Diecinueve

Tía Pura tenía aire acondicionado, lo cual nos ayudó a resucitar tras el sofocante trayecto desde el aeropuerto. Parecía que el edificio entero vibrase por culpa de aquella maravilla moderna. Sera hasta se puso el suéter.

Así pues, allí estábamos, sentados con nuestra mítica tía roja en el salón de su casa. En el comedor, la cocinera estaba terminando de recoger los restos de los manjares españoles —sardinas, pimientos en aceite, mazapanes— comprados en tiendas neoyorquinas que se dedicaban a la importación. El pan era de una panadería francesa y mi tía hasta tenía una aceitera llena del aceite de oliva del que fabricábamos nosotros y que ella utilizaba para aliñar la ensalada. Pura sabía perfectamente que echábamos de menos nuestro país. Durante la comida, le contamos los detalles más morbosos de la última serie de intrigas familiares, aunque sin mencionar el tema maricón. Hubo risas, aunque un poco tensas, cuando se habló de las testarudas de Mamá y Tita.

Pura tenía entonces ochenta y seis años y mostraba una vitalidad sorprendente tras una larga enfermedad. Era tan delgada como un álamo castellano moribundo cuyas hojas doradas temblaban con la brisa de otoño más ligera, pero saboreaba su esplendor otoñal. Sus frágiles huesos estaban ocultos bajo una larga bata de seda china en un tono rojo vivo, bajo la cual llevaba un anticuado vestido malva de crepé que le llegaba hasta los tobillos. En los pies llevaba unos zapatos negros de vieja. Ella también tenía un resistente bastón, de bambú, pero lo utilizaba más para señalarnos que para apoyarse en él. En ese momento, su bastón estaba apoyado en la silla, mientras ella se hacía aire con un abanico cuyo mango era de carey.

—Los bastones son buenos tanto para los viejos como para los jóvenes —dijo, atreviéndose a burlarse de mí por llevar bastón.

Como una noble dama de antaño, Pura vivía sola en una torre, en la planta 20 de un edificio de apartamentos, estilo art decó, situado cerca de East River Drive. Su apartamento era lo que los neoyorquinos llaman penthouse[8]. La cocinera y el ama de llaves iban varias veces por semana. Al otro lado de las puertas correderas se hallaba su jardín, situado en la azotea: había parras, rosas, geranios y altos cedros que sobrevivían en macetas. Había también una pequeña fuente que intentaba recrear el ambiente de un patio español, a pesar de que el hollín de Manhattan caía pesadamente sobre los geranios y los volvía negros si no se tenía el cuidado de lavarles las hojas a diario.

Dentro de la casa, la riqueza de mi tía se notaba no en los muebles, sino en los retratos. Su acaudalado esposo, un diplomático norteamericano, había fallecido veinte años atrás. También habían fallecido sus dos hijos y tenía cinco nietos repartidos a los cuatro vientos. A lo largo de sus veinte años en el exilio, había demostrado una gran lealtad hacia los exiliados y viajeros españoles del mundo de la cultura y las letras. Las paredes de su casa estaban cubiertas de antiguas fotografías y recuerdos: programas enmarcados de conciertos, poemas garabateados en servilletas de papel, cuadros pintados en su juventud por Picasso, Miró y otros artistas ahora famosos. Me sorprendió ver una foto de mi tía con Federico García Lorca, colgada en la pared sobre un tocadiscos muy usado. No teníamos manera de saber si mi tía había llegado a detectar, gracias a su sensible sentido del olfato, el perfume a escándalo de Lorca. En la foto, Lorca tenía una mirada apagada que desprendía una tristeza eterna… una mirada tan apagada como la que había en los ojos azules de mi Juan. Estaba sentado al otro lado de la mesita de café y contemplaba su copa de brandy. ¿Era posible que sólo dos semanas antes Juan se hubiera mostrado risueño y alegre, que me hubiera mirado de reojo mientras los cuatro aprendíamos a bailar la rumba en una discoteca de Madrid?

Las copas de brandy y los vasos que había sobre la mesita tintinearon cuando José se sirvió otro trago. Mi tía ya se había dado cuenta de que José estaba bebiendo mucho.

—Tía Pura, no tenía ni idea de que habías conocido a Lorca —se aventuró a comentar José.

—Sí, cuando llegó a Nueva York en 1930.

—¿Estuvo aquí?

—Nos visitó en la otra casa, en la calle 64 Este. Dejé aquella casa cuando Roger murió, era demasiado grande para mí sola. Sí —dijo con aire pensativo—, de vez en cuando también tuvimos nuestras pequeñas batallas en la familia… nuestra familia, la familia de España.

Mi tía hablaba el castellano un tanto áspero y culto de antaño. Oírla hablar era como oír la banda sonora de una vieja película. Me miró un segundo y después desvió su aguda mirada hacia el hombre que le había sido presentado como el flamante esposo de José. Silencioso e inquieto, Juan bajó la mirada. Había hecho un notable esfuerzo por tener un aspecto elegante: con su chaqueta marrón de Cortefiel, sus mejores zapatos y el pelo pulcramente peinado, parecía un estudiante de ingeniería en vacaciones. Sin embargo, y a pesar de su atractivo provinciano, no podía ocultar las magulladuras, ahora de un tono verde y púrpura, que tenía en la cara. De repente vi las cosas con una claridad fulminante y comprendí que Juan y yo estábamos desnudos en lo que respecta a nuestros sentimientos: éramos como una naranja madurada al sol y pelada por unas manos toscas, y contemplábamos con impotencia cómo se escapaba nuestro jugo. Por primera vez atravesó mis pensamientos la idea de que tendría que pasar mucho tiempo —años, tal vez— antes de que pudiéramos librarnos de los efectos del daño que nos habían hecho.

—Bueno —dijo mi tía—, por supuesto podéis quedaros aquí hasta que os habituéis a todo esto. Tengo dos habitaciones de invitados, pero me imagino que pronto querréis tener vuestros propios apartamentos, como es normal en las parejas modernas. También tendréis que conseguir la tarjeta verde para poder trabajar: es un visado que os concede la residencia permanente en este país. Supongo que como pariente cercano, puedo respaldar vuestra solicitud. En principio, no tiene por qué haber problema. Pero en Estados Unidos no es que haya mucho trabajo para los toreros… —me sonrió maliciosamente.

—Soy licenciado en biología… y tengo experiencia con caballos y animales de caza —dije—. Ya encontraré algo.

—¿Y tú, José?

—Buscaré trabajo en los… ¿cómo lo llamáis? Los mass mediums norteamericanos —mi hermana se estaba sirviendo otra copa.

—Se dice mass media —dijo Pura, bebiendo un sorbito de brandy—. ¿Y tú, pequeña? —miró a Sera, a quien le habíamos presentado como mi flamante esposa—. No tienes ninguna carrera, ¿verdad?

—Mi madre no quería que fuera a la Universidad —dijo Sera—, pero yo quiero ir.

Antes de que Pura pudiera preguntarle a Juan, éste se puso en pie de repente, abrió bruscamente las puertas correderas y salió al asfixiante calor del jardín. Le vimos apoyarse en la balaustrada del ático.

—Está… eh… bueno, echa de menos su hogar —le disculpé.

—¿Y él? ¿Qué va a hacer? —preguntó tía Pura, mirando a José—. No es más que un muchacho de pueblo. ¿Tiene los estudios primarios?

—Sí. Quiere estudiar veterinaria —dijo José.

En esos momentos, a Juan debía de parecerle una tontería tener un pergamino que le autorizara a dispensar tratamiento médico a los animales.

—¿Qué le ha pasado en la cara? —preguntó Pura.

José hizo una pausa antes de contestar.

—Paco le dio una paliza.

—¿Paco? ¿El debilucho de vuestro hermano?

—No le gustaba la idea de que me casase con Juan —dijo José lacónicamente.

Pura observó nuestras expresiones con sus ojos de anciana y estoy seguro de que se dio cuenta de que le estábamos ocultando algo.

—Bueno —dijo—, la familia necesita sangre nueva. En Cornell hay una de las mejores facultades de veterinaria del mundo. El sello de vuestro pasaporte os permite quedaros dos meses en el país, tiempo más que suficiente para que decidáis si os gusta esto o no. Si os quedáis, puedo colaborar con un poco de dinero para ayudar a los dos estudiantes, pero no soy tan rica, así que tendrán que trabajar al mismo tiempo. El coste de la vida es mucho más alto aquí que en España, ya os daréis cuenta.

Pura empezó a ir de un lado a otro y nos instaló por parejas en las habitaciones. En las dos había camas gemelas, lo cual era una concesión de Pura a los tiempos modernos. La escuchamos con paciencia mientras nos explicaba dónde estaba cada cosa, porque sabíamos que nos cambiaríamos sigilosamente de habitación en cuanto ella se fuera a la cama. Sin embargo, no podríamos mantener el engaño durante mucho tiempo en aquel espacio tan reducido, porque la cocinera o el ama de llaves notarían algo tarde o temprano. Al otro lado de las ventanas, la ciudad de Nueva York rugía con una energía tan monstruosa que, en comparación, Madrid parecía un pueblecito. De vez en cuando, las paredes temblaban: Pura nos dijo que era el rumor lejano de los trenes del metro. Y había otros sonidos quejumbrosos y aterradores que iban y venían.

—¿Qué es eso? —me preguntó Juan—. Parecen alarmas antiaéreas.

—Son las sirenas de los bomberos —le dije—. Hay muchísimos incendios, con tantos edificios y tanta gente.

Aquella noche, y haciéndome pasar por abogado, llamé al número de teléfono que me había dado el camarero y formulé unas cuantas preguntas.

—Sí, sí —me respondió una voz masculina—, las leyes son bastante injustas. No, no, aquí no ejecutan a la gente, pero te pueden condenar a veinte años de cárcel si te pillan. Estamos intentando cambiar las cosas —dijo la voz—, pero de momento es importante ser discreto. A lo largo de los meses siguientes, tendría la oportunidad de ver por vez primera a yanquis gays, como aquí se hacían llamar los maricones. Llegaríamos a ver que vivían discretamente como marido y mujer en encantadores apartamentos, y que incluso esperaban que el estado legalizara algún día su relación. Su sueño era ambicioso, tan grande como el océano, y eso me sorprendió, porque el mío era modesto y pequeño: en comparación con el suyo, era un guijarro en la playa. Juan y yo jamás nos habíamos atrevido a soñar con algo así. Los gays españoles de la generación de Lorca y Sánchez Mejías, y también de la mía, eran gitanos expertos en el engaño que acampaban a hurtadillas a la sombra de los muros de los castillos. Por la noche, vagaban en grupo por la ciudad, se visitaban unos a otros a escondidas, pasaban los veranos juntos en algún lugar alejado cuando podían escaparse, como habían hecho Lorca y Dalí durante su verano en Cadaqués. Tarde o temprano, sin embargo, de las almenas caía una lluvia violenta de flechas caballarescas que les obligaban a levantar el campamento y salir huyendo. ¿Casarme con Juan? Mi amigo y yo ni siquiera nos habíamos dicho lo que sentíamos el uno por el otro. Mi sueño seguía siendo muy modesto: mantenernos a salvo de las heridas, dormir bajo un techo seguro, disfrutar de unas cuantas noches de paz y la posibilidad de que él me dijera cómo te amo, majín.

Aquella misma noche, un poco más tarde, cuando Pura dormía profundamente y nosotros nos habíamos atrevido a cambiar de habitación, caminando de puntillas sobre aquel suelo antiguo que crujía, me quedé escuchando la respiración de Juan en la otra cama. Me pregunté si se despertaría y se metería en mi cama por iniciativa propia: no esperaba que hiciéramos el amor, pero sí que estuviéramos juntos, por lo menos. Me pregunté también si las dos mujeres lo estarían haciendo: imaginé a Sera vestida con el camisón de encaje de bolillos que José había comprado en Madrid, imaginé sus suaves pezones presionando los suaves pezones de mi hermana, sus melenas revueltas, cada una buscando ansiosamente con los dedos el ojo de la luna en el cuerpo de la otra… Pero entonces las oí discutir.

Al cabo de un rato, enterré la cara en la almohada e intenté dormir. Transcurrió la noche y Juan no vino a mi cama. Se me ocurrió la idea de que acaba de dejar atrás mi país y mi herencia para poder estar con Juan Diano Rodríguez… y ahora él se escabullía de mi mirada como el atardecer.

La tarde siguiente, José y yo fuimos a visitar a un viejo comerciante de diamantes que Tía Pura conocía, en la calle 57. Se llamaba Aben Gómez y era un judío sefardí. Compró dos de nuestros diamantes de talla rosa, sin dejar de alabarlos, y nos dio diez mil dólares en metálico. En Estados Unidos todo era muy caro y, a ese paso, los diamantes no nos durarían mucho.

Cuando regresamos, Juan no estaba en el apartamento. Agotada todavía por la tensión de los últimos días, Sera dormía y no tenía ni idea de dónde podía estar mi amigo. Pasamos varias horas de auténtico calvario, preguntándonos una y otra vez qué podía haberle ocurrido. Finalmente, José y yo no lo soportamos más y le confesamos a tía Pura una parte de lo que había ocurrido: la posible relación de Paco con una banda terrorista, el secuestro, nuestros esfuerzos por liberar a Juan… y todo ello sin mencionar en ningún momento el tema maricón. Pura estaba horrorizada, furiosa, y no dejaba de golpear el suelo con el bastón.

A última hora de la tarde y cuando nuestra tía estaba a punto de llamar a la policía, Juan apareció. Llevaba la chaqueta en la mano y la camisa, que se le pegaba al cuerpo debido al sudor, estaba manchada de hierba. Había ido a dar un paseo, nos dijo en un tono cortante. Se había perdido en esta puñetera ciudad y entre tanto edificio no podía ver bien el sol para orientarse. Vio árboles hacia el oeste y fue hacia allí: era un parque muy grande, olía a hierba fresca y tenía uno o dos lagos. Vagó por el parque durante horas y luego se tendió sobre la hierba. Vio animales: caballos que tiraban de carros abarrotados de turistas, y hasta un asqueroso zoo con jaulas de barrotes y tigres tumbados sobre sus propios excrementos. Al cabo de un rato, encontró a varias personas que hablaban un español muy divertido. Eran de un lugar llamado Puerto Rico y le ayudaron a encontrar el camino de vuelta.

Mi pánico remitió y dio paso a la rabia. Le reprendí por haberse ido sin decirnos nada… y sin pararme a pensar en que lo que había hecho era comprensible. Y entonces, Juan estalló:

—Aquí me ahogo —dijo, y salió al jardín. Le seguí, me disculpé y traté de iniciar una conversación más relajada. El sol empezaba a ocultarse entre una neblina turbia y amarillenta, mil veces más densa y más tóxica que la bruma que cubría Madrid. Fue de un lado a otro con la manguera que Pura tenía en el jardín, fumando con aire taciturno y limpiando el hollín de los geranios rojos y de las begonias. La delicada fragancia del agua le acompañaba cuando se movía y en el charco que se había formado a sus pies se reflejó un cielo rojo como el fuego. Iba sin afeitar y parecía más delgado que nunca. Le seguí de un lado a otro mientras le hablaba de los años que teníamos por delante, de todo lo que podíamos hacer y aprender en Norteamérica.

Aplastó la colilla en el parapeto, después se agachó y colocó la cabeza bajo la manguera para refrescarse. Cuando le rocé el brazo, pestañeó durante un segundo: parecía una máscara que hubiera cobrado vida. Volvió sus hermosos ojos azules hacía mí, pero no había ninguna expresión en ellos. Después apartó la mirada y contempló el horizonte brumoso, tan rojo que daba la sensación de que estábamos en plena guerra y había cien ciudades en llamas.

Mientras el pelo le chorreaba agua, apartó mi mano.

—Para mí esto es como un infierno —dijo.

Cuando se alejó de mí, y se llevó consigo la delicada fragancia del agua, me apoyé en el parapeto. Estábamos en la planta 20: si un cuerpo humano cayera desde esa altura, al llegar a la acera se desharía en carnosos pétalos rojos, como un geranio muerto. ¿Y si Juan saltaba? Si se suicidaba o se volvía loco por culpa de los recuerdos de su encierro, fueran cuales fueran, yo volvería a España para matar a Paco. Sí, me sentía capaz de llevar a cabo la más terrible de las venganzas en la persona de mi hermano: juré que le sometería a una lenta agonía durante un mes entero, que inventaría los instrumentos de tortura más fabulosos y más inimaginables del mundo, que esos instrumentos recibirían mi nombre y luego irían a parar a la vitrina de algún museo, como los instrumentos medievales que había visto en Nuremberg, Alemania.

Me pregunté qué podía hacer para provocar la rabia salvaje de Juan y hacer que se enfadara lo suficiente como para defenderse. Aquel picador que actuaba en nombre de la fe cristiana, sentado sobre su caballo con gesto impasible y una lanza que chorreaba sangre, le había castigado hasta traspasar los límites. El toro joven apenas se sostenía ya sobre sus patas, perdía sangre y la lengua le colgaba fuera de la boca. Había retrocedido hasta una pequeña parcela de arena, el único lugar donde se sentía seguro, pero… ¿cómo podía conseguir yo que mi amigo saliera de ese rincón, cómo podía despertar su recelo con mi elocuente capote verbal?

—Tonio —me preguntó mi hermana—, ¿qué le pasa?

Hasta mi hermana empezaba a sospechar que le habían hecho algo espantoso.

Un poco más tarde mi tía me llamó antes de acostarse. Me hizo pasar a su habitación y me pidió que me sentara un rato con ella a tomar un brandy. Siempre bebía un poco de brandy antes de acostarse.

—Siéntate, hijo —dijo. Yo obedecí en silencio—. Tu amigo está triste.

No pude dejar de advertir que se había referido a Juan como mi amigo, no como el esposo de mi hermana.

—Más o menos —dije abatido.

—Parece buen chico, pero está triste.

De repente me asaltó el recuerdo de la brutal escena en aquel sótano. Fue como un mazazo: noté cómo se me encogía el cerebro y dejé caer la cabeza hasta apoyar la barbilla en el pecho.

»¿Cuánto tiempo hace que le conoces? —prosiguió ella—. ¿Tres meses?

—Yo le conocí en mayo y José poco después.

—¿Crees que ese tiempo es suficiente para conocer bien a una persona? —me preguntó.

—Le conocemos lo bastante bien —dije con voz ronca. Me temblaban las manos y las rodillas.

—Entonces sabréis lo que necesita —dijo de modo tajante, mientras dejaba el vaso—. Abre el cajón de ese escritorio y tráeme el llavero que hay dentro.

Obedecí. En el llavero había una llave grande color bronce y otra pequeña, plateada. Tía Pura depositó el llavero en mi mano.

—La llave grande es de mi casa de campo —dijo—. Está a tres horas al norte de la ciudad, en las montañas Catskills. Hace mucho tiempo que no voy por allí, porque el viaje me agota, pero llamaré y mandaré que dejen la casa en condiciones. Tienes que ir allí con tu amigo. El campo le hará bien. Quédate allí con él el tiempo que haga falta.

Estaba tan emocionado que hinché el pecho y suspiré.

—La casa está bastante apartada —añadió—, y allí estaréis seguros. En la vitrina de las armas hay escopetas. Las usábamos para cazar faisanes. Esa llave pequeña abre la vitrina.

Las lágrimas que reprimí en ese momento simbolizaban mi miedo a que Juan y yo nos despidiéramos definitivamente en aquella casa.

—José y Sera —decía tía Pura— se quedarán aquí conmigo. Asistiremos a conciertos y nos lo pasaremos muy bien.

Cuando me disponía a salir de la habitación, mi tía dijo:

—Una cosa más. En el campo hay una planta norteamericana de tres hojas que no debéis tocar nunca, por que si la tocáis os saldrán ampollas en la piel. Ya te la dibujaré.

Esa noche tuve un sueño espantoso. Estábamos en un barco que atravesaba el estrecho de Gibraltar y se dirigía al Atlántico. Vi a mi amigo apoyado en la barandilla. La cubierta estaba vacía y mojada por la espuma de las olas. Las mangas de su camisa y sus pantalones revoloteaban furiosamente al viento, y tenía una pierna escayolada. Fascinado, mi amigo contemplaba la fabulosa estela que dejaba la nave a su paso, la espuma helada que golpeaba el casco del barco quince metros más abajo.

El miedo hizo que se me encogiera el estómago. El ultraje había sido tan espantoso que ni siquiera le quedaban fuerzas para afrontarlo. Ni lo que sentía por mí, fuese lo que fuese, le daba esperanzas. De hecho, lo que sentía por mí se había convertido en el mayor obstáculo. Pensaba que no era digno de mí y había perdido las ganas de vivir. Ya casi le veía caer por la borda, pero la imagen era borrosa. Virgen Santa, nadie puede interponerse entre otra persona y su destino sagrado. Lentamente, se volvía. Su cara… oh, Dios mío, esa cara que yo amaba tanto estaba empapada. Tal vez fuera la espuma.

—No te debo nada, ricacho —decía—. Eres tú quien me debe a mí. Yo dejé atrás todo lo que tenía. Fui yo el primero en ir a buscarte. Pero tú recuperaste el sobre que le habías entregado a Paco. No lo olvides.

Y de repente, sus manos se deslizaban por la barandilla. Los pies le resbalaban en el suelo mojado de la cubierta. El viento agitaba su camisa y dejaba medio a la vista su pecho lleno de magulladuras. Yo me abalanzaba hacia él: me agarraba a la barandilla con una mano y con la otra le sujetaba. Él se balanceaba hacia mí y me tomaba por la cintura. Los pies le colgaban por debajo de la barandilla y pataleaba en el vacío, entre la espuma de las olas, con la pierna escayolada. Quince metros más abajo, rugían con furia las aguas color verde grisáceo del Atlántico.

Si caíamos, nadie nos vería. Y si alguien nos veía y daba la alarma, el barco no tendría tiempo de dar la vuelta y rescatarnos. En aquella oscuridad, con aquel oleaje y lisiados los dos, nos ahogaríamos en cuestión de minutos. En el mar. Juntos. En el mar. En el mar. Oía una voz en mi mente, como el lejano repique de una campana: MAR… MAR… MER… MERCEDES… MARÍA… MARICA… MARIMACHO… MARICÓN…

Me desperté jadeando, alertado por la sirena de los bomberos que interrumpía el silencio del amanecer yanqui. En la cama de al lado, Juan se despertó también, sobresaltado, y me miró fijamente.

El día siguiente por la tarde, tía Pura nos prestó su viejo Cadillac negro. Ella ya no conducía. Si alguna vez necesitaba el coche, llamaba a un chófer, pero el Cadillac estaba la mayor parte del tiempo aparcado en el garaje de al lado.

—José, Sera y yo tomaremos taxis —dijo para tranquilizarnos.

Puesto que yo era el único que podía entender las señales de tráfico escritas en inglés y, además, el único que tenía un permiso de conducir internacional, yo me senté al volante. Aparte de murmurar las indicaciones del mapa que había garabateado mi tía abuela, Juan permaneció en silencio. Un tanto asustados, nos dirigimos al norte de Nueva York entre un tráfico denso y un confuso y complejo sistema de autopistas que tenían numerosos carriles. Era tan confuso que me dio más miedo que un corral lleno de toros de la ganadería Tulio. Aquellas autopistas eran de lo más lujosas y lisas —no había ni un solo bache— y nos condujeron a través de incontables barrios residenciales y distritos rurales de un verde casi agobiante, envueltos en la neblina que formaba aquella insoportable humedad. Sólo el estado de Nueva York ya era casi tan grande como la mitad de España. Estábamos en los bosques húmedos de Norteamérica, una región muy lluviosa y con grandes extensiones de árboles, como las montañas de Juan.

—Los ingenieros de caminos yanquis son unos verdaderos genios —dije para iniciar una conversación.

Desde su solitario rincón, Juan ni siquiera me contestó. Al caer la tarde atravesamos una región de colinas onduladas, ciudades balneario, granjas y praderas en las que pacían vacas lecheras blancas y negras.

—La misma raza que en La Montaña —comenté. Juan se limitó a asentir con un gruñido.

Al cabo de un rato, y tras perdernos dos veces, me enfadé con Juan porque no le estaba prestando atención al plano.

—Vete a la mierda —me dijo furioso—. Hazlo tú —y me tiró el mapa.

Tuve que parar varias veces y encender la luz del techo para poder ver el mapa. Cuando finalmente vimos ante nosotros un buzón con el número y la calle que estábamos buscando, yo echaba chispas.

A lo largo de casi un kilómetro, los faros del coche no mostraron otra cosa que un camino estrecho y sinuoso que discurría entre densas arboledas de robles y árboles de hoja perenne de especies para mí desconocidas. Tía Pura nos había dicho que su propiedad era una antigua granja con unas doscientas hectáreas de terreno. Finalmente, surgió ante nosotros la vieja casona de madera. La luz de los faros del coche proyectó sombras siniestras entre los pilares del porche delantero, que el viento había cubierto con un manto de hojas. Los yanquis aún tenían tantos árboles que se podían permitir despilfarrar la madera para construir casas. En nuestro país, incluso en la tierra de Juan —donde aún podían encontrarse robledales y bosques de hayas—, la madera sólo se usaba para construir muebles y yuntas de bueyes. En la zona de España donde yo vivía, la gente apenas se atrevía a cortar los pocos árboles que quedaban: allí todo se hacía de piedra o de hierro… hasta los corazones de la gente. No muy lejos de donde nos hallábamos, entre unos cuantos árboles frutales viejos y retorcidos que necesitaban una buena poda, vimos un ciervo extraño: asustado, el animal dejó de mordisquear las manzanas caídas de los árboles y se alejó a grandes saltos. A la luz de los faros del coche, vimos un reflejo rosado en sus ojos antes de que desapareciera en la oscuridad.

Huraños y silenciosos, Juan y yo llevamos dentro las maletas, encendimos las luces y exploramos la casa, que estaba helada. Al parecer, Pura le había pedido a alguien que hiciera la compra, pues la nevera y los armarios estaban bien abastecidos. Sin embargo, ni Juan ni yo teníamos hambre. Temblando aún de frío, echamos un vistazo al interior de las habitaciones: todas eran frías y húmedas, de estilo rústico, y en todas ellas había camas victorianas yanquis con edredones de plumas de oca. Aquella casa olía a moho, así que abrí un par de ventanas, pero Juan las cerró de golpe mientras murmuraba que alguien podía entrar y matarnos. Dejé mi maleta en la habitación de invitados más grande, pensando que allí estaríamos más cómodos, pero me quedé de piedra cuando vi que Juan dejaba su bolsa en una habitación más pequeña. La sensación de rechazo me hizo el mismo daño que una cornada en el estómago.

En la sala de estar, habían dejado el fuego preparado en la enorme chimenea de piedra. Sobre la repisa de la chimenea se amontonaban un buen número de figurillas cursis, junto a un antiguo reloj de porcelana cuyo silencio resultaba inquietante. Le di cuerda y lo sacudí para que el péndulo empezara a oscilar, pero se paró casi de inmediato. Estaba temblando de frío y encendí el fuego de la chimenea: acerqué las manos al calor y me quedé allí un rato, contemplando cómo crecían las llamas. El resplandor trémulo del fuego me recordó la vez que había ido a la cripta de las Mercedes con Juan y, de repente, me asaltaron —como una manada de bestias salvajes— la nostalgia y la rabia. Después de todo lo que habíamos sufrido, y ahora que por fin teníamos tiempo para estar juntos en un lugar relativamente seguro… estábamos a punto de iniciar la pelea definitiva, en la que uno de los dos diría: «No quiero seguir contigo». El ser vivo que había nacido de nuestra unión colgaba de unos ganchos clavados en las patas traseras, como una res muerta, mientras todos los Pacos del mundo blandían el terror en la mano, como si fuera una sierra, y se disponían a cortarnos en dos. Sería una pelea terrible, definitiva, protagonizada por dos hombres asustados tras dos mil años de malos tratos. Imaginé la escena: uno de los dos tomaba con mano firme una escopeta y un par de balas de la vitrina de las armas. Crimen pasional. Llegaba la policía yanqui y a lo lejos se oían las extrañas sirenas de este país, que en esta ocasión ululaban por nosotros. A uno de los dos se lo llevaba maniatado la policía, con esas esposas de acero inoxidable tan modernas que usan aquí…

—Bueno… —dije, incapaz de reprimir un comentario rabioso y estúpido—, así que después de todo lo que hemos pasado, hasta aquí hemos llegado.

De repente, Juan dio un par de zancadas y se plantó frente a mí, con la cara pegada a la mía. Gracias a la rabia, su mirada vacía había recuperado la vida. Cuando me habló noté su aliento cálido, como el resoplido de un toro acorralado.

—Quisiste volver a comprarme, ¿verdad? Vete a la mierda —estalló.

—¿Hubieras preferido que te dejara con ellos?

—Más vale muerto pero libre que prisionero de alguien durante toda mi vida.

De repente, lanzó el brazo hacia delante con la misma fuerza que un caballo lanza una coz y arrastró en su movimiento todas las baratijas que había sobre la repisa de la chimenea, que se hicieron añicos contra el suelo. El reloj de porcelana se rompió en mil pedazos al golpear el suelo: los muelles y las ruedecitas del engranaje salieron volando en todas direcciones. En los ojos de Juan había ahora una mirada enloquecida. Sacó del bolsillo la enorme navaja que siempre había llevado consigo desde que nos conocíamos. Le había visto usarla para cortar de todo, desde cuerda hasta la manzana que compartimos en el coto. Ahora, sin embargo, quería que yo la tomara.

—Toma, mátame —dijo—. De todas formas, lo harás algún día, así que lo mejor es acabar cuanto antes.

—¿Pero qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loco?

—Toma —me tendió de nuevo la navaja—. Estamos completamente solos. Después me entierras en el bosque y le dices a tu tía que me he largado otra vez. Nadie se enterará.

—¿Y por qué coño iba a hacer eso?

Juan me estaba acosando, se comportaba como esos toros rápidos que pisotean el capote y tratan de subirse encima del torero. Me hablaba en plena cara.

—No hace falta que finjas conmigo. Piensas que me deshonraron y esa idea te está volviendo loco. Si tuvieras tu estoque, estoy seguro de que me atravesarías ahora mismo. Vamos, torero, acaba conmigo de una vez.

Mantuve a Juan apartado de mí y me negué a tomar la navaja.

—No pienso basar mi vida en la idea que del honor tiene otra persona —exclamé—. Si esa es tu idea del honor, adelante, por mí puedes cortarte el cuello tú mismo.

Intenté alejarme de él, pero Juan siguió acosándome y bloqueándome el paso. Toda la violencia que los demás habían vertido sobre nosotros era ahora como un cartucho de dinamita a punto de estallar. Incluso me pregunté si Juan sería capaz de pegarme.

—¿Y cuál es esa idea tuya del honor? —se burló de mí.

—Impedir que ganen ellos y salir del ruedo con vida.

—¿Acaso has ganado tú?

—¡No lo sé —le grité—, pero está claro que a ti te han vencido! Creía que eras fuerte, más fuerte que yo, y sin embargo… no tienes huevos para seguir viviendo, así que adelante, por mí puedes cortarte el cuello, pero no me pidas que te ayude. No te olvidaré nunca, aunque viva cien años más, pero no pienso obedecerles ni permitir que me hagan la vida imposible.

Se produjo un espantoso silencio. La espada de la muerte penetró en mi cuerpo justo por donde se suponía que debía clavarse: tras el corazón. De la herida empezó a manar una profunda angustia, como la sangre de la arteria segada.

—¡Y me mentiste sobre Rafael! —le grité—. ¡Y sobre tus antiguas amistades! Tenían un dossier muy completo sobre ti, ¿sabes? Me lo enseñaron. Lo sabían todo acerca de Rafael.

—Nunca te mentí sobre Rafael —me gritó él—. ¡Ellos son los mentirosos, no yo, pero tú prefieres creerles a ellos! Te mereces todo este sufrimiento.

Abrió la navaja con destreza y la depositó en mi mano.

—Adelante —dijo. Ahora hablaba en un tono apagado—, has matado a muchos toros en tu vida. Eres un buen matador, uno de los mejores según dicen. Estoy seguro de que acertarás en mi corazón a la primera, pero con mi último aliento te diré que no me hicieron nada. Eso formaba parte de su plan.

En sus palabras detecté una verdad oculta que hasta ese momento no había sido capaz de ver. Temblando, cerré la navaja y la dejé sobre la repisa de la chimenea. Juan me había vuelto la espalda.

—No me tocaron —dijo por encima del hombro—. Ni siquiera me hicieron desnudarme otra vez.

Finalmente, y tras un tortuoso camino, habíamos llegado a la pregunta inevitable, a la pregunta adecuada.

—Entonces… ¿qué es lo que te hicieron? —pregunté.

—Me obligaron a ver cosas —dijo sin volverse a mirarme. Las lágrimas se le agolparon en la garganta, pero inclinó la cabeza y se las tragó. Temblaba visiblemente—. Me obligaron a ver lo que les hacían a otros.

De repente, intuí la verdad que hasta entonces había estado oculta en algún rincón de mi mente: como el toro al fondo del túnel, esa verdad se fue abriendo paso hasta salir al ruedo bajo un sol de justicia. Me sentí mal, avergonzado y asustado. Quise dejarme caer de rodillas, arrastrarme por el suelo y golpear con la cabeza aquellos viejos tablones de roble norteamericano.

—¿Qué cosas? —dije haciendo un gran esfuerzo para mover los labios.

—Cosas. Yo cerraba los ojos, pero oía lo que hacían. Lo olía. Me dijeron que era culpa nuestra. —Se puso las manos en la cabeza y apretó con fuerza, como si quisiera aplastar su propio cerebro para borrar los recuerdos—. Me llevaron a tres sitios diferentes y me hicieron ver cosas durante días enteros. Me dijeron que algún día también me las harían a mí. Así es como acaban con sus enemigos. Y eso era lo más vergonzoso de todo… que yo estuviera allí, que otras personas sufrie-ran tanto por culpa nuestra.

En el exterior, el viento soplaba entre los árboles y hacía susurrar aquellas hojas que nunca antes había visto. Olía igual que en La Montaña: a árboles fuertes y sanos, llenos de luz y de vida que se inclinaban hacia un ocaso dorado. Creí a Juan: la verdad surgió ante mí, como un monstruo iluminado por los faros de un coche. Me esforcé débilmente por decir algo para salvar aquella situación, pero mi mente estaba exhausta, no le quedaban apenas fuerzas, y al final cayó de lado, como el toro pinto de aquella tarde en Santander.

—Mañana me voy —dijo en voz baja.

Tomó la navaja que estaba sobre la repisa de la chimenea y después se dirigió a la vitrina de las armas para tomar una escopeta y un puñado de balas. Luego se fue a la habitación que había elegido y se encerró.

Dejé la porcelana rota donde estaba. Al cabo de un rato llamé a José. Mi hermana estaba llorando y me habló en un tono apagado que hasta entonces no le había oído jamás.

—Sera y yo también hemos tenido una pelea horrible. Bebí demasiado brandy y le di una bofetada. Se ha ido a un hotel. Nuestra tía lo sabe, Tonio, y me ha dicho que tenga cuidado porque me estoy convirtiendo… me estoy convirtiendo en… bueno, aquí lo llaman alcohólica.