

—Come tranquilo. Ya nos contaras más batallitas.

Agachó la cabeza y devoró, porque aquello no era comer. Tenía hambre el condenado y nosotros nos miramos sonriendo. Sí, estaba feliz y sentí una emoción muy especial en mi interior. Aunque sonara extraño, habíamos sacado un chico de la calle y le aportamos un poco de seguridad, del resto, se ocupaba él y estaba más que convencido que lo iba a conseguir.

Terminamos de cenar casi en silencio. Diego se había tomado muy en serio lo de comer y que luego habría tiempo para otras cosas. Finalizada la cena se dejó caer contra el respaldo de la silla.

—Estoy agotado. Ahora es cuando siento el cansancio.

—Dúchate si quieres —comenté mientras me levantaba para recoger la mesa.

—Sí. Necesito una buena ducha.

—Ya sabes donde están las toallas y si necesitas algo, nos lo pides —continué.

Se levantó dirigiéndose al baño mientras Gorka y yo despejamos la mesa llevándolo todo a la cocina.

—Las costillas estaban deliciosas. Eres un buen cocinero.

—El postre lo tomaremos más tarde de lo pensado —me murmuró a la oreja y luego se rió.

—Las cosas cuanto más se hacen desear, más se disfrutan.

—Pues te toca fregar los platos. Así que disfruta con la tarea que yo me voy a fumar un cigarro al salón.

—¡Serás cabrón!

—No, eso sí que no. Yo he estado cocinando casi toda la tarde, así que hoy friegas tú.

—Tienes razón.

Fregué todo, recogí la cocina. Diego entró desnudo a por unos hielos para las copas. Aquella actitud me resultó agradable. Su desnudez natural, entrando y saliendo por las diferentes estancias de la casa, me provocaba la sensación de que se sentía a gusto entre nosotros. No había nada extraño en tres tíos desnudos en la misma casa, aún siendo los tres gays. A los tres nos gustaba estar desnudos y los días eran tan abrasadores que cualquier prenda molestaba. Entré al salón y Diego estaba preparando las copas mientras Gorka se encontraba tumbado sobre el sofá fumándose su cigarrillo.

—Bonita estampa —comenté—. ¿Te parece bien estar todo tirado en el sofá?

—Sí —contestó mientras daba una calada—. Estoy muy cómodo así y cuando Diego me dé la copa, será el momento perfecto.

Diego sonrió, me entregó un vaso con la bebida y llevó el otro a Gorka.

—La verdad que momentos como estos son los mejores. Después del duro trabajo y una buena cena, nada como descansar con una copa, un cigarrillo y una buena conversación entre amigos.

—Estoy de acuerdo contigo Diego —asentí mientras levantaba las piernas a Gorka y tras sentarme las colocaba encima de mí.

Diego se asomó a la ventana, respiró profundamente, se giró y antes de sentarse se quedó mirando una de las fotografías que reposaban sobre el mueble del salón. Se acercó y la tomó entre sus manos.

—¿Quién es el que está en la foto contigo? —me preguntó sin volverse.

—Mi primer gran amor. Creo que ya te he hablado de él.

Dejó el portarretratos en su sitio y se sentó en el sillón.

—Dicen que el primer amor, se recuerda toda la vida.

—Sólo he tenido dos amores en mi vida. Es cierto que han existido otros hombres que me han dejado su huella, pero te aseguro que enamorarme… Sólo dos veces en la vida: de Luis y… —miré a Gorka— de este elemento que está aquí tumbado.

—Disculpa. Tal vez…

—No te preocupes —sonreí—. Gorka sabe todo lo relacionado con Luis y también es consciente de que jamás lo olvidaré. Luis representó el descubrimiento del amor. Fue la persona con la que conecté desde el primer instante que nos conocimos y que pese a las circunstancias que rodeó nuestro amor, jamás dejamos de querernos. Nuestra historia es de esas historias cargadas de momentos imborrables, porque Luis… Luis era único. Su forma de enfrentarse a la vida fue…

—Lo siento. Te he puesto triste y no era esa la intención. Si lo llego a saber no te hubiera hecho la pregunta.

—No. Está bien. Ya he llorado tanto su ausencia que ahora lo que deseo es reír junto a la persona que ha despertado en mí de nuevo las ilusiones perdidas.

Gorka me sonrió y dio un trago de su copa.

—Cada historia de amor tiene sus momentos, pero la vuestra fue muy intensa. Amar como os amasteis en aquella época es de valientes, y enfrentaros como os enfrentáis a todo, memorable —comentó Gorka

—Valiente, audaz, osado, intrépido y todo lo que se pueda decir, lo fue Luis. Se enfrentó a la sociedad y a la familia con gallardía y con la cabeza muy alta. Nunca renegó de lo que era ni de lo que sentía y por otro lado, se autoculpaba de las acciones que no le atañían, siendo producto de mentes que no le dejaban vivir su propia vida. Vivió como quiso vivir, sin hacer daño a nadie, respetando a todos, aunque a él no le respetaran y por el contrario, pagó por ello un precio muy caro, que jamás podré perdonar a la sociedad y al destino.

—El destino no tiene la culpa, cada uno tiene el suyo trazado —intervino Diego.

—Sí. Tal vez tengas razón. Pero el destino fue injusto…

—Cambiemos de tema —sugirió Gorka—. ¿Os apetece ir este fin de semana a la Pedriza? Hace demasiado calor para quedarse en la ciudad.

—Conmigo podéis contar el domingo. Mañana trabajo —se quedó pensativo unos segundos, dio una calada al cigarrillo y expulsó el humo con suma tranquilidad—. Qué bien suenan esas palabras. Por fin trabajo de día.

—¿Cuál es tu horario?

—La jornada es de siete horas de lunes a viernes, en dos horarios: mañana y tarde y luego los sábados cinco horas. Esta semana estoy de tarde, entro a las dos y salgo a las nueve y la próxima entro a las siete y salgo a las dos.

—Mejor que el horario sea continuo —comenté—. Yo estoy cansado de que la jornada se parta para la hora de la comida. Es como si trabajaras una hora más. Por eso me encanta cuando llega el verano y tenemos la jornada seguida, ya que también recuperamos algunas horas extras que hemos trabajado en invierno, saliendo antes.

—Lo mejor de este trabajo es que tenemos 45 minutos para comer y no son recuperables.

—Mi amigo es un buen jefe. Por eso sus empleados están tan contentos.

—Así que el lunes te toca madrugar —comenté.

—Sí. Me ha resultado muy corta esta semana —se rió—. Pero si te digo la verdad, no me importa madrugar. Siempre he pensado que madrugando se vive más el día. Me recuerdo de mis tiempos de estudiante.

—¿No te gustaría volver a estudiar? —preguntó Gorka.

—No me lo planteo y menos ahora teniendo un trabajo. Me encantaría poderme quedar ahí después de las sustituciones. El ambiente es muy bueno. Los compañeros son geniales. Pero bueno… Dejemos que pase el tiempo y ya veremos.

—Sí, y hablando de pasar el tiempo —miré el reloj—. Va siendo hora de recogerse a la cama.

—Sí. Tienes razón. Yo mañana tengo que currar.

Diego se levantó y dejó el vaso sobre la mesa. Gorka y yo nos miramos.

—¿Por qué no te quedas? —Pregunté—. Mañana te puedes levantar e irte directo al trabajo.

—No, prefiero ir a casa. Si queréis me quedo mañana y así salimos hacia la Pedriza juntos.

—Buena idea —comentó Gorka levantándose de golpe del sofá—. Sabes que eres bienvenido a esta casa y que no tenemos que invitarte a quedarte. La habitación de invitados es tu habitación cuando lo desees.

—Os lo agradezco. Me encuentro muy bien entre vosotros —comenzó a ponerse el pantalón sin el slip—. Me hacéis sentir cómodo —tomó el slip y los calcetines—. ¿Me dejáis una bolsa? Este es uno de los motivos por el que necesito ir a casa. Son las dos únicas prendas que llevo debajo del buzo de trabajo. Hoy estaba pensando no usar slip, me hace sudar mucho.

—No se te ocurra mostrar a todos esos machos tu desnudez, les avergonzarías.

—Pues te aseguro que dos de ellos están más armados que yo. Pedazos de bultos que gastan los muy cabrones.

—Así que ya te has fijado —intervine sonriendo.

—Como para no fijarse. Os aseguro que revientan el slip —nos lanzó una mirada cómplice—. Y no creo que a todos les gusten las mujeres. Al menos a uno de ellos no.

—Al final se nos echa un novio mecánico —intervino Gorka.

—Pues el tío está muy bueno y no me importaría. Es muy divertido y creo que le caigo bien.

—Eso es empezar con buen pie en el trabajo —comenté.

Diego se terminó de vestir y le despedimos en la puerta. Luego nos fuimos a la cama. Gorka se abrazó a mí.

—Cada día me cae mejor ese chaval.

—Sí. No me equivoqué en la primera intuición que tuve. Pero… Dejemos de hablar, tenemos algo pendiente.

—¿Aún tienes hambre?

—¿De ti?… siempre.