La rutina de la semana la llevaba bien. Soy de los que usan el transporte público para ir a todos los sitios y es que entre las muchas cosas buenas que tiene Madrid, una de ellas es el transporte público. Siempre llevo como compañero un buen libro, pero esta primera semana, después de conocer a Gorka, ni siquiera abrí una de las páginas. A través de la ventanilla de aquel tren, mi mente revoloteaba de un tiempo pasado al presente. Recordaba y no sabía por qué aquel primer amor se mezclaba en el tiempo de trayecto al trabajo o a casa, con lo vivido con Gorka.
Sin duda Luis marcó de forma muy notoria toda mi vida. Después de nuestro encuentro en El Retiro y las salidas ese fin de semana, nos veíamos a diario, aunque sólo fuera un par de horas. Luego, los fines de semana los pasábamos en la casa del uno o del otro. Normalmente, en casa de él porque su urbanización disponía de una magnífica piscina donde poco a poco, en aquellas horas de sol, nuestras pieles se iban bronceando y contrastando con aquella parte de la piel que permanecía oculta por el bañador. Me gustaba contemplar la blancura de sus nalgas cuando se quedaba en completa desnudez.
—Tu culo es como una diana —le comentaba mientras me reía.
Él sonreía y luego azotaba el mío.
—Pues somos dos dianas y los dardos los llevamos aquí delante.
El piso de Luis, o debería decir de los padres de Luis, pues poco a poco fui descubriendo que sus padres estaban muy bien situados, poseyendo varios terrenos y pisos no sólo en Madrid, sino en otras partes donde veraneaban. Luis no hablaba de sus padres casi nunca y si lo hacía notaba en sus palabras cierto reproche hacia ellos. Su objetivo de independizarse lo consiguió cuando él había decidido irse a vivir a Inglaterra y sus padres se lo prohibieron. Al aferrarse a la idea, le ofrecieron la posibilidad de independizarse a cambio de que continuase con sus estudios en Madrid. Luis aceptó con la condición que nunca se acercaran al piso mientras viviese en él. Incluso había cambiado la cerradura de la puerta y un papel firmado ante notario para que cumplieran el acuerdo. Él no soportaba la prepotencia de su padre y la sumisión y arrogancia de su madre.
Luis deseaba disfrutar de su libertad y sus padres por lo visto tenían otras expectativas hacia el futuro de su hijo. Por ahora, él había ganado la partida o tal vez no era así, y en la retaguardia aguardaban tranquilos el momento de encadenar al pájaro libre que era su hijo.
En sus entrañas se despertaba el espíritu hippie, rebelde, tranquilo, bohemio y deseoso de disfrutar la vida de forma normal, sin la opulencia que conociera siendo un niño. Él deseaba vivir y sentir. Decía: «Los ricos no saben disfrutar, rodeados de tanto lujo que temen que les roben o perder la posición en la que se encuentran. Tienen sus miras tan cerca de lo que les rodea, que no ven que existe un mundo por descubrir». Y sin duda, Luis deseaba vivir, experimentar, sentir, rodearse de gente sin mirar hacia el futuro. Aunque al final sucumbió. Pero vayamos por partes y no nos adelantemos a los acontecimientos.
Los dos nos divertimos aquel verano y fuimos conociéndonos tal y como éramos. Disfrutando de una libertad que se respiraba desde la muerte de Franco y en Madrid, con el nuevo movimiento contracultural que surgió, lo que todos conocimos como: La Movida Madrileña. ¡Qué años aquellos! Desde la muerte del dictador muchos abrieron sus puertas y ventanas sin miedo, otros en cambio, deseaban aferrarse a un pasado oscuro, sin dejar que sus mentes respiraran los aires de libertad, como sucedía con los padres de Luis. Ellos no sabían nada de sus salidas, de sus fiestas y desmadres nocturnos. Para ellos su niño era el mejor del mundo, quien mejor notas sacaba y el más guapo a quienes las mujeres acosaban. No estaban mal encaminados, en cuanto a buen estudiante y guapo, pero con respecto a las mujeres, nunca se fijó en ninguna y creo que ellas sentían ese rechazo. Los fines de semana y algunos días laborales se sumergía entre todo aquel submundo que se despertaba cuando el día daba paso a la noche y en aquel torbellino de ideas, cultura y sobre todo música, supo involucrarme.
Volviendo ahora a mis recuerdos, resultábamos dos chicos muy sanos, salvo fumar a diario, las copas en su medida y algún porro que otro en fiestas muy determinadas, no teníamos más vicio que el que nuestros cuerpos provocaban cuando estábamos desnudos el uno junto al otro.
A finales de aquel año 80 asistimos a una proyección especial en los cines Alphaville de Madrid. Llevaban un mes exhibiendo ‘Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón’ de Pedro Almodóvar. Luis conocía a algunos de los que habían intervenido en la cinta y allí me encontré yo: rodeado de todos ellos, incluso de una jovencísima Alaska, entonces conocida como Olvido. No fue en aquella cinta, pero sí cuando la escuché cantar por primera vez, cuando se convirtió en una de mis divas, a la cual sigo idolatrando en la actualidad, y a un controvertido Almodóvar. La película era francamente mala, pero muy divertida. La crítica la dio palos por todos lados, pero en aquel director manchego presentí que algún día sería uno de los grandes en el mundo del cine. Su estilo era muy especial a la hora de contar la historia, como ha hecho siempre, con mayor o menor acierto.
Aquella noche nos reímos mucho tras salir del cine mientras comentábamos algunas de las escenas y algunos nos explicaron cómo fueron rodadas. Nos fuimos a un bar que se encontraba en Malasaña y la mayoría de aquellos «elementos» bebían como posesos. Luis no paraba de hablar con Carmen Maura y ésta se reía a carcajadas. Olvido se retiró pronto y fue Almodóvar quien la acompañó. Yo me quedé charlando con uno de sus amigos. Me propuso echar un polvo en los baños. Rechacé el ofrecimiento diciéndole que Luis y yo éramos pareja. Luis me escuchó y no sé si llevado por las cervezas, me alentó a que me lo follara, que él ya lo había hecho. No sabía que hacer. Resultaba una situación bastante insólita para mí. El ambiente estaba muy cargado. El olor a marihuana y costo se filtraba por todos los sitios. La música extraña, hasta entonces a mis oídos y la luz muy tenue entre aquellas paredes oscuras, me confundía. Las cervezas, en vasos de plástico por litros, pasaban por aquellas mesas, viajando de mano en mano y bebiendo sin parar. En un momento determinado aquel tío se lanzó contra mi boca y nos morreamos. Me agarró el paquete y lo apretó con fuerza.
—¿Tienes ganas de mear?
—No —le contesté.
—Quiero que me mees como Olvido lo hacía en la película. Esa escena siempre me la pone dura —se volvió hacia la mesa y me entregó uno de aquellos vasos—. Bebe. Bébelo todo. De verdad tío, me gustaría que me mearas en la cara y en el cuerpo —se quitó la camisa. Su torso exento de pelo estaba bien definido y marcado. Se dio cuenta que me gustaba su cuerpo—. ¿Te pongo? —Me agarró de nuevo el paquete y sintió que estaba dura—. Hijo puta, como se te ha puesto. Vamos al baño, me follarás y me mearás —me cogió por la muñeca y me levantó del asiento.
Miré a Luis y éste sonrió:
—Diviértete, cabrón.
Le acompañé. Los baños eran cutres. Paredes negras con grafitis en blanco. Dibujos de pollas y coños. Frases provocadoras, insultos a los fachas y algunos con dibujos más artísticos. Mientras leía alguno de aquellos escritos, aquel tío me bajó los pantalones, se los bajó él y segundos más tardes estaba mamándomela. La situación la seguía considerando incómoda, no me gustaba aquella forma de hacer sexo y menos con un desconocido, pero aquel tipo estaba muy caliente y me deseaba. Tras un largo suspiro de resignación, decidí complacerle.
—¡Joder tío, qué bueno! —comentó mientras se incorporaba, limpiándose con abundante papel higiénico. Yo me aseé en el lavabo y luego me la sequé con papel—. Tu novio tiene que estar encantado contigo, aunque él también folla bien.
Salimos del baño. Volvimos a la mesa y creo que en mi expresión Luis denotó que deseaba irme. Miró su reloj y muy delicadamente se despidió de todos. Salimos del bar. Respiré profundamente y los primeros metros, camino de casa, me mantuve en silencio.
—¿Qué te ocurre?
—Nada. Simplemente… Me siento sucio.
—¿Por qué?
—Ya lo sabes.
—Por follar con… —me rodeó con su brazo—. No le des importancia. Yo sé que al que quieres es a mí. ¿Te ha gustado?
—Su forma de provocarme terminó por excitarme. En realidad no pensaba follarlo, simplemente mearlo como él deseaba pero…
—Luego te ofreció su culo y no te pudiste resistir, ¿verdad?
—Lo hice por complacerlo, te aseguro que la situación me resultaba muy incómoda.
—Lo hace con todos. Es puro vicio el cabrón ese.
—Me dijo que tú también te lo habías cepillado.
—Te lo dije mientras hablaba con Carmen. Pero hace más de un año de eso. Desde que estoy contigo no he vuelto a follar con nadie, ni deseo hacerlo.
—Y en cambio a mí me has alentado a…
—Yo soy el único con quien lo has hecho. Quiero que lo experimentes con más, así sabré que de verdad soy el hombre de tu vida.
—No necesito tener sexo con otros para saber que eres la persona que deseo.
Me abrazó. La noche nos rodeó. Nadie caminaba en aquella madrugada del jueves por la calle. Me sentí protegido. Percibí su calor y cuando su mejilla rozó la mía, me estremecí.
—¿Ves? Seguro que eso no lo has sentido con él.
—No. Tú me provocas sensaciones que desconocía.
—Pues eso es lo que quiero que descubras, pero si no tienes experiencias, jamás lo sabrás.
No le dije nada. Nos separamos y llegamos hasta la puerta de mi casa donde se encontraba aparcado su coche.
—¿Por qué no te quedas a dormir? Es tarde y yo por lo menos no pienso ir mañana a la universidad. Me quedaré en la cama hasta que me apetezca levantarme.
—Pretendes que…
Le sonreí. Me giré dándole la espalda y abrí la puerta del portal. Como esperaba, me siguió y los dos nos despertamos en aquel jueves, abrazados y desnudos en la cama.
El sonido del teléfono móvil me sacó de mis pensamientos. Lo saqué del bolsillo y miré la pantalla. Una sonrisa se dibujó en el rostro al ver aquel nombre: Gorka.
—Dime nene… Sí. Estoy en el tren, me quedan dos estaciones para llegar a Atocha… ¿Esta noche?… Si, ya sé que es viernes… Si te soy sincero, la semana se me ha pasado volando… No, no soy malo. Es que… He pensado mucho en ti… No te rías, cabrón… Está bien, me ducho y quedamos… Bueno, vale, te espero en casa, me ducharé y… Ya soy mayorcito para frotarme la espalda, lo que tú quiere es otra cosa… Sí, como si no te conociera. Hasta ahora.
Colgué el teléfono, lo guardé de nuevo en el bolsillo y sonreí. Miré a través de la ventanilla. Sí. Me estaba volviendo a enamorar y aquello me aterraba. Gorka me sacaba diecisiete años. Suspiré. Eran demasiados años y no estaba dispuesto a que después de los años que fueran, me abandonara por ser ya un viejo. ¡Qué mierda! No me importaba la edad, no me importaba envejecer, pero es qué… Digan lo que digan, la edad si es importante en una relación gay o al menos la gran mayoría lo creen así. ¿Sería Gorka uno de ellos? ¿Me abandonaría cuando ya mi cuerpo no respondiera como lo hacía ahora? De nuevo un suspiro, esta vez más profundo, como saliendo de lo más interno de las entrañas. Un suspiro que no me daba una respuesta, sino resignación y la espera a los acontecimientos que el destino tuviera escrito.
Llegué a Atocha. Salí de aquel vagón y me interné entre las personas que iban y venían, en aquellas horas, con prisas. Siempre con prisas. Madrid es la ciudad de las prisas. Si uno pierde un tren, un metro o un bus, aunque el siguiente llegue en menos de cinco minutos, nos parece una eternidad y una maldición. Cinco minutos. ¡Por Dios, que despilfarro de tiempo! No se puede permitir.
Madrid parece una gran agenda. Todo tiene su tiempo, su momento, su instante y si te sales de ello, es como si la vida se te escapara. Luego hablan de estrés. ¿Cómo no se va a estresar uno con ese ir y venir? Si hasta los torniquetes de los metros de entrada y salida, han pedido tener un sindicato para obtener sus días de vacaciones. No sé por qué pienso así ahora, si hasta hace un par de años yo era igual. Pero Madrid es de esas ciudades donde uno se acostumbra a todo y a todos.
Cuando Carlos III creó las puertas en los cuatro puntos de Madrid, no sabía bien lo que hacía. «Madrid, ciudad abierta al mundo» y el mundo se lo tomó al pie de la letra. Aunque desde la crisis, muchos han tenido que regresar a sus hogares, a los países de los que salieron un día buscando un mundo mejor para ellos y sus familias. Esta crisis nos va a matar a todos y en el fondo, añoro la diversidad tan grande que se respiraba en cualquier punto de la ciudad. Nadie es de aquí y a la vez, todos lo son.
Por fin en la calle, tras salir de aquella última puerta. Respiré y sentí como el final de la tarde me rodeaba. Una tarde noche agradable, con una temperatura cercana a los 25 grados. Me gusta el calor. Es uno de mis vicios. Calor. Sería feliz viviendo en un país donde la temperatura me permitiera estar siempre en camisa de manga corta o sin ella. El cuerpo se muestra más ligero, más natural. La piel se relaja y el cuerpo parece recobrar la vida que la ropa en los meses de frío ha encarcelado. Sí. Se respiraba vida y se mostraba de formas muy diversas: con las gentes paseando, sentadas en las terrazas descansando del tedioso trabajo al que todos estamos sometidos, tomando un refresco o comiendo. De las conversaciones en los bancos de las plazas o sentados en el suelo con alguna litrona que otra entre medio. De quienes aún salían de comercios comprando lo que precisaban o se les antojaba. Algunos renovando el vestuario, otros adquiriendo víveres que colmasen los estómagos durante la cena. Sin duda, el verano provoca salir más y disfrutar de todo lo que nos ofrece la ciudad.
Llegué a la puerta del portal y un bocinazo me hizo darme la vuelta. Allí sentado en su coche se encontraba Gorka sonriéndome a través de la ventanilla abierta. Abrió la puerta y salió, me abrazó y me estampó un beso en los labios.
—Impetuoso el nene —comenté sonriendo.
—Tenía ganas de abrazarte y besarte. Hemos estados sin vernos cinco días y te deseo.
—El calor te afecta las neuronas —comenté mientras abría la puerta del portal.
—El único que me vuelve loco eres tú —me abrazó por la espalda cuando la puerta se cerró estando ya dentro.
—Eres un loco.
—He sacado dos entradas para un musical. Así que cámbiate de ropa y disfrutemos de la obra.
—¿Qué vamos a ver?
—Chicago. Me han dicho que está muy bien.
—Pues me daré prisa. Una ducha rápida y algo de ropa cómoda.
Olió mi cuello:
—No hace falta que te duches, hueles muy bien.
Entramos en casa. Me desnudé en la habitación y me introduje en la ducha dejando que el agua cayese por mi cuerpo. Lo hice de forma rápida y en menos de quince minutos estaba vestido.
—Menos mal que para otras cosas no eres tan rápido —comentó mientras de nuevo besaba mis labios. Lo abracé con fuerza y mantuvimos aquel beso unos instantes—. Como besas. Me la pones dura sólo besándome.
—Pues que se baje. Nos vamos al teatro —sonreí.
Salimos y paseamos por la Gran Vía hasta llegar al teatro Coliseum. Presentamos las entradas y una vez dentro nos sentamos en nuestras butacas. Disfrutamos de la obra. De vez en cuando sentía su mano coger la mía y al mirarnos sonreíamos. No nos importaba que nos vieran. Afortunadamente, las cosas han cambiado mucho y que dos hombres se amen en pleno siglo XXI en España y en esta ciudad como en otras, ya no importa a casi nadie. Al finalizar la representación esperamos un rato sentados hasta que la mayoría abandonaron la sala. Salimos.
—¿Tomamos una copa? —Preguntó—. O…
—Sí. Me apetece tomarme una copa y ese «o» lo dejamos para luego. ¿Te quedas en casa?
—Esperaba esa invitación.
—Ya no eres un invitado. Lo sabes.
—Gracias —me agarró de la mano—. Tomemos esa copa y disfrutemos de la noche.
Caminamos hasta llegar a la plaza Vázquez de Mella y nos acomodamos en una de las terrazas, colocándonos frente a frente. Acaricié las llaves que llevaba en uno de los bolsillos del pantalón y tomé aire. Las saqué y las puse sobre la mesa.
—¿Qué es eso?
—Las llaves de mi casa. Quiero que tengas una copia. Antes te dije que ya no eres un invitado.
Las tomó en su mano y las miró, luego volvió la mirada hacía mí.
—¿Estás seguro? Apenas me conoces.
—Lo sé. Total, como no te lleves el televisor y el equipo de música, el resto no vale nada.
Se rió:
—Me sorprendes y me alegro.
—Te diré que estoy acojonado. Nos sacamos diecisiete años y pienso que todo esto es una locura.
—No lo es. Te aseguro que no eres un capricho. Me irás conociendo y descubrirás que eres importante para mí. Esto que acabas de hacer, significa mucho más de lo que tú crees y no te vas a arrepentir, te lo aseguro.
Suspiré, tomé el vaso de whiskey y bebí un trago.
—Nadie jamás ha tenido un detalle así conmigo y he tenido dos parejas. La que menos duró fue casi dos años y ninguno de los dos tuvo un detalle parecido —se inclinó hacia mí y me besó con ternura.
—No sé que me está pasando. Toda la semana he estado pensando en ti. En ti y en Luis. Ya sabes, mi primer y gran amor. El único que marcó mi vida como te he contado.
—Espero poder marcar también… No sólo esa vida que respiras, sino el futuro que nos aguarda.
Tras un brindis permanecimos en silencio. Se sentó en la silla que estaba junto a la mía y agarrados de la mano contemplamos el deambular de quienes en aquella noche se internaban en las calles de Chueca, en sus garitos, pubs, discotecas y otros locales. Mujeres seduciéndose. Hombres abrazados, unidos de las manos, grupos riendo y hablando relajadamente. Jóvenes mostrando sus cuerpos cultivados en gimnasios envueltos en camisetas ceñidas, algunas de tirantes, las de manga corta o sin manga. Todos deseando gustar, todos deseando excitar y provocar y muchos, seguramente buscando su príncipe azul. Aunque yo nunca había creído en los príncipes azules. Prefiero los hombres de carne y hueso y con sangre roja y caliente en sus venas. Como Gorka. Sus manos siempre cálidas, me hacían estremecer cuando me acariciaban.
En aquella noche, la visión de aquella plaza se me antojó distinta. Veía en el rostro de todos: la felicidad y complicidad. Sentía que el aire me embriagaba con perfumes de mil flores. Soy un romántico y no puedo evitarlo. Tal vez muchos no entiendan las sensaciones que el romanticismo expresa y lo puedan considerar «pastelón y dulzón» pero es como me siento y así me gusta transmitirlo.
Nos levantamos tras dejar el dinero en el platillo y caminamos entre la maraña de gente que iban llenando las calles. Caminamos de la mano en silencio. Gorka me hacía sentir de nuevo único. Desde las puertas de algunos pub nos invitaban a tomar algo en el interior, sonreíamos y denegábamos la invitación. Preferíamos andar, la noche era propicia para ello. De vez en cuando nos mirábamos. Un beso fugaz para continuar con la mirada al frente. Debió de pasar como una hora. Una hora donde no hicieron falta las palabras. Sólo aquellos besos tímidos, las caricias de una mano con la otra, el percibir el olor del otro y emborracharte con él. Miramos escaparates, compramos un helado en un comercio de chinos y nos sentamos en unas escaleras. Continuamos viendo la vida pasar. Cuando terminamos el helado Gorka me miró con fijeza. Me tomó con su mano el cuello y me besó. Nos besamos con intensidad, con profundidad. Dejándonos llevar y que fueran esta vez las lenguas quienes hablasen sin pronunciar palabras.
—Antes has dicho que esta semana has estado pensando en Luis y en mí. ¿Cuál fue el momento más intenso en vuestras vidas, si es qué hubo alguno a tener en cuenta?
Coloqué la mano sobre su pierna y le sonreí:
—Si te refieres a buenos, casi todos. Luis me enseñó a explorar otra forma de vivir: sin miedos y sin tabúes Era un maestro de la improvisación y aquellos años locos ayudaron a revelar otra realidad, aunque muy encubierta en los primeros años.
—¿A qué te refieres?
—Tras la muerte de Franco y el comienzo de la democracia, todos pensamos que los fantasmas del pasado habían desaparecido, pero no fue así. Tú eras un niño cuando la democracia sufrió un gran revés. Un día negro que ha quedado para la historia de una joven democracia con aspiraciones a los sueños de libertad: El 23-F.
Aquella tarde quedamos tras las clases y decidimos ir a ver una película. No recuerdo el título. Al entrar al cine me sorprendió, que aún siendo un día de labor, hubiera tan sólo una docena de personas en las butacas. Terminó la proyección y salimos. Apenas había gente por las calles. Se respiraba un ambiente extraño y la poca gente que nos encontrábamos en el camino nos miraba. Nosotros no sabíamos a qué era debido. Nos apeteció tomar un refresco y al intentar entrar en uno de los bares habituales, comprobamos que estaban recogiendo como si fuera la una de la madrugada, cuando en realidad el reloj no marcaba más de las 20:30 horas. Uno de los camareros nos miró intrigados.
—Está cerrado y vosotros deberíais estar en casa.
—¿Por qué? ¿Qué sucede? —preguntó Luis.
—¿Vosotros de dónde salís? ¿No sabéis que los militares han dado un golpe de estado en el Congreso?
—¡¿Cómo?! —pregunté
—Debéis de ser los únicos en toda España que no conocéis la noticia. Sí. La guardia civil y los militares han dado un golpe de estado. Nadie sabe que va a pasar. Hay mucha confusión sobre lo que está sucediendo allí dentro.
—¡Hijos de puta! —Comentó Luis—. Estos hijos de puta no nos quieren dejar vivir en paz. ¿No hemos tenido bastante con la puta dictadura de estos casi cuarenta años?
—Mejor será que os vayáis a casa —intervino otro de los camareros en tono nervioso, mirando hacia la puerta, mientras continuaba barriendo.
Nos dimos la vuelta y sentimos como la puerta se cerraba. Nos miramos. Luis suspiró con fuerza:
—Vamos. Acerquémonos al Congreso de los Diputados. Veamos que sucede.
—Tú estás loco. Vamos a casa. Quédate si quieres esta noche en la mía. Si te soy sincero, no me apetece quedarme solo.
—Nos acercamos, como si estuviéramos dando un paseo.
—Está bien —suspiré—. Pero creo que es una mala idea.
Mientras caminábamos, debo de reconocer que estaba cagado de miedo, veíamos algunos viandantes con radios pegadas a sus oídos. No nos atrevimos a preguntar. Sus caras permanecían tan congestionadas que una sola palabra podía provocar el terror en ellos. Poco antes de llegar al Congreso de los diputados nos encontramos con un grupo de jóvenes que regresaban del lugar. Uno de ellos conocía a Luis.
—¿Qué está pasando? —preguntó Luis.
—Mejor será que os deis la vuelta. La cosa se está poniendo fea. Cada vez hay más guardias civiles y militares alrededor del Congreso.
—¿Cómo ha sucedido? —Pregunté mientras emprendíamos el camino de regreso.
—Por lo visto, cuando se estaba votando para la envestidura de Calvo-Sotelo, como Presidente del Gobierno, han entrado unos guardias civiles y se han liado a disparar al techo. El cabecilla es el Teniente Coronel Antonio Tejero.
—Entonces… ¿Es cierto? ¿Es un golpe de estado? —pregunté mientras me temblaban las palabras.
—Sí, tío. Me temo que la democracia tan soñada, ha sido sólo eso, un sueño.
—No puede ser —intervino Luis—. No se pueden salir con la suya. Es imposible. ¿Para qué han servido entonces todos estos años?
—Para que estos hijos de puta preparasen bien su estrategia —respondió otro de los chicos—. Adiós a la democracia y a la libertad.
—¿Qué hace el Rey?
—No se sabe nada. Pero mejor será que cada uno esté en su casa. Si esta mierda continua, mañana puede ser un día muy gris.
Nos despedimos y Luis decidió quedarse a dormir en casa. Nada más entrar llamó a sus padres para tranquilizarles de que estaba bien y yo hice lo mismo con los míos. Les prometimos, como creo que todo el mundo prometió en aquella noche, que no saldríamos de casa. Tanto sus padres como los míos nos preguntaron si teníamos comida suficiente. Yo les dije a los míos que sí y Luis que no se preocupasen, que estaba en casa de un amigo y si necesitaba algo, les llamaría.
El resto de la historia creo que ya la conoces. Aquella noche, nadie durmió tranquilo y una gran mayoría se quedaron pegados al televisor o al aparato de radio. Aquella noche se denominó «la noche de los transistores» y las pocas noticias que se iba filtrando fueron gracias a la Cadena Ser, que no dejó de emitir. De vez en cuando dejábamos de ver la televisión que emitía constantemente películas y nos asomábamos a la ventana para fumar un cigarrillo. Muchas ventanas, como la mía, se encontraban iluminadas. Muchos permanecían despiertos. Muchos con las mentes bloqueadas y los sentimientos encadenados. Nos estaban quitando la libertad un puñado de intransigentes que no admitían los cambios, deseando que el pueblo español permaneciera en las sombras, dominados por un nuevo régimen dictatorial.
Luis y yo intentábamos no pensar más de lo necesario, pero era difícil no hacerlo en aquella situación. Nos dio por comer, y estuvimos preparando incluso un bizcocho. Fue en aquella hora, sobre la una de la madrugada, cuando apareció el Rey en televisión, vestía el uniforme de Capitán General de los Ejércitos y en su discurso llamó al orden a las Fuerzas Armadas en su calidad de Comandante en Jefe. Cuando la imagen del Rey desapareció de antena, Luis y yo nos miramos y nos abrazamos con fuerza.
—Presiento que todo ha pasado —comentó Luis.
—Sí. Creo que le harán caso. El Rey tiene mucho poder.
El bizcocho se terminó de hacer y caliente con un buen vaso de leche, nos comimos un buen trozo. Esa noche hicimos el amor como si se terminase el mundo. Esa noche liberamos todas las tensiones acumuladas durante aquellas horas, en una cama que pareció explotar. Esa madrugada sudábamos y olíamos a animales en celo. Gritamos con nuestros cuerpos sin palabras, aquella que tanto deseábamos expresar: Libertad.
—Ha sido como escuchar una batalla de mi abuelo, aunque con un final más atrevido —se rió.
—¡Qué cabrón! Ya no te vuelvo a contar nada.
—Ahora nos reímos, pero debió de ser un día muy difícil para la sociedad.
—Imagínate por unos instantes si hubieran conseguido sus propósitos, ¿quién sabe que sería de nosotros ahora?
—Nosotros por lo menos, escondidos como ratas.
—Sí. La libertad tirada por el retrete por un grupo de energúmenos con ideas de poseer y controlar, no sólo un trozo de tierra, sino las mentes de quienes la habitan.
—Recuerdos para olvidar.
—Para olvidar nunca. Recordando cosas así, me doy cuenta de los años vividos y de lo importante que es ser libre.
—Y los que te quedan por vivir. Me gusta la historia, pero siempre la he disfrutado cuando está contada por gente que la ha disfrutado.
—Pues encontrar a alguien que viviese en la época egipcia, romana o griega, te va a ser difícil.
—Bueno. Seguro que alguna de esas batallas me las podrás relatar tú. En alguna de ellas seguro que también estabas.
—Te noto peleón esta noche.
—Ya sabes que tipo de pelea quiero contigo.
—Eres un vicioso.
—Tanto como tú. ¿No me digas qué no te gusta follar conmigo?
—Por supuesto que sí. Me pones muy bruto. Eres muy bueno en la cama y me gustan los buenos machos que me hacen sudar.
—¿Cómo Luis?
—Espero que no te incomode cuando hablo de él.
—Para nada —se levantó, me tendió la mano y la acepté con una sonrisa—. Él fue parte de tu vida y yo quiero ser la parte del presente y el futuro.
—Lo estás siendo. Te lo aseguro.
—¿Tomamos otra copa o nos vamos a la cama?
—Mañana es sábado, podemos salir y divertirnos un poco. Prefiero la cama y tenerte en ella desnudo.
Nos besamos mientras nos abrazábamos. Nos dejamos llevar un instante más por la noche y luego, de forma tranquila, conversando, llegamos a casa. Nos desnudamos y practicamos el juego que más nos gustaba a los dos. Luego él se quedó tumbado sobre mi pecho, acariciándolo mientras yo hacía lo mismo con su cabeza. Así, una noche más, nos quedamos dormidos.