Diecisiete

Por encima de nuestras cabezas, el muro amenazador del anfiteatro romano se elevaba hacia un cielo iluminado por la luna. En el muro se veían los agujeros de diversos arcos, como si formaran una hilera de ojos ciegos tras siglos y siglos de presenciar tanta pomposidad y tanta muerte. Rodeamos la construcción en coche, muy despacio, y descubrimos que el camión que transportaba los toros seguía aparcado en la parte de atrás. Sombras con cuernos se movían por el toril.

—Bien, Santí —dije—, tú te encargarás de los toros. Bigotes y Manolillo, ayudadle a tener uno o dos toros preparados y luego os coláis en el callejón por la parte de atrás, por si acaso os necesito. Santí, prepárate para dejar entrar a uno en el ruedo si me oyes gritar ¡toro!

—Ahora mismo, jefe.

Aparcamos el Citroën alquilado entre las sombras, a una distancia prudente del ruedo. Santí se metió una linterna en el bolsillo, pues le haría falta para poder abrir las puertas. Mis dos subalternos se guardaron los capotes doblados bajo las chaquetas. Después bajamos del coche y escuchamos atentamente: aquella pequeña localidad rural estaba aún recuperándose de la fiesta. Hacia el centro de la ciudad, vimos los últimos fuegos artificiales, que surgían tras los tejados en dirección al cielo. Todo estaba muy tranquilo alrededor de la plaza. No muy lejos, había un bar y, frente al bar, seis caballos pequeños de raza Camarga que dormitaban atados a un poste eléctrico. Desde el bar nos llegó un rumor apagado de música yeyé: una canción de los Monkees, según me pareció. Rezamos para que Paco hubiese sobornado al gendarme o al vigilante nocturno que estuviera haciendo el turno de noche en el anfiteatro, o para que el buen hombre estuviera en el bar emborrachándose con los vaqueros. Justo en ese momento, un pequeño Renault pasó a toda velocidad junto a nosotros. Inclinamos todos la cabeza, como si estuviéramos encendiendo un cigarrillo, para que no pudieran vernos las caras. El coche se alejó con un ruido infernal, lleno de muchachos de la ciudad completamente borrachos que cantaban a voz en grito una canción popular arlesiana.

Mientras mis tres hombres se escabullían hacia la parte de atrás de la plaza, yo me dirigí con paso tranquilo a la entrada. Si los hombres de Paco me estaban vigilando, se darían cuenta de que estaba solo y de que llevaba un impermeable. Tenía un nudo en el estómago: mi nerviosismo no era el habitual de antes de una corrida. Quién sabe, puede que ni siquiera se presentaran, o que trataran de tenderme una emboscada, robarme los documentos y después matar igualmente a mi amigo. Todo era posible. Aquella situación era igual que cualquier corrida de toros: un verdadero caos.

La puerta principal estaba entreabierta, como si la hubieran dejado así para nosotros. Esperé a que la calle estuviera desierta, entré sigilosamente y después cerré por dentro. Si había que soltar a los toros, no queríamos que acabaran correteando en libertad por toda la ciudad. Era la medianoche en punto. La inmensa entrada en forma de arco, tan abarrotada aquella tarde por una alegre multitud, estaba ahora silenciosa. Bajo mis pies se escuchaba el inquietante crujido de programas olvidados y envoltorios de comida: al parecer, la brigada de limpieza estaba demasiado ocupada divirtiéndose y no le quedaba tiempo para hacer su trabajo. ¿Cuántas veces había estado yo en una entrada como aquella, tras el ritual de la visita a la capilla, entre un caos de caballos y aficionados y con el capote de paseo enrollado alrededor del cuerpo para ocultar mi nerviosismo?

Me pregunté qué le habían hecho los hombres de Paco al vigilante nocturno: ¿sobornarlo?, ¿matarlo? ¿Qué habían hecho para asegurarse de que no hubiera nadie esa noche? Seguí caminando, pisando con fuerza para que mis pasos resonaran y los matones de Paco supieran que yo ya estaba allí. Mi gran preocupación era que mi pierna se negara a seguir mis órdenes.

Frente a mí estaba la puerta doble por la cual se accedía al ruedo de forma ovalada, la misma puerta que se había abierto aquella tarde para que diera comienzo sobre la arena un variopinto espectáculo de toreros españoles y jovencitos de la Francia rural. Tras la puerta estaba el ruedo, inquietante y vacío bajo la luz de la luna. Mis sentidos, entrenados para detectar cualquier detalle en cualquier ruedo, examinaron minuciosamente la arena: no la habían rastrillado y aún se veían las huellas de las pezuñas del último toro, lo cual la convertía en una superficie peligrosa para correr. ¿Y si me tocaba correr aquella noche? ¿Podría hacerlo?

La luna, ahora casi llena, se deslizaba por el cielo del oeste y dejaba la mitad de la construcción envuelta en sombras de color violeta. Los arcos proyectaban sombras que zigzagueaban entre las gradas y las convertían en un escenario sobrecogedor, donde no era difícil que la vista le engañara a uno. Tendríamos que andarnos con mucho cuidado, sobre todo Paco: incluso a plena luz del día, Paco era prácticamente ciego sin sus gafas bifocales. A lo largo de la barrera, los cuatro burladeros —donde los toreros nos protegemos del toro— tenían dibujada una figura geométrica blanca, lo cual hacía que fueran más fáciles de ver en la oscuridad. No corría ni una gota de aire: mis hombres podrían mover los capotes tal y como habían planeado.

Una vez que mis ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, esperaba ver a varios esbirros sentados en el primer graderío, pero los asientos estaban vacíos. Tal vez Paco hubiera ordenado a sus hombres que se escondieran en el callejón o, mejor dicho, tal vez sólo había venido acompañado por un par de ellos. Estoy seguro de que no le atraía demasiado la idea de meter un escuadrón entero en la plaza y llamar así la atención. Pero… ¿dónde estaban? Seguramente al otro lado, en el tendido de sombra, donde se sentaban los ricos. Estaba seguro de que allí era donde retenían a Juan y también de que Paco estaba sentado en el palco de honor, porque así podía comportarse como un grande y dirigir el espectáculo. Mi objetivo era asegurarme de que Paco en persona bajara al ruedo.

Deseé que los jovencitos franceses de aquella tarde no hubieran decidido quedarse por allí para seguir jugando con los toros y mis hombres se hubieran topado con ellos. O con el vigilante nocturno.

Esperé. Llegaban tarde. Incluso cuando se trataba de cobrar un rescate, había españoles que aún no habían aprendido la moderna costumbre de la puntualidad. Aunque tal vez, pensé, lo que quería Paco era ponerme un poco más nervioso. Y justo en ese momento, me quedé paralizado: una figura oscura se acercaba hacia mí. La figura resultó ser un hombre delgado, que llevaba boina y una chaqueta abultada. A la luz de la luna, me pareció un hombre de mediana edad, con una mirada viva e inteligente. Su voz y sus labios rojos y carnosos eran inconfundibles: con una profunda mezcla de rabia y emoción, reconocí al Sicario. Alargó la mano para cachearme, pero yo debía evitar a toda costa que me tocara, si no quería que descubriera la espada que ocultaba bajo el impermeable. Y además, no se había cubierto la cara, lo cual me daba la posibilidad de identificarle más tarde. Aquella descarada falta de precaución podía significar que su intención era matarme… y también a Juan, después de hacerse con los documentos.

—Eso es —dije con un tono de voz insinuante—, sóbame bien, amiguito. ¿Quieres ver lo dura y caliente que se me pone?

El Sicario vaciló. A pesar de la oscuridad, percibí la mirada de asco que apareció en sus ojos. De repente, se le habían pasado las ganas de cachearme. Qué fácil es manipular a los hombres que sienten ese miedo irracional hacia los maricones, me dije.

—Delincuente —me dijo en su dialecto madrileño—, más le vale no ir armado.

—Sería un estúpido si arriesgara la vida de Juan de esa manera.

¿Dónde está?

—¿Tiene los documentos legales?

—Están aquí —repuse palmeándome el bolsillo.

—Démelos.

—No. Que venga Paco con Juan. Sólo le entregaré los documentos a Paco. —Estaba temblando, pero debía tener paciencia y tantear aquel toro por los dos lados, ver por dónde corneaba—. Paco tiene que leer los documentos y darles el visto bueno. Y quiero oírselo decir personalmente.

El Sicario frunció el entrecejo y reflexionó.

—Espere aquí —me dijo, y desapareció. Después de irse él, me pareció ver a Manolillo y a Bigotes escabullirse desde atrás hacia el callejón, uno a la derecha y el otro a la izquierda. Corrieron encorvados y sin hacer ruido hasta el callejón y luego desaparecieron. Transcurridos unos cuantos minutos, una figura alta y esbelta se puso en pie en el palco de honor y me observó desde allí arriba. Después descendió por el graderío muy despacio, muy dignamente, hasta desaparecer entre las sombras por un lado del ruedo. A la luz de la luna, aquella figura también resultaba inconfundible. Yo no me había equivocado: Paco había elegido para sentarse el mismo lugar en el que siglos atrás se sentaban los emperadores. Sí, Paco sentía un apego fascista por la pomposidad histórica: esa era su debilidad y la razón por la cual había elegido este escenario; para él, aquello era un espectáculo medieval con el que quería vengar el honor de la familia y derrotar a su pérfido hermano.

El Sicario volvió por el callejón a los pocos minutos, por el lado donde supuestamente se había escondido Bigotes, pero… ¿dónde estaba? Tal vez se había escabullido hacia el burladero para esperar a que el hombre pasase. El esbirro de Paco tenía en la mano algo que parecía la Luger de mi hermano: le habían puesto un silenciador casero de cañón, pero incluso en aquella oscuridad parecía muy rudimentario, teniendo en cuenta lo orgullosos que estamos los españoles de nuestras armas de fuego. Tal vez era él quien le había prestado la Luger a Paco el domingo anterior, porque era obvio que Paco no se sentía a gusto con las armas. Seguramente, ahora iba desarmado.

—Don Francisco no se fía de usted —me dijo el Sicario—. Quiere que yo esté presente durante el intercambio.

El corazón me dio un vuelco. El Sicario volvió a marcharse y, transcurridos unos minutos más, tres formas oscuras surgieron tras un burladero al otro lado del ruedo. Cuando las iluminó la luz de la luna, vi que una de esas sombras era Paco, la otra El Sicario y la tercera, que caminaba justo delante de ellos, era la silueta inconfundible de Juan. No llevaba las manos atadas, pero el Sicario iba tras él y probablemente le estaba clavando el silenciador de la pistola en los riñones. Habían vestido a mi amigo con ropa negra de campesino, la más gastada y raída que habían podido encontrar. No me cupo ninguna duda de que aquella era la pulla definitiva de Juan, una crítica silenciosa al hecho de que yo me hubiera enamorado de alguien que no era de mi posición social. Juan tropezó un par de veces, como si estuviera exhausto, y apenas le reconocí cuando los tres hombres llegaron junto a mí: estaba bastante más delgado y en sus ojos había una mirada extraña y angustiada. En sus mejillas se veía el rastro de una barba rasposa de varios días. «Ni siquiera le han permitido afeitarse», pensé.

Nos encontramos en el centro del ruedo, dentro del círculo de tiza. Juan permaneció con la cabeza inclinada, sin mirarme. ¿Qué le habían hecho?

—Buenas noches, don Maricón —dijo Paco, como si acabara de llegar a una recepción.

—Vamos al grano —le dije en tono gélido.

—Ah, sí. Creo que tienes unos documentos para mí, si no me equivoco.

—No hasta que Juan tenga los papeles en orden.

—Dale el pasaporte a este maricón —le dijo Paco al Sicario.

El matón me alcanzó en silencio el DNI de Juan y un flamante pasaporte, cuyos trámites burocráticos seguramente se habían agilizado gracias a un soborno. Encendí mi mechero y le eché un vistazo al pasaporte en la oscuridad. En principio, todo parecía estar en orden: en la minúscula foto del pasaporte aparecía un Juan de mejillas chupadas y mirada insoportablemente triste. Me guardé los papeles en el bolsillo y después le acerqué los documentos legales a Paco. La hoja mecanografiada con las instrucciones necesarias para llegar a la cripta de las Mercedes seguía en mi bolsillo.

—Sujeta los documentos delante de mí, perra asquerosa, para que pueda leerlos —dijo Paco echando chispas—. Y más te vale que no haya ningún truquito de abogado.

Apreté las mandíbulas y obedecí. Paco sacó una linterna pequeña, se ajustó las gafas bifocales y leyó los documentos con aire de maestro de escuela, sin dejar de murmurar en voz baja. Noté el nerviosismo en el estómago. No me atrevía a mirar directamente a Juan, pero gracias a mi visión periférica, me di cuenta de que estaba a punto de estallar por la rabia contenida. Me pregunté si aún le quedarían fuerzas para una huida rápida.

—Aparentemente está todo bien —dijo Paco. Se guardó los papeles en el bolsillo interior de la chaqueta—, pero esto es sólo la mitad del trato. Dame la información de la cripta, por favor.

—No hasta que Juan me diga que no le habéis hecho daño y esté a salvo tras la barrera —dije—. Eso era lo acordado.

—Lo tienes delante de ti.

—Quiero que esté a salvo de vuestras pistolas. Nosotros dos nos vamos a la salida a hablar. Si todo está en orden, volveré y te daré la información de la cripta.

—¡Eres un degenerado y un mentiroso! Dame ahora mismo la información de la cripta o nos vamos y nos llevamos a tu puto.

Se acercaba el momento de poner en marcha un ardid desesperado. Fingí un suspiro, como si hubiera decidido someterme a la voluntad de mi hermano.

—Muy bien, te daré lo que me pides —dije.

Metí la mano en el bolsillo de mi impermeable.

—Como saque una pistola, mato a su puto —dijo el Sicario mientras clavaba un poco más la boca del silenciador en el cuerpo de Juan. Mi amigo dio un respingo.

—No es una pistola —dije, en tono paciente—, es la llave de la cripta de las Mercedes.

Paco vaciló.

—¿La llave? —preguntó.

Saqué mi anillo y lo sostuve frente a la mirada del Sicario. La luna iluminó el diamante de seis quilates, que despidió un brillo hermoso e inquietante a la vez. Paco abrió mucho los ojos: sabía que doña Carmen me había regalado el anillo y, por tanto, conseguí despertar de inmediato su curiosidad. El Sicario, quien seguramente jamás había visto una piedra preciosa de ese tamaño, se quedó boquiabierto. Juan también observó el anillo, mientras se preguntaba qué me traía yo entre manos.

—Esta es la única llave que existe —dije— y por eso jamás me he quitado el anillo durante todos estos años.

Paco contempló el anillo, asombrado.

—Hay una puerta de piedra bajo tierra —proseguí— que tiene una cerradura única, hecha hace muchísimos años por cerrajeros árabes con acero de la mejor calidad. La cerradura es en realidad un mecanismo muy delicado y está protegido del polvo y de las telarañas por una fina lámina de acero. Hay que encajar los lados de este diamante en la cerradura y girarla tres veces a la izquierda. La puerta sólo se puede abrir con esta piedra preciosa.

Mi fábula cautivó la compleja mente de Paco, pero aún así mi hermano vaciló.

—¿Y cómo sé que la cerradura funciona? —dijo—. El metal se corroe después de cien años —añadió.

—¿Cómo crees que conseguí las fotografías? ¿Y el fragmento de fresco?

Estaba prácticamente seguro de que Paco había aprovechado la espera de varios días para correr con las fotos y el trozo de mural al Ministerio de Cultura y enseñarle el tesoro a algún arqueólogo de confianza, además de amigote suyo. Y también estaba seguro de que el experto le había dicho lo que yo quería que Paco supiera.

Ahora estaba convencido y en sus ojos apareció un brillo de fervor.

—¡Dámelo! —exclamó alzando la voz y olvidando por completo dónde nos encontrábamos—. ¡Dámelo!

Di un paso hacia delante, fingí tropezar y dejé caer «torpemente» el anillo junto a los pies del Sicario. El anillo rebotó en la arena y fue a parar a una huella de pezuña. Paco vio cómo su premio estaba a punto de perderse en la arena.

—Vaya por Dios —dije—, lo siento…

—¡Cógelo! —le gritó Paco al Sicario imperiosamente.

Empujado por la rabia y la avaricia de su jefe, el Sicario hizo justamente lo que yo quería que hiciera: dejó de apuntar durante un segundo a Juan y se agachó para buscar a tientas el anillo, momento que yo aproveché para darle una coz de mula en la cabeza con todas mis fuerzas. Le di con el pie de la pierna mala, mientras mantenía el equilibrio con la pierna buena. La patada tumbó al matón, pero mi pierna mala me lanzó un aviso en forma de doloroso pinchazo.

Fue en ese momento cuando empezó en el ruedo el caótico espectáculo. Al Sicario se le cayó la Luger y Juan, movido por la rabia y sus conocimientos militares, entró rápidamente en acción y se adueñó de la pistola. Paco, más rápido de lo que esperábamos, lanzó un puñetazo a ciegas y alcanzó a Juan en un lado de la cara. El Sicario ya se estaba levantando y tenía una navaja en la mano. Tomé la pistola y apunté con ella al Sicario. El dolor en mi pierna mala empezaba a ser muy agudo, pero rebusqué en el bolsillo de mi impermeable en busca de la navaja de Juan y se la di. Él la abrió al momento y el inquietante filo brilló a la luz de la luna.

—Mis gafas —gimoteó Paco.

De repente, nos llegó desde la otra parte del ruedo el característico chasquido de unos cuernos al impactar contra la madera. Se me heló la sangre, pues yo no había dado la señal convenida. Sin embargo, la figura pequeña de un toro de raza Camarga irrumpió en el ruedo: sus cuernos enhiestos, tan afilados como el deseo y tan separados que entre ellos cabía un pantano entero, refulgieron iluminados por la luna. Con el hocico brillante, el toro sacudió la cabeza de forma amenazadora y echó un vistazo a su alrededor. Es sorprendente lo bien que ven en la oscuridad las reses bravas, como ya saben los muchachos que por las noches se cuelan en las dehesas para marcarse unos cuantos pases. Aunque no había mucha luz, la estrella en su frente oscura era inconfundible: aquel toro era Baby. El animal resopló ruidosamente, como si quisiera advertirnos de su presencia.

—Mierda —dijo el Sicario. Su bravuconería de matón desapareció al momento, presa de un terror milenario a los toros.

—Juan, quédate muy quieto —dije.

Sostuve con firmeza la Luger, sin apartar el dedo del gatillo. Podía intentar dispararle al toro, aunque no sabía muy bien si conseguiría darle a la primera en la estrella de la frente. Y de todas formas… ¿cuántas balas eran necesarias para tumbar aquel velocísimo cometa de la muerte?

Mis subalternos se habían puesto manos a la obra.

—¡Eh-heh! —llamaban desde la barrera. Sacudieron sus capotes y atrajeron la atención del toro.

—Cabrón —jadeó Paco al oír las voces—, no has venido solo.

Totalmente ajeno a la presencia del toro, Paco se arrodilló y palpó la arena en busca de sus gafas. Por fin, y cuando ya empezaba a perder la paciencia, las encontró y se las puso a toda prisa, pero los cristales estaban cubiertos de arena húmeda. Baby detectó los movimientos de mi hermano y se desvió hacia nosotros: fue aumentando de tamaño a medida que se acercaba a nosotros, como el expreso nocturno Madrid-Santander. Apunté con la Luger hacia la frente estrellada de Baby y le recé a la Virgen de las Mercedes como nunca antes le había rezado para que me concediera un disparo certero. Ajustar la mira en un objetivo tan pequeño como la estrella de Baby, que cabeceaba arriba y abajo a cada paso que daba, era bastante difícil, pero finalmente entrecerré los ojos y disparé. La pistola se encasquilló, porque aquel maldito silenciador casero no servía para nada.

Manolillo estaba ahora en el ruedo, agitando desesperadamente su capote, pero el toro ya estaba demasiado cerca de nosotros como para permitir que algo interrumpiera su mortífero ataque. Supe lo que iba a ocurrir justo un segundo antes de que ocurriera: fue el Sicario quien hizo el fatal movimiento. Aterrorizado, echó a correr hacia la barrera, pero el implacable ojo de Baby detectó el movimiento, giró bruscamente sobre la arena, se desvió de su camino y galopó tras el Sicario.

—¡Corre, Juan! —le grité a mi amigo, al mismo tiempo que le indicaba el burladero que estaba en la dirección opuesta. Tiré al suelo la pistola inservible y me quité el impermeable, dispuesto a utilizarlo como improvisado capote si hacía falta. Juan corrió hacia el burladero para alejarse del peligro.

El caos se adueño del Sicario: el destino había concentrado las muertes de todas sus víctimas en los poderosos músculos de un único animal bravo. En plena carrera, Baby inclinó la cabeza y luego corneó con el asta buena, la izquierda. Oímos el grito del Sicario cuando el toro le clavó en la parte posterior del muslo el «diamante» de su cuerno, esa punta cortante que el toro afila contra el suelo, y lo volteó en el aire. El toro es tan hábil con esa arma que es capaz de trazar dos o tres trayectorias distintas dentro de la carne durante esos pocos segundos que mantiene a su víctima en el aire. El hombre se precipitó aturdido sobre el lomo de Baby. Cuando cayó rodando en la arena, el toro giró sobre sus patas traseras y corneó al Sicario en el suelo. Los toreros utilizamos un término técnico y muy austero para referirnos a ese espantoso momento: el remate. Oímos un ruido ahogado cuando Baby atravesó con el cuerno el pecho del Sicario. Después revolcó a su víctima en la arena, fue de nuevo a por él y le corneó otra vez.

Manolillo y Bigotes estaban allí, aterrorizados. Agitaron los capotes y consiguieron que el toro se alejara del hombre, ahora inmóvil en el suelo. Rápidamente, recogí la pistola y me la coloqué bajo el cinturón.

Mientras tanto, el muy estúpido de Paco había seguido escarbando en la arena en busca del anillo, sin dejar de gimotear y refunfuñar entre dientes. El ruido y el movimiento, sin embargo, le habían alertado de lo que estaba ocurriendo.

—Dios mío… Dios mío, hay un toro —dijo con voz trémula—. ¡Todo esto es culpa tuya! ¡Traidor! —me acusó—. ¡Traidor! ¡Tu palabra no vale nada!

El odio y la rabia acabaron con los últimos vestigios del poco sentido común que aún le quedaba a mi hermano. Se puso en pie y se abalanzó sobre mí, pero yo tenía el estoque en la mano derecha y el impermeable en la izquierda. Frené el violento ataque de mi hermano con el filo curvado de mi estoque, diseñado para penetrar en el cuerpo del toro y segar la aorta. El filo se curvó amenazadoramente, con un ligero tintineo metálico, en la solapa izquierda de Paco, justo a la altura del corazón.

—Perra —me escupió—, perra caliente.

—Ahórrate las palabras, hermano de perra, y empieza a caminar antes de que vuelva el toro.

A punta de estoque, empujé a Paco hasta la barrera. Mi pobre pierna palpitaba y me dolía cada vez más. En el extremo más alejado de aquel ruedo oval, Bigotes y Manolillo habían acorralado al toro y llamaban su atención con pequeñas sacudidas de los capotes. El cuerno mojado de Baby resplandeció bajo la luz de la luna. No muy lejos, el cuerpo del Sicario yacía inmóvil sobre la arena, con el aspecto de un fardo de ropa vieja.

—Se ha perdido la llave, imbécil —gimoteó Paco.

Debía recuperar aquella joya a toda costa, pues la policía me relacionaría fácilmente con ella en el caso de que se llevase a cabo una investigación. Había varios joyeros en Madrid que habían visto el anillo en alguna ocasión, por no hablar ya de otros miembros de mi familia entre los cuales yo tampoco despertaba simpatías. Además, en el anillo estaban mis huellas dactilares.

—Quédate aquí con Paco —le dije a Juan en la barrera— mientras yo busco el anillo.

A Juan le sangraba la nariz y se le estaba hinchando un ojo. Agarró a Paco por la corbata, desde atrás, y lo arrastró por el callejón. Mientras, yo oculté el estoque con mi impermeable y luego extendí la prenda para improvisar un buen señuelo en caso de que me hiciera falta. Después corrí hacia el centro del ruedo: bueno, más que correr lo que hice fue avanzar cojeando, tratando de no pensar en el dolor de la pierna. Al llegar al círculo de tiza, recordé exactamente el lugar donde había estado antes, me detuve y empecé a palpar la arena llena de huellas, sin perder de vista el toro. Mientras intentaba recordar el lugar exacto donde había dejado caer el anillo, oí a lo lejos el estruendo de los fuegos artificiales. El tiempo volaba y teníamos que salir de allí.

—¡Date prisa, hombre! —me advirtió Manolillo, en voz baja, mientras yo buscaba casi con desesperación.

Finalmente, encontré el preciado anillo y corrí como pude hasta la barrera. Un dolor punzante, que ya conocía, recorrió de arriba abajo los nervios otra vez dañados de mi pierna. Me di cuenta de que la pierna seguía siendo muy frágil. Al ver que ya nos hallábamos fuera de peligro y en lugar seguro, mis subalternos llevaron a cabo otra maniobra: mientras Manolillo sacudía el capote frente a un burladero y citaba al toro, Bigotes agarró al Sicario por los pies y empezó a correr hacia atrás, arrastrando por la arena el cuerpo inerte del hombre hacia otro burladero. Una vez que Bigotes estuvo fuera del ruedo, Manolillo corrió hacia la barrera y la saltó. Baby se quedó solo en el ruedo, con aire triunfal: volvió al lugar donde había mojado su cuerno, olisqueó la arena y luego cabeceó disgustado, con el labio superior levantado.

En el callejón, Juan estaba muy furioso y tenía a mi hermano contra la pared. Paco se encontró a menos de un centímetro de la milenaria rabia de los maricones. Juan le había enrollado a Paco la corbata alrededor de la garganta, como si fuera el garrote, y le había colocado la punta de la navaja en la bragueta.

—¿Te gusta? —le dijo entre dientes. Le pinchó una y otra vez, hasta que Paco se retorció de dolor.

—Vamos, córtasela —dije en broma—. Su encantadora y católica familia ya es lo bastante numerosa.

—Por favor, tened piedad —susurró Paco.

—Tú no tuviste piedad de nosotros —le dije—. Que te jodan —aparté a Juan y rebusqué en el bolsillo interior de la chaqueta de Paco. Recuperé los documentos legales y los agité delante de sus ojos—. No has cumplido lo acordado —dije—. Ibais a matarnos, así que ahora te quedas sin nada. Que el régimen te nombre conde de lo que sea, si tanto te importan los títulos.

—Eres un degenerado y un mentiroso —susurró Paco entre sus labios manchados de sangre. Le llameaban los ojos.

Esta vez fui yo quien le agarró por la corbata. La rabia tiñó mis palabras, mientras le golpeaba contra la pared una y otra vez —quería darle más énfasis a la escena— y pegaba mi rostro al suyo para que no le quedara más remedio que tragarse mi aliento de maricón. Me faltó muy poco para matar a Paco a sangre fría, pero me abstuve de asesinar a un miembro de mi familia. Su propia falta de humanidad sería lo que acabase con él. Que le juzgase la Virgen de las Mercedes. Lo importante en ese momento era asegurarme de que no hablara.

—Recuérdalo bien… Esta noche te ha salvado la vida un marica. Podría haberte dejado ahí para que te matara el toro. Si alguna vez cuentas algo de todo esto, yo contaré mi versión de la historia a la prensa extranjera. Toda España sabrá que un marica se ha burlado de ti y que has suplicado piedad. Te convertirás en el hazmerreír de tu país. —Después de darle un último empujón, solté a Paco—. Tu esbirro está herido —le dije—, así que más te valdrá sacarlo de aquí antes de que se muera o de que os encuentren los gendarmes. ¿Hay alguien más con vosotros?

—Uno que vigilaba, ahí fuera —dijo Paco débilmente.

—Avísale —dije—. Ahora ya es problema vuestro.

Mientras cojeaba hacia la entrada acompañado por Juan, Manolillo, Bigotes y Santí surgieron sigilosamente de la oscuridad y llegaron corriendo hasta donde estábamos nosotros.

—El tipo aún respira, pero está mal herido —jadeó Bigotes.

—Paco ya ha pedido ayuda —le dije—. Larguémonos.

Cuando salimos de la plaza, la ciudad seguía durmiendo la borrachera y se oía más música yeyé, esta vez de Marie Osmond. Nos dirigimos con calma a la esquina donde habíamos aparcado el Citroën de alquiler y me fijé en que delante del bar había ahora siete caballos. Al parecer, todos los vaqueros de La Camarga estaban celebrando los acontecimientos de aquel día. Subimos al coche sin prisas: Santí conducía, Bigotes iba en el asiento del copiloto y los demás nos apretujamos en el asiento de atrás. Santí pisó el acelerador a fondo y partimos con un ligero chirriar de neumáticos. El corazón me dio un vuelco al escuchar aquel ruido.

—Dios mío… que esto no es una película —dije tratando de que mi subalterno se relajara—. Será mejor que no llamemos la atención.

Nos pusimos en camino, a una velocidad discreta, por las calles estrechas y sinuosas de Arlés. De vez en cuando nos cruzábamos con grupos de juerguistas que se recogían tarde o con vaqueros franceses que cabalgaban medio borrachos. Manolillo metió la Luger y el estoque en la caja de las espadas y luego ocultó la caja bajo nuestros pies. Detrás de nosotros, el muro del anfiteatro, iluminado por la luna, desapareció tras los tejados. Ahora sí que me temblaban las rodillas, como al toro cuando está muerto. Lo primero en lo que pensé fue en Juan: le pasé un brazo por los hombros y observé su rostro demacrado y ensangrentado a la luz de las farolas de la calle. Había algo extraño en su mirada, como si hubiera ido a la luna y hubiera visto algo inconcebible para el resto de la Humanidad.

Juan se apartó.

—No me cojas —dijo con voz ronca.

—¿Estás bien? —insistí.

—Pues claro —respondió en un tono cortante.

—¿Por qué has dejado entrar el toro en la plaza? —le pregunté a Santí.

—Bueno… tú has dado la señal.

—Yo no.

—Jefe, he oído una voz —insistió él.

—Ha sido Paco, que ha gritado dámelo —le dije.

—Mierda —dijo Santí—, de lejos me ha parecido que decían toro. Lamento que fuera Baby, pero era el más fácil de llevar hasta la puerta —hizo una pausa—. Así que el toro ha embestido a alguien, ¿no?

—A uno de los malos.

—¿Está muerto?

—Si lo está, es problema de Paco. Buen trabajo, chicos.

—¿Estás bien, Juan? —preguntó Bigotes.

—Estoy muy bien —dijo Juan débilmente—. Gracias a todos por lo que habéis hecho.

—Nada, hombre —dijo Manolillo.

Hicimos una corta parada en una fuente para que Juan pudiera lavarse la sangre de la cara, y muy pronto dejamos atrás la ciudad para adentramos en una zona de marismas. El reflejo de la luna corría por encima del agua y yo pensé que aquella era la última vez que iniciaba un viaje en coche tras una corrida de toros. Juan estaba otra vez conmigo y ahora ya no volvería a marcharse. Sin importarme lo que pudieran pensar los demás, rodeé a Juan con los brazos: su cuerpo entero aún temblaba por todo lo que había tenido que sufrir aquella semana. El pobre olía muy mal y supuse que sus secuestradores ni siquiera le habían permitido bañarse mientras estaba retenido. Juan no me devolvió el abrazo y yo pensé que todavía estaba afectado por lo ocurrido.

Los hombres de mi cuadrilla siguieron sentados, con la vista al frente. ¿Qué debían de estar intuyendo? Al cabo de poco rato Juan se quedó dormido de puro agotamiento, apoyado en el ángulo del coche, y yo, que también estaba agotado, me adormilé y me recosté en él. A pesar del dolor cada vez más agudo de mi pierna, me reconfortó el calor de su cuerpo, aunque había algo en su estado de ánimo que me preocupaba. Al cabo de un rato empezó a entrar una brisa helada por las ventanillas abiertas y me desperté cuando noté que Santí nos estaba tapando a Juan y a mí con el impermeable.

Nos detuvimos unos momentos en alguna parte de la carretera que iba a Marsella, sobre un puente que cruzaba un pequeño estuario. Los chicos levantaron el capó del coche, como si estuvieran revisando el motor, y yo aproveché para limpiar nuestras huellas dactilares de la Luger y del silenciador, y después arrojé ambos objetos al mar. Mis hombres me observaron con expresión preocupada cuando se dieron cuenta de que había empezado a cojear otra vez.

Ya era de día cuando por fin Juan y yo nos quedamos a solas, en su habitación del Hotel Bezique. La mía estaba justo al lado y habíamos dejado abierta la puerta que las comunicaba. Seguíamos sin tener noticias de José, cosa que empezaba a preocuparme de forma casi obsesiva. Mi pierna estaba tan mal que el recepcionista del hotel me había proporcionado un bastón y yo cojeaba apoyado en él. Isaías y Tere estaban de camino con el Mercedes. Por primera vez, nos sentíamos seguros: Santí estaba en la habitación de al lado, por si necesitábamos su ayuda, y habíamos cerrado los postigos para protegernos del calor.

Juan no tenía gran cosa que decirme. Se encerró durante largo rato en el lavabo de su habitación, mientras se duchaba y se restregaba la porquería de la piel. Cuando salió, tuve el primer presentimiento de que ya no era el mismo ser humano que me habían arrebatado en Madrid.