Cuarto día, jueves. Ese día hubo más toreo de salón, pero mis hombres no me hicieron más preguntas. Hablé con Álvaro por teléfono y le convencí para que contratara a Santí. Paco aún no se había puesto en contacto conmigo, pero eso no significaba que se hubiese suspendido el intercambio. Mi hermano sabía cuándo y dónde encontrarme en Francia. Podía, además, llamarme al Hotel de la Sirène. Intenté localizarle por teléfono, pero no obtuve respuesta. Su esposa me dijo que estaba haciendo horas extra en el ministerio. Lo único que podía hacer yo era seguir adelante. Pero… cómo, me pregunté en el nombre de Dios y de la Virgen, iba yo a ser capaz de torear dentro de dos días, si aún tenía problemas para concentrarme en mi trabajo…
Al exilio me llevaba tan sólo las dos maletas que me había preparado Braulio: ropa de invierno y de verano, mi impermeable London Fog, el traje de luces azul, otras prendas de torero, el pasaporte y la imagen de la Virgen de las Mercedes. Tomé nota, vagamente, del clavel seco que seguía aún junto a la imagen de la Virgen y también lo metí en la maleta. En el último momento, guardé también las joyas, los negativos de las fotos y algunos documentos legales. El sobre con el dinero y nada más. Esperaba no tener ningún problema en la aduana española porque en el pasado habían detenido a gente que pretendía sacar del país objetos de valor como, por ejemplo, monedas de oro. Por lo general, los toreros que viajaban al extranjero obligados por sus contratos no tenían ningún problema y los oficiales de aduana les dejaban pasar después de unas cuantas preguntas rutinarias.
No habría despedida en la casa de Toledo. A mi madre no le gustaba despedirse de mí cuando me iba a torear, porque pensaba que traía mala suerte. En función de lo que ocurriera en Arlés, lo más prudente sería llamarla para decirle que me quedaba un tiempo en el extranjero, que quería viajar un poco. Mi madre no tendría problemas de dinero porque, a partir de ahora, Paco se encargaría de ella.
Hice una rápida visita al coto para decirles a Pico y a Magda que Juan había llamado y me había pedido que le mandara un poco de ropa. Los dos ancianos estaban profundamente disgustados con él y yo me sentí fatal por no poder contarles la verdad. Me dirigí a la casa de Juan y metí sus escasas pertenencias en otra maleta. Ya había traído las cosas que tenía en la habitación de Madrid, entre ellas la chaqueta nueva. El dinero que con tanto esfuerzo había ganado estaba en el Banco de Madrid y yo no podía sacarlo, pero tal vez Isaías se lo pudiera mandar más adelante. Acaricié emocionado su navaja, antes de meterla en la maleta junto a sus papeles de la Universidad.
Cuando salí de la casa de Juan, me paré a la sombra de un árbol frutal que él había podado tres meses atrás y eché un vistazo a mi alrededor. El sol empezaba a ponerse tras las cimas de las colinas de Coto Morera y pensé que tal vez no volvería a verlas nunca. No me hacía falta llevarme un puñado de tierra, porque la tierra —lo mismo que Juan— ya había cristalizado en mis huesos. Sin embargo, besé los dedos de mi mano y luego los hundí en el suelo. Cuando estaba a media subida de la primera pendiente rocosa, varios conejos huyeron saltando y una corza, acompañada por dos cervatos ya grandes, me observó desde los arbustos. En el cielo un alimoche trazó un último círculo antes de planear en busca de un lugar en el que posarse para dormir. Jamás, hasta ese momento, había visto tanta vida en el coto, jamás me había parecido un lugar tan apacible. Sentí tanto amor por estas tierras que casi se me desgarró el corazón. La lluvia borraría nuestras huellas y las de los cascos de nuestros caballos, pero no las cosas que habíamos creado juntos: los manantiales nuevos, la llegada de los animales… Sólo me quedaba la esperanza de que Paco no destruyera nuestro trabajo de la noche a la mañana.
De regreso a la casa, recé una última oración en la capilla y dejé varias velas encendidas en el altar de la Virgen. Los anillos de boda brillaron a la luz de las velas y decidí llevármelos también: eran de oro y tal vez pudiera venderlos por unos cuantos francos.
Me despedí del personal de la casa sin demasiadas ceremonias y después mencioné que me iría de vacaciones tras la corrida de Arlés. No sé cuánto tiempo estaré fuera, dije.
Viernes por la mañana. El Mercedes negro se detuvo frente a la puerta de Las Moreras. En lugar del conductor habitual, quien estaba al volante era Santí. Él, Manolillo y Bigotes bajaron del coche para ayudarme a cargar el equipaje. Iban vestidos con suéteres, pantalones anchos y gorras.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté a mi picador—. No te necesito.
Santí me observó, muy serio, desde sus dos metros de musculatura andaluza.
—Jefe —me dijo sin alterar la voz—, ¿estás metido en alguna clase de lío político?
El corazón me dio un vuelco. Observé los ojos negros, en aquel momento entornados, de Santí, y luego observé los ojos de mis dos subalternos. Estaba claro que habían hablado entre ellos. No eran brujos, pero sí lo bastante intuitivos como para estar preocupados. Me pregunté si su intuición les habría llevado a adivinar también mi relación con Juan.
—Si estuviera metido en un lío de esa clase —respondí—, no os pediría que asumierais el riesgo de acompañarme.
—Deja que seamos nosotros quienes lo decidamos —dijo Manolillo.
—Yo también necesito unas vacaciones… —declaró Santí—. Me las pago yo, claro.
En todos los años que llevaba en los ruedos, jamás había acudido con guardaespaldas a cumplir un contrato.
—¿Dónde está Fermín? —pregunté.
—Ha vuelto a Albacete —dijo Bigotes.
Era comprensible. ¿Por qué se iba a arriesgar a terminar en la cárcel cuando podía volver a su casa y retirarse tranquilamente?
»Deja que el chico nos acompañe. No nos vendrá mal otra mano.
—¡Picaré hombres en lugar de toros! —dijo Santí, y dobló el brazo con el puño cerrado, como los obreros.
—De acuerdo —dije con un nudo en la garganta.
—¿A quién tengo que vigilar de cerca? —insistió Santí.
—Oh, bueno —repuse sin darle mucha importancia al tema—, mi hermano Paco me está fastidiando un poco.
—Así que Paquito, ¿eh? —intervino Manolillo. Su tono de voz era un poco cortante. Nunca lo habían dicho abiertamente, pero ninguno de los dos hermanos sentía simpatía por Paco.
—Andando —dije.
Santí sonrió y volvió a sentarse al volante del Mercedes. Cuando subí al coche, traté de no volver la vista hacia la casa. Atravesamos la puerta abierta y Eustacio, el jardinero, dejó un momento de regar las plantas para decirme «¡Buena suerte!». Yo le devolví el saludo con la mano y cuando el Mercedes enfiló la carretera, me esforcé de nuevo por no volver la vista atrás.
Mientras nos dirigíamos al Mediterráneo, empecé a sufrir por culpa de los toros de raza Camarga que me esperaban en Arlés. No eran los toros jóvenes, gordos y recelosos, a los que yo estaba acostumbrado, toros criados para morir en su primera tarde en un ruedo español. A los toros de raza Camarga los criaban para salir con vida de la plaza y proporcionar años de lidia en el sur de Francia. Algunos de ellos, incluso, tenían a sus espaldas largas carreras profesionales. Los jóvenes se hacían un nombre cuando conseguían arrancar una escarapela de los cuernos de un toro famoso. Los de raza Camarga eran, probablemente, lo más parecido al Bos Ibericus que aún subsistía: escurridos, voluntariosos y de mayor edad. Como quien dice, auténticos jugadores de fútbol con cuernos. Sólo unas pocas ganaderías españolas criaban toros así. Para que los toreros que proporcionaban elevados beneficios a los ganaderos no acabaran en el hospital, lo que se hacía era darles siempre el más tardo de los toros tardos. Yo era uno de esos diestros menores que aceptaban lo que les ofrecieran.
Las mismas preguntas de antes, gritos en el silencio, se abrieron paso en mi mente. Meses atrás, había aceptado la oferta de Arlés sin pensar en el dilema que ahora se me planteaba. Si me herían o moría en el ruedo, no me cabía ninguna duda de que eso significaría también la muerte de Juan, pero cancelar la corrida de Arlés era algo impensable. El contrato me proporcionaba un motivo para salir de España y para realizar el intercambio en un terreno más propicio… además de ser una oportunidad para ganar un poco de dinero extra. Por supuesto, siempre me quedaba la posibilidad de cancelar el contrato justo antes de la corrida diciendo, por ejemplo, que no me encontraba bien. Pero ahora que era pobre, no me iría mal cobrar mis honorarios habituales. Además, me pagaban en francos.
Al día siguiente, sábado, tenía la esperanza de recibir noticias de Paco en mi hotel francés. Y en cuanto al domingo por la tarde, no me resultaría difícil salir ileso: arraso en taquilla, le hago unos cuantos pases al toro a kilómetros de distancia y adiós, muchachos. No era el fin más honorable para mi carrera, pero se podía justificar, dadas las circunstancias. Si me mostraba imprudente, o demasiado honorable, y me acercaba en exceso a ese toro escurrido y rápido, el animal se lanzaría sobre mí igual que un lince sobre un conejo. Hoy me hacía falta la misma disciplina de mi primera tarde en el ruedo.
Manolillo debió de intuir mi preocupación.
—Matador —me dijo desde el asiento delantero—, deja de pensar y échate una siesta.
Obediente, me tapé con el impermeable, apoyé la cabeza en un cojín e intenté dormir. Cuando no estaban conduciendo, mis hombres permanecían en silencio, intentando dar una cabezada. Supe que se estaban preguntando qué les esperaba cuando llegáramos. ¿Podría contar con ellos si las cosas salían mal? Los largos años que habían pasado conmigo, el respeto y cariño que yo les había demostrado… todo eso tenía que contar para algo, igual que entre los soldados veteranos cuentan los años que han pasado juntos en el campo de batalla. Distintos recuerdos cruzaron por mi mente: la mirada ilusionada de Santí cuando supo que el famoso matador quería contratarle como segundo picador; las deudas de Manolillo por culpa de su afición a las cartas, deudas que yo pagué para que no le dieran una paliza; el dinero que le di a Bigotes para que pudiera operarse de una vieja cornada que no había curado bien; mi ayuda para que su hermana y los hijos de ésta pudiesen volver a la casa de la que les habían expulsado… ¿Acaso aquellos hombres no me debían mucho? Y sin embargo… me habían salvado la vida las veces suficientes como para que estuviéramos en paz.
¿Había sido lo bastante bueno con ellos o, como había dicho Juan, sólo estaba intentando comprar a la gente una vez más?
Aquella noche, enfilamos la sinuosa carretera de la costa y cruzamos sin novedad la frontera francesa. Al llegar la tarde siguiente, serpenteamos entre los pantanos y el olor a mar de La Camarga. El tiempo estaba cambiando y muy pronto todo quedaría borroso por el polvo, cuando el mistral empezara a azotar la región con sus ráfagas secas y cortantes. Había menos pantanos naturales y más campos de arroz de lo que yo recordaba. Hasta los franceses se habían dejado seducir por el desarrollo agrario. Sólo vimos un par de rebaños de reses bravas por el camino y pensé que allí también había empezado la guerra entre los animales mansos y los bravos.
Al llegar a las afueras de Arlés, a última hora de la noche del sábado, nos detuvimos frente al Hotel de la Sirène, donde ya habíamos pernoctado en cinco ocasiones. Era un agradable edificio de piedra, cubierto de enredaderas, cuya puerta principal era de cristal y de estilo art nouveau. Con los músculos entumecidos, nos bajamos del coche en el aparcamiento del hotel, que estaba abarrotado de coches con matrículas procedentes de media docena de países europeos. De hecho, yo tenía unos cuantos admiradores en aquella ciudad, que seguro esperaban verme hacer alguna que otra verónica. En la recepción, fingí no estar satisfecho con mi habitación y pedí que me dieran otra, por si acaso al CYS se le había ocurrido poner micrófonos en la que habíamos reservado. Isaías y Tere ya se habían registrado. Mis hombres se fueron a sus habitaciones a descansar y yo empecé a subir en dirección al cuarto de los Eibar. Me sentí como si estuviera caminando hacia mi propia ejecución.
Jamás había visto a Isaías tan enfadado como esa noche. Iba de un lado a otro de la habitación, mientras pensaba. En cuanto a Tere, que estaba mirando por la ventana, yo aún no tenía claro cómo se sentía.
Una cuantas manzanas más allá, sobre el perfil de Arlés recortado contra el horizonte, destacaba la enorme mampostería de una construcción romana, iluminada sin gracia por potentes focos. Dos mil años atrás funcionaba como anfiteatro. Quién sabe cuántos animales bravos habían muerto allí. Ahora era la plaza de toros de la ciudad y uno de los monumentos antiguos más apreciados. Allí era donde el domingo por la tarde tendría que enfrentarme a dos toros de raza Camarga.
Acababa de contarles la situación a Isaías y a Tere, aunque no había revelado los detalles más escabrosos ni tampoco había mencionado a José. Los Eibar se habían quedado blancos. La culpabilidad por asociación con culpable bastaba para que alguien se muriera de vergüenza. De hacerse público todo esto… ¿qué significaría para los Eibar, en términos políticos, su asociación conmigo? ¿Caer en desgracia, perder su negocio, que a Isaías lo apartaran de la abogacía?
—Mira que eres estúpido —gruñó Isaías, sin dejar de pasear por la habitación.
Bajé la cabeza y me sentí como un niño que acaba de recibir un azote. Ahora empezaba todo, ahora era cuando veía cambiar la expresión en los ojos de las personas a las que amaba, de las personas que una vez me habían querido y habían confiado en mí.
A diferencia de nuestro estado de ánimo de aquellos momentos, la habitación del hotel resultaba acogedora y alegre. En la cama había un enorme edredón de plumas y en las paredes, papel con diseños florales. El suelo era de tablas de madera noble enceradas, que aparentaban tener más de trescientos años y crujían de manera inquietante bajo el peso de Isaías. Él y Tere habían ido en avión hasta el sur de Francia y allí habían alquilado un Citroën, porque Isaías no quería conducir tantos kilómetros. Habían llegado dispuestos a soportar la conmovedora escena de un cliente importante que se retira y ahora Isaías, que siempre encontraba las palabras adecuadas al negociar un contrato o cuando estaba en los juzgados, era incapaz de reaccionar.
—Había un chico —farfulló finalmente—, da igual su nombre… Me pasaba la vida sacando a norteamericanos ricos de su cama. Pero tú… tú me has engañado por completo.
—No se lo he contado a mi cuadrilla —dije en voz baja.
—Gracias a Dios.
—Santí ha venido por propia voluntad. Intuyen algo.
—Tendrías que habérnoslo dicho hace años —gruñó Isaías.
Tere agitó la cabeza:
—Siempre supe que pasaría algo así con Paco. Tiene mala leche, muy mala leche.
—Malditos tus padres, que se ocuparon muy poco de ti —empezó a despotricar Isaías—. Y maldito Dios, que te ha hecho así. Y maldita la Virgen María, que permitió que Dios se saliera con la suya.
—Os he puesto a los dos en peligro —dije—. Lo siento.
Isaías apretó las mandíbulas:
—Tal vez yo podría haber evitado esta tragedia, si te hubiera aconsejado mejor.
Aquella conversación era alentadora. Algo me sacudió por dentro y empecé a llorar, atragantándome con mis propias lágrimas. ¿Acaso no se me permitía llorar en público? Los toreros lo hacían: lloraban cuando cortaban rabo y dos orejas. Yo tenía motivos más que suficientes para llorar. Tere se acercó a mí y me rodeó con sus brazos igual que la Virgen de las Mercedes. Lloré en su pecho, prominente como la proa de un pesquero. Yo, un hombre adulto, sollozaba como un niño ante aquella muestra de amor maternal mientras oía a Tere e Isaías hablar en euskera por encima de mi cabeza. Al cabo de un rato nos tranquilizamos los tres e Isaías llamó al servicio de habitaciones para que nos subieran un par de copas de brandy bien cargadas.
Le entregué el sobre a Isaías.
—Aquí están los documentos que he redactado. ¿Están bien?
Mi apoderado leyó rápidamente, mientras pasaba las páginas. Después se me quedó mirando.
—Dentro de unos cuantos meses —me dijo—, te despertarás de este trance. Lo único que sabes hacer es matar toros. ¿De qué vas a vivir? No eres el duque de Windsor, que abdicó pero se quedó con el dinero… y él es cien veces más rico que tú. ¿Y qué pasará cuando se te pase el encaprichamiento y empieces a aburrirte con tu señora Simpson?
No supe qué contestar.
—Y si Paco no te entrega a Juan, ¿entonces qué? —preguntó Tere, que estaba leyendo los documentos.
Agotado, me froté los ojos.
—¿Y por qué se lo das todo a Paco? —prosiguió, furioso, Isaías—. Por Dios, es que se lo das todo. ¿Nueve años en los ruedos y te vas de tu patria con las manos vacías? ¡Estás loco! ¡Eres un negociante pésimo! ¿Por qué no le has ofrecido un rescate más razonable?
—Porque Paco no es un hombre razonable —estallé.
El hombre volvió a apretar las mandíbulas. Tenía las mejillas cubiertas por un rastro de barba plateada.
—Y también eres un mecanógrafo pésimo —dijo.
Me acerqué a la ventana y contemplé el perfil de Arlés. Me escocían los ojos.
—No es verdad que no tengo nada —dije. Me volví a mirar a la vieja pareja—. Me tengo a mí mismo, y eso no me lo podrán quitar a menos que yo lo permita.
Isaías devolvió los documentos a su sobre y me lo entregó.
—Para Séneca era muy fácil decir eso —gruñó—. Ahora será mejor que te cojas a ti mismo y te vayas a descansar. Te veremos por la mañana.
Me puse en pie, dispuesto a marcharme, pero no fui capaz de contenerme y formulé la pregunta.
—Vosotros dos… ¿estáis conmigo o contra mí?
—Yo jamás he entendido qué impulsa a un hombre a… a querer hacerlo con otro hombre —me ladró Isaías.
—Ya basta, ¿eh? —le soltó Tere—. Esto tiene que ver con nuestros niños. ¿Y acaso nuestros niños no son también hijos de Dios?
Cuando salí de la habitación, el viejo no me dio la cariñosa palmadita en el hombro que siempre me daba, pero Tere me besó fugazmente en la mejilla. Estaba claro que se disponían a enzarzarse en una violenta discusión en euskera.
Me encerré en mi insoportablemente acogedora habitación y luego me metí en la cama. Los toreros tienen prohibidas las pastillas para dormir, porque te vuelven lento en el ruedo. Finalmente, me decidí a llamar al servicio de habitaciones y pedí otra copa de brandy doble que, gracias a Dios, me ayudó a dormir.