La siguiente noche que fui a la granja del coto, tuve la oportunidad de hablar en solitario con mi amigo cuando él estaba dando de comer a la nueva pollada de perdigones.
—Repítemelo —le pedí—. ¿Tuviste algo que ver con los socialistas o con los comunistas?
Estaba arreglando las luces eléctricas que daban calor a los polluelos y me miró enfadado.
—¿A ti cuántas veces hay que decirte las cosas?
—Paco dice que hay que investigar a los futuros miembros de la familia.
—Pues que investigue —dijo encogiéndose de hombros.
—¿Y si usan algo inofensivo y lo convierten en malo?
Me miró fijamente.
—También pueden inventarse cosas.
—¿Y qué hay de Rafael? —insistí—. Era vasco, ¿no? ¿Separatista? ¿Miembro de ETA?
—Ya te lo dije… Nada de política con Fael. Ni ETA, ni comunistas ni nada. Lo único que hicimos fue emborracharnos juntos.
El día siguiente, poco después del amanecer, Juan y yo volvimos a las colinas. Ese día en concreto, nuestra «fachada» era restaurar el antiguo manantial que habíamos sondeado la última vez. La mula de Pico llevaba una pesada carga de herramientas y trozos de cañería.
Cavamos en el desfiladero hasta encontrar la tierra húmeda. Nos mirábamos de vez en cuando y a los dos se nos ponía dura al pensar en lo que haríamos más tarde, pues nuestro deseo era tan apremiante como el zumbido de los grillos que cantaban a nuestro alrededor bajo el intenso calor. Su canto nos decía que el verano —nuestra existencia, en realidad— transcurría muy deprisa. Yo había decidido seguir el consejo de José, para mantener la paz: sería el primero en entregarme y luego me armaría de paciencia hasta que Juan estuviera preparado para hacer lo mismo. Mientras trabajábamos, nos llegaba el perfume del tomillo. La mula cargaba cubos llenos de roca suelta, que serviría para construir la zona de filtrado donde se acumularía el agua.
A media mañana pasó por allí un guarda de La Mora, vestido con su traje de pana color marrón grisáceo y con la escopeta al hombro. Se paró a charlar un rato con nosotros, sorprendido y admirado a la vez de encontrar a un aristócrata de sangre azul con un sombrero de paja y sudando como un jornalero.
—Me va muy bien para la pierna —le dije.
—Eh, Juanito… ¿Cuándo veremos jabalíes por aquí? —le preguntó el guarda a mi amigo.
—Dentro de tres años, durante la última luna de otoño —gruñó Juan.
—¿Y qué número saldrá en el próximo sorteo de la lotería? —sonrió el guarda.
—Si lo supiera —respondió Juan— me compraría el boleto.
Nos echamos a reír los tres.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de… de que los jabalíes volverán? —le pregunté, cuando el guarda ya se había ido.
—Lo sé y ya está. Pero tenemos que plantar más robles.
Juan hizo una pausa para secarse el sudor de la frente con la manga, sacó una manzana del bolsillo y la compartimos. Cada vez que yo mordía la blanda pulpa —pues era una manzana del otoño anterior— buscaba el sabor de su saliva.
—Cuando llegue el otoño —dijo con la boca llena— y ya no haga tanto calor, contrataremos una cuadrilla en el pueblo e iremos a cosechar bellotas y otras semillas que comen los cerdos. La cuadrilla de trabajadores puede plantarlo todo durante el invierno.
—Buena idea —dije yo. Los habitantes de La Mora le apreciarían aún más por poner en marcha un proyecto que generara dinero.
Juan ya se había dado media vuelta.
—Si lo hacemos cada invierno, pronto volveremos a tener un bosque de árboles de hoja ancha. Con las plantas llega también el agua. Se ayudan mutuamente a crecer.
Cuando empezó a hacer calor, Juan y yo dejamos la mula sacudiendo la cola a la sombra de un saliente y recorrimos a pie la corta distancia que nos separaba de la cabaña de piedra. La tierra estaba incandescente y era como si el intenso calor procediese del interior de cada piedra y de cada arbusto. El calor, sin embargo, era nuestro aliado, porque muy poca gente se atrevía a pasear por el coto, especialmente a mediodía. Hasta los guardas estaban a esa hora tomando una cerveza en cualquier parte, a la sombra. Observé detenidamente a mi alrededor con los prismáticos. Mi corazón estaba a punto de desbocarse. Ni rastro de Paco, ni rastro de nadie. Entrecerramos la puerta de la cabaña y dejamos parte de nuestras cosas fuera, a la sombra, para que pareciera que nos habíamos alejado paseando para echarle un vistazo a cualquier cosa.
Una vez dentro, le puse las manos sobre los hombros y le miré a los ojos.
—Jura por tu vida que jamás le hablarás a nadie de esto —le dije—. José y Sera son las únicas personas que lo saben.
—Lo juro —dijo con la voz un poco temblorosa. Aún se estaba preguntando si en la cripta habría un montón de muertos.
Mientras Juan sostenía una linterna, yo me arrodillé entre las dos camas y utilicé un destornillador para quitar del suelo una sección de cuatro baldosas. Las baldosas estaban pegadas a un viejo panel cuadrado de madera de roble, fácil de levantar. Debajo había una antigua losa de piedra, más o menos de un metro cuadrado, con una inmensa argolla de hierro. Se deslizaba fácilmente hacia un lado gracias a los rodillos de piedra que había debajo. Mi bisabuelo, que era ingeniero, era el responsable de aquel astuto sistema. Se me pusieron los pelos de punta cuando escuché el eco perderse allá abajo. La luz de la linterna mostró una escalera estrecha y sucia que descendía hacia la oscuridad. Más abajo aún, el eco concluyó en un estruendo lejano y supe que Juan había notado en la espina dorsal el mismo escalofrío que yo.
—Huyy —dijo en voz baja, sobrecogido.
—Baja tú delante —le indiqué, mientras volvía a guardar el destornillador en la caja. Juan obedeció y se deslizó por la abertura. Le seguí y volví a colocar sobre nuestras cabezas, apoyándolo sobre un saliente tallado en la piedra, el rectángulo de baldosas. Era lo bastante ligero para que después pudiésemos levantarlo desde abajo sin demasiados problemas. Luego me acuclillé por debajo del nivel de la losa de piedra, agarré con la mano una argolla encastada en el otro lado y arrastré de nuevo la losa a su sitio, bajo el panel de madera de roble. Después de oír el canto de los grillos en verano, aquel profundo silencio bajo tierra se nos metía hasta en los huesos.
—Muy ingenioso —susurró Juan.
—Mi bisabuelo sabía que hacía falta algo sólido bajo las baldosas… para que no produjera un ruido hueco si alguien daba golpecitos en el suelo. Y mientras uno está aquí abajo, arriba todo tiene que parecer absolutamente normal.
—Pero… ¿y si la losa de piedra no se desliza? Nos quedamos atrapados, ¿no?
—Hay otra salida. Y no hace falta que hables en susurros.
Gracias a la luz de las linternas, vimos que a nuestros pies la antigua escalera descendía en espiral. Las contrahuellas de los peldaños estaban desgastadas por el paso de visitantes muertos un siglo antes. Aquí y allá, en los muros, había antiguas marcas dejadas por los picapedreros, marcas que apenas se veían bajo el polvo y las telarañas. Las acaricié, emocionado. Tal vez yo había grabado algunas de aquellas marcas en otra vida. A medida que íbamos bajando, nos vimos rodeados de polvo y telarañas. La vida era abundante incluso allí, donde las arañas se escurrían a toda prisa entre las grietas.
—Cuidado con las arañas —le dije a Juan—, que pican.
Asintió, mientras acariciaba las marcas de picapedrero.
—¿Esto era una cueva natural? —me preguntó.
—Sí —dije—, antes de que empezaran a construir dentro. Muchos de los lugares sagrados de cristianos y musulmanes habían sido antes cuevas paganas.
Me dolía bastante la pierna tras todos los esfuerzos que había hecho ese día y me senté en un escalón para descansar. Juan ya estaba acostumbrado a esos momentos de descanso para mi pierna, así que se sentó junto a mí y permitió que le pasara un brazo por los hombros. La calidez de nuestros cuerpos era de agradecer en un lugar tan frío.
—Hace mucho tiempo —le expliqué— había un templo circular justo encima de nosotros, donde está la cabaña. Se podía rezar en el santuario que había sobre tierra… o bajar a la cripta por esta escalera. Cuando los reyes visigodos se convirtieron al catolicismo, declararon la guerra a los paganos. Toledo era entonces la capital y los concilios de Toledo impusieron nuevas leyes: apartaron a las mujeres del poder, prohibieron las relaciones entre hombres, prohibieron las escuelas y ceremonias paganas… Mataron a mucha gente, igual que la Falange durante la Guerra Civil. Las cosas se pusieron tan feas que mi familia cerró la iglesia de las Mercedes que estaba sobre tierra en un acto público de obediencia a la Iglesia… pero la gente seguía utilizando en secreto la cripta —Juan asintió—. En el año 712 llegaron los musulmanes —proseguí—, que eran mucho más tolerantes, y mi familia reabrió Las Mercedes durante un tiempo. Pero cuando los católicos recuperaron esta zona, en 1085, tuvimos que volver a escondernos bajo tierra como los grillos.
Juan me observó, no muy convencido.
—¿Cómo sabes todo eso? —me preguntó—. Ninguna familia se remonta hasta tan atrás.
—La mía sí —sonreí.
—Yo no sé ni cómo se llamaba mi bisabuela.
—Nuestro título aristocrático se creó en el siglo XIII —dije—. Lo dice en los libros antiguos que hay en casa de mi madre.
—Me da vueltas la cabeza, con tantas fechas.
—Hay cosas que no están escritas. Igual que tu abuelo no anotó todo lo que sabía sobre las hierbas, sino que se limitó a contártelo a ti, ¿comprendes? Mi bisabuela me dijo que los primeros Escudero, los anteriores a la llegada del islam, no eran nobles: eran sacerdotes y sacerdotisas.
Seguimos allí sentados en el escalón compartiendo el calor que emanaban nuestros cuerpos, mientras yo trataba de ilustrar con colores más vivos la imagen de escuela de pueblo que tenía él de la historia de España.
—Cuando los Reyes Católicos volvieron a hacerse con el poder y la Inquisición llegó a Toledo, las cosas se pusieron feas una vez más.
—Los curas me hablaron de la Inquisición.
—En mi familia había Azules, que eran los católicos ortodoxos… y unos cuantos Nueves, que eran los que conocían toda esta historia. Nadie sabe por qué les llamaban Nueves, pero cuando la Inquisición empezó a actuar, mi familia se dividió y los Nueves se ocultaron bajo tierra. Nadie vino aquí entre 1400 y 1853. En cada generación había una persona que conocía el emplazamiento exacto de la cripta, pero aquí no se hacía nada porque era peligroso. Mis bisabuelos fueron los últimos en conocer el secreto. Cuando estallaron las revoluciones…
—Entonces, tú eres un Nueve.
—Sí.
—¿La Revolución? ¿Te refieres a la Guerra Civil?
—A partir de 1700, hubo una serie de guerras civiles en varios países, de rebeliones contra la religión oficial. La gente odiaba las monarquías católicas y protestantes y las cosas se fueron complicando hasta terminar en revuelta. En España también ocurrió.
—El libro de historia que tenía en la escuela no decía nada de todo eso.
—Los libros de historia los escribe la gente que gana las guerras. Los Nueves luchamos por instaurar la Primera República española y fue más o menos por aquella época cuando mi bisabuelo y su sobrino Mario construyeron esta cabaña, en 1853. Fingieron que era un sitio para echar siestas y hacer meriendas campestres, mientras en el interior volvían a excavar en silencio la antigua entrada, cosa que les llevó años enteros. Por desgracia, este pobre país fue de nuevo arrasado por las guerras civiles y la Iglesia siguió teniendo el dominio. Y entonces murió mi bisabuelo, en 1910. Mi bisabuela y la más pequeña de sus hijas eran las únicas que conocían el secreto, pero no había nadie que pudiera ayudarlas, así que la cripta de las Mercedes nunca se volvió a abrir.
La pierna ya no me dolía tanto.
—Sigamos bajando —dije.
Juan agitaba la cabeza, incrédulo.
—No entiendo cómo puedes acordarte de tantas cosas.
—También tú recordarás los nombres de miles de medicamentos e instrumentos quirúrgicos —bromeé.
A medida que íbamos bajando, nuestras voces resonaban más. Finalmente llegamos a una sala fría y espaciosa, donde el eco se expandía en círculos como las ondas en un lago subterráneo. Enfoqué lentamente a nuestro alrededor con la linterna.
—Virgen Santísima —susurró Juan sobrecogido.
Su voz resonó por todas partes, pues allí el eco era mucho más agudo. Tísima… tísima… ísima… sima…
A la luz de la linterna, vimos una sala circular que medía unos veinte metros y medio de diámetro, según los cálculos que habíamos hecho José y yo, y ante nuestros ojos surgieron, uno tras otro, varios arcos de estilo romano, envueltos en sombras misteriosas y pintados con deslumbrantes colores. Había doce columnas que servían de soporte al techo abovedado, cuyas sombras austeras —proyectadas por la luz de nuestras linternas— bañaban la pared que había más allá. Seguramente, aquellas columnas pertenecían a distintas ruinas romanas, pues no eran iguales. El techo abovedado, sobre nuestras cabezas, presentaba una inquietante capa de depósitos minerales procedentes de las filtraciones de agua.
Empezamos a caminar, provocando una oleada de ecos, y yo enfoqué la linterna hacia las paredes y el techo. Cada vez que veía aquellos frescos, me turbaba la emoción: diosas y dioses, mujeres y hombres, reses bravas, caballos, ciervos y otros animales con sus crías, rodeados de árboles, flores, semillas y frutos… Había escenas de nacimientos, de muertes, de bodas, escenas de siembra y de caza, de una escuela… todas enlazadas en forma de ciclos. En la pared orientada al noroeste estaba la Virgen con el niño Jesús: con un aspecto sereno y majestuoso, la Virgen estaba sentada entre los cuernos de la media luna, custodiada por un toro y una vaca y con las manos abiertas en un gesto de infinita bondad y compasión. De entre todas aquellas figuras humanas, había varias que desde siempre habían despertado mi curiosidad: por ejemplo, la de una pareja de hombres jóvenes, armados con lanzas, que se ceñían la cintura el uno al otro. Había también una imagen parecida, pero que representaba a dos muchachas armadas con arcos. Sus brazos enlazados, imagen muy habitual en el arte clásico, son el símbolo de una relación.
La cripta estaba sorprendentemente limpia, cubierta apenas por una fina película de polvo y telarañas. En algunos sitios se veían charcos ya secos, producto de la lluvia de invierno que había goteado del techo abovedado y había caído sobre el suelo de mosaico, además de excrementos que probaban la presencia de pequeños animales. José y yo barríamos la cripta de vez en cuando con escobas hechas de ramas.
Una corriente de aire fresco pasó entre nosotros. Juan contempló boquiabierto a la Virgen, hasta que una lágrima le resbaló por la mejilla. En su mirada había esa misma adoración que sienten tantos españoles. Los ibéricos ya adoraban a la Virgen hace miles de años, cuando un escultor la recreó en la famosa Dama de Elche. Puesto que no podían luchar contra esa adoración, los clérigos tuvieron que aprobarla. Hasta los maricones, que no tienen hijos, saben que la vida la deben a sus madres. «Todas las cosas nacen de mujer», nos había dicho doña Carmen. «Todo lo que tiene vida nace de la Tierra, de la unión del sol y las piedras, de los relámpagos y la lluvia. La vida nos llega gracias al apareamiento de la tierra con los árboles y de los árboles con los animales para que nosotros, a nuestra vez, podamos vivir». Juan y yo estábamos ahora en el vientre de la Virgen, en un lugar donde probablemente se enseñaban y festejaban esos ciclos.
Frente a la Virgen, en el suelo, había docenas de velas a medio consumir convertidas en un bloque de cera que servía de recordatorio de mis plegarias y las de José. Juan sacó su mechero y encendió una. Permaneció allí unos instantes, moviendo los labios, mientras a mí me embargaba la emoción.
—Esa es la pintura que hay en la capilla —dijo finalmente.
—Fue un encargo de la familia a algún artista, que copió la pintura de este mural.
Inspeccioné los murales con cierta preocupación. José y yo habíamos viajado a otras zonas de España donde había frescos y habíamos tratado de calcular la antigüedad de los nuestros. Habíamos llegado a la conclusión de que las pinturas de la cripta de las Mercedes podían clasificarse en antiguas y nuevas: los murales más antiguos, los de las paredes de la rotonda, parecían tardorromanos, anteriores a la llegada de los visigodos. Estaban pintados en brillantes tonos rojos y dorados, con toques de azul, negro y verde, y lucían un estilo más sofisticado. Los murales nuevos, por el contrario, decoraban los techos y las paredes de pasadizos secundarios. Eran de época medieval, tal vez del siglo XII, y era posible que se hubieran pintado durante la etapa de tolerancia árabe. El color era de menor calidad, mientras que el estilo y los conocimientos de anatomía eran más primitivos, como los de los frescos de aquella época que había en algunas iglesias del norte de España.
Ese día, sin embargo, ocurrió algo sorprendente mientras contemplábamos la Virgen de las Mercedes: bastaban los pequeños remolinos de aire que provocaba al moverme para hacer saltar de las pinturas trocitos de pigmento. A la luz de las velas los observé caer al suelo, estupefacto. «Hay algo que se está comiendo los murales», pensé, «quizá es la contaminación, que empieza a filtrarse, o quizá los productos químicos, que corroen la pintura y la piedra». Y además, el agua se filtraba por el techo. Tuve un mal presentimiento.
Enfoqué la linterna hacia un umbral de alabastro tras el cual había un túnel natural, cada vez más estrecho a medida que se avanzaba, que conducía a la salida.
Juan se había secado las lágrimas.
—¿Cómo trajeron todo esto hasta aquí? Los pilares, esas piedras enormes…
—Doña Carmen nos contó que habían quitado el techo y habían construido una rampa que bajaba hasta la cueva. Cuando estuvo todo terminado, volvieron a cerrar el techo y dejaron la escalera. Si levantáramos toda esta construcción, estoy seguro de que encontraríamos pinturas aún más antiguas, incluso prehistóricas, como las de Altamira, en las paredes de la cueva. Ese túnel es la entrada original, una entrada natural desde el barranco. Más tarde, amontonaron piedras para ocultarla, pero si vas hasta el final del túnel se ven rayos de luz a través de la roca. Hay un sitio donde las piedras no son muy grandes y por ahí se puede salir.
—No me gustaría quedarme atrapado aquí —gruñó Juan.
—Además —añadí—, los que construyeron todo esto se aseguraron de que hubiera aire suficiente aquí abajo, para que no se asfixiara la gente que celebraba los rituales. Nunca he conseguido entender cómo lo hicieron, pero la cripta de las Mercedes está viva, respira.
Viva… viva… viva… iva… pira… pira… pira…
Juan escuchó el eco, con los ojos abiertos como platos. Además de ser muy tradicional en lo que se refiere al honor y al deshonor, también era un poco supersticioso. Le pasé un brazo por encima de los hombros para que se tranquilizara.
—¿Nunca han descubierto la otra entrada? —me preguntó—. Quiero decir… los pastores, o los soldados durante la guerra. Si aquí circula el aire, alguien tiene que haberse dado cuenta desde fuera.
—Si alguien se ha dado cuenta, jamás ha dicho ni una palabra.
Palabra… palabra… alabra…
No mencioné que José y yo habíamos encontrado un esqueleto en la entrada natural, junto al cual había un arma oxidada que parecía una escopeta de los años 30. Estábamos convencidos de que se trataba de un republicano de por allí: herido, el pobre hombre seguramente había creído que podía escapar de las tropas africanas de Franco, que le torturarían si le capturaban, pero había muerto junto a la Virgen y se había llevado el secreto a la tumba. José y yo enterramos sus restos en el barranco.
Entramos en el círculo de columnas romanas. Allí estaba el altar, una enorme pieza circular de alabastro que descansaba sobre los lomos de doce toros robustos. José y yo habíamos dejado algunas velas sobre el altar, medio consumidas. Saqué mi mechero de oro y encendí unas cuantas, para ahorrar pilas. El chasquido produjo un ruido estremecedor y, de inmediato, la oscuridad se volvió más suave, más aterciopelada, envuelta en misterio. Nuestras sombras se movían como dos gigantes sobre las paredes pintadas.
Juan se estremeció.
—¿Y las… las brujas hacían cosas aquí?
—Mi bisabuela nos contó que aquí hubo gente que defendía la autoridad del ser humano, que no aceptaba la autoridad de la religión oficial. Muchas de esas personas eran mujeres y supongo que también había gente como… como nosotros. Allí están, en aquellas pinturas.
Juan observaba el altar.
—¿Y qué… qué hacían aquí las brujas? ¿Sacrificios humanos?
Las charlas antipaganas del seminario habían dejado una huella indeleble en su mente. No pude evitar una sonrisa.
—No sabemos qué hacían —dije.
—¿Qué significa que no lo sabéis?
—Esos conocimientos se perdieron, no hay libros ni documentos que hablen sobre eso. Tal vez sólo enseñaban… y sanaban.
—¿Sanaban? —dijo mirándome fijamente.
—Curaban… igual que harás tú con los animales. Curaciones espirituales, tal vez. Esto era una especie de escuela, además de lugar de oración, porque en aquella época ambas cosas iban unidas. ¿Te imaginas los cánticos, con la acústica que hay aquí? José y Sera creen que aquí curaban a las mujeres: a las que querían tener hijos, a las que tenían hijos enfermos o a las que tenían problemas propios de su sexo.
—¿Y entonces por qué hay tantas pinturas de animales?
—No lo sé. Quizá también curaban animales.
Sostuvo mi mirada. Le tomé la mano derecha y deseé que pudiéramos viajar en el tiempo hasta aquella época y unirnos en un ritual de hermandad. Mi deseo de que aquello sucediera era tan fuerte como la imposibilidad de conseguirlo. Estaba seguro de que Sanches, conde de La Mora, había asesinado a su hermano por participar en uno de esos rituales, y también estaba seguro de que había matado al pobre García tras torturarle durante varios días.
Juan bajó la vista e intentó retirar la mano, pero yo le sujeté los dedos con fuerza.
—En 1497 —dije—, la última Nueve que poseía todos esos conocimientos fue asesinada. La mataron los Azules porque sospechaban de ella y no querían arriesgarse a que la Inquisición denunciara a un miembro de la familia. Así pues, ellos mismos se encargaron de solucionar la cuestión. Ese es el motivo por el cual mi hermano es un fanático. Se considera el protector de la familia y tiene que tenerlo todo bien atado, como dice siempre nuestro querido general Franco.
—Entonces, ningún Nueve murió quemado en la hoguera.
Sonreí forzadamente.
—Si eso hubiera sucedido, habría significado nuestra ruina. Nos habrían confiscado las propiedades y las armas, es decir, que hoy ya no quedaría ningún Escudero. De todas formas, jamás quemaban a la gente de nuestra clase, pues a la Iglesia le resultaba demasiado desagradable. Había otras formas de librarse de los nobles que incumplían las leyes.
—Entonces, tus padres le contaron a tu hermano cosas de los Azules.
—No creo que mi madre sepa nada, pero es probable que mi padre le contara algo sobre los Azules a Paco.
—Pero tu padre no sabía nada acerca de este sitio, y tu hermano tampoco lo sabe.
—Exacto.
—¿Y cómo encontraste tú la cripta de las Mercedes?
—Mi bisabuela nos trajo aquí a José y a mí cuando teníamos diecisiete años. Fue en 1956. Nosotros pensábamos que nos llevaba a una comida campestre. Íbamos en un carro tirado por mulas, porque la pobre ya era muy vieja para caminar tanto.
—Pero ella tampoco sabía mucho, ¿verdad?
—No mucho. Recuerdo que me habló de esa luna en la que está sentada la Virgen y dijo que la luna y los animales hacen girar las ruedas del cambio. Pero no, mi bisabuela no era ninguna sacerdotisa. Dijo también que tendríamos que volver a empezar y que leyéramos el Libro de la Vida, porque la sabiduría está en la tierra y no en los libros… Eso fue lo que nos dijo.
—¿Y tu bisabuela sabía que tú… que tú y que José…?
Me estaba empezando a cansar de la clase de historia y le tomé suavemente por los brazos.
—Si aún estuviera viva —dije mirándole a los ojos—, te llevaría a verla para que nos diera su bendición.
Bendición… bendición… dición… dición… ción… ción…
Con la chaqueta abrochada para protegerse del frío, Juan bajó la vista, un poco nervioso. Ni aquella larga conversación sobre gente que había muerto quemada en la hoguera, ni el peso que el pasado tenía en aquel lugar habían contribuido mucho a la hora de crear una atmósfera propicia para hacer el amor.
—Hace demasiado frío para desnudarse —susurré—. Lo mejor será que…
Que… que… que…
La cara de Juan estaba pegada a la mía, pero en esos momentos no había rastro de deseo en su expresión.
—No me parece bien hacerlo aquí —dijo.
«Camina despacio y con cuidado, Antonio, o le asustarás».
Suspiré. Una decepción más.
—De acuerdo. Pero quédate aquí en silencio, a mi lado.
Soplamos para quitar el polvo que había en el altar, nos sentamos sobre el frío alabastro y le pasé un brazo por encima de los hombros. Al principio, cualquier ruido le hacía dar un brinco y echarse a temblar entre mis brazos como un ciervo. El altar era muy duro, estaba frío y resultaba incómodo: no era el lugar ideal para hacer el amor. Poco a poco, nos fuimos tranquilizando y escuchamos el chisporreteo de las llamas. Las llamas de las velas parpadeaban y nos envolvían como un capote hecho de luz. Los animales de las pinturas temblaban y se movían: esbeltos cuellos que se alzaban, cuernos que resplandecían en la oscuridad, ojos que centelleaban, susurros de hojas agitadas por alguna brisa misteriosa… y la mirada de la Virgen de las Mercedes fija en nosotros. Por algún ridículo motivo, a mí aún me asustaba decirle a Juan lo mucho que le quería: supongo que lo que me daba miedo era que él no me quisiera a mí. El momento de erotismo se había desvanecido y yo tampoco sentía ya deseos de hacer el amor.
—Eh —susurró de repente.
—¿Qué?
—Aquel ciervo de allí… Juraría que ha movido la cabeza.
De repente, una ráfaga de viento recorrió la cripta de las Mercedes y apagó las débiles llamas de las velas. Nos quedamos completamente a oscuras y tanteamos a nuestro alrededor en busca de las linternas.
—La Virgen opina que ya es hora de que nos marchemos —dije—. No es buena idea pasar demasiado tiempo en la cabaña, porque alguien podría darse cuenta.
Salimos de la cripta y, medio cegados por el resplandor de sol del atardecer, nos sacudimos el polvo y las telarañas de la ropa, hasta conseguir el aspecto y la suciedad normal en dos personas que se han pasado el día trabajando con el pico y la pala. Yo me sentía como si me hubieran robado unos momentos de intimidad que jamás podría recuperar.
El tiempo había cambiado de repente mientras nosotros estábamos bajo tierra. Una brisa imprevisible había refrescado la tarde y allá a lo lejos, sobre las colinas de pinos, se divisaban nubes de tormenta que arrastraban cortinas de agua y nos traían la débil fragancia de tierra y coníferas mojadas. Una de esas ráfagas de viento era la que se había colado en la cripta y había apagado las velas. Mientras recogíamos las cosas, Juan sacó su navaja de bolsillo y arrancó unas cuantas matas de juncias, de esas que siempre crecen cuando la tierra está húmeda. Cuando se agachó, la brisa le revolvió el flequillo.
—¿Por qué arrancas eso? —le pregunté un tanto irritado.
—Para plantarlo junto al manantial nuevo —dijo sin inmutarse—. Ya ha llegado la lluvia.
Cuando iniciábamos el camino de regreso, nuestra solitaria mula levantó la cabeza y nos saludó con un sonoro rebuzno.
—Mira —dijo Juan señalando la cañería que habíamos colocado antes.
Mientras nosotros estábamos en la cripta, la zona de filtrado que habíamos construido había empezado a cumplir su función. En esos momentos, al final de la cañería había una primera gota de agua, minúscula y temblorosa, que cayó al suelo y se secó inmediatamente por el calor. Pronto brotó una segunda gota.
En el mismo instante en que apareció un relámpago a lo lejos, entre las nubes de tormenta, Juan y yo nos agachamos y contemplamos maravillados aquel pequeño milagro. Mi irritación desapareció por completo. Juan colocó las manos bajo el minúsculo chorro y yo le imité. Teníamos los dedos manchados de tierra y colocamos las manos bajo la cañería. Ambos tuvimos una sensación extraña, como si estuviéramos en una nube cargada de electricidad. Durante un momento, creí ver algo en un destello: supe que lo que sentíamos el uno por el otro tenía el poder de preñar de vida nueva aquella tierra moribunda. Y supe también, con la misma certeza, que si las gotas de nuestro semen mezclado caían en la tierra, tendrían el poder de hacer brotar robles jóvenes.
—Tú sí que eres un brujo —le dije. Se echó a reír y se ruborizó un poco.
Terminamos el trabajo sin hablar mucho: colocamos los últimos trozos de cañería, cavamos la cuenca y alineamos los bordes con piedras. No apareció nadie. Cuando el sol se puso, Juan y yo seguimos trabajando sin descanso: éramos apenas dos figuras solitarias que se recortaban contra un horizonte teñido de rojo. Juan plantó las matas de juncias en la cuenca, justo donde el minúsculo chorro había empezado ya a formar una mancha húmeda cada vez más grande. Yo le ayudé a tapar con tierra las raíces.
Pico y el comité del pueblo fueron a visitar el nuevo manantial. Había huellas en el suelo que indicaban que varios pájaros, unas cuantas perdices y al menos un ciervo lo habían descubierto ya. Todos se alegraron mucho.
El día siguiente, cuando iba a La Mora en coche para ocuparme de algunos asuntos del coto, vi una figura solitaria en las ruinas del castillo y pensé que sólo podía ser Paco. Aparqué el coche y subí a pie hasta allí. Caminar me sentaba bien: últimamente había hecho tanto ejercicio que no cabía duda de que mi pierna mala se estaba fortaleciendo.
Equipado con un cuaderno de notas y una cámara, Paco estaba trepando por las rocas caídas y contemplaba el oxidado armazón de un viejo cañón de los años 30. A su alrededor, los pájaros que vivían en los agujeros del único muro que se aguantaba en pie protestaron ruidosamente y levantaron el vuelo.
—Estoy haciendo un reconocimiento para la excavación —dijo—. Intento imaginar dónde estaba cada cosa: la torre del homenaje, la capilla, el foso…
Para avivar el interés de Paco por el castillo, me convertí en un auténtico modelo de utilidad y me dediqué a indicarle lugares aquí y allá. Cualquier cosa para evitar que husmeara en el coto. Entre las ruinas de lo que en otros tiempos fue la puerta principal del castillo, encontramos la mitad del escudo de armas que una vez la coronó. La losa partida estaba ahora cubierta de musgo y semienterrada entre dos rocas grandes. Había sufrido los efectos de la erosión, pero aún se veía bastante bien en la piedra grabada el emblema heráldico: una media luna cortada en dos por una espada. Nunca me había sentido especialmente orgulloso de ese emblema, pero Paco afirmaba que simbolizaba la victoria sobre los musulmanes, que usan el símbolo de la media luna. Para mí, sin embargo, lo que de verdad significaba era el «asesinato» de la Virgen de las Mercedes por parte de los Azules.
—Qué vergüenza —dijo Paco agitando la cabeza—. Echaré un vistazo a ver si encuentro la otra mitad del escudo. Podemos unirlo con cemento y colgarlo en algún sitio.
—Yo prefiero la luna de verdad —dije.
Paco me observó fijamente:
—No te mereces el título que tienes.
—Ya lo sé —respliqué en tono benévolo.
—¿Sigue en pie lo del dinero para la excavación?
—Pues claro. Aún estoy esperando que me pague ese importador yanqui del que te hablé. Isaías le ha mandado una carta.
Entre las exigencias de mi entrenamiento como torero y la necesidad de que a Juan y a mí no siempre se nos viese juntos en público, estuve casi una semana entera sin volver al coto. El día que volví, Juan y yo partimos a caballo con el objetivo de reconocer el terreno y buscar el lugar idóneo para otro manantial. El calor y el deseo que sentíamos se nos hacían insoportables, así que a mediodía ya estábamos en la cabaña, camino de la cripta de las Mercedes.
Ese día no hubo clase de historia. Tomamos un par de mantas de la cabaña y una escoba de ramas y lo llevamos todo abajo para barrer un trozo de suelo e instalarnos cómodamente. Elegimos el rincón más alejado de las corrientes de aire que salían del túnel, justo al lado del mural de la Virgen de las Mercedes. Una única vela, que se aguantaba en pie gracias a su propia cera, ardía en el suelo junto a nosotros y proyectaba nuestras sombras gigantescas en la pared opuesta. Tumbados en el suelo, medio desnudos y tratando por todos los medios de encontrar una postura cómoda para rodillas y codos, quisimos recuperar el placer sencillo de la primera vez que hicimos el amor en la cabaña.
De repente se oyó en toda la cámara un estallido tremendo, un ruido seco como el de un disparo, y tanto Juan como yo nos llevamos un susto de muerte. El eco rebotó de un lado a otro. Algo había caído al suelo, muy cerca de donde estábamos nosotros. Nos levantamos de un salto, a pesar de lo vulnerables que nos hacía sentir nuestra desnudez. La vela se había volcado y se había apagado. Nos abrochamos la ropa a toda prisa, temblando, y nos acuclillamos junto a la pared como dos soldados emboscados.
—¿Qué leches ha sido eso? —me susurró Juan al oído.
Eso… eso… eso… so… so… o… o…
—No lo sé. Puede que algún animal.
—Quizá no tendríamos que hacerlo aquí. A lo mejor es un fantasma.
Fantasma… asma… asma…
Nervioso, busqué la linterna a tientas y esperamos durante varios minutos, casi sin atrevernos a respirar. Tal vez fuera el fantasma de aquel soldado de la Guerra Civil. No ocurrió nada y finalmente encendí la linterna: el rayo de luz nos deslumbró y nos llevamos un nuevo sobresalto. Instantes más tarde, encontramos junto a la pared lo que había causado el ruido. No era ningún fantasma: era un fragmento de fresco —parte de uno de los hermosos ojos de la Virgen— que se había desprendido de la pared y había caído al suelo. Cuando lo recogí, aún me temblaban las manos.
—La Virgen necesita ciertos cuidados —reflexioné.
—Nos está viendo —insistió Juan—. Nos está diciendo que no lo hagamos aquí.
Cruzamos una mirada.
—Eres demasiado supersticioso —le dije.
De repente, vi claramente que el mensaje de la Virgen era otro muy distinto: nos estaba diciendo que no debíamos ocultar nuestro amor en aquellas catacumbas del pasado. Me guardé el fragmento de fresco en el bolsillo de la chaqueta e instantes después, temblando aún de nerviosismo, subimos la empinada escalera. La luz de la linterna se estaba apagando, pero conseguimos llegar arriba a tiempo.
Media hora más tarde, cuando cabalgábamos de vuelta por la antigua vía, nos llevamos otro susto al ver la inconfundible figura de Paco un poco más adelante.
—La Virgen ha querido advertirnos —dije.
Apoyado en un bastón, mi hermano avanzaba despacio y con dificultad por la antigua vía, en dirección a la meseta. Sudaba copiosamente por el calor. Con sus gafas bifocales, su sombrero de fieltro, la cámara colgada al hombro y un mapa arrugado en la mano, tenía el aspecto de un inquisidor en vacaciones. Lo estaba pasando mal, pues su forma física dejaba bastante que desear. Y parecía viejo, un viejo y repentinamente siniestro experto en Historia que se había tomando vacaciones con un propósito concreto.
El corazón me latía a mil por hora y me di cuenta de que Juan quería espolear su caballo y salir al galope, pero nos detuvimos cuando llegamos junto a Paco.
—Pero hombre —le saludé, tratando de que mi voz sonara alegre—, ¿qué leches haces por aquí?
—¿Qué hacéis vosotros por aquí, con este calor? —replicó.
—Trabajar. Nosotros estamos acostumbrados… pero tú no. Te va a dar algo.
—Bueno, he leído en las Hazañas que las piedras las trajeron de por aquí. Las piedras que usaron para construir nuestros edificios, quiero decir. Esta es la antigua vía, ¿no? Supongo que transportaron las piedras por este camino.
—Sí, este es el único camino por el que podían pasar los carros —asentí.
—Bueno, ¿y de dónde sacaban las piedras?
—Yo también me lo he preguntado muchas veces —dije prudentemente—. Quizá transportaron la piedra desde el otro lado de la cima. En Pozo del Rey también hay ruinas… y la piedra es del mismo tipo.
—Por cierto —dijo Paco—, no te importa que esté aquí, ¿verdad?
No era buena idea prohibirle a Paco que fuera hasta allí, porque pensaría que yo intentaba ocultar algo.
—No, claro que no me importa —dije—. Pero la próxima vez que vengas, comunícaselo a Pico o a los miembros del comité… Si no, te encontrarás en los morros el cañón de la escopeta de algún guarda. Si te ocurriese algo cuando andas por aquí… no sé, te caes y te haces daño… tenemos que saber que estás aquí. Es por tu propia seguridad. ¿Lo entiendes?
Paco asintió de mala gana. El humo se elevaba por encima de su cabeza formando espirales.
—Me parece razonable —dijo.
Clavé la mirada en el cigarrillo que mi hermano sostenía descuidadamente entre los labios.
—Y ten cuidado con los cigarrillos. La tierra está muy seca y un incendio forestal puede destruir en una hora el trabajo de años enteros.
—Por supuesto que tendré cuidado —dijo Paco aparentemente molesto. Tenía prisa por seguir adelante.
—Que vaya bien el paseo —dije espoleando mi caballo.
A nuestra espalda, la inquietante figura de Paco se recortó un momento contra el cielo, antes de alcanzar la cresta de la colina.
—Ha faltado poco —dijo Juan cuando Paco ya no podía oírnos. Le temblaba la voz.
—Si hubiera entrado en la cabaña mientras nosotros estábamos en la cripta —insistí—, no habría oído nada.
—¿Y qué me dices de la entrada del barranco? A lo mejor desde allí se oyen los ruidos del interior.
—Es imposible. Las rocas lo impiden.
—Así que tu hermano es un… Azul. Y sospecha de ti.
—Cuando termine de jugar al maestro aquí arriba, se irá a otro lado —me burlé—. No te preocupes, le haré seguir pistas falsas.
Detuvimos los caballos en una punta rocosa, desde la cual se divisaba la granja del coto. Desde allí arriba, Pico y Magda no eran más que dos figuras minúsculas que se movían de un lado para otro. Juan parecía completamente abatido.
—La Virgen no nos ha dado ni un sitio donde caernos muertos —dijo, con amargura.
—Rezo para tener una habitación con una cama y una puerta que se pueda cerrar con llave. Y un cuarto de baño.
Juan guardó silencio durante largo rato. Después espoleó el caballo y empezó a descender por la pendiente.
—Algún día —dije siguiéndole— podremos estar juntos al aire libre, en algún sitio con hierba y flores silvestres. Un sitio donde podamos quedarnos todo el día si nos apetece.
—¿Me lo juras?
—Te lo juro. Te doy mi palabra de honor de que tendrás un prado.