Catorce

De regreso al apartamento de Isaías, llamé a mi hermana. Me temblaba tanto la mano que apenas podía marcar el número. Si los teléfonos estaban intervenidos, los colegas de Paco ya debían de saber que yo había hablado con José sobre la desaparición de Juan.

—Ya he encontrado a Juan —dije tratando de que mi voz sonara lo más cordial posible.

—¡Gracias a Dios! ¿Qué ha pasado?

—Recibió noticias de su pueblo. Su familia tiene problemas, algo relacionado con las tierras que abandonaron al emigrar a Alemania. Va a tomar el tren de esta noche a Santander, pero me ha dicho que te quiere y que no te preocupes, que ya te llamará desde allí.

José sabía lo mucho que Juan se había distanciado de su familia. Y también conocía mi voz. A pesar de mis esfuerzos, había algo en mi tono que mi hermana gemela detectó a través de la línea telefónica. De entre todos los seres humanos del mundo, sólo mi hermana gemela era capaz de detectarlo.

—Antonio, ¿has pillado un catarro?

—Es la mala vida. Bueno, nos vemos… ¿cuándo?

—El miércoles. Tienes una cena con tu club de aficionados de Madrid, ¿te acuerdas? A mí también me han invitado.

Presa del pánico, me había olvidado por completo de esa cita.

—Gracias por recordármelo.

Durante todo el camino hasta Las Moreras, no hice otra cosa que darle vueltas a la cabeza. ¿Quiénes eran aquellas personas de la sala de tortura? ¿Era Paco el jefe del grupo? Si lo era, ¿de dónde sacaba los medios para dirigirlo? Si no lo era, ¿quiénes eran sus superiores?

Una escena imaginaria, surgida de aquel sótano que ahora tenía grabado en la memoria, cruzó mi mente. Era una imagen clara como un mural pintado, nítida como una alucinación. Los dos hombres tiraban de los grilletes de sus tobillos para obligarle a separar las piernas. Juan respiraba agitadamente: todos sus músculos y todos sus tendones se contraían por el miedo. Tenía los genitales encogidos, casi ocultos entre el vello púbico, y la carne de gallina en el culo. Entre las nalgas separadas, corría un reguero de heces líquidas amarillentas, producto del miedo. Las heces de la muerte son líquidas porque el miedo provoca que una gran cantidad de electrólitos pasen de la sangre al intestino. Lo sabía porque había visto morir muchos toros a lo largo de los años. El médico, un anciano de espalda encorvada que llevaba guantes de plástico y un maletín, miraba a Juan de arriba abajo. El hombre iba al grano: ante la mirada ávida de los esbirros, cuyos pantalones delataban que se les había puesto dura en el nombre de Nuestro Señor, sacó de su maletín un espéculo de acero y una pequeña linterna como las que usan los médicos.

Aparté de mi cabeza aquella imagen y de repente me encontré conduciendo la conocida carretera llena de baches que cruza los Montes de Toledo. Cuando llegué al tramo de carretera donde Juan se había sentado a llorar, entre los olivos, detuve el coche y salí. Hacía muchísimo calor. Busqué el árbol junto al cual habíamos hablado Juan y yo y me apoyé en su corteza cálida, iluminada por el sol. Recordé entonces lo inocente y sencillo que parecía todo aquel día. Pegué los labios al tronco del árbol.

—Perdóname por no habértelo dicho antes —susurré.

Pero… ¿qué perdón podía esperar? ¿Quién iba a perdonarme? ¿Juan? ¿Sería la Virgen de las Mercedes lo bastante piadosa como para indultarme?

Sopló una brisa caliente que sacudió las ramas verde claro de los árboles, cargadas de frutos. Yo ya no estaría allí cuando recolectaran las aceitunas.

Y en Las Moreras, lo mismo de siempre: el ronroneo de la bomba en el pozo, cuatro perros que querían lamerme, la voz de Marimarta… Sin embargo, todas aquellas cosas me parecían ahora objetos extraños y melancólicos en un paisaje de Salvador Dalí. Braulio estaba abajo hablando por teléfono, en un tono extrañamente apagado. Se volvió, sorprendido de verme allí, y su actitud levantó mis sospechas de inmediato.

—Antonio, has vuelto muy pronto.

—Sí —dije—. ¿Es para mí, esa llamada?

Vaciló un segundo antes de contestar.

—Cosas de tu ayudante personal, nada que deba preocuparte.

¿Y si estaba hablando con Paco?

Permanecí arrodillado durante un buen rato en la capilla, frente a la Virgen de las Mercedes, aunque no más de lo habitual. Tampoco encendí más velas que de costumbre. Mientras observaba Su imagen, me pareció que la Virgen flotaba, como si fuera tridimensional. De nuevo cruzaron por mi mente murales procedentes de aquel sótano de mi imaginación: le habían introducido en el cuerpo el cañón de una escopeta. Se lo metían y sacaban una y otra vez y Juan se retorcía con cada embestida. A nuestro alrededor, todo eran risas estentóreas, gruñidos y gritos de júbilo.

—Ayyy… —decía el hombre que sostenía la escopeta—, se me va a escapar el dedo del gatillo.

—El conde de La Mora no debería presenciar esto —decía otro—. Todo un caballero como él… se va a disgustar.

Me taparon la cabeza con una capucha. Medio asfixiado en la oscuridad, tuve que escuchar los quejidos de Juan, que aceleraban el ritmo de las embestidas.

—Ay, Jesús y María —decía el hombre de la escopeta—, creo que voy a disparar.

—¡Disparaaa! —le animaban los otros—. ¡Disparaaa!

Se oía el rugido de la pistola. En aquella sala abovedada, el ruido era tan tremendo que sentía como si las tripas me estallaran por el impacto. Se abría un abismo oscuro delante de mí y tenía la sensación de que me precipitaba hacia su interior. Sin saber muy bien cómo, me encontraba de rodillas. Me zumbaban los oídos, pero entonces alguien me arrancaba la capucha, me obligaba a ponerme en pie y a mirar. Estaba seguro de que Juan estaba muerto, de que yacía sobre la mesa encharcada de sangre con el cuerpo destrozado. Pero no, no lo estaba. El hombre había disparado contra la pared y había dejado un agujero en la piedra. Aquella broma cruel provocaba las carcajadas de los esbirros.

¿Por qué pensar que a él no se lo iban a hacer? Se lo habían hecho a Lorca, se lo habían hecho también a otros en otras épocas y en otros países. Lo habían hecho miles y miles de veces. Cuando creces con el terrorismo, esa clase de imágenes se activan ante el más mínimo contratiempo. Me sentía como si formara parte de una inmensa, brumosa e insegura mente colectiva de maricas de todos los tiempos, como si me obligaran a presenciar un programa de TV que yo no quería ver.

Era necesario que Braulio se marchase. Aún no estaba seguro de si estaba implicado o no, pero no le quería cerca en mi viaje a Arlés. En cualquier caso, ya iba siendo hora de empezar a despedir a mi cuadrilla. No necesitaba picadores en Arlés, así que tenía más que suficiente con Bigotes y Manolillo.

Braulio y yo nos reunimos ante la puerta de la capilla. Eran las once de la noche.

—¿Necesitas algo más antes de que me vaya a dormir? —me preguntó.

—No, Braulio, gracias —le respondí—, pero tenemos que hablar.

Ya en el patio, le ofrecí una copa de brandy y nos sentamos. Era necesario tratar aquella cuestión con delicadeza, así que me mostré amable y educado.

—Después de Arlés, tengo intención de retirarme —dije.

—Ya me han llegado los rumores —asintió él.

—Supongo que ya hace tiempo que te lo esperas, y supongo también que ya habrás empezado a buscar otro trabajo. Si no es así, tal vez Isaías pueda ayudarte a encontrar algo. Te escribiré una carta de recomendación, una carta que exprese mi agradecimiento por tantos años de leal servicio.

Braulio tenía la mirada fija en el suelo y en su rostro, que parecía de madera de caoba tallada, había una expresión sombría. ¿Acaso se sentía incómodo por su participación, fuese cual fuese, en aquel desagradable asunto? ¿Cuál había sido su papel, si es que había tomado parte?

—Para mí ha sido un honor trabajar todos estos años contigo —dijo con voz neutra.

—Después de Arlés, me tomaré un largo descanso. Quiero llevar una vida sencilla durante un tiempo, y no voy a necesitar ningún ayudante personal. Haz un par de maletas con mis cosas… nada, lo imprescindible. Ya mandaré a por más cosas a medida que las vaya necesitando.

En algún momento, a lo largo de los próximos días, Braulio se daría cuenta de que tampoco quería que me acompañara a Arlés. No le necesitaba. Ya me ayudaría Isaías a ponerme el traje de luces.

—Por cierto —dijo de repente Braulio, cuando nos pusimos en pie—, ha llamado la señorita Serafita. Y no te olvides de la cena con el club de aficionados de Madrid.

Me pasé buena parte de la noche dando vueltas en la cama. Juan se alejaba por la carretera y su figura se empequeñecía cada vez más, envuelta en espejismos engañosos. Si le hubiera permitido continuar alejándose, ahora no llevaría grilletes.

De repente, me veía rodeado de antorchas por todas partes. Yo era una figura majestuosa sentada sobre un paso gigantesco, en mitad de una procesión de Semana Santa. El paso se movía tan despacio como una barcaza, se balanceaba y oscilaba sobre los hombros desnudos y sudorosos de cientos de costaleros. Sobre mi cabeza, había un palio de seda ricamente decorado que también se balanceaba. A mi alrededor todo eran velas encendidas y flores: el empalagoso hedor a lirios, nardos, cera de abeja caliente y nubes de incienso me daba náuseas. Llevaba puesto un traje de luces blanco con diamantes incrustados que resplandecían, pero el traje era tan ceñido que me costaba respirar. Me cubría un capote de paseo inmenso y sumamente pesado, con unos bordados maravillosos, piedras preciosas incrustadas y restos de la cera que caía de las velas. Juan estaba tendido boca arriba sobre mi regazo, desnudo. Su cabeza descansaba sobre la pechera de mi chaquetilla y las piernas caían sobre el capote. No era una imagen idealizada, como las de esos Cristos tan atractivos que tallan los escultores devotos, sino que era real: tenía todos y cada uno de sus cabellos, todas las pecas de la infancia, las cicatrices que habían dejado en su brazo las heridas de navaja… Hasta me llegó su olor a helechos aplastados y leche. Pero estaba muerto, por supuesto. En su cuerpo se veían las huellas de su pasión: le habían cortado los genitales y entre sus nalgas aún manaba la sangre. Sobre los lirios descansaba una mano inerte.

El paso avanzaba tan despacio como un glaciar entre una inmensa biomasa de hombres vestidos de negro y mujeres con sus mejores galas. «¡Guapo!», me gritaban. «¡Guapo!», «¡Reza por nosotros!», «¡Ten piedad de nosotros!»… Los rostros de la gente resplandecían con una expresión reverente y sensual. Quise llorar, pero no me cayeron lágrimas: sólo gélidos diamantes brotaron de mis ojos y se pegaron al cuerpo húmedo de Juan, hasta que también él resplandeció bajo aquella luz deslumbrante. Parecía que el paso avanzara en una pantalla de televisión: los colores se fueron apagando y todo se volvió blanco y negro. La multitud me gritaba ahora en idiomas extraños y agitaban pancartas escritas en inglés, ruso, chino, árabe… El traje de luces me oprimía el pecho cada vez más y yo luchaba por llevar aire a mis pulmones.

Desperté del sueño y me senté de golpe en la cama, respirando con dificultad, empapado en sudor frío. Empezaba a amanecer. Al otro lado de la reja de la ventana, donde Juan y yo habíamos tratado de darnos calor separados por los barrotes, los pájaros gorjeaban quedamente entre las ramas de la morera y se comían las moras. Me levanté de la cama y abrí los postigos de la ventana. Varios minutos más tarde, el frescor del árbol consiguió tranquilizarme un poco. Habían soltado las gallinas, que correteaban entre los edificios de la granja. Se asustaron por algún motivo y las oí batir las alas y cacarear mientras salían huyendo en todas direcciones.

Yo estaba haciendo justo lo que los terroristas querían que hiciera: dejarme llevar por el pánico, como las gallinas allí abajo. Debía conservar el control porque si no, Juan moriría. Y también otros morirían.

«Camina. Aparta de tu mente, una tras otra, esas imágenes espantosas».

Los cuatro días siguientes los pasé en un extraño aislamiento mientras me preparaba para la corrida de Arlés. La España de la década de los 60 era un país en el que la mayoría de las cosas se hacían aún a velocidad de burro, por mucho que los aviones de reacción surcaran nuestros cielos. Había que preparar los documentos legales y yo necesitaba un abogado, pero Isaías y Tere se enfadarían si interrumpía sus vacaciones. Y de todas formas, yo tampoco podía esperar que me ayudaran una vez que descubrieran la verdad. Tal vez se ofenderían y me volverían la espalda. Tendría que contárselo cuando se reunieran conmigo en el Hotel de la Sirène de Arlés.

Aquel lunes por la mañana cancelé todos mis compromisos y saqué de su escondrijo el sobre de papel Manila que contenía las fotos y el fragmento de fresco. Los negativos los devolví a su sitio. Si Braulio se había dedicado a registrar mi habitación en calidad de espía aficionado que cumple una misión, desde luego no había sido capaz de encontrar mi pequeño botín.

Cuando llegué a la casa de Toledo, Mamá y Tita no estaban. Mi hermano esparció las fotos sobre la mesa de la biblioteca, bajo la luz de la lámpara.

—Virgen Santísima —exclamó, muy a su pesar. No me cabía duda de que mi hermano estaba aturdido por lo que veía. Y entonces, con un gesto de jugador de cartas que pone sobre la mesa su baza decisiva, coloqué el fragmento de fresco frente a él.

—Esto se cayó de la pared norte hace unas cuantas semanas —le dije—. En esa foto de ahí se ve el sitio de donde se desprendió. Es necesario reparar y restaurar la cripta enseguida. Quizá consigas convencer al Gobierno para que lo haga. Lo están restaurando casi todo en este país… ¿Por qué no la cripta?

Paco contempló el hermoso ojo pintado, que le devolvió una mirada implacable. Era tan exquisito que casi parecía una pintura egipcia. Mi hermano tomó el fragmento con mucho cuidado, casi con reverencia, y lo hizo girar entre sus dedos temblorosos. No podía dejar de mirarlo. Me fijé en la expresión radiante de su rostro, en la emoción que brillaba en sus ojos: era difícil creer que aquel amante de las bellas artes fuera el mismo hombre capaz de ordenar que mutilaran poco a poco a mi amigo.

—Ya te comunicaré nuestra decisión —dijo.

O sea, que tenía superiores —o, por lo menos, socios— ante quienes rendir cuentas.

—El tiempo vuela —le recordé—. Tienes cinco días antes de que me vaya a Arlés. Empezaré a preparar los documentos legales.

—¿Cómo te atreves a darme órdenes?

—La temporada taurina está a punto de terminar. Ya no quedan fechas libres en el extranjero, a menos que algún compañero cancele su participación y me pidan que lo sustituya. Es la mejor oportunidad para solucionar esto sin que el público se entere de nada. Si consigo tener los documentos listos, podremos actuar con rapidez.

Paco volvió a meter las fotos y el fragmento de fresco en el sobre.

»En cuanto al coto, te asesorarán bien para que puedas continuar mi proyecto. Si no lo haces, te convertirás en un nuevo ejemplo de esa vieja aristocracia que no tiene ningún respeto por la tierra —añadí.

—Ya te notificaré nuestra decisión —dijo en tono cortante—. Confío en que no le hayas dicho nada a José.

—¿Cómo puedes pensar que le voy a contar algo tan espantoso a mi hermana?

—Y supongo que va contigo a Arlés.

—No, no viene conmigo. Su jefe la envía a Barcelona, para la corrida de Benítez, el Litri y Camacho.

—No te mereces la lealtad de tu hermana.

Me dirigí hacia la puerta, pero luego me volví a mirarle.

—Dime una cosa —le pregunte—. ¿Cómo te enteraste de lo mío con Juan?

—No lo sabía —dijo él—, hasta que tú me lo dijiste.

—No te creo —dije con amargura—. Seguro que te has gastado millones de pesetas en contratar detectives privados.

—Bueno —dijo en tono pensativo—, conseguiste engañarme durante muchos años. Pero cuanto más liberal te volvías, cuanto más discutías con nosotros porque no querías casarte, más me preguntaba yo cuál era el problema. Al principio no le presté mucha atención a Juan, pero el primer día que fui a pasear por el coto y os encontré a los dos juntos, noté algo extraño. Fue entonces cuando empecé a sospechar. Y cuando mis hombres me dijeron que finalmente ibais a pasar una noche en el mismo edificio, pensé que era la oportunidad perfecta para… para tantear el terreno, para maltratar un poco a Juan y ver cuál era tu reacción —me dio asco cómo nos habían engañado a los dos—. Y además —añadió Paco—, no hay que olvidar la Historia.

—¿Qué quieres decir?

—Tendrías que leer todos estos libros antiguos con un poco más de atención, hermanito. Creo que Sanches ordenó la muerte de su hermano porque era… como tú.

Cuando salí de la casa, una nueva alucinación me dejó paralizado junto a la puerta y tuve la sensación de estar soñando despierto. Llevaban a Juan por el patio de una prisión. Le habían vestido con sus viejas ropas de campesino: pantalones negros muy anchos, sandalias de esparto y una sucia camisa blanca de cuello abierto. Le esperaba un cadalso no muy alto, cubierto por una tela negra. Ahora estaba rodeado de sacerdotes y oficiales del ejército. Juan le hacía señas al cura para que se apartara, y le obligaban a sentarse allí, atado de pies y manos. Le fijaban el collar de hierro del garrote alrededor del cuello, mientras todo el mundo se esforzaba por no perder detalle. Cuando el sacerdote entonaba sus últimas plegarias, el verdugo empezaba a girar el tornillo que hacía retroceder el collar.

«Camina. Camina».

Juan se asfixiaba, luchaba y luego se retorcía inútilmente. Su cara se volvía azul y la lengua ensangrentada le colgaba fuera de la boca: la movía de una forma casi obscena con el último aliento de vida, igual que los toros moribundos sobre la arena.

«Camina. Camina. Virgen Santísima, ayúdame a caminar».

Hice girar la pesada puerta de madera de roble sobre sus goznes quejumbrosos, cerré de un portazo y me perdí en la luz deslumbradora y el tráfico de aquella calle estrecha.

Cuando llegué a Madrid era casi la hora de la siesta. Encontré un teléfono público que funcionaba y pillé a José en el ABC momentos antes de que saliera a comer. Necesitaba hablar con ella. José se cambió de teléfono, pues yo suponía que la banda de Paco no tenía los recursos necesarios para pinchar todos los teléfonos de la redacción del ABC. Cuando encontró un despacho vacío y empezamos a hablar, le conté lo sucedido y lo que yo tenía pensando hacer.

José se quedó casi sin respiración. Por primera vez en mi vida, me di cuenta de lo asustada que estaba mi hermana gemela. Me pareció intuir gritos en las energías invisibles que nos separaban y recé para no tener que enfrentarme a una mujer histérica.

—Entonces, Paco también sabe que yo y… —balbuceó.

—No creo que lo sepa. Ni en la peor de sus pesadillas sería capaz de imaginar algo así.

—Y entonces, la cripta…

—Te pido disculpas por habérselo dicho sin hablar antes contigo.

—No, no… Has hecho lo correcto —José empezaba a recobrar la compostura.

—Más vale que estés preparada para aguantar y no rendirte.

—Lo sé.

—Creo que será bueno que no me acompañes a Arlés. Paco podría sospechar que te propones huir conmigo.

—Desgraciadamente, conozco a cierta persona que no tiene pasaporte, pero ya se nos ocurrirá algo…

—Me hospedaré en el Hotel de la Sirène de Arlés, por si necesitas ponerte en contacto conmigo. No deben saber que vosotras estáis enteradas de todo.

—Ya me ocuparé yo de eso. Nos vemos en la cena del miércoles.

De allí me fui directamente al despacho de abogados de Isaías, que en agosto estaba cerrado. Su secretaria, Eva, volvía el viernes para revisar el correo y telefonear a los Eibar en caso de que hubiera algún asunto urgente, lo cual significaba que yo disponía aún de unos cuantos días. Después de una larga odisea para poder aparcar, entré con mi propia llave.

El despacho era un elegante caos de muebles de roble macizo, archivadores y estanterías de roble abarrotadas de libros de Derecho. En una de las paredes había un reloj también de roble, rodeado de lo que los Eibar llamaban «las fotos de sus niños»: fotografías de clientes toreros, fotografías que se remontaban a novilleros de la década de los 40, ahora caídos en el olvido… Los Eibar habían alimentado a dos generaciones de toreros muertos de hambre, les habían dejado dormir en su casa y les habían sacado de incontables líos. Hasta habían tenido una o dos «hijas», es decir, toreras de a caballo. Me detuve frente a una vieja foto mía. Era una foto de abril de 1963, tomada aquella gran tarde en que corté el rabo en Sevilla: en ella se veía a una joven celebridad justo en el momento en que le hacía un pase a un toro de Domecq. Me fijé en cómo se me ceñía a las nalgas la taleguilla y pensé que a todos los hombres de la ciudad se les debió de poner dura aquel día al verme.

«Camina».

Alejado del ruido de la calle, cerré la puerta con llave y me dediqué a rebuscar en los ordenados archivos de Tere, a la caza de documentos que pudieran servirme de modelo. Acometí lanza en ristre —como quien acomete molinos— los documentos legales, y eso me ayudó a tranquilizarme un poco.

Pasé horas enteras en aquel extraño aislamiento, acompañado tan solo por el tictac del reloj. Mientras rebuscaba entre las páginas de los libros, encontré un caso que despertó mi atención: el delicado tema de la deshonra. De repente, mi mente intentó desbocarse otra vez: en lo más profundo de sus corazones, todos los hombres saben que son capaces de cometer atrocidades sexuales… mucho más que las mujeres. El puritanismo religioso existe sobre todo para tener bajo control a los hombres: el control de las mujeres es tan sólo un objetivo secundario. Los hombres prefieren violar y humillar a otros hombres antes que a las mujeres. Deshonrar a sus iguales es una victoria mucho más satisfactoria y, a diferencia de las mujeres, es menos probable que la víctima lo denuncie después. Imaginé que a Juan lo encerraban en una prisión abarrotada y que los guardias se aseguraban de que los otros presos conocieran su naturaleza. Luchaba para autodefenderse, pero era inevitable que perdiera la batalla…

«No, no, no, Virgencita de mi corazón, debo apartar de mí de esos pensamientos».

Mi mente se estaba volviendo más fuerte. Me fumaba un cigarrillo tras otro y pasaba páginas sin cesar, mientras seguía sentado frente a la gigantesca máquina de escribir de Isaías, que era negra, tenía un carro inmenso y constituía casi una pieza de museo. Era la misma máquina de escribir que la secretaria de Isaías había aporreado cada vez que redactaba uno de mis doscientos cincuenta contratos. Impulsado por una firme desesperación, empecé a teclear con dos dedos y la verdad es que, para ser un hombre que nunca había hecho nada sin la ayuda de una secretaria, un ayudante personal o un cocinero, no se me daba del todo mal.

De repente, me di cuenta de que el reloj marcaba las ocho y diez de la tarde. Estaba muerto de hambre. Hice una llamada a la cafetería que había justo al lado del edificio y al poco rato subió un camarero con una bandeja en la que había café, una copa de brandy y un par de bocadillos de jamón. Me obligué a comer, porque, si no me cuidaba un poco, moriría en Arlés y entonces los hombres de Paco le pegarían un tiro en la cabeza a Juan, aunque primero se dedicarían a humillarle.

El teléfono sonó un par de veces pero no lo atendí.

Me desperté de golpe en la silla y tiré sin querer la copa de brandy, que se rompió. Eran más de las diez de la noche y me había quedado dormido con la cabeza apoyada en la máquina de escribir. Agotado, volví a mi apartamento, pero la cama donde Juan y yo habíamos hecho el amor el domingo por la mañana no era el sitio donde quería dormir. El sofá era un poco duro. De mis ojos no salía nada excepto diamantes.

—Ha llegado un paquete de la armería Diana para el señor Diano —me dijo el conserje, a la mañana siguiente. Era la chaqueta que había comprado hacía ya tanto tiempo, en otra vida.

—Gracias… yo se la daré —dije.

* * *

A lo largo del día siguiente, martes, perdido en un extraño aislamiento mientras la gran ciudad crecía bulliciosa a mi alrededor, mientras Madrid construía nuevos edificios y atormentaba hasta la agonía las vidas de más de un millón de personas, yo tecleaba y volvía a teclear, tomaba notas e inundaba de colillas los ceniceros. Mi mente se llenó de contratos legales, lo cual dejó muy poco espacio para las alucinaciones. Me irritaba tener que entregarle a mi hermano todo aquello por lo que tanto había trabajado… pero seguí tecleando. Quedaban tres cabos sueltos por atar: ¿cómo recompensar a la gente que había trabajado conmigo durante años? ¿Se comprometería Paco a seguir dando trabajo a los habitantes de La Mora? ¿Quién se quedaría con mis perros y con mis caballos?

Gracias a mi estado mental de esos momentos, cargado de criterios legalistas, descubrí que los maestros del terror también me habían inculcado la capacidad de juzgar.

«Bueno, vamos a ver, Antonio… tienes que aceptar el hecho de que puede que ya hayan deshonrado a Juan. Da igual que intentara defenderse. Los hechos son los hechos. Un compañero cuya honra ha sido mancillada por otros ya no es digno de ti. Claro, pero tú eso ya lo sabes. Así que adelante, sigue con esa historia legal y hazlo por nobleza, por obligación hacia él. Intenta rescatarle por una simple razón humanitaria. Sea tu amigo o no, una vida es siempre una vida. Pero si consigues liberarle, después tendrás que decirle que siga su camino, porque ya no será digno de tus sentimientos. Tu sentido del honor te obligará a decirle que se aleje por esa carretera y desaparezca para siempre».

Esos pensamientos silenciosos y subrepticios eran mucho peores que las imágenes del mural. Por la tarde, mi documento de abdicación y traspaso de propiedades daba el pego. Si los tribunales españoles tenían algo que objetar respecto a alguna frase o lo que fuera de mi documento casero, que Paco contactara conmigo en el exilio y ya le redactaría uno mejor. Mi ya agotada mente generó un plan alternativo. Suponía conseguir ayuda especializada y armas, lo cual era bastante difícil en este país de Dios donde a la mayoría de la gente se le prohibía poseer cualquier arma que no fuera una navaja. Y, por otro lado, estaba claro que ese plan me convertiría en forajido internacional.

Firmé cuatro copias del documento con la mejor pluma estilográfica de Isaías y las metí en un sobre. Una de las copias era para Paco, otra para Isaías, otra para mí y otra para el Gobierno español. Dentro del sobre metí también una hoja mecanografiada y firmada con las instrucciones necesarias para encontrar la cripta de las Mercedes.

Cabos sueltos, cabos sueltos. Tendría que dar primas de gratificación a los miembros de mi cuadrilla cuando les despidiera. Saqué el voluminoso talonario que guardaba Tere y extendí cinco cheques para ser cobrados de mi cuenta de empresa. Después cerré el despacho. Los bancos estaban abiertos todavía y retiré la máxima cantidad de dinero en efectivo que podía sacar legalmente del país. Hice que un notario diera fe pública de los documentos y, por último, volví en coche a Las Moreras. En el coto, Pico y Magda estaban preocupados: no dejaban de hacerse preguntas acerca de la misteriosa desaparición de su valioso ayudante.

—Ha surgido un asunto familiar importante en Alemania, un problema inesperado —les dije, intentando que mi tono de voz fuera lo más neutro posible—, y ha tenido que marcharse a solucionarlo. Volverá lo antes posible.

Pico estaba un poco molesto.

—Pues me ha dejado con un bonito panorama por aquí.

—Ha sido inevitable —dije humildemente.

—¿Va todo bien? —preguntó Pico observándome a los ojos. No pasaría mucho tiempo antes de que el viejo brujo descubriera la verdad y quizá entonces me lanzaría una maldición.

Malhumorado, Pico dio de comer a la última pollada de perdices que Juan había hecho salir del cascarón en el corral nuevo. Los pájaros crecían sanos y fuertes y les empezaban a salir ya las primeras plumas y las alas adultas. El pobre viejo tendría que liberarlas en solitario, pues su joven aprendiz se había ido para siempre. Aquellos pájaros jóvenes pronto iniciarían un vuelo estable y en línea recta, como flechas, hacia la libertad. Juan también había llegado así hasta mí, volando en línea recta como una flecha.

«Pero ningún hombre que se precie aceptaría de nuevo a una esposa que ha sido deshonrada. Y eso también sirve para los amigos del mismo sexo. En realidad, tengo todo el derecho del mundo a volarle la tapa de los sesos, para salvaguardar mi honor. La verdad es que si Juan fuera un hombre decente, se habría clavado el puñal antes de que yo pudiera ponerle las manos encima… como la Lucrecia de la fábula romana».

Tercer día, miércoles. Mi cuadrilla llegó para ayudarme con el entrenamiento. No hacía falta que les dijera que en Arlés teníamos que estar muy despiertos, aunque estuviéramos en un país extranjero con toros extranjeros. Braulio estaba empaquetando sus efectos personales, así que yo mismo tomé la caja de los estoques. Pasamos varias horas practicando toreo de salón bajo las ramas de la morera.

—¡Eeh, toro! ¡Eh-heh, toro!

Mientras el calor asfixiante de aquel día tomaba la forma de capotes de seda, el «toro» embistió hasta quedar agotado. Practiqué la suerte suprema, aunque en Arlés no tendría que matar al toro. Sin embargo, me sentaba bien lanzarme sobre aquellos cuernos montados en ruedas y clavar la espada en el relleno. Poco a poco, la disciplina me tranquilizó, me reconfortó.

—Tienes buen aspecto, matador —me dijo Bigotes—. Y ya caminas muy bien. No te había visto tan bien desde… —por una cuestión de supersticiosa cortesía, no pronunció la palabra Écija.

—Últimamente he trabajado mucho en el coto —dije—. Me ayuda a curarme.

—Sí, ya hemos oído que el señorito ha estado sudando como un buen jornalero —se burló Manolillo.

Conseguí sonreír… por primera vez desde el sábado. ¡Cuánto apreciaba a aquellos hombres! Un poco más tarde, Marimarta nos obsequió con una copiosa comida y yo aproveché para dar la noticia de mi retirada. Le di a cada uno su prima de gratificación, mientras ellos dejaban de beber brandy y guardaban silencio. Contemplaron con tristeza los cheques que tenían entre sus manos curtidas.

—Bueno, matador… entonces esto es el fin —dijo Santí.

—Todo llega a su fin un día u otro —dije.

—Ha sido una buena época —dijo Fermín—, la mejor que he vivido al lado de un maestro en estos ruedos de Dios.

—¿Por qué Arlés? ¿Por qué no te retiras en Sevilla… o en Madrid? No es digno de ti retirarse en… en la tierra de los franchutes —protestó Bigotes.

—Mi corazón me pide que me retire discretamente.

—Algún día te volverá a entrar el gusanillo y participarás en corridas benéficas para el Montepío de Toreros —dijo Santí esperanzado—. Y nos llamarás.

Yo sabía perfectamente que eso no sucedería jamás y, sin embargo, asentí.

—Claro. Volveremos a reunirnos cuando participe en alguna historia benéfica. Y vosotros… ¿qué vais a hacer ahora? Seguro que hay un montón de novilleros por ahí que necesitan a alguien que les haga sentar un poco la cabeza.

—Bueno —dijo Fermín con su voz de bajo—, le he echado el ojo a una modesta zapatería de Albacete… Así podré estar cerca de mis padres.

—¿Santí?

—Me he enterado de que Álvaro Chaparro está buscando un ayudante de capataz.

—Esta noche le llamo y le presiono un poco para que te contrate.

—Mil gracias. Y cuando la hierba haya crecido lo bastante en el coto —añadió Santí—, no me olvido de aquello que hablamos.

—¿Manolillo? ¿Bigotes?

Ambos se encogieron de hombros.

—Hace años que Emilio Puente está intentando contratarnos —dijo Manolillo—. Es un cabrón pero paga bien.

—O a lo mejor nos vamos un tiempo al norte a pescar truchas —añadió Bigotes.

Yo había abierto mi caja de estoques y los estaba inspeccionando. Curiosamente, no hubo reproches cuando tomé aquellas armas espléndidas, con sus empuñaduras forradas de rojo y los pomos de cuero. Pasé un trapo suave por sus filos elegantes y aterciopelados. En Arlés no me harían falta los estoques, pero tenía intención de llevármelos igualmente, porque no quería sentirme indefenso. Y después de Arlés, pasara lo que pasara, no serían más que reliquias del pasado.

Todos me estaban mirando.

—Antonio —me preguntó Bigotes—, ¿va todo bien?

Cerré en silencio la caja de los estoques.

—Maestro, en estos últimos meses te hemos visto muy… bueno, muy animado, a pesar de que ha habido tardes en que has tenido… mala suerte. Pero ahora, de repente… —dijo Manolillo.

—Ahora… es como si… te acecharan nubes de tormenta —añadió Bigotes.

—Nada que no se pueda arreglar con un poco de buena suerte —dije.

Aquella noche, mi club de aficionados —o, mejor dicho, lo que quedaba de él— me agasajó con una cena privada en El Cortijo, un elegante restaurante antiguo cerca de la Plaza Mayor. Sólo había tres docenas de socios masculinos de la peña Escudero, que esperaban sentados a las largas mesas frente a sus filetes de carne de ternera y sus botellas de jerez. Es fascinante la rapidez con que desaparecen los aficionados cuando hay problemas. Los que estaban allí, sin embargo, eran aficionados incombustibles y querían animarme, querían oírme desmentir los rumores de mi supuesta retirada. Una vez más, yo era la viva imagen del torero clásico: traje oscuro, camisa blanca con chorrera, gemelos de diamantes y en el meñique el anillo de oro con un diamante engarzado. Lo único malo es que Braulio ya no estaba conmigo y, por tanto, en mi traje había alguna que otra arruga.

José no estaba allí. Probablemente, había tenido que ocuparse de conseguir cierto pasaporte. Entre el humo de los puros y los cigarrillos, que se iba acumulando en el aire en sucesivas capas azules, intenté apartar de mis pensamientos las preguntas que la mente me gritaba en silencio: ¿dónde estaba Juan? ¿Seguía en Madrid? ¿Y si había tratado de escapar y le habían pegado un tiro? ¿Y si se había suicidado para escapar a la humillación?

El presidente de la peña estaba pronunciando un discurso más retórico que cualquiera de los que pronunciaba el Generalísimo.

—Antonio Escudero —proclamó— ha conquistado el lugar más glorioso de la fiesta de nuestros días. Es un diestro cuyos horizontes artísticos no conocen límites, que ha sabido unir el espíritu de Andalucía con el espíritu de Castilla…

Yo escuchaba el discurso con una expresión que parecía esculpida en granito de Toledo. Me pregunté cómo era posible que los hombres que me acompañaban esa noche no estuviesen enterados de todos y cada uno de los detalles, hasta el más escabroso, de mi escándalo. Pero si España era un país de reprimidos, donde el rumor era el alma de la noticia… Todo el mundo estaba radiante de felicidad, provocada por el vino, el jerez, el brandy y el whisky. No me quedó más remedio que calmar un poco los ánimos con un breve discurso, salpicado de indirectas respecto a mi inminente boda y mi larga luna de miel en el extranjero. Hubo aplausos y brindis en honor de la prometida, cuya identidad aún no se había hecho pública.

—¡Que tenga los nueve puntos de la belleza española! —gritó un aficionado que tenía edad suficiente como para haber ayudado a Noé a subir los toros al Arca.

—¡Tres negros, tres rojos y tres blancos! —canturreó otro viejo carcamal.

Exacto, pensé: el blanco de su inocencia, el negro de su desesperación y el rojo de su sangre.

Cuando todo el mundo empezaba a marcharse, un camarero me entregó un sobre.

—Un mensaje de una señorita —dijo—. Una admiradora, ¿eh? —sonrió.

Era de José. «Si todo va bien», decía el mensaje, «me reuniré contigo en el Hotel Bezique de Marsella y nos tomaremos una pequeñas vacaciones». En ese hotel nos habíamos alojado algunas veces cuando yo iba a torear al sur de Francia o cuando asistíamos a algún festival de cine. Me fui al lavabo de caballeros, rompí la nota y la tiré al váter. Después inicié otro largo viaje de vuelta a Las Moreras, solo otra vez.