Once

El verano avanzaba y empezó un nuevo ciclo de la luna. El 20 de julio —recuerdo la fecha— los astronautas yanquis llegaron a la luna y nuestro país se tomó muy a pecho aquella hazaña extranjera. Hasta los trabajadores más humildes permanecieron despiertos toda la noche o se levantaron a las cuatro de la madrugada para apiñarse en los bares del vecindario y seguir la retransmisión en directo de aquel momento histórico. Después se fueron a poner ladrillos, a barrer calles, a cortar el césped o a montar coches, pero lo hicieron contentos y felices. Sera y su mamá vieron el acontecimiento en su casa de Madrid. Mi madre, Tita, Paco y su familia lo siguieron a través de la tele de la casa de Toledo.

En el patio de Las Moreras, Juan, José, Pico, Magda, Isaías, Tere, el personal de la casa y yo contemplamos embelesados lo que sucedía en televisión. Yo escuchaba absorto la voz distorsionada del astronauta, a miles y miles de kilómetros de distancia, mientras ponía el pie en el ruedo vacío que era la luna y decía: «Un pequeño paso para el hombre y un gran salto para la Humanidad».

José se inclinó hacia mí y me pellizcó el brazo. Supe en ese momento que me había leído el pensamiento. Yo entendía lo que significaba un pequeño paso.

—Ojalá pudiera ir a la luna —murmuró Juan.

—Irás —le dijo Tere.

El día siguiente, 21 de julio —tampoco se me ha olvidado esa fecha— el general Franco dio otro gran paso que también salió en las noticias. Terminó con años enteros de indecisión y firmó un papel que significaba el restablecimiento de la monarquía. Los carlistas lanzaron sus gorras rojas al aire y Juan Carlos de Borbón fue proclamado sucesor de Franco a título de Rey: accedería al trono cuando muriera el viejo general. Los liberales no estaban tan contentos, pues llevaban doscientos años luchando en Europa para erradicar del poder a las monarquías ya rancias. Ahora, sin embargo, volvían los Borbones. No teníamos ni idea de qué clase de rey sería Juan Carlos, pero si el aparato fascista ejercía control sobre él, España no avanzaría gran cosa en cuestión de libertades.

Mi ayudante personal, que era carlista, estaba radiante y llevó la gorra roja durante varios días, incluso dentro de casa. Mi hermano estaba aún más radiante, si cabe.

—Pasado mañana —me dijo Paco— el príncipe se dirigirá a las Cortes. Estaría bien que vinieras conmigo, así podré presentártelo. Sería un buen comienzo para tu carrera política.

—Ya te he dicho que la política no me interesa —le contesté.

—Pues tarde o temprano, tendrá que interesarte —dijo Paco—. Franco ya no lleva el timón. Cómo va a hacerlo, si tiene setenta y siete años, está enfermo de párkinson y toma un montón de medicamentos. Se pasa la mayor parte del tiempo pescando o viendo la televisión, mientras otros se pelean por lo que queda de España: la Falange se pelea contra el Opus Dei, los ministros se pelean entre ellos… Y luego están los turistas, que llevan su creciente inmoralidad a todas partes. Este país necesita mano dura.

Las palabras de Paco me provocaron un escalofrío. Dos días más tarde, en Las Moreras, vi en solitario las noticias de televisión y no pude evitar sentirme fascinado: hubo una larga conexión para retransmitir el discurso del joven príncipe ante las abarrotadas Cortes Españolas. Sobre el estrado, Franco y el príncipe Juan Carlos eran dos borrosas imágenes en blanco y negro: ambos llevaban uniforme, pero el viejo general parecía frágil, débil e inestable bajo el peso de tantas condecoraciones.

A lo largo de las siguientes semanas, hubo varios incidentes que pusieron de manifiesto la creciente confianza que iba adquiriendo la ultraderecha. Los periódicos no hablaban mucho del tema, pero yo me enteré por José, quien a su vez se enteraba de cosas en el trabajo. Había que frenar, a toda costa, el avance de la moda yeyé: en Madrid y en Salamanca, un grupo de católicos estrictos había apaleado a varios jóvenes estudiantes por llevar el pelo largo; en Barcelona aumentaban los ataques a los travestidos; había cada vez más rumores de que los extremistas se estaban organizando en Escuadrones Siniestros y que actuaban en salas de tortura, como habían hecho justo después de la Guerra Civil, cuando la «limpieza» estaba en pleno apogeo. Actuaban al margen de la ley, lo cual significa que hacían sus propias detenciones, llevaban a la gente a esas cárceles secretas, les sometían a interrogatorios y torturas… y en algunos casos, se hablaba hasta de ejecuciones. Me resultó imposible no acordarme de la historia que me había contado Juan.

José me lo confirmó.

—En la redacción se comenta que ya no cabe duda: el CYS está detrás de todos esos incidentes.

Agosto no tardó en llegar y, para entonces, Juan y mi hermana ya habían salido juntos en varias ocasiones. Él ya no se ponía nervioso cuando se veían; es más, había empezado a disfrutar de su compañía. Estaba aprendiendo a confiar en José y, al mismo tiempo, asistía al inicio de una relación fraternal con ella. Sentí una punzada de dolor al recordar las tumbas de sus hermanas pequeñas, en Umbrilla. De hecho, entre Juan y José surgió una curiosa competición de amistad, cosa que nos divertía mucho a Sera y a mí.

Para entonces, Paco llevaba varios días en el coto, aunque hasta ese momento no le había prestado ninguna atención a la cabaña, sino que se había dirigido a la meseta más cercana. Sin embargo, y gracias a su intuición, mi hermano se estaba acercando peligrosamente a nosotros. Yo seguí con mis rutinarias visitas al coto para supervisar los trabajos de conservación, pero Juan y yo decidimos mantenernos alejados de la cripta de las Mercedes. Por otro lado, nos asustaba tener que enfrentarnos a una escopeta, así que ni siquiera nos atrevíamos a darnos un beso entre los matorrales.

Con quienes sí visité la cripta fue con mi hermana y con Sera, aprovechando un día en que los asuntos de Gobierno retenían a Paco en Madrid. José quería mostrársela a su amiga por primera vez y tanto mi hermana como yo pretendíamos elaborar documentos actuales que reflejaran cómo era la cripta. Supongamos, por ejemplo, que Paco encuentra el lugar y decide que hay que dinamitar esa «monstruosidad pagana». ¿Quién podría demostrar luego lo que había allí dentro? Ahora que lo pienso, creo que en aquel momento todos teníamos la sensación de que se iba a producir un desastre inminente.

José se trajo la cámara. Mientras subíamos las colinas, Sera, José y yo fingimos pasear sin rumbo a lomos de nuestros caballos, nos hicimos fotos en rincones entrañables de nuestra infancia… pero lo que estábamos haciendo en realidad era buscar indicios, tratar de averiguar si Paco había descubierto algo. Al llegar a la segunda meseta, nos fijamos en que alguien había apartado a un lado algunas de las piedras desiguales que habíamos esparcido por allí y nos preguntamos si Paco era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que aquellas piedras procedían de otro sitio.

Ya en la cabaña, y tras asegurarnos a través de los prismáticos de que estábamos solos, atamos los caballos a la sombra. Después bajamos a la cripta y Sera —completamente fascinada— se dedicó a analizar los murales, mientras José iba de un lado a otro y lo fotografiaba todo con gran profesionalidad. Yo hacía de asistente, le entregaba los rollos de película y las bombillas de flash o enfocaba con una linterna para que pudiera ver. Una y otra vez, la Virgen y sus animales surgían de la oscuridad y se nos presentaban como relámpagos en forma de pinturas. En apenas media hora, José disparó varios rollos de película en color que dejaban constancia de las características más importantes de la cripta, entre ellas la del fragmento que le faltaba a la Virgen.

—Esto es maravilloso… maravilloso —repetía Sera una y otra vez—. Ahora ya sé por qué quiero estudiar.

—Las pinturas se están deteriorando —dijo José con preocupación—. Dentro de diez años, ya no podremos salvarlas.

—Quizá ha llegado el momento de revelar el secreto —dije.

—¿Qué quieres decir? ¿Dejar que el Gobierno convierta la cripta en un tesoro nacional? —preguntó Sera.

—¿Y por qué no? El Gobierno ya ha restaurado otros lugares históricos y ha hecho un buen trabajo —señalé.

—¡Pero este es nuestro rincón sagrado! —protestó José.

—No es más que un fósil —me burlé—. Lo que sí es sagrado es lo que sabemos… lo que somos. Como dijo nuestra bisabuela, tenemos que volver a empezar.

Encendimos unas cuantas velas sobre el altar, pero ninguno de los tres mostraba una actitud reverente ni se sentía inclinado a rezar. De repente, me invadió la melancolía.

—¿Por qué no ha venido Juan? —me preguntó Sera.

—No nos va muy bien últimamente.

—Eres demasiado impaciente —dijo José—. Y demasiado celoso.

—No me juzgues, que tú ya tienes tus propios problemas.

José y yo estuvimos a punto de pelearnos allí mismo, en la cripta de las Mercedes, pero Sera consiguió tranquilizarnos a ambos.

—Sera y yo tuvimos que aprender a tener paciencia —prosiguió José—. Había veces que nos pasábamos meses enteros sin vernos. Buscábamos un lugar de encuentro, lo usábamos una vez y basta. Lo que te delata son los hábitos. Y sí, claro, también tuvimos una mala época. Yo siempre he sido muy burra, pero estoy intentando cambiar.

Las dos mujeres se besaron fugazmente en los labios delante de mí y las paredes me devolvieron el eco del beso, como si fuera una burla. Aquello era mucho más de lo que Juan y yo nos habíamos atrevido a hacer delante de ellas.

Confía… confía… confía… fía… fía…

Cuando volvimos a salir, divisamos bajo el calor asfixiante una figura solitaria que avanzaba penosamente hacia nosotros. ¿Paco? Se nos encogió el corazón de miedo y yo fui rápidamente a buscar los prismáticos. Resultó ser Mercurio, el alcalde. Primero había pasado por la granja y luego había subido hasta allí a buscarnos. En su rostro ajado había una mirada triste.

—Le han disparado a nuestro lince —dijo—, y las crías han desaparecido.

Nos invadió una enorme tristeza. Si las pobres crías sobrevivían al trauma de la captura, las sacarían clandestinamente de España y las venderían en el despiadado mercado negro de animales exóticos. El lince ibérico era una especie cada vez más escasa y los ejemplares vivos se vendían a buen precio a los zoológicos o a los coleccionistas privados de animales.

Ya en Madrid, José reveló las fotos en su cámara oscura e hizo dos juegos de negativos y de copias en papel. Me entregó uno a mí y el otro se lo quedó ella. Después regresé a Las Moreras y lo escondí bajo el suelo de mi habitación, junto a los diamantes y al fragmento de fresco.

A mediados de agosto me enfrenté a dos toros en San Sebastián. Aquel era mi penúltimo contrato. Me había dedicado a entrenar duramente y a tratar de apartar a Juan de mi mente, pero resultó que los dos animales eran muy cobardes y huían de mi capote. No pude hacer absolutamente nada. La afición vasca se dio cuenta de que yo lo intentaba por todos los medios y no se sintieron muy estafados, pero lo cierto es que a mí me costó un gran esfuerzo. Ya no tenía la mente puesta en la fiesta brava, si no que estaba cada vez más convencido de que matar un toro en público era prácticamente lo mismo que disparar a los ciervos para apoderarse de sus cornamentas o matar un elefante para vender el marfil de sus colmillos. La opinión que tenían en el extranjero sobre las corridas de toros se había abierto camino, finalmente, hasta la prensa española. ¿Por qué hacen eso con los pobres animales? Si el toro era el reflejo de los deseos de mi corazón, ¿por qué matarlo? Como torero, ¿acaso no representaba yo otra tradición pagana de la que la Iglesia se había apropiado y que había reformado para apaciguar a los gobernantes mediante la destrucción del símbolo de todo aquello que el ser humano jamás podrá conquistar? Ciertos historiadores españoles, entre ellos Cossío, llegaron a afirmar que el torero es una especie de sacerdote. Sólo se ofrecen sacrificios en los estados confesionales, porque de esa forma se puede estimular a la gente a que sacrifique su propia vida: la libertad, el arte y la literatura, el control del poder sexual y, por supuesto, la influencia sobre los hijos. Todo se entrega al Estado. Así, del pueblo hebreo se esperaba que hiciera ofrendas en holocausto al Señor, del mismo modo que en tiempos de la Inquisición la Iglesia ofrecía en holocausto a los herejes. La Virgen de las Mercedes, sin embargo, no exige sacrificios, porque es nuestra madre y nos ama: ella sólo pide amor y comprensión. No me extraña que antes de ponerse manos a la obra, los «sacrificadores» arrebataran el poder a las mujeres.

No dejaba de preguntarme por qué había decidido ser torero. ¿Tenía que ver sólo con el hecho de haberme enamorado de aquellos hombres tan atractivos que aparecían en las fotografías antiguas, o había algo más? ¿Acaso me habían dado una manzana envenenada y yo la había mordido para después convertirme en un símbolo de su autoridad y matar a un animal cuyos cuernos representaban el irresistible poder del cambio? ¿Qué era yo, si no un verdugo a sueldo que llevaba traje de luces en lugar de capucha negra?

Después de la corrida de San Sebastián, me sentí como un viejo cazador de safaris que decide que a partir de ese momento sólo disparará a los leones con la cámara fotográfica. Faltaban aún dos semanas para Arlés, mi último contrato. En los ruedos franceses, sin embargo, la muerte real del toro había sido prohibida y se toreaba sólo con el capote. Así pues, yo me limitaría a hacer unos cuantos pases y después el toro saldría de la plaza por sus propios medios. Y después de Arlés, mi vida se centraría —aunque todavía no sabía muy bien cómo— en el Coto Morera, el Pacto y el hombre que me había cautivado.

A pesar de las pocas oportunidades que teníamos para estar juntos, me gustaba tener un amigo. Ya había tenido unas cuantas relaciones normales de amistad con otros hombres, pero entre Juan y yo era distinto: desde luego, había muchos enfados y muchas preguntas que se quedaban sin respuesta, pero también nos sentíamos muy unidos, y esa unión se volvía más estrecha cada vez que nos veíamos. Explorábamos los límites de nuestros celos y cada uno trataba de que el otro se volviera más tolerante. De vez en cuando, nos atrevíamos a intercambiar inocentes instantáneas de nuestro pasado oculto, sin el temor de que el otro las considerara pornográficas. Conseguí hacerle reír con algunas de mis aventuras en territorio extranjero y él consiguió hacerme reír a mí con alguna que otra anécdota vivida bajo los puentes. Lo cierto es que Juan se mostraba mucho más confiado cuando yo no le sometía a un interrogatorio, pero yo aún sentía gran curiosidad por saber cómo se las había arreglado un muchacho cómo él para sobrevivir a la crueldad de la vida en un pueblo de tradiciones conservadoras.

Un día sucedió que nos quedamos solos mientras construíamos corrales nuevos para las aves. Los corrales viejos eran de la época de mi padre y la verdad es que estaban bastante mal hechos. Había que construir los nuevos sobre tierra limpia, para evitar que las aves pillaran enfermedades. Pico y el carpintero del pueblo disfrutaban del honor de enseñarle a un torero cómo se maneja el martillo, pero tuvieron que volver a Toledo en la furgoneta del carpintero para recoger material. Magda aprovechó el viaje y se fue con ellos para hacer la compra. Juan y yo nos quedamos para terminar de demoler los corrales viejos, arrancar del suelo los postes podridos con ayuda de una mula y amontonar el alambre oxidado.

Nos habíamos quitado la camisa para trabajar y cada uno disfrutaba de la imagen del torso desnudo y bronceado del otro. Como quien no quiere la cosa, desvié la conversación hacia el tema de los hombres de pueblo y su actitud.

—Los de Umbrilla lo intentaron todo para meterme en vereda —masculló Juan.

—¿Por ejemplo?

—Bueno, había una chica… en realidad, le dieron dinero para que intentara seducirme. Hicieron una apuesta para ver si lo conseguía o no… pero no lo consiguió. Los que habían perdido la apuesta me llevaron a rastras a un granero y llevaron también a la chica para que me metiera mano. Los muy cabrones se dedicaron a mirar.

—Dios mío.

—No se me puso dura, claro, pero se me ocurrió que la única manera de salvarme era decirles que quería ser cura. Se sintieron muy incómodos y me soltaron. Después de eso, me pasaba la vida hablando de religión y me dejaron en paz.

—Imagínate qué escándalo si la dejas embarazada —comenté alegremente mientras apartaba de una patada un poste podrido.

—Mira que era ignorante…

—¿Ignorante en qué? ¿Es que no aprendiste gracias a los animales lo que hacen un hombre y una mujer?

—Estoy hablando de lo que hacen los hombres. Sabía lo que hacían los niños. Algunos chicos se iban al río y lo hacían entre los matorrales, pero yo quería… yo quería… bueno, quería estar con alguien.

—¿Cuántos años tenías?

—Tenía catorce años cuando sucedió.

—¿Y el otro chico? —se lo pregunté como por casualidad, dándole la espalda.

—Creo que tenía unos treinta. Vivía con su madre. Su mujer le había dejado y se había ido a vivir a Santander con su familia.

Mientras obligaba a la mula a retroceder hasta otro de los postes del corral, me preparé para escuchar una historia terrible. Ya habíamos intentado sacar los postes con el coche del yerno de Pico, pero casi arrancamos el parachoques, que era un poco chapucero.

—¿Era granjero? —mi tono era de discreta curiosidad.

—Cazador y guía. Llevaba a la gente a los Picos a cambio de dinero. —Juan también me daba la espalda. Estaba enrollando afanosamente el alambre oxidado para hacer un ovillo—. Se llamaba Lin y era el chico más majo que uno pueda imaginar. El pueblo entero le adoraba. Cada año, se iba él solo a cazar un jabalí, o un venado, y luego la gente no hablaba de otra cosa hasta el año siguiente. Era el rey.

Apreté los dientes cuando Juan utilizó la palabra majo para referirse a otra persona, mientras acercaba las cuerdas de arrastre al poste que queríamos arrancar.

—¿Era un amigo de tu padre?

—No, a mi padre no le caía bien. Mi padre no era mala persona, pero siempre tenía un montón de deudas y siempre estaba furioso. A mí y a mi hermano nos hacía trabajar mucho, especialmente a mí. Siempre había tantas cosas que hacer… Después de morir mi abuelo, mi padre no hacía más que pegarme. Pensé en huir, en irme a vivir con Lin y su madre. Imaginaba que mi padre iba a buscarme y que Lin se plantaba en la puerta con su escopeta y me protegía de él, que yo me ocupaba de las armas y de las herramientas de Lin, que cuidaba de sus animales, que dormía en su cama por las noches… y que a su madre no le importaba.

Mientras ataba las correas de la mula al poste, tuve la espantosa sensación de que aquello acabaría convirtiéndose en una historia de violación e inocencia robada. Cuando Juan lanzó el rollo de alambre a una pila cada vez más alta, los espléndidos músculos de sus hombros se contrajeron.

»Un día —prosiguió— me atreví a preguntarle a Lin si me dejaba llevarle las armas. La siguiente vez que salió a cazar un jabalí me invitó a ir con él, pero nos pilló una tormenta en las montañas y nos quedamos a pasar la noche en una cabaña. Dormimos juntos para darnos calor. Estuve entre sus brazos… que era como estar en el cielo. Pero él no hizo nada y yo tampoco tuve valor para empezar. Cuando volvimos a casa, el muy cabrón empezó a evitarme —había amargura en su voz.

—¿No hizo nada y sin embargo —dije fingiendo incredulidad— te evitaba?

—Yo me sentaba en el prado con las vacas y lloraba. Mis padres creían que estaba deprimido por lo de la religión y a mí me daba tanto miedo que se enteraran de lo que me pasaba, que hasta puse en el prado, como si fuera un santuario, una pequeña talla de la Virgen. Fue entonces cuando mi padre empezó a aceptar que yo iba para cura. Quizá lo sabía. Por su parte, Lin y su madre se trasladaron a Santander.

No pude evitar echarme a reír.

—O sea, que así es como el incomprendido de Juan llegó al seminario.

—Te lo juro. Yo, cura. Pero si no me creo una palabra de lo que dicen… Cuando me echaron del seminario, empecé a ir sin rumbo de un trabajo a otro. —De repente, Juan también se echó a reír—. Y lo mejor es que hace un año, cuando empecé a trabajar en Santander, me encontré a Lin por casualidad. Había vuelto con su mujer y ahora tienen cuatro hijos. Además, se ha engordado. No me lo podía creer.

Le grité halaaaaa a la mula, que inclinó el cuello, y arrancó del suelo el poste podrido. Qué alivio para mí saber que al final no había pasado nada. No tenía dudas de que lo que me había contado Juan era verdad y pensé que me gustaba estar allí, trabajando con él bajo el sol, sudando, notando cómo el ejercicio iba fortaleciendo mi pierna. Los momentos como ese eran inolvidables: tras cinco siglos de terror y silencio, no podían impedirnos que compartiéramos historias ni tampoco que hiciéramos pactos.

—Lin quería algo, pero tenía miedo —dije.

—¿Tú crees?

—Eh —me burlé—, ¿no tenías miedo de que la Virgen te fulminara de un rayo por mentir?

Juan también se echó a reír.

—La verdad es que lo pensaba a menudo —dijo—. Oportunidades no le faltaron.

Era ya mediodía, hora de protegerse un poco del sol y descansar. Junto a la bomba, a la sombra, me eché un cubo de agua fría por encima de la cabeza y de los hombros. Juan le llevó otro cubo a la mula y el animal, sediento, hundió el morro en el agua.

—La Virgen te trajo hasta aquí —le dije.

Nuestras miradas se encontraron mientras Juan se echaba agua por encima con un cazo. Me fijé en los sinuosos arroyuelos que formaba el agua y que descendían por su pecho y por las venas de sus brazos, hinchadas a causa del calor y del esfuerzo físico.

—Y yo se lo agradezco —dijo él.

El deseo era como un espejismo de calor entre nosotros. Le observé mientras se secaba el pecho con una toalla vieja. El sol le aclaraba el pelo y las cejas, y le tostaba la piel. Se quejó de que aquel clima le resecaba la piel y tomó una latita de mi aceite de oliva, que siempre guardaba a mano. Se frotó el pecho y los brazos con el líquido dorado y después, por si acaso, se lo aplicó también en el pelo aclarado por el sol, hasta que brilló como metal pulido. Su cuerpo despedía un olor afrutado. Me lanzó otra de esas miradas cargadas de deseo y ya estábamos a punto de irnos a su casa para meternos en la cama —y buscarle una utilidad nueva al aceite de oliva—, cuando de repente vimos el torpe y viejo camión resoplando carretera arriba. Iba tan cargado de madera nueva, de rollos de alambre y de sacos de cemento, que parecía que se le hubiese roto la suspensión.

El camión se detuvo junto a los corrales, en mitad de una nube azul de polvo y gases, y el tubo de escape petardeó unas cuantas veces cuando el carpintero apagó el motor. Cargada con varios cestos llenos de provisiones, Magda era toda sonrisas. Pico tenía mala cara por el calor.

—Vamos a construir bien los nuevos corrales, igual que construyen los apartamentos en la ciudad —proclamó el hombre—, y fijaremos los postes con cemento.

—Larga vida a nuestros corrales —dijo el carpintero.

Durante la siesta, varios de los miembros del comité del pueblo vinieron en bicicleta a hacernos una visita. Nos sentamos todos a la sombra, bebimos vino, charlamos y bromeamos. Ahora venían de visita con bastante frecuencia y la casa de Pico se estaba convirtiendo en una especie de centro social, cosa que no parecía molestarles ni a él ni a Magda. Mientras duró la tertulia, Juan y yo no intercambiamos más miradas, pero aquel espejismo invisible seguía flotando en el aire como si fuera una ola de calor africano.

Los corrales costaban dinero, es decir, que no me iba a quedar más remedio que hacer una ronda de visitas a mis amigos ricos y conseguir más donaciones para el montepío.

Juan se pasó aquellas inestables semanas estrechando lazos con los miembros del comité. Cada vez se oía menos la expresión «el de fuera», hasta que Candalaria —la última en hacerlo— venció por fin sus reticencias. El aprendiz del coto era alguien como ellos, y no un señorito con influencias.

Y también estaban pasando cosas: los corrales nuevos, el artículo del ABC —que ahora colgaba de una pared en el bar de La Mora— y la carta del príncipe Felipe[6] que yo había recibido. El corresponsal de la BBC en Madrid había leído el reportaje del ABC y se lo había enviado al príncipe Felipe y éste, ecologista convencido, se había mostrado interesado por lo que estábamos haciendo. Los habitantes de La Mora, que habían visto al príncipe en la tele, no podían estar más orgullosos. Algo mágico estaba sucediendo, y Juan era parte de ello.

Juan trataba de burlarse de las habladurías que le atribuían poderes de brujo. Una noche, Fermín comentó que sería buena idea mandarle a Madrid a dirigir el Gobierno, ya que siempre sabía qué iba a suceder.

—Yo no lo sé todo —dijo Juan frunciendo el entrecejo—, sólo sé unas cuantas cosillas sobre animales.

Resultaba un tanto extraño, pero lo cierto es que la llegada de Juan sirvió también para apagar las últimas brasas de la Guerra Civil. Otra de esas noches, Candalaria descubrió que la guerra jamás había llegado al pueblo de Juan, así que se lo llevó a un campo degradado por el sobrepastoreo con una expresión en la cara que quería decir «le voy a enseñar a este inculto lo que sucedió aquí». Una vez allí, le indicó el lugar: semiocultos entre sombras bajo la luz oblicua del anochecer, había varios huecos poco profundos en la tierra. Las tumbas no tenían ninguna señal, pero había ramos de flores ya marchitas —clara muestra de «aperturismo»— que las cabras habían mordisqueado y esparcido por todas partes. Durante mucho tiempo, y por miedo a atraer la atención de la policía, nadie se había atrevido a depositar flores sobre las tumbas.

Uno de aquellos huecos estaba más apartado que los otros y sobre la tierra había un único ramo. Juan lo advirtió.

—¿A quien enterraron ahí? —le preguntó.

Candalaria se detuvo un momento.

—A ocho mujeres que fueron deshonradas antes de que las fusilaran.

Juan se quedó un rato mirando la tumba.

—¿Y qué culpa tenían ellas de eso? —dijo al fin en un susurro.

Juan no podía saber que la madre de Candalaria descansaba en aquella tumba, igual que Candalaria tampoco podía saber de dónde procedía la peculiar interpretación que del honor hacía Juan. Sin embargo, a la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas y Juan le puso una mano en el hombro durante unos instantes. Después recogió de entre la maleza las flores que las cabras no se habían comido.

—Con permiso —dijo. Ella asintió, mientras se secaba los ojos con un pañuelo, y Juan depositó tímidamente sobre la tumba el ramo de flores silvestres. Candalaria se fue a su jardín y regresó con montones de flores entre los brazos. Juan le ayudó a colocarlas y, después de eso, nunca más se oyó la expresión «el de fuera».

La cuenta corriente de Juan iba acumulando dinero, pues los miembros del comité le habían concedido un aumento. Juan, por su parte, había aprendido a extender cheques, pero no gastaba una peseta a menos que fuera imprescindible. Los escribía con una caligrafía escolar impecable. Con la beca de Coto Morera en las manos, Juan presentó una solicitud de ingreso en el Curso Preuniversitario de Madrid y se la aceptaron. Las clases empezaban en octubre, lo cual significaba que tendría que trasladarse a la capital. Tere e Isaías le habían ofrecido la habitación de su casa mientras duraran las clases, para que no tuviera que prescindir de su intimidad y compartir un carísimo apartamento con una pandilla de estudiantes bulliciosos. Esperaba poder comprarse un coche para desplazarse libremente. Para Juan, el hecho de que le hubiesen aceptado en la Universidad era la primera prueba de que tal vez sí le aguardaba un futuro brillante. Estaba demostrando tener unas agallas de hierro y caminaba hacia ese futuro con una voluntad asombrosa.

A mí me emocionaba profundamente ser testigo de todos los cambios que se estaban operando en Juan: las expectativas, la buena comida y el saludable trabajo al aire libre le habían otorgado un brillo especial, una vivacidad desconocida y reposada. Hacía tan sólo unos meses, Juan recibía de los demás el mismo trato que un trapo sucio, pero ahora todo el mundo —y no sólo yo— estaba descubriendo sus dotes y su calidad humana. De hecho, hasta estaba mucho más guapo y la gente le miraba por la calle. Su sensibilidad y su fuerza eran el símbolo de la nueva España. Tere tenía razón cuando dijo que Juan iría a la luna. Era mi propio dios de la luna, mi versión masculina de Diana, protectora de los animales y de los cambios.

Mamá y Tita se habían sentido obligadas a invitar a Juan a las comidas dominicales en El Refugio, para poder examinarle más a fondo bajo la lupa de su estricto sentido de la moral. Sentado a la larga mesa del comedor, y tratando de recordar qué cubierto debía usar en cada momento, mi amigo supo defenderse de las terribles damas. Y el milagro no tardó en producirse: mi madre empezó a tener su propia opinión y a apreciar a Juan. Ahora que habían aceptado a Juan en la Universidad y que yo caminaba con paso firme hacia la esperada boda, mi madre se estaba ablandando.

—¡Un joven científico en la familia! —le dijo a Paco—. ¡Canastos! ¿Qué tiene eso de malo?

El compromiso de José y Juan no tuvo ni por asomo la teatralidad que había rodeado al mío con Sera, sino que de repente, al terminar una de esas largas comidas dominicales, José lucía un delicado brazalete de ópalos en la muñeca, regalo de Juan. Tere había rebuscado en su tesoro de joyas de la familia y se lo había dado para que no tuviera que gastarse el dinero de la beca.

Así fue cómo quedó todo «decidido», aunque teníamos pensado esperar hasta después de Arlés para anunciar ambos compromisos.

—¿Estás seguro —me preguntó Isaías— de que no quieres programar un último contrato, para poder retirarte en tu país?

No. Quería desaparecer de la mirada del público sin acompañamiento de clarines y timbales. La de Arlés sería mi última corrida.

Muy poco después de aquellos primeros triunfos sociales, llegó el veinticinco cumpleaños de Juan. Decidimos celebrarlo los cuatro con una pequeña fiesta en Las Moreras y luego con un fin de semana de buena vida en Madrid. ¿Por qué no empezar a divertirnos un poco los cuatro juntos? Durante los siguientes cincuenta años, tendríamos mucho tiempo para hacernos compañía. Juan y yo decidimos aprovechar la oportunidad y pasar la noche juntos en mi apartamento de Madrid. Isaías y su mujer no estarían en casa ese fin de semana, pues habían planeado irse al norte para disfrutar de unas más que merecidas vacaciones. Así pues, Juan podría subir a mi piso sin ser visto. Estábamos seguros de que pasar una noche juntos no era arriesgado porque, como había dicho Sera, lo que delata a la gente son los hábitos.

Mamá y doña Margarita se mostraron inusualmente magnánimas y dieron su permiso para que José y Sera pasaran un día con sus prometidos sin llevar carabina, siempre y cuando nos comportáramos con el debido decoro por la noche.

—¡Cumpleaaaños feeeliiiiz! —cantamos a coro aquel domingo por la mañana, cuando Juan salía de su casa en el coto. Apareció medio dormido y nos encontró a todos esperándole: Pico, Magda, los miembros del comité del pueblo, José, Sera, los Eibar y yo. Juan se ruborizó, retrocedió torpemente hacia la casa para meterse la camisa por dentro de los pantalones y luego volvió a salir. En ese momento se topó con Pico, que le ofrecía como regalo un pequeño estuche de terciopelo dentro del cual había un reloj suizo. Tere e Isaías lo habían escogido en Madrid, pero todos habíamos colaborado con unas cuantas pesetas.

Juan lo contempló atónito.

—Olé por nuestro Juan —dijo Mercurio.

—Es difícil elegir regalo para un brujo —dijo Candalaria.

—Pero hasta los brujos se duermen y llegan tarde a clase —advirtió Pico.

—En este país de Dios, se puede llegar tarde a todas partes, incluso a la iglesia. Pero a las clases en la Universidad… ¡nunca! —exclamé yo.

Juan estaba aturdido por aquella demostración del respeto que todos le profesábamos. Nunca había tenido un reloj y se lo puso con mucho cuidado, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Mil gracias —susurró.

Pronto estuvieron ensillados los caballos, las mulas y los burros y la tropa al completo cabalgó reposadamente hacia las colinas para inspeccionar nuestros dominios. Ahora ya había tres manantiales nuevos, y todos funcionaban a la perfección. Alrededor de los manantiales empezaban a brotar ya pequeñas franjas de hierba y en el barro había huellas de toda clase de animales. No pude evitar una sonrisa al pensar que la mayoría de los que formaban aquel grupo desconocían por completo el motivo por el cual habíamos creado los manantiales con tantas prisas. Juan encabezaba el grupo con expresión de orgullo: de vez en cuando nos indicaba tal cosa o nos contaba la historia de tal otra. Había un par de halcones que habían anidado en las alturas y alimentaban con perdices a sus crías. Los lobatos tenían un aspecto muy saludable.

Cuando nos aproximábamos al tercer manantial, una bandada de perdices levantó el vuelo con un aleteo ensordecedor. Cinco corzos se alejaron a grandes saltos.

—Sólo nos falta el lince —dijo Candalaria con voz triste, al tiempo que golpeaba a su burro con un palo para que siguiera el paso que marcaban los caballos.

—Ya vendrán otros linces —nos aseguró Juan.

—Y en tres años, tendremos jabalíes —dijo Fermín desde el lomo de la inmensa mula que montaba.

—Eh, Antonio, no olvides tu promesa de que todo el pueblo comerá jabalí asado —nos recordó Mercurio.

—Es una solemne promesa que le hice a la Virgen. El día que nos sobre un jabalí —dije—, lo cazaremos y nos daremos un gran banquete.

Todo el mundo estuvo de acuerdo en que sería hermoso ver la primera camada de jabalíes, con su bonito camuflaje de rayas, trotando tras su feroz madre.

—¿Os dais cuenta —dijo José dirigiéndose a todos— de que vendrá gente de todo el mundo a visitar este sitio?

Terminada la inspección, los más mayores del grupo se retiraron, pues empezaban a estar cansados. Las dos parejas de novios, sin embargo, seguimos adelante. Al llegar a la meseta de la cripta de las Mercedes, nos entraron ganas de divertirnos un poco y espoleamos los caballos al galope por la antigua vía. José montaba a Faisán y Sera, que últimamente salía muy poco a cabalgar, una yegua zaina, muy dócil, que Juan había elegido para ella. Yo iba sobre Chispa, una yegua baya, y Juan sobre Mozuela. Los cuatro caballos estaban en forma y rebosantes de energía. Quizá percibían lo entusiasmados que estábamos nosotros ante la perspectiva de los dos días que nos esperaban: saber que teníamos ante nosotros una de las pocas ocasiones en que podíamos disfrutar de momentos de intimidad, también nos llenaba de energía.

Sí, había llegado la hora de divertirse y salir de fiesta. Para los hombres, la fiesta tradicional significaba bailar una jota por la calle agarrados a la cintura de otros hombres y emborracharse con ellos, aunque no hasta el punto de perder la dignidad y caer redondos al suelo. Más tarde, sin embargo, la fiesta podía significar bajarse la bragueta en algún sitio discreto y dejársela chupar por un amigo, con el acuerdo tácito de que los dos estuvieran demasiado borrachos como para recordarlo al día siguiente. Para las mujeres, fiesta significaba ponerse guapas, permanecer sobrias y conservar la virtud a cualquier precio. Pero nosotros éramos modernos y había llegado el momento de disfrutar de una fiesta moderna.

José quiso obligar a Faisán a hacer una cabriola: lo hizo saltar y cocear mientras estaba en el aire, una antigua maniobra del campo de batalla que por lo general tenía resultados letales en los tiempos de la caballería.

—Esa forma de montar al estilo de los señoritos no sirve para nada —dijo Juan, con la intención de provocar a José.

Ella mordió el anzuelo.

—Los de La Montaña no tenéis ni idea de montar —dijo observando a Juan por el rabillo del ojo—. Como no sea montar vacas lecheras, claro.

—Galopamos montaña arriba con nuestras vacas —contestó él.

—Demuéstramelo —aulló José—. ¡Haláaaa!

Se oyó el chasquido de las fustas y los dos se alejaron. Sera y yo galopamos tras ellos, pero yo no le quitaba el ojo de encima a mi prometida porque no quería que se cayera y se hiciera daño. Para mi sorpresa, en el rostro de la siempre melancólica Sera apareció una sonrisa de rabiosa felicidad. Sujetándose con fuerza como si le fuera la vida en ello, espoleó el caballo y me adelantó. Los caballos sacudieron las colas en mitad de una nube de polvo blanco y nosotros nos enfrentamos en una carrera en la que competían dos formas de montar: la del norte, más brava, contra la del sur, más académica. Los animales inclinaron las orejas hacia atrás y salieron disparados. Galopamos por la antigua vía, pues no queríamos correr a campo traviesa por miedo a destrozar las plantas que empezaban a crecer o el nido de algún pájaro, y tampoco queríamos dar un susto de muerte a los zorros o a los ciervos. Juan llevaba una ligerísima ventaja y cabalgaba igual que los guerreros celtas que en las películas montan a pelo. Bajamos ruidosamente por cuestas pronunciadas, aceleramos en los tramos llanos y atravesamos a toda velocidad, entre sombras y ecos, un angosto desfiladero.

Cada vez que llegábamos a un tramo llano, José espoleaba a Faisán hasta colocarse a la altura de la cincha de Juan. La hermosa crin del caballo le acariciaba las piernas. Juan, sin embargo, era más temerario y obligaba a Mozuela a acelerar en las pendientes, de forma que siempre recuperaba la ventaja. Al doblar una curva a toda velocidad, a punto estuvimos de atropellar a Paco, que había salido a dar otro de sus largos paseos por el coto. Mi hermano retrocedió a toda prisa y se quedó tosiendo en mitad de la nube de polvo, como un viejo gruñón.

No frenamos ni siquiera al entrar en la granja del coto, sino que seguimos cabalgando a un ritmo vertiginoso por la carretera de tierra que conduce a Las Moreras. Los cascos de los caballos retumbaban en el suelo y los animales resoplaban fatigosamente, con el cuello empapado de sudor. Los postes de la electricidad pasaban volando junto a nosotros.

Ahora estábamos en un tramo llano, así que José se inclinó sobre el cuello de su caballo y el viejo Faisán ganó velocidad. Una vez más, mi hermana alcanzó a Juan. Sera y yo galopábamos tras ellos, pero a un lado, porque no queríamos tragarnos todo el polvo. Me dolía la pierna, pero me daba igual. Pasamos casi volando junto a los mismos olivares entre los que habíamos paseado Juan y yo aquella primera mañana, el mismo lugar donde le había hecho tantas confesiones a José. Cuando irrumpimos en el corral de Las Moreras, las gallinas cacarearon y se dispersaron, mientras que los gatos y los perros echaban a correr como alma que lleva el diablo. Juan iba en cabeza de nuevo, aunque sólo por medio cuerpo, cuando llegamos a la mismísima puerta de la casa y frenamos en mitad de una lluvia de gravilla.

Se abrió la enorme puerta y aparecieron mi madre, la madre de Sera y Tita, que nos observaban alarmadas.

—¡Canastos! ¿Qué es todo este jaleo tan desagradable? —quiso saber Tita.

Las tres damas se habían levantado de un salto de sus sillas de ratán, donde hasta ese momento habían estado leyendo sus devocionarios y viendo la televisión. El presentador hablaba en ese momento del escándalo Matesa. Seguramente, las tres damas habían estado cotilleando sobre el escándalo protagonizado por una fábrica textil que había conseguido elevadas subvenciones del Gobierno para la exportación al presentar falsos pedidos de clientes extranjeros. Ahora, las tres brujas no nos quitaban ojo de encima mientras nosotros dábamos vueltas para que los caballos recuperaran el aliento. Nos burlábamos unos de otros sin piedad.

—Oye, mujer —le dijo Juan a su prometida—, te gano hasta en los llanos.

—Restriégaselo bien por las narices, Juan —dijo Sera entre risas—. Este momento es histórico, porque hasta hoy José no había perdido nunca.

—Sí, bueno, me has ganado —admitió José alzando las manos en el aire—. Lo reconozco. Menos mal que estaré casada contigo los próximos cien años. Ya te ganaré en otras cosas.

—¿Estás bien? —le pregunté solícito a Sera. Bajé del caballo y tomé las riendas.

—Claro —dijo Sera, que también estaba desmontando. Le ofrecí mi brazo y ella me lo cogió justo cuando el mozo de cuadras llegaba corriendo para llevarse los caballos.

Mamá, doña Margarita y Tita intercambiaron significativas miradas. Que Sera me cogiera del brazo, y que José permitiera que un hombre la derrotara en una carrera a caballo… desde luego eran buenas señales. Juan subió un punto en la estimación de Mamá y puede que medio en la de Tita. Y que las dos parejas se divirtieran de aquella forma tan inocente, también era una buena señal. Se podía pasar por alto el jaleo que habíamos organizado.

Sin embargo, aún nos quedaba un último acto por representar. Entramos en la casa a lavarnos y cambiarnos de ropa para la comida en honor de Juan. Del fuego de leña que había encendido Marimarta no quedaban más que las brasas, pero las chuletas de cordero que estaba asando sobre la parrilla —marinadas en ajo, romero y nuestro aceite de oliva— desprendían un olor de lo más apetecible. Cuando pasamos junto a Mamá y Tita, que se habían vuelto a sentar en las sillas de ratán, Juan miró a José y dijo:

—Supongo que te vas a poner una falda para comer, ¿no?

—Por supuesto, mi amor.

—Esos pantalones yanquis que llevas están bien para montar a caballo, pero me gustas más con falda. —Juan se estaba convirtiendo en todo un actor.

Cuando José bajó de nuevo, recién salida de la ducha, llevaba una elegante falda de lino —su falda favorita— cuyo dobladillo le llegaba por debajo de la rodilla, a diferencia de las minifaldas que solía usar. Las tres damas volvieron a intercambiar significativas miradas: a sus ojos, Juan subió otros cinco puntos, pues había triunfado en algo en lo que el frente Azul de la familia había fracasado una y otra vez.

Un poco más tarde aquel fatídico y caluroso sábado, el tercer sábado de agosto de 1969, nos fuimos a Madrid los cuatro en el Citroën de José. Iba a ser nuestra primera noche de buena vida.

Juan conducía, con el pie pegado al acelerador. La autopista era nueva y magnífica —una de las primeras superautopistas de España—, y podíamos ir a más de cincuenta kilómetros por hora. Juan había aprendido a conducir durante los quince meses que estuvo en el Regimiento de Montaña, y lo hacía igual que cabalgaba: era temerario al volante, a pesar de su inexperiencia. Una autopista arreglada y aparentemente nueva, reluciente como una lavadora o cualquier otra maravilla de los tiempos modernos —como las que los pueblerinos observaban en la tele con miradas ávidas— era una tentación irresistible.

De lejos, los cuatro éramos la viva imagen del decoro. José iba sentada delante, con Juan, y yo iba en el asiento trasero con Sera. Para los camioneros que circulaban escupiendo humo en sus desvencijados vehículos de la posguerra y a los que nosotros adelantábamos en un suspiro; para los turistas en su ejército de Volkswagens; para los conductores nativos en sus minúsculos Seat 600, que se volvían a mirarnos… para todos ellos éramos dos parejas jóvenes de la «aristocracia» que iban a la capital a divertirse un poco. Sólo si uno estaba dentro del Citroën podía darse cuenta de que Serafita se había quitado una de sus elegantes sandalias de tacón alto y había estirado la pierna hacia el asiento delantero: su pie descansaba ahora sobre el regazo de José, que lo acariciaba despacio. Sera tenía una sonrisa maliciosa en el rostro y yo me sentí profundamente emocionado al ver la forma en que Sera florecía. Como me ocurría muy a menudo esos días, se me hizo un nudo en la garganta.

Yo estaba inclinado hacia delante, como si estuviera charlando con José y Juan, pero tenía un brazo alrededor del asiento reclinable del conductor, a la altura de la cintura. Con el brazo rodeaba a mi amigo. José contemplaba discretamente la autopista, como para fingir que no me veía acariciar la pierna de mi amigo por encima del pantalón. Juan gruñía de vez en cuando, pues la cremallera del pantalón le causaba ciertas molestias.

—¿Qué te pasa, Juanito? —preguntó José, con los ojos muy abiertos y una mirada de lo más inocente—. ¿Tienes pulgas en la bragueta?

—Más bien será un escorpión —dijo Sera entre dientes.

Los cuatro estallamos en risas y Juan se ruborizó visiblemente, cosa que siempre conseguíamos. De un tiempo a esta parte, estábamos descubriendo que Sera tenía un don especial para lanzar certeros dardos cargados de la ironía más procaz.

Habíamos bajado las ventanillas del coche y el aire caliente nos daba en la cara. En la radio sonaba el ritmo rápido de la música de jazz que ponían en una emisora francesa. Juan llevaba el traje de vestir hecho a medida que le había comprado Isaías. El tono pelo de camello de la chaqueta resaltaba el brillo de su melena bien cortada, que ahora ondeaba en la brisa cálida, y hacía que sus hermosos ojos parecieran mucho más azules. Viró de forma brusca para adelantar hábilmente a un destartalado camión cargado de botas de vino que se tambaleaban y luego metió una marcha rápida.

—¡Haláaaa! —dije. Estaba tan orgulloso que le di una palmada en el hombro y el deseo me provocó un delicioso hormigueo.

—Mirad el pelo de Sera —dijo José.

Los cuatro estallamos en risas de nuevo, pues el exquisito y recatado peinado de Sera —peinado que doña Margarita le había ayudado a fijar, antes de comer, con toneladas de una laca muy moderna y de fijación muy fuerte— había quedado completamente desmontado por culpa del viento. No podíamos parar de reír: nos habíamos emborrachado con nuestros primeros sorbos de libertad y sueños de futuro.