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Al despertar estábamos solos. El sol se había refugiado tímidamente tras unos árboles que quedaban a la izquierda. Nuestras pieles estaban empapadas en sudor. El sonido del río era lo único que se escuchaba a nuestro alrededor. Todo permanecía quieto pero a la vez en movimiento. Ese movimiento que provoca la naturaleza en su inacción relajante y donde demuestra que está viva. El agua corriendo por su cauce, las hojas mecidas por el viento, y la brisa acariciando los cuerpos. Me incorporé y le miré. Su cuerpo, en aquel estado de placidez y completamente transpirado, presentaba una imagen onírica, bella y excitante. Estuve tentado a pasar mi mano por su torso y vientre, pero me detuve. Si se despertaba y sentía mis caricias, posiblemente nos llevaría a una sesión de sexo en aquel lugar, y aunque mi mente con los años se había liberado bastante, aún me costaba dar el paso de hacer sexo al aire libre en un lugar donde nos podían ver. No me podría concentrar, no estaría a gusto y si una costumbre tenía bien arraigada, era que para disfrutar, precisaba que mis cinco sentidos estuvieran presentes en ese instante.

Lo contemplaba mientras sus ojos aún permanecían cerrados y su cuerpo se movía muy lentamente por su respiración sosegada y posiblemente por un sueño agradable y un descanso merecido. Resultaba más hermoso que en aquel encuentro en el pub. Ahora su desnudez se presentaba ante mí con la espontaneidad de un cuerpo libre de ataduras y sin pretensiones sexuales. Su desnudez estaba en contacto con el medio y seguramente su mente y su cuerpo, lo estaban percibiendo. La tentación de abrazarlo, de besar sus labios, pero sin el deseo sexual, sino por el impulso irresistible de hacerlo. Como cuando un niño hace una gracia y dices: me lo comería a besos, de igual manera resultaba aquel momento. Me provocaba ternura. Sonreí y aquella sonrisa pareció desperezarlo. Se movió, estiró los brazos en cruz y abriendo los ojos sonrió:

—¿Me estabas mirando cómo dormía?

—Sí. Tenías una aureola a tu alrededor que en tu cuerpo de hombre se me antojaba ver a un niño grande.

—Ven. Abrázame. Desde niño me ha gustado sentirme abrazado cuando me despierto.

No lo dude. Me dio igual si alguien nos veía o no. La tentación me venció y él deseaba el contacto de mis brazos y mi piel. Me incliné y lo abracé, él me rodeó con los suyos y suspiró con fuerza.

—Me encanta sentirme así —respiró profundamente—. Todo está perfecto. Ahora se puede detener el mundo.

—Si ocurre eso, nos vamos todos a la mierda.

—Qué poco romántico eres. Te tendré que enseñar, aunque no sé si podré, algunas neuronas con la edad se pierden y tú…

—¿Yo qué…? Mis neuronas están en perfecto estado.

—Ya eres mayor. Tendré que cuidar de ti. Tal vez sea esa la misión que tengo encomendada. Cuidar de un abuelito en la plenitud de mi juventud.

—Tu juventud se escapó hace ya tiempo, como la mía.

Me revolvió el pelo:

—Yo aún soy joven y tú también. No importa la edad sino la forma en que se vive la vida.

Escuché unas voces que se acercaban e intenté incorporarme.

—No te muevas. Primero, para vernos tienen que acercarse mucho y entrar entre esos árboles y segundo… ¿Qué mal hacemos?

—Ninguno, pero…

—Somos dos tíos desnudos abrazados. En otros rincones de este lugar, seguramente hay otras parejas en la misma posición, con o sin bañador. ¿Qué diferencia existe entre un ridículo trozo de tela y no tenerlo? ¿Qué diferencia hay entre que seamos dos tíos o sea un hombre y una mujer? ¿Qué diferencia existe entre que estemos abrazados o tumbados el uno al lado del otro? Todo está aquí —tocó con uno de sus dedos mi frente—. Todo está en nuestra mente. No quiero decir que esté bien follar en un lugar donde pueda pasar gente. El cruising es una práctica que respeto, pero ese morbo que lo provoca debería ejercerse en lugares que sólo y exclusivamente conozcan esas personas. Yo lo he hecho alguna vez, pero en rincones tan apartados, que sabía muy bien que quien allí se acercaba, buscaba lo mismo que yo.

—Tal vez tengas razón, pero…

—El cruising tiene dos lados a mi modo de ver muy diferentes: el primero, el que provoca ese estado de excitación de gente desnuda provocándose en un medio natural y el segundo, para mí el más sentido, cuando dos personas se aman y ofrecen ese amor a la naturaleza percibiendo como los elementos les rodean.

—Tú y yo ahora estamos simplemente unidos el uno al otro. Hablando y aceptando nuestra naturaleza con normalidad. Percibo algo especial por ti y por eso me gusta estar así. No veo nada malo en ello. Si te das cuenta, hasta mi polla está dormida.

—Sí —le sonreí mientras acariciaba su rostro—. Ya me he dado cuenta. Eres un tipo muy especial.

—No. Soy un tipo muy normal. Ayer te dije que aunque tengo 35 años, he vivido mucho la vida y no sólo sexualmente. He aprendido, comprendido y asimilado, conceptos que tal vez ni yo mismo, en muchas ocasiones, entiendo. Pero sé que con ello no hago daño a nadie, por lo tanto, lo acepto.

Le besé en los labios y sonrió.

—¿Ves? Ese gesto ha salido del interior y libremente lo has expuesto. ¿El mundo se ha tambaleado por ello?

—No, en absoluto. Quien se tambalea es mi corazón y mi mente. Dicen que cada día se aprende algo nuevo y mira por donde, alguien que acabo de conocer ha respondido a una de mis interrogantes. Presiento que seremos buenos amigos.

—Y espero que buenos amantes.

—Sí, también. Me gustas como amante.

—¿Quién mejor que yo?

—Tampoco seas tan creído. Hay buenos amantes.

—No te digo que no. Pero yo, seré ese amante y tú el mío.

—¿Nos vamos? Si te digo la verdad, tengo algo de hambre. Si algo me despierta la naturaleza, es el apetito.

—Sí. Te mostraré algunos rincones más de este lugar. Hay una gran roca que si te fijas bien, parece la cabeza de un perro.

—Qué lástima de cámara de fotos —le comenté mientras me incorporaba. Inspiré con fuerza. Mi cuerpo olía a él.

—¿Nos damos un baño? —preguntó.

—No. Acabo de advertir tu olor en mi piel y me gusta esa sensación.

Se incorporó y me besó tímidamente.

—Pues llevemos el olor del otro pegado a nuestra piel. Yo también huelo a ti.

Nos pusimos los pantalones sin los slips y nos calzamos. El resto lo introdujimos en la mochila que se colocó a la espalda. Caminamos de nuevo por aquellos senderos estrechos flanqueados por rocas, en algunas ocasiones a un lado y en otras a los dos. De vez en cuando avistábamos el río y los árboles a su alrededor, otras, parecía que nos adentrábamos en un desierto de rocas de un color dorado. Volvimos a escuchar el sonido de niños, mujeres y hombres que aún continuaban en aquel rincón escogido para pasar el día. Entre la hierba, las rocas y los árboles, otros objetos ajenos cubrían espacios: sombrillas, mesas, sillas, neveras, barbacoas, pero todo ordenado, todo limpio. Aquel lugar era visitado por gente civilizada, que además de disfrutar de la naturaleza, la cuidaba para que otros, en otros momentos, también gozaran de ella. Llegamos al camino. Nos encontramos con gente, que al igual que nosotros, se retiraban del lugar. Paramos en el bar, comimos un pincho de tortilla de patata y una cerveza, y antes de emprender el viaje de vuelta, me mostró aquella roca. Era cierto. Parecía esculpida en ella, la cabeza de un perro.

El retorno resultó tranquilo y antes de despedirnos aquella noche, hasta el fin de semana siguiente, cenamos en un mesón: unas raciones, una buena jarra de cerveza y nuestros estómagos satisfechos al igual que el resto de nuestro ser. Había resultado un día perfecto en el que dos hombres comenzaran a conocerse, mientras la naturaleza les proveyó de momentos relajantes.