Veinte

Era una noche bochornosa. Acostumbrado al aire seco y tonificante de España, me costaba respirar. Además, la humedad de aquella casa me provocaba de nuevo un agudo dolor en la vieja herida. Como no quería dormir solo en aquella habitación, tomé uno de los edredones yanquis de plumas, lo llevé a la salita de estar, que era más acogedora, y me acosté en el sofá completamente vestido. Temblando de frío bajo el edredón, me fumé un par de cigarrillos y observé el fuego de la chimenea hasta que se apagó. Las sensaciones de pérdida y de soledad que tenía en ese momento me hicieron ver lo valioso que es, en comparación, el amor.

Descubrí otro espantoso mural en la pared infinita de mi exhausta imaginación: en ese mural, Juan se marchaba. Sobrevivía durante un tiempo y después desaparecía en el Nueva York hispano: sin permiso de trabajo, sin tarjeta verde, sin estudios, lo único que encontraba era empleos en los que le explotaban. Se convertía de nuevo en un vagabundo y finalmente se lo llevaban a una de esas asquerosas cárceles de las que yo había oído hablar, y que no eran mejores que nuestras cárceles españolas. Su juventud le convertía en un cebo excelente para los violadores. Lo sujetaban entre muchos y lo violaban una y otra vez cuando los guardas de la prisión no miraban. Seguramente moría mientras luchaba por defender su integridad. Y si sobrevivía, lo deportaban a España, donde le estaban esperando los hombres de Paco. Sera también se marchaba y mi hermana y yo nos quedábamos solos.

Apreté los dientes y recé para que aquel artista endemoniado dejara de pintar espantosos murales en mi cripta interior de las No Mercedes.

Me desperté muy temprano por la mañana y me entristecí al recordar la situación en que ahora nos hallábamos. Me sentía mal, muy débil. Uno siempre se pone enfermo cuando está en otro país, porque le atacan los microbios extranjeros. Y ahora, tras tantos meses de tensión, estaba a punto de derrumbarme.

Tras las ventanas había una luz mortecina, grisácea. Hasta los tonos de la luz del amanecer eran distintos aquí, pues el cielo reflejaba el verde de aquellas montañas en lugar de los tonos grises y plateados de los Montes de Toledo. Incluso en aquellas tierras extrañas, tenía una sensación apremiante de cambio respecto al tiempo que había transcurrido desde que Juan y yo nos habíamos conocido. En lugar de oír el canto primaveral de los pájaros, como en el coto, lo que oí fue el canto otoñal y apagado de pájaros extraños, que me llegaba a través de la ventana desde las profundidades del bosque húmedo norteamericano. Pronto se cumplirían cinco meses desde aquel primer impulso de una tarde de un domingo de mayo. Sólo cinco meses, cinco ciclos lunares. Las semillas del verano frenético y febril que habíamos pasado juntos yacían ahora diseminadas, esperando que llegaran las lluvias de otoño para brotar. ¿Quién podía saber lo que les deparaba el futuro?

Al cabo de un rato, la luz de un relámpago rosado, seguido del retumbo lejano de un trueno, iluminó las ventanas. Movido por la curiosidad de descubrir el aspecto de los alrededores de la casa, me sobrepuse a la sensación de malestar, me levanté del sofá con la ropa completamente arrugada y me puse lentamente los zapatos. Fuera, la niebla densa me mojó la cara: caía casi imperceptiblemente en forma de una lluvia muy fina, similar a lo que los paisanos de Juan llaman sirimiri. Apoyado en el bastón, avancé penosamente por un sendero que cruzaba una parcela de césped de estilo inglés. El sendero conducía hacia una franja de robles y árboles de hoja perenne para mí desconocidos. Llegué a un puente bastante tosco que formaba un arco sobre rocas cubiertas de musgo. Un riachuelo medio oculto entre las sombras de los helechos fluía —lentamente, con la quietud del otoño— sobre las rocas como una capa de color verde satinado. Crucé el puente y caminé, cada vez más cansado, hasta un claro: y allí me quedé, fascinado por lo que vi. Ni la gripe que entumecía mis huesos me impidió disfrutar de aquella maravilla.

Volví a la casa y me acerqué cojeando a la ventana de Juan. Por supuesto, estaba cerrada a cal y canto. A través de los cristales sucios vi su figura borrosa sobre la cama, medio enterrada entre la colcha y las almohadas. Me invadió el recuerdo de aquella mañana en que le encontré en la cama de su casa del coto. Cuando golpeé suavemente el cristal con la mano, Juan se despertó sobresaltado. Tenía la navaja en la mano y estoy seguro de que creyó, por un momento, que aún estaba en la sala de torturas.

—Abre —le grité desde el otro lado del cristal—, es importante.

Tras una larga pausa, se puso en pie y abrió la ventana.

—¿Qué quieres, ricacho? —tenía el pelo revuelto y le temblaba un poco la voz.

—Quiero que veas una cosa —intenté darle a mi voz un tono un tanto entusiasta.

—Que te jodan.

—Ven conmigo… —le sonreí como un perturbado—. ¿O es que no te atreves?

Hubo algo en mi actitud que pilló a Juan desprevenido y despertó su curiosidad. Lo de desafiarle siempre daba buenos resultados. Refunfuñó mientras se ponía un jersey blanco y los pantalones, después se pasó las manos por el pelo, se metió la navaja en el bolsillo, contempló la lluvia a través de la ventana y finalmente rebuscó en su maleta hasta encontrar su vieja boina. Se la puso y salió. Había empezado a llover con más fuerza: recorrimos el sendero mientras la lluvia nos mojaba el pelo, nos resbalaba por el cuello y nos empapaba la ropa hasta que se nos quedó pegada al cuerpo. Juan respiraba hondo y se llenaba los pulmones con aquel aire puro y limpio que, seguramente, le recordaba su hogar.

—¿Qué es? —dijo frunciendo el entrecejo.

—Sígueme, ya lo verás.

Avancé por el sendero apoyándome en el bastón. Inquieto e impaciente, Juan caminó junto a mí. Instantes después, más allá de la franja de árboles, se paró en seco y contempló fascinado lo mismo que yo había contemplado antes. Igual que yo, se quedó boquiabierto. Frente a nosotros se extendía un prado alpino de hierba alta y flores silvestres que se inclinaban bajo el peso de la humedad. En toda mi vida, jamás había visto tantas cosas verdes en un mismo espacio. Algunas de aquellas plantas nos resultaban desconocidas, pero otras las habíamos visto en España: varas de oro empapadas de agua, parcelas de milenrama y nubes de margaritas de color púrpura, además de matas de helechos dorados como los que había en España. El perfume de aquel prado, y el poder astringente de todas aquellas hierbas, resultaba embriagador, casi demasiado fuerte. En aquella enorme extensión de terreno vimos también animales: un grupo de ciervos norteamericanos que pacían con una tranquilidad maravillosa. El grupo estaba formado por diez escurridizos animales, entre hembras y crías, más dos machos cuyas cornamentas mojadas aún estaban recubiertas de borra. Más allá de donde pacían los ciervos, el prado descendía suavemente hasta una valla lejana, más allá de la cual había un rebaño de vacas lecheras y, más allá aún, bosques borrosos y bancos de niebla.

El cielo empezaba a clarear. El sol estaba saliendo entre las nubes, pero llovía con más intensidad que antes. Era literalmente la primera lluvia que caía sobre nuestras vidas desde la noche que nos conocimos en Santander. De repente, me sentí transportado a mi habitación del Hotel Roma en aquella noche de mayo, cuando aspiré el perfume de la lluvia sabiendo que Juan aspiraba ese mismo perfume. Aquella noche cada uno había dormido en su cama, separados por la ciudad; cada uno había pensado en el otro mientras aspiraba en soledad el perfume de la lluvia, el perfume de su propio sudor y de su propia simiente. Sin embargo, dos mil años de terror no habían conseguido impedir que nos encontráramos.

Una vez más, el relámpago proyectó sombras siniestras sobre la hierba. Oímos el rumor del trueno sobre nuestras cabezas, suave como una caricia.

—Te di mi palabra de que tendrías un prado —dije—. ¿Lo recuerdas?

De repente, Juan apretó los puños con tanta fuerza que le crujieron los músculos de los brazos. Echó a andar a ciegas entre la hierba inexplorada, que le llegaba a la altura de las caderas, y acarició con los dedos las puntas de los tallos. Pronto se convirtió en una figura distante al final de un camino solitario y sinuoso entre la hierba. Los ciervos le observaron sin demasiado interés. Juan se quitó la camisa y permaneció agachado durante un minuto; cuando volvió a incorporarse, me pareció que estaba desnudo, pero no era más que una figura blanca y borrosa en un horizonte verde. Se quedó algunos minutos con los brazos alzados y permitió que el agua tibia de la lluvia resbalara por su cuerpo. Después se frotó los brazos y la cabeza, como si se estuviera duchando.

Yo seguí donde estaba, pues sabía que Juan necesitaba estar solo. En ese momento, ambos necesitábamos estar solos, cara a cara con la diosa del Destino… que probablemente era otra Virgen disfrazada. Se me hizo un nudo en la garganta, como si me hubiera tragado un pedazo de pan seco. Juan se dejó caer sobre la hierba y desapareció. Transcurrió un rato y yo, empapado de lluvia, seguí observando, pero no ocurrió nada. No le veía. Preocupado, empecé a avanzar lentamente entre la hierba y dejé tras de mí mi propia estela en aquel mar verde. ¿Y si se había hecho daño? Recordé que Juan llevaba la navaja. ¿Qué demonios pretendía hacer?, me pregunté. ¿Clavarse la navaja, castrarse a sí mismo?

De repente, se oyó el fragor de la lluvia, que empezó a caer a mares. El vapor inundó el prado y los ciervos desaparecieron tras una densa neblina blanca. Y entonces vi a Juan, no muy lejos de donde estaba yo. Su cuerpo empapado brillaba. Estaba apoyado en el suelo con los pies y las manos: tenía la cara y los puños hundidos en la hierba, como si estuviera asiendo la cabellera de la Tierra. Arrancaba la hierba con las manos, tosía y se atragantaba, como los perros salvajes cuando quieren expulsar el veneno. Después tomó un puñado de milenrama y se lo frotó por todo el cuerpo con desesperación, igual que si fuera una pastilla de jabón. Era un ritual que en nada se diferenciaba de los que en otros tiempos se celebraron en la cripta de las Mercedes: imaginé la fragancia de las hierbas bajo las bóvedas pintadas, los cánticos, las antorchas… Juan se frotó el pecho y la entrepierna con las plantas que había arrancado. Los pétalos aplastados se le quedaban pegados a la piel hasta que la lluvia los arrastraba. Al cabo de unos instantes, su cuerpo entero —también la cara— se tiñó de un verde suave. Se frotó también el pelo y en sus movimientos frenéticos vi la desesperación de su lucha por apartar de su mente los recuerdos que deliberadamente le habían inoculado.

Transcurrieron varios minutos antes de que se tranquilizara. Finalmente, se arrodilló y dejo caer de entre sus manos las plantas destrozadas. Tenía los muslos y los genitales cubiertos de tallos y pétalos, pero la lluvia que caía sobre él los arrastraba por sus piernas desnudas. Tras él, los relámpagos rosados iluminaban el cielo. Transcurridos unos cuantos minutos más, me di cuenta de que Juan había olvidado por completo que yo aún estaba allí. O tal vez quisiera estar a solas con su ritual de curación. Los ciervos no nos prestaban ninguna atención, y se habían desplazado hasta situarse entre Juan y yo. Durante apenas un segundo, la cornamenta de uno de los machos quedó alineada con la parte superior de la cabeza de Juan. De algún rincón aislado de mi mente surgió una pregunta: ¿y si se había frotado con aquella planta venenosa de tres hojas que había mencionado mi tía? En ese caso, pensé, esperaría a curarse y luego me dejaría.

El cielo rugía y la lluvia caía cada vez con más fuerza. Temblaba de frío y me sentía peor que antes, así que inicié el camino de regreso hacia la casa, apoyado en el bastón. El suelo y la hierba estaban muy resbaladizos y de repente, en mitad de aquella selva de plantas, metí el pie izquierdo en la madriguera oculta de algún animal y me caí. Un dolor intensísimo me recorrió los nervios ya dañados de la pierna. Incapaz de soportar aquel martirio grité y maldije en voz alta. Mientras luchaba por levantarme, furioso conmigo mismo por ser tan torpe, vi ante mí el cuerpo desnudo de Juan. Supuse que me había oído gritar de dolor. En sus ojos había una mirada de auténtica preocupación. Me observó entre el pelo mojado que le caía sobre la frente y en sus ojos vi la misma tristeza insoportable de aquella tarde que le encontré caminando por la carretera en dirección a La Mora. Notaba el dolor en el corazón, en el cerebro, en los dedos de los pies, en el cuello… era como un fuego que me envolvía con sus llamas. Quise abrazar a Juan, pero me daba miedo hacerlo. ¿Cómo podía convencerle de que ahora sí le creía?

La lluvia cesó tan repentinamente como había empezado. En el silencio que se produjo después, los resoplidos de los ciervos que pacían me parecieron insoportablemente reconfortantes. La niebla que había hacia el este se levantó casi de golpe y el resplandor del sol iluminó el prado. De la hierba mojada surgieron miles de prismas de color que nos deslumbraron.

Juan me tomó del codo y me ayudó a ponerme en pie con un gesto brusco. Me aparté de él, pero la pierna no pudo aguantar el peso de mi cuerpo y estuve a punto de volver a caerme. La rabia de siempre, la que siempre brotaba poderosamente en mi interior para darme fuerza y coraje, había desaparecido. Supe, en ese momento, que estaba a punto de rendirme. Juan se anudó las mangas de la camisa mojada alrededor de la cintura, para tapar sus partes íntimas, y se echó los pantalones por encima de los hombros, como un chal. Durante meses, me había obsesionado la idea de verle desnudo, pero ahora ya no me importaba.

Después me ayudó a volver a la casa, me quitó la ropa mojada, me ayudó a tumbarme en el sofá y me tapó con el edredón. Me estaba subiendo la fiebre. Adoptara la postura que adoptara, notaba un dolor insoportable en la pierna y en mi mente surgió de nuevo el miedo a la amputación. Ahora sí que estaba acabado: un doctor yanqui cualquiera me cortaría la pierna a la altura de la cadera. Imaginé al doctor, escalpelo en mano, cortando los tendones, convirtiéndome en medio hombre. Algo para el dolor, por favor. Doctor, deme algo para el dolor. Días y días de dolor en el Sanatorio de Toreros. Mientras Juan salía a buscar leña seca para encender el fuego, me arrastré hacia uno de los cuartos de baño, y después hacia el otro. Temblaba por el dolor, la fiebre y el frío, mientras registraba como un loco los botiquines. Tiré al suelo los botes de píldoras de mi tía, que salieron rodando en todas direcciones. Buscaba algún analgésico de los que utilizan los dentistas. Morfina, codeína, lo que fuese. En el hospital de Madrid, había un camillero que me proporcionaba a escondidas dosis extra de morfina, que él sacaba del armario de suministros. Y entonces tropecé con la alfombrilla del baño y me volví a caer: todo se volvió oscuro y agradable alrededor de mí, y dejé de sentir dolor.

Tras lo que me había parecido una larga y agradable siesta, me desperté en mi habitación, bajo el edredón de plumas de oca. Me sentía bien: arropado y medio dormido aún, durante unos segundos creí que estaba en mi casa de Las Moreras. La lluvia, sin embargo, tamborileaba sobre el tejado de madera y ese sonido monótono retumbaba en la casa entera. Me invadió de nuevo la tristeza y recordé dónde estaba. Poco a poco, volvieron los recuerdos: el repentino hundimiento de mi voluntad y de mi moral, la búsqueda desesperada de calmantes… Deduje que Juan me había encontrado medio muerto en el suelo del cuarto de baño y me había llevado hasta la cama. Palpé mi cuerpo con mucho cuidado: sí, la pierna seguía allí y me dolía menos que antes. Nadie me la había amputado mientras dormía.

Así pues, al parecer Juan había decidido quedarse unas horas más para cuidarme, lo cual era muy generoso de su parte. Me había comportado como un verdadero loco.

La habitación resultaba muy acogedora: una de las ventanas estaba entreabierta, pero las cortinas estaban casi cerradas del todo. A través de una rendija entre la tela se colaba la luz ya oscura del crepúsculo. En la chimenea de la habitación chisporreteaba un agradable fuego, junto al cual había una ordenada pila de leña seca. Sobre el tocador estaba la imagen de Nuestra Señora de Las Mercedes, aunque yo no recordaba haberla puesto allí. A pesar de la vergüenza y la tristeza que sentía, estaba mucho mejor, pues ya no tenía fiebre. A través del pasillo, veía la luz que salía de la cocina y oía ruido de platos y de agua corriente. Me quedé allí pensando, con la mente extrañamente despejada, hasta que me quedé otra vez dormido.

De repente, me desperté al notar la mano de Juan sobre el hombro. En sus ojos había una mirada cautelosa, distante, y se había cortado un poco el pelo. «¿Por qué lo habrá hecho?», me pregunté vagamente. «Tal vez para quitarse las briznas de hierba y plantas», pensé.

—¿Tocaste la planta de tres hojas? —le pregunté con voz ronca.

—¿Qué?

—La hiedra venenosa… ¿La tocaste antes en el prado?

—¿Te has vuelto loco? Levántate, tienes que comer —dijo.

Me puse muy despacio mi bata de seda, reliquia de una vida en Las Moreras que ya no existía. Me sentía como un cachorro que está aprendiendo a caminar. ¿Cómo era posible que me hubiera debilitado tanto en unas pocas horas?

—Con cuidado —dijo Juan sin dejar de vigilarme atentamente.

Y entonces me vi en el espejo. Fue un auténtico Bravo quien me devolvió la mirada: su delgadez me sorprendió, y también la barba crecida; y su pelo, más largo, despeinado y salpicado de hebras plateadas. Aturdido, contemplé aquella imagen en el espejo y me pregunté durante cuánto tiempo había dormido. ¿Veinte años, como el Rip van Winkle[9] de la fábula norteamericana?

Nos sentamos a la enorme mesa de la cocina, separados por dos metros de distancia, y comimos el intento de tortilla de patatas de Juan, que tenía un piso de altura. Murmuró algo sobre que él no era tan buen cocinero como Magda. La enorme mesa de la cocina estaba cubierta por un mantel de hilo bastante tosco y de colores vivos, sobre el cual había un candelabro de plata estilo yanqui con cinco velas medio consumidas de distintos colores. No recordaba haberlo visto antes. Pensé en ese momento que aquella era la primera vez que comíamos solos como Dios manda. Allí estábamos los dos, dos maricones disfrutando de aquellas cosas con las que soñaban los que eran como nosotros: una mesa para nosotros solos, una casa de campo en la que podíamos quedarnos el tiempo que nos apeteciera… y en cambio, nos sentábamos a tres sillas de distancia el uno del otro. Cuando Juan abrió la puerta de la nevera en busca de leche para tomarla con el café, vi comida que no había visto antes. Sobre la cocina de gas había una tetera de cobre que estaba a punto de hervir. Vi también un frutero de cerámica de Talavera de la Reina —que seguramente le había comprado mi tía a algún anticuario de Nueva York, en un ataque de añoranza— lleno de fruta de aquella tierra: manzanas caídas de los árboles que había junto a la casa y unas cuantas cosas de color naranja chillón que parecían ciruelas.

Tomé con cierto recelo una de las «ciruelas».

—¿Qué es esto? —pregunté.

—Es un ca… un ca… no me acuerdo cómo se llama. Déjalo donde estaba, no te sentará bien.

En su voz había un tono autoritario, como el de un médico, y obedecí. A continuación tomé un antiguo salero de plata y le eché un poco de sal a la tortilla. La mirada de Juan estaba fija en aquel objeto de plata de ley.

—Ahora tienes que vivir con las riquezas de otro, ¿eh? —me dijo en un tono irónico. La tetera estaba hirviendo y Juan se levantó para quitarla del fuego.

Cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos, su mano fuerte y callosa de granjero estaba frente a mí: sostenía un vaso de té humeante que tenía un extraño color entre marrón y verdoso. Olía a ciénaga. Había prescindido de las tazas desportilladas de porcelana inglesa de mi tía y había rebuscado entre los armarios hasta encontrar un vaso grande, para poder servir el té como hacíamos en España.

—Es la hora de tomar la medicina —dijo.

Sobre la encimera había un puñado de extrañas plantas con los tallos gruesos, atadas y cuidadosamente cortadas con la navaja. Cada ramito tenía verticilos de hojas parecidas a la grama.

—¿Qué leches es esta cosa? —quise saber.

Juan me observó extrañado.

—Llevas tres semanas tomándolo.

Parpadeé.

—¿Tres semanas?

Se sentó en la silla más cercana y me observó con una expresión preocupada.

—¿No te acuerdas? —me preguntó.

—¿He estado tres semanas fuera de combate? ¿En coma?

—No estabas en coma, porque te despertabas y hablabas, aunque lo que decías no tenía mucho sentido.

Y entonces me lo contó todo. Me había encontrado inconsciente, sangrando por la cabeza, en el cuarto de baño. De repente se vio solo con un hombre herido, en una casa apartada de un país extraño y sin tener ni idea del idioma o de cómo hacer las cosas. Sin embargo, pronto se tranquilizó y rebuscó entre mis cosas hasta encontrar el número de teléfono de tía Pura. Mi tía llamó entonces al hospital de la zona, que era una clínica rural. Como no tenían ambulancias, mandaron un coche y me llevaron a la clínica para hacerme una radiografía de la cabeza. Para entonces yo ya estaba consciente, aunque un poco aturdido. Diagnóstico: una pequeña fisura y una conmoción cerebral leve, aparte de una gripe tremenda y una diarrea espantosa. Me tuvieron allí un par de días en observación y al día siguiente, Pura, José y Sera vinieron a visitarme. Me llevaron de nuevo a la granja y las tres mujeres regresaron a Nueva York al cabo de unos cuantos días, pero mantuvieron contacto telefónico con Juan. En realidad, yo también había hablando con ellas por teléfono. Tía Pura seguía pensando que era buena idea que Juan y yo nos quedáramos aquí solos. Tal vez sabía que o bien nos matábamos el uno al otro, o bien hacíamos las paces.

Me palpé el pelo enmarañado y noté una costra y un bulto. Estaba horrorizado: un fragmento pintado de mi vida se había desprendido de la pared mientras yo permanecía inconsciente.

—¿Me has cuidado durante tres semanas? —susurré.

—Te aseguro que un semental viejo y gruñón con un flemón hubiera sido mejor paciente que tú.

—¿Y cómo comprabas la comida? ¿Te hace mi tía la compra por teléfono?

—Tengo un trabajo —dijo. En su mirada apareció un destello de orgullo.

—¿Un trabajo? ¿Qué trabajo?

—Tía Pura arrendó los pastos a la gente de la granja lechera de aquí al lado. Un día les ayudé a abrir la valla y tía Pura les dijo que yo entendía mucho de vacas. Y me contrataron. Me pagan en negro hasta que me llegue la tarjeta verde. José me ha regalado un librito lleno de palabras norteamericanas y estoy aprendiendo muy deprisa. El granjero y su familia han sido muy amables conmigo. Cuando van a la tienda, voy con ellos. Nos regalan la leche. Y creen que somos primos.

Mi tía era una mujer muy inteligente. Ella sabía que Juan se sentiría muy orgulloso si podía comprar comida y mantenernos a los dos con su sueldo. Me di cuenta de que la llamaba tía. ¿Sabían los jefes de Juan que aquel fornido inmigrante y su primo español eran dos de aquellos temidos mariquitas contra los que el Gobierno de Estados Unidos azuzaba a sus agentes de aduanas, y a quienes incluso temía más que a los comunistas de piel oscura de Vietnam?

—Y entonces… ¿qué es esto que me estoy bebiendo?

—Es cola de caballo[10]. Me preguntaba si por aquí también crecería, porque hay muchas plantas medicinales que ya conozco, como la milenrama o los helechos. Y la busqué por ahí hasta que la encontré junto al riachuelo.

—¿Y para qué sirve, oh gran brujo?

—Mi abuelo la usaba cuando los becerros tenían diarrea. Aunque para los caballos es venenosa…

—Pues yo no soy un maldito becerro —dije de nuevo irritado.

—El médico yanqui te dio antibióticos y no te hicieron nada. Tenías una cagalera que te morías.

—¿Y cómo sabes que no es venenosa para los seres humanos?

Por primera vez, Juan sostuvo mi mirada. De repente sonrió torciendo un poco la boca, tomó el vaso y bebió un trago.

—Si es venenosa, nos moriremos los dos, ¿vale?

Más tranquilo, y satisfecho por la forma en que lo había dicho, me bebí la pócima. Aquel líquido espeso y salobre me reconfortó el estómago y llenó mis venas, pero me aportó también la sospecha de una verdad que yo seguía negando: Juan aún no había hecho su declaración de amor, pero se había olvidado de su ritual de curación cuando me había oído caer y gritar de dolor y se había pasado días enteros buscando en el campo una cura para mí.

Mientras Juan recogía la cocina, yo llamé a Nueva York.

—¡Hermanito! —exclamó José. Casi pude oler su perfume a través del teléfono. Hablé con ella y luego con Pura durante una hora y disfruté de la reconfortante calidez de las voces de mis mujeres: mi hermana, mi tía abuela y mi esposa sólo de nombre. Sera había vuelto ya del hotel.

—Sólo porque le prometí ir a una de esas reuniones de AA que hacen aquí —dijo José—. Parece que siempre le pego cuando bebo. Ahora me doy cuenta, cuando bebo sale toda la violencia. Tonio, yo aborrezco la violencia… ¿Cómo he podido hacer algo así?

Sera también se puso al teléfono. Por su voz, parecía muy tranquila.

—Y bien, mi pequeña camelia —le dije—, ¿te arrepientes de haberte embarcado en esta aventura con unas bestias tan salvajes como nosotros?

—No.

—Ya casi eres tan fuerte como un roble, mucho más fuerte que cualquiera de nosotros.

—Tu tía lo sabe todo, Tonio. No hizo falta que se lo dijéramos: sabe lo mío con José y sabe lo tuyo con Juan.

—¿Qué dijo?

—No mucho. Sólo que si hay tantas clases de árboles y de animales… ¿por qué va a haber sólo una de seres humanos?

Cuando volví a la habitación, estaba exhausto: me quité como pude la bata mientras Juan atizaba el fuego y ponía un último tronco en la chimenea, para que yo no pasara frío durante la noche. Era muy inglés lo de tener chimenea en la habitación, pero la verdad es que era un buen invento. Y mucho más seguro que los braseros, por otro lado. Una vez más, Juan se mostraba precavido y receloso: evidentemente, había encontrado la llave que yo guardaba de la vitrina de las armas y había dejado una escopeta cargada al alcance de la mano. Me di cuenta de que aún tenía mucho miedo y de que creía que la organización de Paco era capaz de cruzar el Atlántico y venir en nuestra busca. En ese momento, una idea resurgió con fuerza en mi interior: lo cerca que estaba la ruptura.

—¿Cuándo te vas? —le pregunté.

—¿Cómo? —Juan se volvió y me observó extrañado.

—Bueno, dijiste que querías marcharte —le recordé.

En sus ojos apareció tanto dolor que de inmediato sentí deseos de retirar las palabras que acababa de pronunciar. Me pregunté de qué habríamos hablado a lo largo de aquellas tres semanas, si habíamos llegado al punto de poner en cuestión nuestra relación, si yo le había dicho que le quería… Le imaginé ayudándome a caminar, lavándome con un paño y un barreño de agua tibia cuando estaba postrado en cama… Sin duda, hasta me había tenido que limpiar las cacas, como si fuera un bebé. Y a lo mejor, hasta le había contagiado la gripe y él también había estado enfermo unos días. Si lo que había vuelto a unirnos era su necesidad de curarme —más que lo que pudiera sentir por mí— y cuidarme como si fuera un animal enfermo… ¿acaso no me bastaba con eso? ¿De qué me servía preocuparme tanto por las formalidades? Años más tarde, volvería la vista atrás y recordaría ese momento, porque entonces todo pendía de un hilo. Me paré a pensar en la posibilidad de forzar la situación, de decir cosas de las cuales podría arrepentirme después.

Observé un poco aturdido la imagen de la Virgen que había sobre el tocador y me fijé en que frente al cuadro estaba el clavel seco, junto a un par de velas. No recordaba haber ordenado el altar y me pregunté si habría sido obra de Juan, si habría sido él quien había depositado la flor frente a la Virgen. Me embargó una gran emoción y casi se me hizo un nudo en la garganta cuando recordé la mirada que había en los ojos de Juan la noche que me dio el clavel. Recordé el momento en que cada uno buscó ansiosamente el cuerpo del otro con las manos y con los labios, guiados por el mismo ímpetu irrefrenable de las raíces que crecen hacia el centro de la Tierra. Si los heterosexuales son el segmento de la Humanidad que crece hacia el sol como la parte superior de una planta, desafiando la ley de la gravedad, entonces Juan y yo, y José y Sera, pertenecíamos a otro segmento de la Humanidad, pues nos dejábamos arrastrar por la fuerza de la gravedad y crecíamos hacia el mismísimo núcleo de la Tierra. Ninguna civilización humana ha desarrollado una ley lo bastante estricta, ni un miedo lo bastante intenso ni una ciencia lo bastante inteligente como para obligar a las raíces a crecer hacia el sol.

Finalmente, decidí que las cosas debían seguir su curso natural, igual que hacen las plantas, los animales y la luna. La Virgen me observó desde el retrato y me dijo que aquella era una sabia decisión. La mano me temblaba cuando encendí una vela.

—Y entonces —dije con la voz un poco sofocada—, ¿está decidido? ¿Te quedas?

—Está decidido.

Me invadió un gran alivio y le indiqué por señas que encendiera la otra vela. A Juan también le temblaba la mano: al resplandor de la llama, sus dedos se volvieron rojos y traslúcidos.

—Después de todo, ahora la Virgen es tuya, junto con todo lo que tengo, aunque ahora mismo no esté a nuestra disposición. Tal vez nunca volvamos. En ese caso, se lo daré todo a Tere e Isaías para que no se lo quede el régimen.

Juan sonrió discretamente:

—Lo que yo tengo es tuyo… mi pasaporte, mi navaja y setenta y cinco dólares a la semana.

Por fin lo habíamos dicho, igual que en aquel antiguo documento perdido. En ese momento entendí por fin por qué los amigos no se hacían promesas de amor, sino promesas de sustento y un techo bajo el que refugiarse.

Con un gesto de fingida despreocupación, aparté las mantas y le invité a meterse en la cama conmigo. Juan se desnudó muy despacio, con cautela, hasta quedarse en ropa interior; después se metió en la cama. Nos quedamos allí tumbados, en silencio, mientras yo le acariciaba la cabeza y le pasaba la mano por el pelo abundante y sedoso, del color del trigo. Ahora lucía un corte al estilo de los universitarios yanquis. Volver a empezar no sería fácil, pues los sonidos y los olores de la sala de torturas aún estaban presentes en el aire que nos rodeaba, como una niebla siniestra. Le acaricié el cuerpo con el distanciamiento profesional de un médico y me di cuenta de que era tal y como yo recordaba. De su mirada, sin embargo, aún no había desaparecido aquella sombra de tristeza. No estaba excitado; en realidad, temblaba de pies a cabeza.

—No puedo, aún no —susurró—. Dame un poco de tiempo.

Le di un beso de buenas noches en la mejilla.

—Tiempo es lo que nos sobra —dije en voz baja.

Juan se tranquilizó al saber que yo no iba a acosarle y se acurrucó junto a mí. Mientras el fuego de la chimenea pintaba murales en la pared y las velas se consumían, nos quedamos dormidos. Yo dormí apaciblemente, pero Juan pasó una noche inquieta. Se despertaba sobresaltado por cualquier ruido y, por la expresión de su mirada, supe que aún sentía una gran tristeza, que necesitaba saber que yo estaría a su lado cuando abriera los ojos, que no seguía retenido en la sala de torturas. Le acaricié hasta que se calmó y supe, por primera vez en mi vida, que yo también poseía un don para curar, y no sólo para manipular y salirme siempre con la mía. De vez en cuando, nos quedábamos callados y escuchábamos el rumor de la lluvia y del viento; de vez en cuando, Juan murmuraba algo, cambiaba de posición y se acurrucaba junto a mí. Su pelo caía sobre mi mejilla y yo le rodeaba con un brazo: en esos momentos, parecía tan vulnerable como un niño. En las horas de vigilia, sin embargo, Juan trataba de protegerse contra esa misma vulnerabilidad. Su cuerpo despedía un agradable olor a vacas y a hierba: dormir junto a él era como dormir en un prado con la cara enterrada en la calidez de la tierra.

Permanecí despierto durante un rato y pensé en este país nuevo, donde nos esperaban prisiones de estilos arquitectónicos diferentes, donde los policías, los guardias, los clérigos y los políticos eran protestantes y hablaban inglés. Sin embargo, estaba seguro de que Nuestra Señora de la Libertad había encendido su antorcha en el puerto de Nueva York sólo para nosotros.

Las primera hojas amarillas empezaban a desprenderse de los árboles de especies para nosotros desconocidas que rodeaban la casa. Cinco ciclos lunares habían transcurrido desde aquella noche en Santander, cuando ambos permanecimos despiertos en nuestras respectivas camas, cada uno pensando en el otro. La lluvia nos trajo los sonidos y los olores del exilio. La brisa que se colaba a través de la ventana abierta ahuecaba ligeramente las cortinas de encaje y, poco a poco, el rumor y la fragancia fresca de la lluvia fueron invadiendo la habitación. Oímos el resoplido y las pisadas de unos cuantos ciervos, que se habían acercado hasta los árboles frutales para comer las manzanas caídas. Cinco ciclos lunares habían transcurrido ya… Cinco. Y transcurrirían cien ciclos más si conseguíamos sobrevivir al mes que teníamos por delante. Me pregunté si seríamos capaces de ocupar nuestro tiempo con algo más, aparte de la tristeza, el deseo sexual y los recuerdos del horror que habíamos vivido.

Cuando amaneciera, Juan cruzaría el prado y se iría a trabajar, con su libro de Berlitz bajo el brazo y el tarro de cristal que usaba para traer leche a casa. Le había oído murmurar algo sobre lo brutos que eran los yanquis, pues no se les había ocurrido nada mejor que meter la leche en cajas de cartón —en lugar de las botellas de cristal de toda la vida— para venderla. Y cuando Juan se alejase por ese prado, yo me quedaría allí, mirando su figura cada vez más pequeña… y con la seguridad de que esta vez sí volvería.