Trece

Tras quedarme solo, me di una larga ducha y observé con atención los músculos de mi cuerpo: tanto caminar, cabalgar y trabajar duramente le estaba haciendo mucho bien a mi salud. Tuve la sensación, por primera vez en mi vida, de que algún día conseguiría aplacar mi necesidad de sexo y amor. A regañadientes, borré de mi piel las huellas del amor y después, con una toalla alrededor de la cintura, puse sábanas limpias en la cama y metí las sucias en la flamante lavadora, junto con las toallas. Acto seguido, preparé dos tazas de café instantáneo, pues Juan regresaría en cualquier momento. Después teníamos pensado reunirnos con las dos mujeres, buscar nuestra cafetería favorita, sentarnos a comer algo decente y a tomar un café con leche. Mis pensamientos, sin embargo, iban más allá: de repente estaba pensando en el contrato de Arlés, en que al día siguiente empezaba otra vez la durísima preparación para la corrida y en que dentro de una semana, mi comitiva y yo partíamos hacia Francia.

Cuando ya había transcurrido media hora sin noticias de Juan, empecé a ponerme nervioso y a dar vueltas por la habitación. La churrería estaba justo abajo, así que… ¿por qué tardaba tanto? ¿Y si se había encontrado con alguien de su tierra? Tal vez con algún hombre que se sentía atraído por él… ¿Y si se había encontrado con Rafael, o con un Lin mucho más delgado? Los celos me asaltaron con una fiereza sorprendente, teniendo en cuenta la noche de desenfreno, ternura y perfecta armonía que acabábamos de pasar. Lo siguiente que se me ocurrió fue que tal vez se había topado casualmente con algún acto político en la calle, una manifestación o escaramuza de cualquier tipo, y que tal vez le habían detenido por error —como a veces pasaba— junto a otros transeúntes.

Transcurrió una hora, después una hora y media, y el estómago se me empezó a encoger de verdad. En ese preciso instante, como si hubiera percibido mi angustia desde lejos, José llamó por teléfono. Supe que era ella porque utilizó nuestro código: dejó que sonara dos veces, colgó y volvió a llamar. Ya casi había perdido la esperanza de saber algo de nosotros, me dijo, y estaba a punto de reunirse con Sera y con la mamá de ésta para tomar café.

Mi hermana y yo hablamos con mucha cautela, pues siempre temíamos que alguien hubiese instalado un moderno sistema de espionaje. José le dio a su voz el tono propio de una mujer joven preocupada por su prometido.

—Dios mío —dijo—, a ver si lo ha atropellado un coche. Ya has visto cómo cruza la calle: igual que un futbolista, esquivando los coches…

—Podría ser…

—Voy enseguida.

Si Juan estaba en peligro, también lo estaban José y Sera. Cualquier movimiento desesperado por nuestra parte las delataría a ambas.

—No hace falta —dije tratando de aparentar calma—. Quizá no sea nada. Bajaré a echar un vistazo. Si ha habido un accidente o ha pasado algo, te llamo enseguida.

Me vestí a toda prisa. El presentimiento de que nos estaban espiando empezaba a convertirse en una espantosa certeza. Por desgracia, no tenía ninguna pistola. De todas formas, en este país de Dios sólo estaban permitidas las armas de caza y, por supuesto, sólo a unos cuantos civiles considerados no peligrosos. Una pistola tampoco servía de gran cosa frente a los rifles y las porras de la policía, evidentemente. Cuando bajaba en el ascensor, notaba los nervios en el estómago: era la misma sensación que tuve el día en que mi primer toro saltó al ruedo. La sensación, sin embargo, se convirtió en una realidad. Ellos —quien quiera que fuesen— me estaban esperando en alguna parte. Nos habían estado espiando con métodos que ni Juan ni yo podíamos llegar a imaginar. En cierta manera, nosotros mismos nos habíamos delatado.

—Buenas tardes, don Antonio —dijo el conserje, que entró en el ascensor en la octava planta. Llevaba una jaula con un loro africano, propiedad de una anciana enferma que vivía en esa planta y que nunca salía de su casa. Cuando abandoné el edificio, el conserje estaba colgando tranquilamente la jaula en el patio, a la sombra, para que el pobre loro respirara un poco de aire fresco.

Ya en la calle, mientras caminaba por la acera, un sospechoso Mercedes negro, modelo de los años cincuenta, se colocó silenciosamente a mi altura. Se me encogió el estómago otra vez. «Ya está», pensé. En el interior del coche había cuatro hombres, con pinta de pertenecer a la policía secreta, vestidos con trajes oscuros. Se abrió la puerta trasera del coche y yo no pude hacer nada excepto entrar, porque esa era la única forma de encontrar a Juan. Uno de ellos me empujó hacia delante y alguien me ató una venda con fuerza para taparme los ojos.

Cuando finalmente me arrancaron la venda, me hallaba en un despacho pequeño y bastante desordenado cuyos muros de piedra, burdos y sin ventanas, le daban el mismo aspecto que el sótano de una mansión antigua. Al otro lado de la mesa metálica de despacho que nos separaba había un hombre enjuto de pelo cano. El anticuado traje oscuro que llevaba y el sombrero de fieltro le daban el aspecto curtido de un guitarrista flamenco de poca monta que hubiese crecido en mitad del calor abrasador de cualquier pueblecito de Cádiz y que ahora se ganase la vida en los clubes de Madrid. Lo malo es que el supuesto «músico» llevaba una máscara de cuero negro. A través de las rendijas para los ojos vi el brillo de su mirada fría y gris. Sus labios rojos y sensuales, que sobresalían por debajo de la máscara, me produjeron una desagradable y espantosa sensación, lo mismo que la pila de documentos que tenía frente a él: en realidad, había dos ordenadas pilas de documentos, como si en una estuviera el trabajo ya terminado. Vi listas interminables de nombres y direcciones, y carpetas con nombres de personas.

Aquel «guitarrista» era el esbirro de alguien: un auténtico sicario.

—Buenos días, excelencia —dijo el Sicario con acento andaluz—. Le pido disculpas por las molestias.

—¿Quién es usted? —le pregunté.

—Eso no importa. Acompáñeme.

El Sicario y otros dos matones enmascarados me tomaron por los brazos y me arrastraron por un largo pasillo en el que cualquier sonido retumbaba. A los lados del corredor había unos cuantos despachos pequeños que hacían las veces de almacenes: en su interior, trabajaban entre archivadores repletos varios oficinistas enmascarados, a la luz de lámparas minúsculas. Noté una violenta sacudida de miedo en el estómago y se me puso la carne de gallina. Después descendimos por una estrecha escalera de piedra hacia una sala que tal vez en otros tiempos fuera una bodega. De algún lugar no muy lejano me llegó un murmullo débil, algo que estaba a medio camino entre el grito y el lamento.

Entramos en una sala abovedada, sin ventanas. Los muros eran de piedra y el suelo, de losa. Modernos cables eléctricos reptaban por la pared, procedentes del pasillo, en lo que parecía la obra de algún ingenioso electricista. El resplandor de una única bombilla iluminaba unas cuantas sillas de madera y una mesa larga y estrecha, cubierta por una placa de mármol llena de marcas. Era el típico mármol barato, de color blanco, que se utilizaba en España para las anticuadas encimeras de las cocinas. La mesa estaba sujeta al suelo gracias a unas gruesas correas de cuero que colgaban. Aquel lugar olía muy mal, a retrete y a carnicería a la vez. Instintivamente, adiviné el motivo.

Junto a la mesa, bañados por la intensa luz, había otros dos matones que sujetaban a Juan, uno por cada lado. Juan me lanzó una mirada desesperada y luego dejó caer la cabeza para fijar la vista en el suelo. Estaba temblando. No llevaba zapatos y su ropa —antes elegante—, ahora estaba sucia y colgaba en jirones. Desde luego, se había resistido ferozmente, pues tenía los brazos y la cara llenos de arañazos y magulladuras. Le habían puesto grilletes con cadenas en las muñecas y en los tobillos. Su reloj había desaparecido.

—Lamentamos que el chico sea tan testarudo —dijo el Sicario, tras su máscara.

—¿Quiénes lo lamentan? —dije. Casi se me doblaban las rodillas—. Es de cobardes hablar con una máscara puesta.

—Cada impertinencia le costará muy cara —dijo el Sicario con calma—. Sí… observe bien lo que usted mismo ha provocado.

—¿Qué es lo que quiere? —le pregunté.

El hombre enmascarado se volvió hacia los matones. Alguien me agarró por el pelo, para que no pudiera girar la cabeza.

—Quitadle la ropa al prisionero —ordenó el Sicario.

Una vez vi un magnífico semental volverse loco en el interior de un remolque para caballos, pues no estaba acostumbrado al transporte moderno. El pobre animal se retorcía y luchaba con tanta desesperación que se rompió las patas y hasta se sacó un ojo. Al dueño no le quedó más remedio que ir a buscar la escopeta y acabar a tiros con su codiciada presa allí mismo, en el remolque. Ahora estaba presenciando la misma lucha salvaje: en los ojos de Juan había una mirada enloquecida, pues habían ofendido su pudor. Sin saber muy bien qué hacía, se lanzó contra los muros y contra los muebles. Para aquellos hombres fue como haber puesto las manos sobre un búfalo salvaje, porque era casi imposible inmovilizar a Juan, presa en aquellos momentos de un pánico brutal. Cuando traté instintivamente de acudir en su ayuda, los dos matones me empujaron contra la pared y me retuvieron allí. Por primera vez en muchas semanas, noté un agudo dolor en las terminaciones nerviosas de mi antigua herida.

Finalmente, consiguieron retener a Juan contra la mesa y le inmovilizaron con los grilletes. En el silencio que reinaba en la sala, pude oír perfectamente el jadeo de los allí presentes mientras le arrancaban a Juan el caro jersey de punto que llevaba. Luego le bajaron de un tirón los pantalones de confección y los botones salieron rodando por el suelo. Se quedó en calzoncillos y fue entonces cuando vi que las piernas le temblaban y que un hilillo de sangre le corría por el muslo.

El Sicario se acercó a su víctima. Tenía la mirada fija en las marcas sonrosadas que mis apasionados mordiscos habían dejado en el cuello y en el pecho de Juan.

—Tienes que darme el nombre —susurró el Sicario— de esa mujer que te ha mordido tan apasionadamente.

Alargó una mano afectada de carbunco —desde luego, no era la mano de un guitarrista— para tocar el pecho de Juan, pero éste trató de apartarse con un movimiento brusco. Se oyó el ruido metálico de las cadenas.

—No me toque, cerdo —dijo Juan con voz entrecortada.

—¡Déjenle en paz! —exigí—. ¡Aquí el único culpable soy yo!

El Sicario se volvió y dio escuetas órdenes a sus hombres.

—Que baje el médico. Tenemos que someter a este hombre a un minucioso examen, para ver qué otras marcas de pasión ha dejado en su persona… esa misteriosa mujer.

Mientras uno de los esbirros se dirigía al teléfono, el otro alargó la mano con un gesto brusco, agarró los calzoncillos de mi amigo y trató de quitárselos de un violento tirón. Juan tomó aire, soltó un desesperado quejido y dio una patada hacia atrás con el pie engrilletado, igual que una mula. Casi le dislocó la rodilla al hombre.

—Maricones de mierda —jadeó uno de los esbirros—. Os vamos a enseñar a follar como cristianos.

Me invadió la rabia. La bravura que se rebelaba ante el hierro de marcar. Aquello era una opereta dictatorial, un verdadero montaje: cada uno de aquellos golpes de efecto había sido preparado de antemano, pensado para aplastarnos poco a poco, hasta que no fuéramos más que pulpa trémula y dócil. A continuación, me obligarían a presenciar el brutal reconocimiento de aquel orificio virgen en el cual yo había deseado volcar todo el amor y la ternura que puede sentir un ser humano. Lo irónico es que allí no encontrarían nada, pero someterían a Juan a una intolerable violación mientras buscaban las pruebas. El sudor me corría por la cara.

—¡Respóndame! —le grité al Sicario. Oí mi propia voz, por encima del zumbido de mis oídos. Sonaba muy lejos—. ¿Qué quieren sus amos de mí?

Las palabras produjeron un efecto mágico y soltaron a Juan. Acto seguido, quien fuese el que me tenía agarrado por el pelo, abrió la mano y me soltó. Temblando visiblemente, mi pobre amigo sostuvo con una mano los jirones de sus calzoncillos y se tapó sus partes íntimas. Después tomó con la otra mano los pantalones medio destrozados, que estaban en el suelo, y a punto estuvo de caerse. Las cadenas produjeron un tintineo metálico cuando Juan se arrodilló en el suelo, exhausto. Finalmente consiguió ponerse de pie y se recostó en la mesa mientras intentaba meter el pie engrilletado por una de las perneras de los pantalones, pero tenía los pantalones al revés y tuvo que girarlos con movimientos torpes y vacilantes. Se le había puesto la carne de gallina en los muslos.

El Sicario y uno de los esbirros me sacaron a rastras de la sala. Al ver que se me llevaban, Juan experimentó la más siniestra desesperación.

—¡Antonioooooo! —gritó a nuestras espaldas con la voz quebrada. Se lanzó detrás de mí con un desagradable tintineo metálico, pero le sujetaron y le arrastraron por el suelo de piedra.

—¡Te sacaré de aquí! —grité por encima del hombro.

Los esbirros me condujeron de vuelta por el estrecho pasillo. Las rodillas apenas me obedecían: ningún toro había conseguido jamás que las piernas me temblaran de aquella manera. Ni siquiera los monstruos de la ganadería Tulio, cuyos cuernos eran del mismo tamaño que los candelabros de una catedral.

Fui empujado, sin ningún tipo de consideración, al interior de un salón de baile vacío. El grito de desesperación de Juan aún resonaba en mis oídos con tanta fuerza que parecía que el sonido vibrara entre las paredes de aquella sala alargada. Sin embargo, reinaba un silencio absoluto. El aire viciado olía a moho y al calor del verano. De una de las largas paredes colgaba un raído brocado amarillo, frente al cual habían colocado una interminable hilera de sillones dorados. Justo encima, otra interminable hilera, pero ésta de espejos dorados, reflejaba las enormes ventanas de la pared opuesta y sus desteñidos festones de seda. Los postigos, muy desgastados, estaban herméticamente cerrados, pero aún así dejaban pasar el aire caliente. Sobre el suelo había una interminable alfombra de la Real Fábrica de Tapices que partía de mis pies y llegaba hasta la pared más alejada.

Y allí, bajo un inmenso retrato de Felipe II pintado por algún artista mediocre, se hallaba la figura oscura de un hombre, sentado con la espalda encorvada a una larga mesa de similor atestada de papeles. En mitad de aquel silencio que olía a humedad, sólo se olía el tecleo de la máquina de escribir que estaba utilizando el hombre.

Cuando empecé a caminar con paso vacilante hacia la mesa, noté una punzada de dolor en la pierna. Hice acopio de voluntad y obligué a mi pierna a caminar. «Coloca un pie delante del otro», me dije, mientras notaba cómo la energía volvía a fluir por mi cuerpo.

¿Dónde me encontraba? Aún estaba en Madrid, a juzgar por el habitual rumor del tráfico que llegaba desde el exterior, pero no estaba ni en una cárcel ni en las dependencias de la policía. Posiblemente estaba en alguna parte del casco antiguo, en alguno de los muchos palacios medio en ruinas que habían sobrevivido al frenesí de la capital por edificar modernos bloques de apartamentos. Era la típica residencia menor que un heredero necesitado de dinero acababa vendiendo a algún financiero o a algún diplomático. El nuevo dueño contrata a un arquitecto o a un decorador, reforma la casa y se traslada a vivir allí con su encantadora familia. De vez en cuando, sin embargo, él, su esposa y los niños se despiertan sobresaltados a media noche, convencidos de haber oído gritos que proceden del sótano. Porque según parecía, ese edificio se estaba utilizando ahora mismo como sala de tortura. Juan y yo habíamos caído en las manos de un Escuadrón Siniestro.

La voluntad que había conseguido reunir trajo consigo un torrente de adrenalina. El hombre levantó la cabeza, inclinada sobre la máquina de escribir. Como era de esperar, se trataba de Paco. Mi hermano vestía una camisa blanca, se había aflojado la corbata y llevaba puestas las gafas. Cualquiera que lo hubiera visto, habría pensado que era un licenciado de la Universidad Complutense absorto en un importante trabajo de investigación. El aire de un ventilador eléctrico desordenaba los papeles. No muy lejos, una radio emitía música de Manuel de Falla, que era —por sus tendencias fascistas— el compositor favorito de Paco. Junto a los papeles había un objeto que muy pocos estudiantes poseían: una Luger automática de fabricación alemana. El cañón apuntaba hacía mí. Paco me contempló con una mirada dulce.

—Pero hombre —me dijo, como si nos dispusiéramos a comer juntos otra vez—, siéntate —me señaló con su mano delgada una raída silla francesa bordada que estaba frente a la mesa—. ¿Puedo ofrecerte algo? ¿Un brandy, quizá, para que te animes un poco?

La rabia creció en mi interior. Rabia porque a Juan y a mí nos habían tratado de forma muy distinta, porque al aristócrata se le había permitido conservar sus vestimentas y sentarse, mientras que al campesino le habían despojado de su ropa hasta dejarlo desnudo y le habían obligado a abrirse de piernas. Caminé directo hacia la mesa. Mi hermano se apresuró a tomar la pistola y me apuntó torpemente al estómago. Se había librado del servicio militar porque era miope.

—Cerdo —le dije, con voz gélida y amenazadora—. ¿Por qué le hacéis esto a un muchacho inocente?

Con su mano libre, Paco me lanzó un dossier en el que se podía leer JUAN DIANO RODRÍGUEZ.

—No tan inocente —dijo.

Hojeé el dossier con manos temblorosas y vi copias de documentos elaborados por la policía y por investigadores privados. Paco había llevado a cabo su amenaza. Allí estaba el esperado informe sobre la reputación que Juan tenía en su pueblo de «chico raro… no es afeminado, pero no demuestra interés por las mujeres». El informe alegaba supuestas «perversiones» practicadas en el seminario con otros hombres jóvenes, motivo por el cual fue expulsado según su confesor, que había sido entrevistado exhaustivamente. Más preocupante, sin embargo, era el informe que hablaba de las «amistades sospechosas» de Juan con los protestantes españoles y con elementos secundarios del movimiento independentista vasco que estaban siendo investigados por la policía nacional. Entre dichos elementos se mencionaba a un tal Rafael Iguarte, de quien se sospechaba que era miembro de ETA y a quien la policía situaba ahora en la República Federal Alemana.

—Y tú tampoco eres tan inocente —dijo Paco—. Conozco tus delitos.

—¿Y por qué no haces que me examinen a mí, eh? ¿Por qué no le dices a vuestro médico que le eche un buen vistazo a mi culo, eh?

A Paco se le ensombreció el rostro, ante la posibilidad de que el aristócrata se hubiera dejado poseer por el campesino.

—No hace falta —dijo con frialdad—. Ya sabemos lo suficiente.

Le tiré a Paco la carpeta. Varias de las hojas que contenía salieron volando y formaron un remolino, arrastradas por el aire que salía del ventilador. ¿Acaso me había mentido Juan sobre sus antiguas «amistades» porque temía que me pusiera celoso? ¿O aquel informe se lo habían inventado para tenderle una trampa?

—Esos cargos son falsos —le escupí a Paco—. Haced lo que queráis conmigo, pero dejad que él se vaya.

Paco se rió entre dientes.

—Ah… finges ser muy noble —dijo. Se puso en pie, con la pistola en la mano—, pero dime, ¿dónde está la nobleza cuando os revolcáis como animales?

Sostuve la mirada de mi hermano y comprendí que por fin había llegado el momento de dejar atrás la sombra del feudalismo.

—El amor es noble —dije.

—¿El amor? ¿Te atreves a usar esa palabra para referirte a tu asqueroso vicio?

—Le amo.

¿Cómo era posible que me hubiera atrevido a decirle esas palabras a Paco y, en cambio, no me atreviera a decírselas a Juan? Paco me observó fijamente, como si lo que yo acababa de decir fuera lo último que esperaba oír. Desde allí se oyó, entre el calor asfixiante y los ruidos de la calle, el repique de una campana no muy lejana que convocaba a los fieles a la última misa del día. Y entonces, de la garganta de mi hermano surgió un extraño gruñido y golpeó violentamente la mesa con el puño cerrado.

—¡No es de ese criado asqueroso de quien tendrías que hablar de esa forma —rugió, con una voz que yo nunca le había oído—, sino de tu esposa! —su voz retumbó por toda la sala y rebotó en los espejos. Dejé que fuera él quien perdiera los nervios y yo seguí hablando sin alterar la voz.

—Tengo derecho a amar a quien yo elija —dije.

—Nosotros somos quienes decidimos cuáles son tus derechos.

—¿Y quiénes sois vosotros? ¿El CYS?

—Quienes seamos no tiene importancia. Con rey… o sin rey… da igual. ¿Quién sabe qué ocurrirá cuando muera Franco? Nos hemos comprometido a actuar independientemente de quién gobierne el país, porque nuestro único interés es la moral de los españoles… la ley sagrada. ¿A quién le importa la vida de un maricón rojo en comparación con las leyes de Nuestro Señor y el destino de nuestra familia?

—¿Qué quieres de mí?

Paco paseó por la habitación, jugando con la pistola.

—Soy más moderno de lo que tú crees —dijo.

—Convénceme —le respondí yo.

—Si estuviéramos en otros tiempos, recibirías el más severo de los castigos. No había piedad para los traidores de buena cuna como tú, que no tienen ningún respeto por el trabajo conseguido a base de paciencia durante generaciones. Estoy seguro de que conoces la historia de Eduardo II de Inglaterra, el rey maricón, que fue empalado con un hierro candente. O la de Federico el Grande, el emperador maricón, a quien su padre obligó a presenciar la ejecución de su compañero de vicio. O nuestro malogrado conde de Villamediana, cuyo vicio le costó la vida. Y por lo que respecta a Juan, le habrían estrangulado con sus propias pelotas, le habrían colgado de los pies y le habrían quemado. Pero… sí, voy a ser moderno y compasivo. ¿Y sabes por qué? —Guardé silencio. Paco paseaba de un lado a otro, todavía apuntándome con mano titubeante—. Porque —dijo al fin—, resulta más valioso reformarte que matarte.

Seguí a Paco por la habitación, con la mirada inyectada en sangre. Mi hermano se detuvo junto a uno de los postigos cerrados y escuchó. Procedente del patio del palacio, se oyó el ruido de una puerta de coche al cerrarse y el sonido de un motor que se ponía en marcha y luego enmudecía. De repente, supe que Juan estaba en aquel coche y que llevaba grilletes en los pies y en las manos. Desesperado, quise abalanzarme hacia la ventana, pero Paco me apuntó con la pistola y me obligó a retroceder.

—Jamás volverá a verte —dijo mi hermano.

Vacilé, paralizado por la desesperación, con la vista fija en la ventana, escuchando en silencio. Hasta los terroristas tienen a veces problemas mecánicos. No había manera de que el coche arrancara.

»A partir de ahora, tu vida se regirá por el bienestar de Juan. Vas a llevar a cabo, punto por punto, el destino que yo he trazado para ti: te convertirás en un esposo modélico, un padre ejemplar, un brillante hombre de estado y un auténtico aristócrata. El perfecto siervo de nuestro Gobierno.

—Paco, ¿es que te has vuelto loco? —susurré, incapaz de creer lo que estaba oyendo—. Ya ha terminado la época en que los asesinos como tú pueden dirigir nuestro país. ¿Es que no te das cuenta de que los sentimientos de la gente están cambiando? ¿Es que no ves que se están alejando de la Iglesia? Han sido cinco siglos de insensatez y una guerra en que la mitad del país ha matado a la otra mitad… ¿Y tú todavía crees que los trucos de antes siguen funcionando?

Fue como si no hubiera escuchado una sola palabra. Siguió paseando por la sala sin prisas, con el aire de un profesor que está impartiendo una clase.

—Juan Diano permanecerá bajo nuestra custodia el resto de su vida —prosiguió implacable—. Si cooperas cuidaremos de él. No le hemos hecho ningún daño… todavía. Estará retenido en un sitio seguro, lejos de ti. Le haremos creer que tú le delataste… que le abandonaste. No hace falta decir que pondremos todos los medios necesarios para evitar que se suicide. Después de todo, el suicidio es un pecado muy grave y nosotros no podemos ser cómplices de algo así. Pero… cada vez que tú desobedezcas, él sufrirá. Causa y efecto, como nos enseñó Santo Tomás de Aquino. Te llevaremos al lugar donde él esté retenido y serás testigo de lo que le hagamos. Él no te verá a ti, pero tú sí le verás a él. Una desobediencia leve, y le cortaremos la falange de un dedo. Una grave, y le cortaremos un testículo. O un pie. O una mano. Y tú estarás allí para verlo. Aunque cierres los ojos, le oirás gritar y llorar.

Horrorizado, apoyé la cara en el postigo cerrado de la ventana y en ese momento el motor del coche arrancó por fin. El vehículo salió del patio y se perdió entre el tráfico de la ciudad.

—Para empezar el proceso de reforma —prosiguió la voz de Paco, detrás de mí—, te tomarás un largo retiro espiritual. Ya lo he arreglado todo con unos sacerdotes que conozco. Volverás a abrazar la religión de tus padres… te confesarás, harás penitencia y seguirás sus consejos.

¿Acaso era aquel el método que utilizaban en la Antigüedad los Azules con los disidentes de la familia? Era casi imposible que Paco hubiese aprendido todo aquello de mi padre, que siempre tuvo mucho más humanidad que él. ¿De quién lo había aprendido entonces? ¿De algún tío sanguinario?

Paco corrió las cortinas por delante de los postigos y la habitación quedó un poco más oscura.

—Cubriré cualquier pista que puedas dejar —prosiguió—, pues no tengo ningún interés en que este escándalo salga a la luz. Mamá, Tita, Sera… ni siquiera la condenada de Josefina… no deben saberlo jamás. No está bien que nuestras mujeres oigan hablar de estas cosas. Cancelaremos tu contrato en Arlés: hablarás con Isaías, le dirás que estás exhausto y le contarás tus necesidades espirituales. Ni él ni Tere sospecharán. Isaías anunciará tu retirada por motivos de salud y cuando consideremos que estás preparado, te casarás con Sera. Jamás le dirás ni una sola palabra de todo esto porque si lo haces, Juan sufrirá.

—¿Y cómo vas a explicar la desaparición de Juan, estúpido? —estallé—. Se ha convertido en alguien muy popular, no puede desaparecer sin más.

—Tú mismo lo explicarás —replicó Paco—. Le dirás a la gente que su familia atraviesa problemas y que ha tenido que volver a Santander… o a Alemania, mejor dicho. A nadie le importará un comino el paradero de ese campesino. Se olvidarán de él en un mes.

—Pero José no se olvidará. ¡Juan es su prometido!

Paco sonrió con perversidad.

—Claro que se olvidará. Conozco a José. Se enfadará con él por largarse y abandonarla… Eres un verdadero monstruo… Mira que ponerle los cuernos a tu hermana… Si no fuera porque soy un hombre moderno y compasivo, te aseguro que te volaba los sesos ahora mismo.

¿Y si Paco sabía lo de José? ¿Y si estaba enterado de la relación que mantenía con Sera? Imaginé la escena de las dos mujeres torturadas en aquel sótano, pues había oído contar historias de lesbianas que habían sido violadas con la esperanza de que empezaran a interesarse por los hombres. Desde luego, las tratarían con un mínimo de respeto, el mismo que me otorgaban a mí. Paco no utilizaría su poder contra ellas, porque ambas pertenecían a la clase alta. Sin embargo, y por todo lo que había dicho, mi hermano no sabía nada. Probablemente, su recalentada moral no había llegada a la incandescencia necesaria para descubrir el secreto de José o la pequeña conspiración que habíamos urdido. «Nuestra Señora de las Mercedes», le grité mentalmente a la Virgen, «por favor, te lo suplico, cubre con tu manto de protección a mis dos mujeres».

A medida que mi rabia aumentaba, se volvía fría, clara y racional. La verdadera rabia está por encima de las emociones. Es algo que me caracteriza: jamás he pensado con tanta lucidez como cuando estoy rabioso, como cuando soy bravo en la plaza de toros, porque de esa forma puedo acercarme tanto como quiera a los cuernos del toro. Ahora mi rabia me lanzaba hacia delante, me ayudaba a encontrar la salida a la situación.

—Paco —dije—, despierta de una vez. Nadie puede hacer lo que me estás pidiendo que haga.

—Te equivocas —dijo él en tono enérgico—, hace siglos que la gente protagoniza sacrificios tan valerosos como éste.

—Pero esa gente no vivía en un mundo de fotógrafos y cámaras de televisión, como nosotros —dije—, sino que vivían ocultos tras los muros de sus castillos. El país entero verá mi tristeza y sabrán que estoy viviendo en una mentira.

—Por mucho que hagas o digas, no conseguirás alterar mis planes.

Como si todo aquello fuese ya irrevocable, Paco se sentó a su mesa, recogió los papeles dispersos y los colocó en una pila ordenada. Pero había algo en su forma de decirlo que me llamó la atención. ¿Acaso me estaba invitando a preguntarle si había algo que tal vez pudiera alterar sus planes? Pensé en ello a toda prisa, mientras notaba el calor que se colaba por los postigos.

Y entones supe lo que debía hacer. Era un acto radical y definitivo, pero el más pequeño retraso pondría en peligro la vida de mi amigo.

—Quiero negociar contigo —dije.

Paco me lanzó una mirada helada y se puso en pie.

—¿Qué? —preguntó.

—El título —dije—. Abdicaré en tu persona. La casa de Toledo, las tierras, el negocio de los olivos… Firmaré una escritura de traspaso.

Por la expresión de Paco, supe que le había pillado por sorpresa. ¿O no? ¿Y si todo aquello no era una maniobra contra Juan, sino una maniobra para quedarse con mi herencia? Paco me había dicho en más de una ocasión que yo no merecía ni la herencia, ni el cariño de mi padre. ¿Acaso estaba utilizando a Juan para chantajearme? Por el discreto cambio en la mirada de mi hermano, y por su forma de comportarse, me di cuenta de que a Paco le interesaba mi oferta. Así pues, seguí hablando con vehemencia, toreándole con mi capote verbal.

—Tú eres el perfecto siervo. Tú eres el hombre de estado. No hay nadie más convincente que tú. Tu hijo será el próximo conde de La Mora y tú serás rico, Paco, y no como ahora, que eres un profesor sin blanca.

—¿Y el coto? —me preguntó.

Tuve medio segundo para pensar en la respuesta. En un lado de la balanza, estaban las vidas de los animales y los empleos de los habitantes del pueblo… y en el otro, la vida de Juan.

—Sólo si te comprometes a terminar el trabajo que hemos empezado —dije.

—¿Y que tú salgas indemne de todo esto? —protestó—. Jamás.

—Añadiré algo más si liberas a Juan en perfecto estado.

—No eres más que un gitano, un vulgar regateador.

—Te daré la cripta de las Mercedes.

Ahora sí que estaba sorprendido de verdad, más sorprendido de lo que yo le había visto en mi vida. Volvió a sentarse muy despacio a la mesa y contempló la pila de papeles, donde sin duda estaba escrito el destino de otras tantas víctimas indefensas de aquella organización.

—¡O sea, que sabes dónde está la cripta! —balbuceó.

—Hace muchos años que lo sé.

—¡Mentiroso! ¡Infame impostor!

Yo temblaba como nunca en mi vida, pero seguí adelante.

—La cripta es muy hermosa, Paco —dije—. Te dejará boquiabierto, hará realidad todos y cada uno de tus sueños. Pero para conseguirla, tendrás que entregarme a Juan Diano en perfecto estado. No quiero ni un solo rasguño. Él y yo nos iremos al exilio y desapareceremos.

Paco frunció el entrecejo y bajó la vista.

—¿Y José? —me preguntó.

—Ella no lo sabe —me atreví a mentir—. Sólo me lo dijeron a mí, porque era el heredero. Así es como ha sido siempre.

Confié en que la poca predisposición de Paco a hablar con José de mi «vicio», le impidiera hacerle preguntas respecto a la cripta.

—Bueno —dijo Paco—, no hace falta que libere a ese criado asqueroso para saber dónde está la cripta. Una noche con nuestros especialistas en dolor y nos lo dirás todo.

—Si me haces eso, después no podrás presumir de mí ante esa nueva España tan maravillosa.

Paco guardó silencio.

»¿No te satisface más que yo te entregue a ti la cripta de las Mercedes? ¿No es esa una victoria mucho más importante? —Me daba la espalda. Estaba sopesando lo que acababa de decirle y me di cuenta del poder que ejercía sobre él mi atractiva propuesta—. Piénsalo, Paco —insistí—. Podrías convertirte en el Escudero que devuelve a España un gran tesoro. Tu jefe se quedará pasmado… Qué leches, estoy seguro de que hasta podrías quitarle el puesto. La gente te recordará por la cripta. Nadie recuerda los nombres de los cortesanos de los Reyes Católicos, pero… ¿qué español no conoce el nombre de don Marcelino Sáinz de Sautuola, que descubrió la cueva de Altamira?

Mi hermano empezó a agitar la cabeza.

—No. ¡No! —gritó—. Me estás engañando. ¡Quieres tentarme, como el diablo tentó a Nuestro Señor!

—Puede que yo sea Satanás —dije en tono irónico—, pero desde luego tú no eres Jesucristo.

—¡Basta de insolencias! ¿Puedes darme alguna prueba para demostrar que sabes dónde esta la cripta?

Mi mente empezó a trabajar para pensar en lo que podía mostrarle sin desvelar el emplazamiento de la cripta.

—Mañana te traeré una prueba —dije.

—Si me mientes, te aseguro que Juan empezará a sufrir.

—No pienso arriesgar la vida de Juan con mentiras.

—¿Qué clase de prueba?

—Fotografías de la cripta.

—Las fotos pueden ser falsas.

—Si el Ministerio de Cultura se las muestra a sus expertos, sabrán que están ante un nuevo tesoro nacional. Y para los escépticos, también tengo un fragmento de fresco. Se desprendió no hace mucho, porque las paredes se están deteriorando. Puedes mandarlo a analizar químicamente.

—Entonces —ordenó Paco—, mañana me traes la prueba.

—No tan deprisa. Aún hay más —mi mente avanzaba de forma metódica, calculando los riesgos de la misma forma que los calculaba cuando estaba ante un toro.

—¿Qué? —ladró furioso.

—Dentro de una semana tengo el último contrato, en Arlés, lo cual es muy oportuno. Yo salgo discretamente de España, con una mano delante y otra detrás, y me voy a cumplir mi contrato. Le diré a todo el mundo que me voy de vacaciones al extranjero durante un tiempo. Ya lo he hecho antes, nadie sospechará nada. Tú llevarás a Juan a Francia, te asegurarás de que tenga su DNI y su pasaporte… y entonces haremos el intercambio. En Francia.

Me temblaban los labios y apenas podía hablar. No confiaba en Paco y no quería hacer el intercambio en España. Francia era una elección más segura. Tras la Segunda Guerra mundial, Francia había acogido a refugiados políticos españoles. Quería tener gendarmes cerca, por si acaso los necesitaba. Y Paco lo sabía.

»Cuando Juan esté libre —proseguí— y me confirme que está bien, te entregaré todos los documentos legales y te daré instrucciones para llegar a la cripta. Pero no antes. Sin trucos, Paco. Si me jodes, te mataré.

—Tus amenazas son inútiles. Estás atrapado.

—Aunque tarde veinte años, o toda una vida, volveré y te arrancaré el corazón con mis propias manos.

Por respuesta, Paco se limitó a sonreír con desdén.

—Ven mañana por la mañana a la biblioteca de Mamá con la prueba —repitió—. Mamá y Tita estarán en Madrid, haciendo compras para la boda, lo cual quiere decir que tendremos la casa para nosotros solos. Cuando vea las pruebas, empezaremos a estudiar tu propuesta.

Me erguí todo lo que pude.

—No nos queda mucho tiempo —dije—. Tenemos menos de una semana para solucionarlo todo. Hoy es domingo. Me voy a Arlés el sábado que viene, porque la corrida es el domingo.

—No estás en situación de exigir nada —me dijo entre dientes—. Y confío en que no hables con nadie de todo esto: ni José, ni Isaías… Nadie. Nadie puede ayudarte. A nosotros no nos costaría nada entregar el dossier de Juan a la policía secreta y ya sabes qué opinión tiene el Generalísimo de los maricones… Podría acarrearle cargos políticos graves. Ya sabes, el pelotón de fusilamiento… o el garrote, si conseguimos que parezca un auténtico criminal.

Paco llamó a la sala a dos de los matones, que volvieron a vendarme los ojos.

Cuando el coche se detuvo, me sacaron a empujones. Me quité la venda enseguida, pero para entonces el coche ya había doblado la esquina y se había perdido discretamente entre el tráfico. Me hallaba en un callejón estrecho y desierto, cerca del edificio de Isaías.

José estaría en ese momento en su apartamento, encorvada sobre su Olivetti portátil y tratando de centrarse para poder escribir su columna. Seguramente, tenía sobre la mesa un montón de hojas de papel arrugadas, señal de que estaba preocupada por Juan y por mí. Sera, que no sospechaba nada, estaba probablemente en casa de su madre, leyendo un libro.

Debía proteger a cualquier precio el secreto de las dos mujeres, si es que aún era posible. Descubrir que en la familia había no uno, sino dos «traidores» sería un golpe demasiado fuerte para Paco y podría llevarle a actuar de forma aún más irracional. Si Paco no sabía nada sobre la relación de José y Sera, a ellas aún les quedaba la posibilidad de huir de España, como a mí. A pesar de las amenazas de Paco para que no hablara con ellas, mi deber era advertir a José. Llegados a este punto, sin embargo, no podía dejar de tener en cuenta que nos estaban vigilando estrechamente.

Me pregunté si mi hermana y Sera elegirían el camino del exilio, como yo… ese camino solitario por el que habían pasado tantos y tantos españoles.