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El sábado se despertó más caluroso de lo habitual y es que el invierno había resultado muy duro. Me acerqué a la ventana y respiré profundamente. Luego me duché, desayuné y tras vestirme, salí a las compras semanales. Había que llenar la despensa.

Cada vez llevaba peor el internarme en el supermercado y enfrentarme a las colas que se producían para todo: pescadería, carnicería, pollería, frutería y luego la puñetera caja. No sé como me las apañaba, pero siempre me colocaba en la más lenta, donde ocurría de todo: La señora mayor que se empeñaba en pagar con calderilla y después de largo tiempo contando las putas monedas tenía que dar un billete porque no le llegaba por cincuenta céntimos o un euro. La tarjeta de crédito que no terminaba de aceptar la puta maquinita, el código de barras que no pasaba y tenía que llamar a una encargada para que trajese otro y así pasarlo, porque encima la numeración al ser un congelado estaba medio borrada o la cajera que ese día no se había puesto las pilas, y los artículos pasaban por la cinta como caracoles agotados. Por fin conseguía llenar el carro, pagar y salir como alma que persigue el diablo. Luego llegar a casa, colocarlo todo y preparar la comida. Llevaba tiempo pensando en contratar una asistenta y siempre me echaba para atrás el creer que una mujer en casa me robaría intimidad, pero cada vez la necesitaba más, porque cada día que pasaba me sentía más irascible. Por fin conseguía comer, retirar los utensilios que se almacenaban en el lavavajillas y mirar la televisión un rato mientras fumaba un cigarrillo. Así que hasta después de comer se me pasaba el tiempo volando. Apuré el cigarrillo y pensé en dormir un rato la siesta, pues esa noche saldría. Sí. Llevaba tiempo sin dejarme ver por el ambiente y me apetecía disfrutar de las novedades, si es que había alguna. Me volví a desnudar y me tumbé encima de la cama. Antes de que mis ojos se cerraran, pensé a donde iría y al final me decanté por el único lugar donde me sentía a gusto, por lo menos durante un rato: El Rick’s. Un lugar donde a los de mi edad no se les miraba mal y siempre se disfrutaba de algún treintañero cañero.

La verdad me preocupaba demasiado por mi edad. No aparentaba mis 52 años para nada y no es que lo dijera yo, eran mis amigos quienes siempre comentaban lo mismo: «¿Qué tipo de pacto tienes con el diablo?». «Ninguno» les contestaba, simplemente me cuidaba en la alimentación, hacía algo de deporte y la naturaleza seguía siendo generosa. Apenas tenía arrugas en la cara y el cuerpo. Me acaricié mi torso aún duro y mi vientre liso. Sí. Algunos de 40 envidiaban mi estado físico. Coloqué mis manos detrás de la nuca y cerré los ojos. Me dejé llevar por los brazos de Morfeo, ya que otros no me abrazaban.

Hacía tiempo que no soñaba con Luis, pero aquella tarde regresó a mí como cuando éramos jóvenes y me sorprendía llamando al timbre de mi casa. Sí. Estaba igual de guapo y de sexy, aunque el sueño me trasladó a otro lugar:

Me encontraba desnudo en cuclillas a la orilla del mar y se acercó por detrás.

—¿Qué haces?

—Mirando el mar. Me relaja su olor, su sonido, su movimiento.

Se situó al lado mío en la misma posición.

—Me tendré que poner celoso.

Le miré y sonreí:

—No seas tonto. Él me relaja y tú me enardeces. Él me hace soñar y contigo sueño. Él me habla como un amigo y tú me susurras como un amante. Nada se puede comparar estando contigo.

—No sé que decir. Siempre me sorprendes.

—Me apetece nadar hasta aquella roca. ¿Te animas? No está demasiado lejos.

Se levantó desprendiéndose de la camiseta de tirantes y del bañador y lo introdujo en la mochila donde se encontraba mi ropa. Me levanté y los dos nos lanzamos al agua. Nadamos tranquilamente hasta la roca. Se me presentaba como una isla y nosotros los robinsones, aunque libres de todo peligro. El sol calentaba la piel que quedaba al descubierto en cada brazada y el mar nos mecía y abrazaba. La respiración se agitó por el esfuerzo y de vez en cuando nos mirábamos.

Llegamos a la orilla de aquel trozo de roca; yermo y desértico. Con los pies y manos, medio a gatas, trepamos hasta la pequeña cima y nos sentamos. Permanecimos durante unos minutos mirando al frente, hacia la otra orilla, donde los cuerpos parecían hormigas caminando de lado a lado. Recuperamos la respiración y allí sentados disfrutamos de la soledad y de la naturaleza. Me cogió de la mano. Aquella manera de tomar mi mano con la suya siempre me hacía estremecer. Su mano fuerte y masculina, agarraba la mía con tal dulzura que expresaba todo el amor que me profesaba y el romántico que llevaba dentro. Como aquella primera vez, cuando la rozaba, de forma tímida, en El Retiro. Luego jugaba con mis dedos y me miraba. Su mirada… ¡Dios mío! Nunca he visto una mirada como aquella.

—¿En qué piensas?

—Que me siento bien estando contigo. Aunque sé que esto es un sueño. Me abandonaste hace mucho tiempo, pero nunca te he olvidado.

—Lo sé. Por eso estoy aquí y nunca te abandoné. Siempre estaré junto a ti.

—Los años me han tranquilizado y pienso las cosas dos veces antes de actuar. Pero aún…

—Tú no podías hacer nada. El destino marca sus leyes y a él no debemos enfrentarnos y si lo miras bien, él ha sido generoso contigo.

—Sí. No me quejo de la vida que estoy viviendo, pero me he sentido tan solo.

—Y tus escarceos amorosos… —sonrió.

—No seas malo. He tenido mis momentos e incluso me volví a enamorar —le miré—. Dos veces.

—Sí —sonrió—. Siempre fuiste muy enamoradizo y te volverás a enamorar.

—No lo sé. Algo falla en las relaciones. Tal vez es porque tú aún sigues muy presente.

—Debes mirar al frente. Me gusta que me recuerdes y que me sientas —se encogió de hombros, cerró los ojos y suspiró—. Como siempre ocurría cuando estábamos juntos. Desde el primer momento en que te vi con aquel perro… ¿Cómo se llamaba?

—Rizos.

—Sí. Rizos. A él también le caí bien. Aquel día algo extraño me invadió. Mientras daba una vuelta corriendo, no podía dejar de pensar en ti y tuve que volver. Dar la vuelta y regresar esperando que no te hubieses perdido entre toda la gente. No me lo hubiera perdonado. Fue como… No sé como expresarlo, incluso ahora.

—A mí me resultaste muy atractivo. Siempre me gustaron los hombres con el cuerpo brillando por el sudor. Les confiere un aspecto más viril, más sexy.

—Sí. Me lo decías muchas veces —sonrió—. Vivimos unos años maravillosos.

—Y otros amargos.

—Así es la vida. Nos ofrece un terrón de azúcar y luego un limón. Debemos aprender a equilibrar los momentos y quedarnos con lo mejor.

—Es fácil decirlo pero… Cuesta mucho y más cuando duele. No sabes las lágrimas que he derramado, no sólo por tu ausencia sino por lo injusto que fue el destino contigo.

—No. Fui una pieza crucial en un momento determinado y pienso que al final sirvió de algo. De todo aquello lo que más lamento fue alejarme de ti y de…

—No quiero que te pongas triste. He venido como tantas veces para ver si te encontraba. Una vez me dijeron que si uno desea mucho volver a ver a alguien, lo encontrará en sus sueños. Por fin lo he logrado.

—Estaremos más veces si lo quieres, pero ante todo me tienes que prometer que no te refugiarás en los sueños y los recuerdos. Aún eres joven y te conservas muy bien. Aún tienes que dejar huella en la sociedad.

Nos quedamos de nuevo en silencio con las manos entrecruzadas. Ahora el olor del mar era sustituido por el suyo. Aquel aroma que exaltaba mis feromonas haciéndolas bailar al ritmo frenético de un rock & roll mientras se hacían el amor las unas a las otras. Mientras danzaban vertiendo gotas en todas las direcciones ejecutando el ejercicio más febril, más apasionado, más perturbador. Aquel que todos sabemos cuando comienza pero nadie cuando finaliza. Locura controlada, exaltación de los sentidos. Fuerza desmedida que surge de lo más profundo y se revela al exterior. El olor embriaga la razón y eleva la pasión. Y los besos, qué hablar de ellos. Si el olor es uno de los sentidos que nos enardece, con los besos se perciben todos: el roce de labios contra labios, preparando el momento. El sonido de las bocas, tan difícil de imitar, pues ningún momento es igual al siguiente. Las visiones mientras los ojos permanecen cerrados, pues ven más allá de lo que la vista les mostraría. El olor de la excitación, provocando que lo que comenzara como un juego, ahora se volvía fuego entre ellos y el gusto, ese sabor dulce que presenta el beso. Ese sabor inigualable entre aquellos que se aman. Besar a Luis era sentir al amor en todo lo grandilocuente que representa la palabra.

Ahora, incluso ahora. Sabiendo que soñaba, que él estaba allí porque lo deseaba, temblaba como aquel primer día que hicimos el amor. Me emocionaba ver su desnudez hermosa y natural. Me excitaba pensar que de un momento a otro me besaría. Junto a él volvían a cobrar vida los sentidos dormidos y que deseamos tanto despertar, pero se aletargan, cuando el ser amado no está junto a uno. Nosotros, nosotros llevábamos muchos años sin vernos, sin sentirnos, sin hacer brotar la llama de la pasión.

Miré de soslayo nuestras manos unidas. Reparaba en la caricia infantil de una mano junto a la otra y seguía notando el calor que emanaba de su interior. Piel suave, mano fuerte, caricia diluida por el paso de los años. De aquellos años en que el destino conjuró contra nuestro amor.

Luis se tumbó sin dejar de agarrarme la mano. Me incliné contra su pecho dejando que mi rostro descansara sobre aquella piel que tantas veces besara. Que el sonido de su corazón me acunara y sus brazos me protegieran. Dejé que mi rostro se calentara con la piel y cerré los ojos.

—Duerme. Descansa. Sueña. Ama, pero sobre todas las cosas: Vive.

Con aquellas palabras que emergieran de su interior, me desperté. Tumbado aún en la cama, relajado tras el rato de siesta y el sueño tan agradable, sonreía mirando al techo. Me desperecé y tras levantarme me di una buena ducha. Me arreglé y salí a la calle.

La noche resultaba muy agradable. Por fin se podía salir en camisa y dejar en los percheros la ropa de abrigo. Caminé por la Gran Vía. Que recuerdos nos traen a todos los madrileños esta calle y ahora además cumpliendo sus 100 años de existencia. Años donde ha vivido todas las situaciones pensadas e impensables y donde su esplendor y belleza es disfrutada por todos los que la visitan y se deleitan con su gran comercio, sus teatros y cines y eso que los tiempos han mermado en parte la cultura que en ella se respiraba hace unos años atrás. Cada vez que veía cerrar un teatro o cine y era sustituido por un comercio determinado, el corazón se me encogía. Pero el futuro y la demanda mandan y contra ello no podemos luchar. Sólo deseo que lo que aún queda en pie, siga por otros cien años.

Me interné por la calle del Clavel hasta llegar al Rick’s. Aún era pronto para que se saturara como cada sábado, pero a estas horas uno se siente cómodo: la música no está tan alta, la barra está prácticamente vacía y siempre se puede entablar una conversación con alguien, si ese alguien está dispuesto a ello.

El chico de la puerta me abrió y sonrió dándome las buenas noches. Mantuve unas palabras con él y luego pasé al interior. Sí, aunque parezca extraño, soy de la gente que habla con esas personas que muchos sólo intentan convencer para que les deje pasar en momentos determinados y no les importa lo más mínimo quienes son o que piensan. Tal vez por esa razón, tanto el personal de la puerta como los camareros de los locales a los que acudía siempre, me atendían de forma especial, aunque yo no lo buscara.

Como me esperaba, tan sólo unas quince personas se encontraban en el interior. Me acerqué a la barra y el camarero me sirvió mi whiskey y un botellín de agua. Vertí un poco de agua en el whiskey y tomé mi primer trago.

—Es una pena que ahogues el whiskey —escuché una voz que provenía de mi derecha. Era un chico de unos 35 años. Llevaba una camiseta ajustada en color negro y unos vaqueros muy ceñidos.

—Acabo de salir y si me tomo unos cuantos durante la noche, prefiero que estén un poco rebajados, que ya no tengo veinte años para aguantar tanto.

—Bueno —se acercó más a mí—, no tendrás veinte años, pero estás muy bueno.

—¿Intentas ligar conmigo?

—¿Se nota mucho? —respondió sonriendo.

Miré a mi alrededor y comprobé que todos, salvo nosotros, estaban hablando en grupo o en pareja.

—Si esperas un poco más, seguro que encuentras alguien más joven y sexy que yo.

—Me gustan los tíos modestos y con esa madurez tan sensual que tienes.

Por unos instantes pensé si aquel chico era un chapero que intentaba sacarme la pasta por una mamada o un polvo rápido. Si era así, lo tenía muy claro. Nunca he pagado por un polvo y por muy jodido que esté, nunca lo haré. Respeto la profesión, pero no va conmigo.

—Mi nombre es Gorka y por si se te pasa por la cabeza: no soy chapero.

—Pues abusando de mi sinceridad, es lo que había pensado. Me llamo Ángel y para tú información, tengo cincuenta y dos tacos.

—Pues nadie lo diría. Estás muy bueno. No sé que se esconderá debajo esa ropa, pero tu cara no representa tener más de cuarenta años y además me gustan los maduros. Estoy cansado de las reinas, las divinas y las jovencitas que presumiendo de su edad, no tienen ni un mal polvo, porque en realidad no saben follar. A mí personalmente, me gusta que un tío me de guerra en la cama y luego podamos ser amigos y mantener una buena conversación.

—Por lo que detecto, buscas folla-amigos —le sonreí.

—Llámalo como quieras y no me sonrías así que me matas.

—No sé sonreír de otra manera y me gusta hacerlo. Además de lo que tú has dicho, que estoy bastante de acuerdo, también existen jóvenes que son una gozada en la cama y como conversadores. Yo disfruto de alguien que sepa reír y hacer reír.

—Empezamos bien. Sí señor. Ya tenemos cosas en común.

Levantó su vaso y me ofreció un brindis. Golpeé con el mío:

—Por lo que pueda surgir —sonrió.

—Por nosotros, los demás están a lo suyo.

—Tenía el presentimiento que si hoy venía pronto, me encontraría con alguna sorpresa agradable y he acertado. Siempre me dejo llevar por mis instintos.

Estuvimos hablando durante un largo tiempo. El pub comenzó a llenarse y la música se elevó, con lo que la conversación se hacía más complicada.

—Si te soy sincero —me comentó—, ya no me siento muy cómodo. Demasiada gente y demasiado elevado el sonido de la música. ¿Tienes algo pensado?

—No. He salido porque me apetecía dar una vuelta y tomarme un par de copas.

—Pues ya te las has tomado y superado. Llevas tres whiskeys. ¿Nos vamos? Si es que te apetece venirte conmigo.

—Por qué no. ¿Qué me sugieres?

—Vivo a dos calles de aquí. Te propongo tomarnos una copa en casa, desnudarnos y echar un buen polvo.

Le miré fijamente a los ojos y le sonreí.

—Buena propuesta.

Salimos. Me despedí del chico de la puerta y comenzamos a andar. Continuamos con la conversación sobre nuestros gustos y lo que hacíamos en la vida. Llegamos a su portal, entramos en su interior y tras subir en el ascensor hasta el último piso, me invitó a entrar en su casa.

Se despojó de su camiseta por el pasillo, sin llegar al salón, una vez dentro, la dejó caer sobre uno de los sillones. Era una casa de dos habitaciones, un salón con cocina americana y el cuarto de baño. Lo mejor de toda la casa, es que tenía una terraza, no muy grande, pero lo suficiente para tener una mesa, cuatro sillas y a una esquina una ducha.

Cuando se quitó la camiseta, descubrí un cuerpo muy hermoso. Sus músculos se marcaban a cada uno de sus movimientos, en una musculatura natural, nada de gimnasio. Su torso ligeramente velludo, donde bajaba un hilo de vello por todo su cuerpo hasta desembocar en el vientre que mantenía sutilmente marcado. Los brazos eran fuertes, como ya había podido ver con su camiseta sin mangas.

—Ponte cómodo, estás en tu casa.

Se dirigió a una mesa que se encontraba en una esquina donde reposaban varias botellas. Cogió dos vasos y los llevó a la cocina, vertió sobre ellos unos hielos y regresando tomó la botella de whiskey poniendo una cantidad prudente. Mientras él realizaba aquella operación sin mirarme, me quité la camisa. Se acercó para ofrecerme la copa y sonrió.

—Me ratifico en lo dicho: estás muy bueno, cabrón. ¿Cómo haces para tener ese cuerpazo? Ya me gustaría cuando llegue a tu edad, tener ese cuerpo —me entregó el vaso besándome los labios con timidez.

Se dirigió hacia la mesa baja que se encontraba al lado del sofá y dejó la copa. Sin decir nada se liberó de su pantalón y slip, quedándose completamente desnudo.

—Me gusta estar desnudo en casa y donde puedo. La desnudez del cuerpo, además de excitarme, me resulta cómoda.

—Yo también suelo estar desnudo en casa —dejé la copa también sobre la mesa y terminé de desnudarme. Me miraba mientras lo hacía dando un trago a su bebida.

—Joder tío. Mira como me has puesto.

Su polla estaba muy dura, casi pegada a su vientre. Se levantó, se pegó a mi cuerpo y nos besamos. La mía reaccionó al instante y golpeó su vientre. Separó su boca de la mía, contempló mi erección y sonrió.

—A ella también le gusto.

—Ella y yo nos llevamos muy bien. Tenemos los mismos gustos y tú estás muy bueno —cogí con las manos sus nalgas y le pegué contra mí.

—¿Activo?

—Versátil.

—Mejor. Yo también lo soy. Creo que en una buena sesión de sexo los dos tienen que disfrutar por completo de sus sexos.

—Me estás calentando mucho cabrón.

—Tú me calentaste cuando entraste en el pub. Pensé: «Ojalá le guste a ese tío».

Ya no hubo más palabras. Tomé de nuevo su cara con las manos y le besé. Sabía jugar muy bien con su lengua y me excitó como un toro. Gorka lubricaba mucho. Sentí aquella humedad en mi vientre durante los minutos que permanecimos besándonos. Luego fue él quien emprendió el juego: me comió el cuello y la oreja derecha y fue bajando por mi cuerpo. Se detuvo durante uno instantes en mis pezones y poco a poco su lengua recorrió el resto del cuerpo hasta llegar al ombligo donde se detuvo y jugó con él. Me hacía suspirar y el corazón se aceleraba. Era bueno, muy bueno. Encontraba cada punto que me excitaba. Al llegar a mi polla la tomó con su mano, la meneó un poco y la dejó. Metió la boca debajo de ella y lamió mis huevos, primero suavemente y luego succionó, primero el derecho, introduciéndolo por completo en su boca y abandonándolo cuando lo creyó oportuno, haciendo lo mismo con el otro. Fue entonces cuando mirándome cogió la polla de nuevo y se la llevó a la boca. La tragó entera hasta el fondo. ¡Qué hijo de puta, como mamaba! Acaricié su cabeza y luego lo elevé. Nos volvimos a besar y comencé el mismo juego que él había emprendido instantes antes, salvo que al llegar a su polla me propuso tumbarnos en la cama.

Como a mí, a Gorka también le gustaban las sesiones largas y los dos, si bien horas antes habíamos coincidido en muchas de nuestras aficiones y costumbres, en el sexo el complemento era perfecto: los dos descubrimos lo que nos gustaba y los dos gozamos durante más de tres horas de nuestros cuerpos hasta que eyaculando por segunda vez cada uno, nos quedamos tumbados boca arriba. Gorka se volvió hacia la mesilla que tenía a su lado, abrió uno de los cajones y sacó un paquete de tabaco, el mechero y un cenicero. Me ofreció un cigarrillo y los dos fumamos tranquilamente.

—Dicen los expertos, que tras el polvo con una persona que se acaba de conocer, no se debe preguntar que si le ha gustado, que ha estado bien, que espera volver a repetir… Pero yo no creo en todas esas estupideces —comentó girándose hacía mí.

—Yo tampoco. Pienso que si los dos han estado a gusto, primero es evidente que se ha sentido durante el momento, pero saber la opinión del otro, a mi modo de ver, es respeto.

—Sí —apoyó el cenicero encima de mi torso—. Y follar contigo es una pasada. No sólo me gustaría volver a repetir, sino que espero que no desaparezcas como otros tantos.

—No soy de esos. Aunque…

—Espero que no vuelvas a salir con el tema de la edad. Eso siempre me ha jodido. Yo no creo en la edad, creo en las personas.

—Visto así te diré que me pones mucho. Me gustas físicamente, como piensas y como follas, pero mis experiencias en la vida me avisan de que debo ser cauto y realista.

Me besó en los labios, apagó el cigarrillo en el cenicero y me lo quitó de encima tras apagar el mío.

—¿Te quedas a dormir? Tengo algo de sueño y me gusta la compañía.

—Está bien, no me apetece vestirme y salir.

—Pues a dormir —se tumbó sobre mi pecho y me abrazó.

Acaricié su cabeza y sonreí. No apostilló nada sobre lo que comenté. Así que dejaría que el tiempo decidiera, pero como le había dicho, con cautela. Aquel encuentro había resultado demasiado rápido y no soy de los que creo, que las cosas rápidas lleven a buen puerto.