Para salvar las apariencias, me dirigí primero a la casa de invitados en la que siempre me alojaba cuando me quedaba a dormir en el coto de caza. Las paredes eran de estuco y la única habitación que había estaba amueblada con la misma sencillez que la casa de Pico. Deshice la maleta, colgué la ropa en el armario y abrí la cama como si me dispusiera a dormir allí. Me sobresaltó el ruido de un ciclomotor y eché un vistazo a través de la ventana: era Marimarta, que llegaba de Las Moreras con el pan fresco del día. A través de los postigos cerrados y con el corazón en un puño, la observé depositar la cesta de pan frente al umbral de la casa de Pico, tras lo cual se marchó envuelta en una nube de polvo. Todo volvió a la tranquilidad y me pregunté si habría moros en la costa.
Después de meter el pan dentro de la casa para que no se lo comieran las gallinas, me dirigí hacia la casita de Juan y por el camino reparé en todas las cosas que había hecho: había arreglado los corrales de las aves, había quitado de en medio una carreta rota, había podado las ramas secas de los árboles frutales… Me invadió un gran nerviosismo y una gran alegría, fresca y limpia como el rocío de la mañana. Estaba a punto de abrir la puerta cuando recordé que ahora aquella era su casa. Me pregunté si debía llamar primero. Respeto, respeto… La puerta, sin embargo, estaba entreabierta. ¿Acaso me esperaba? ¿Había adivinado que, en el caso de que el comité votara sí, yo iría a verle de inmediato?
Una vez dentro, cerré la puerta con un leve chirrido y pasé el cerrojo. La casa tenía ya un aspecto muy acogedor y me emocioné al pensar en lo orgulloso que debía de estar Juan de tener por fin su propio hogar. Colgada de unos clavos en la pared de estuco, junto a un marco barato con la imagen de Nuestra Señora de las Mercedes que debía de haberle regalado Magda, había una vieja escopeta inglesa con su correspondiente munición. Seguramente se la había prestado Pico para las labores de vigilancia. La puerta del armario, medio abierta, dejaba entrever su reducido vestuario, además de ropa interior nueva y un par de botas de montaña que debía de haber comprado con el dinero que Pico le había adelantado. En el escurridero del fregadero había unos cuantos platos limpios y en un rincón, la estufa de butano permanecía encendida para caldear la habitación. No me cabía duda de que tener calefacción era un lujo para él. Magda había encerado el desgastado suelo de baldosas con tanto afán que los muebles se reflejaban en él como en un estanque.
Los postigos de la ventana estaban entreabiertos y dejaban pasar un único rayo de sol que iluminaba la cama metálica, donde Juan dormía con la cabeza enterrada bajo la almohada, medio tapado por las mantas a rayas de lana. Mulata, la gata de pelo marrón de Magda, se había acurrucado junto a él, bajo la luz del sol, con sus cinco gatitos. Un poco más allá había una puerta trasera, también entreabierta, que daba al retrete.
Me quedé allí mirándole, escuchando su respiración y el ronroneo de los gatitos. Los tomé uno por uno y los dejé en el suelo, pero ellos se empeñaban en subir de nuevo a la cama. Finalmente, Mulata me lanzó una mirada furiosa y guió a sus gatitos hacia la puerta trasera.
Juan estaba espléndido tumbado sobre la cama y vestido únicamente con ropa interior. Su pelo revuelto brillaba más que nunca y las líneas de sus músculos se habían suavizado un poco gracias a las artes culinarias de Magda. Se cubría la cabeza con un brazo y las costillas se le movían ligeramente al respirar. A la luz de la mañana, su pecho desnudo, sus pezones y el vello color bronce de su axila proyectaban sombras sobre su piel. La ropa interior apenas revelaba su virilidad, medio adormilada todavía entre el calor de las mantas y los sueños. Transcurridos unos minutos, Juan se movió, como si hubiera notado que le estaba mirando, y deslizó una mano para acariciarse. Se le puso la piel de gallina.
Me desvestí en silencio hasta quedarme en ropa interior y noté el frío de las baldosas en los pies descalzos. Cuando me acosté junto a él y tapé nuestros cuerpos con las mantas, Juan me abrazó de repente y me sobresaltó notar su calidez en mi piel. En un ataque de ternura, le devolví el abrazo y le atraje hacia mí. Nuestros cuerpos encajaron a la perfección, como las dos mitades de un plato roto, y se unieron ansiosamente igual que se habían unido en medio del gentío de Santander el día que nos conocimos. La única diferencia es que ahora sólo nos separaba el fino tejido de algodón de nuestros calzoncillos.
—Majín —me susurró al oído, con la voz ronca de quien se acaba de despertar—, ¿pensabas que podías colarte en mi cama sin que me diera cuenta?
—Me ha costado encontrarte entre tantos gatitos.
—¿Ronroneas por la noche? —bromeó. Me gustó aquel lado juguetón de Juan, para mí insospechado hasta ese momento.
—Pico me ha contado las novedades. Enhorabuena. —Me observó en silencio, con una mirada llena de orgullo y felicidad. Y yo di las gracias por haber nacido y poder recibir aquella mirada—. Ahora tendrás que estudiar más que un jesuita —dije.
Por toda respuesta, Juan atrapó mis piernas entre sus muslos desnudos, con el mismo instinto protector de Santander. Mientras me acariciaba la espalda con su mano callosa, apoyó la cara en la mía y me arañó la mejilla con su barba de varios días. Tanteé con la mano, buscando su pecho, y acaricié unos pezones que empezaban a ponerse duros. Juan me permitió acariciarle sin protestar pues, al parecer, el respeto le había ganado la partida al desprecio.
—¿Ya se han ido Pico y Magda? —susurró.
—Claro… Si no, yo no estaría aquí ahora mismo.
Deslizó la mano por mi espalda y me apretó la cadera con un gesto posesivo.
—¿Marimarta ha estado aquí?
—Hace un rato. Ya no va a venir nadie más.
—Los del comité vienen a veces de visita…
Cuando me estrechó entre sus brazos, sin embargo, planeó sobre nosotros una gélida sombra feudal, como si el sol de la mañana se hubiera ocultado tras una muralla cubierta de musgo. Puesto que no conocía nada más, me hizo el amor de la misma forma que practicaba el sexo bajo los puentes: fue rudo, rápido y buscó sólo su propio placer, como si temiera que le robaran aquel momento, que alguien destruyera aquellos instantes de intimidad. El toro joven se precipitó al ruedo, ansioso por clavar las astas en lo primero que le saliera al paso. Intenté frenarle, pero él me arrebataba el capote de las manos una y otra vez. Yo quería tomarme mi tiempo, besarle, saborear su piel, disfrutar de su cuerpo, pero él sólo quería adueñarse de mi órgano viril y hacer que se me pusiera duro. La venerable cama chirriaba de forma inquietante en mitad del combate que libraban nuestros poderosos cuerpos. Primero me mordió salvajemente los pezones y me hizo sangre; después me dio un golpe en la pierna y yo casi grité de dolor. Me sentí como un corzo apaleado e inmovilizado en el suelo por un lobo que pretendía comerle las entrañas.
—Por Dios —mascullé—, me vas a matar.
En su rostro apareció una expresión de angustia, como si fuera incapaz de evitar todo aquello. Justo en ese momento, oímos voces a lo lejos. Juan palideció.
—Mierda… te lo dije. Son los del comité… —reaccionó, y saltó de la cama por el otro lado.
A través del cristal cubierto de polvo de la ventana, vimos a tres hombres y a una mujer que subían por la empinada cuesta, empujando sus bicicletas, en dirección a la casa de Pico. Se trataba de Candalaria, el alcalde Mercurio Fortes y los otros dos miembros del comité de La Mora que trabajaban con Pico y conmigo en las cuestiones relativas al coto. El corazón me latía tan deprisa por el susto que pensé que iba a desmayarme.
* * *
Me vestí a toda velocidad, sin reparar en mi pierna mala, y salí por la puerta de atrás. Me oculté tras los corrales de las aves y me acerqué cojeando al retrete. Estaba tan nervioso que no me hizo falta fingir que meaba. Minutos más tarde, cuando me dirigía a mi casa, los miembros del comité estaban apoyados en mi coche, esperándome. Los hombres fumaban. Problablemente habían echado un vistazo a través de la puerta abierta de mi casa y habían pensado que estaba en el retrete. Un poco más tranquilo, me subí la cremallera del pantalón como si nada, para convencerles definitivamente de que acaba de aligerar el vientre.
Los vecinos del pueblo me ofrecieron sonrisas de bienvenida que apenas eran una arruga más en sus rostros agrietados, y me saludaron con ese hablar dulce y melodioso que caracteriza a los habitantes de la meseta castellana.
—Hola, don Antonio —dijo Candalaria—. Acaba usted de llegar, ¿no? El capó del coche aún está caliente.
—Quería conocer la decisión. Pico me lo ha dicho antes de irse con su mujer.
No me preguntaron qué tal me había ido en Marbella y supe, por tanto, que habían seguido el desastre a través de la tele. A lo lejos, Juan se dirigía a los corrales de las aves mientras se metía por dentro del pantalón los faldones de la camisa. Tenía a Mulata en el hombro y los cinco gatitos correteaban tras él. Su pelo, ahora peinado con agua, brillaba al sol. Los miembros del comité le siguieron con la mirada.
—Es un momento importante para el coto, ¿no? —añadí—. Por fin ha llegado un aprendiz.
Vacilaron e intercambiaron miradas.
—Escuche, Antonio —me dijo Mercurio, el alcalde—, el comité quiere hablar en privado con usted. Se trata de Juan.
—Adelante, siga —sentí una punzada en el estómago. ¿Y si querían echarse atrás en su decisión? ¿O acaso habían percibido algo que no les gustaba en la conducta de Juan?
Nos sentamos en el interior de la casa de Pico y desayunamos con el café que Magda nos había dejado y los panecillos frescos que había traído Marimarta.
—A la gente del pueblo —dijo Mercurio— no le hace mucha gracia que haya un extraño por aquí.
—A mí no me hacen gracia los extraños —añadió Candalaria.
—Lo entiendo —dije con toda mi diplomacia—. Es lógico que quieran ustedes sentirse a gusto con él, están en su derecho. Evidentemente, siempre pueden despedirle, si no trabaja bien.
—Bueno, le hemos estado vigilando de cerca —dijo Fermín, el dueño del bar.
—Muy de cerca —añadió Alberto, el artesano a quien una vez regalé la madera de mis olivos muertos.
—Lo primero que hizo —dijo Fermín— fue encargarse de la nueva pollada de perdices.
—¿Y?
—Durante la primera semana, consiguió que sobrevivieran más perdigones que Pico —dijo Fermín.
—Muchos más —añadió el artesano.
—Y luego… —intervino Candalaria— Fermín y yo subimos ayer a las colinas y vimos un lince.
—Es una noticia estupenda —dije, tratando de contener mi emoción. Aquel era el primer lince que se veía por nuestras tierras desde que yo era niño.
—Era una hembra —sonreía Fermín—. Y tiene crías.
—Ha construido su madriguera cerca del primer manantial que recuperamos —dijo Candalaria—. Hemos venido a contárselo a usted.
—Y ahora viene lo bueno —dijo el alcalde, en tono pensativo—. Juan Diano nos dijo que veríamos un lince antes de que terminara el mes. Observó lo que habíamos plantado, la cantidad de pájaros y conejos, observó también la luna… y dijo que había llegado el momento de ver linces. Lo dijo el día que llegó.
Sentí un delicioso escalofrío por todo el cuerpo.
—Pico dice que ese chico es brujo —musitó Alberto—. Creo que Pico tendría que saberlo.
—Ay, don Antonio, y pensar que casi nos lo convierte usted en torero —añadió Candalaria, con un brillo astuto en la mirada. El acento de antaño que aún conservaba se había suavizado un poco.
Yo apenas podía creer lo que estaba escuchando.
—Así pues —añadió Mercurio—, los miembros del comité nos encargaremos de tranquilizar a la gente del pueblo por lo que respecta a los extraños. Y nos aseguraremos de que nadie mate a nuestro lince.
«Nuestro lince». Me relajé de golpe, temblando, como cuando el toro cae muerto. Cuando salimos de la casa, Juan nos indicó por señas que nos acercáramos al corral de las perdices. Al llegar allí, vimos que Juan había encerrado a los gatos y estaba abriendo una de las puertas del corral. Sólo yo me di cuenta de lo alterado que estaba aún por la interrupción de nuestro momento de intimidad.
—Don Antonio —dijo con cierta brusquedad—, Pico me dijo que hoy dejara libres a las más mayores. Ha llegado el momento.
Lo de «don» me dolió: no me gustó que en público me tratara con tanta formalidad por culpa de su miedo. Estuvimos todos muy atentos mientras Juan abría la puerta y doscientas perdices jóvenes descubrían la libertad. Remontaron el vuelo, en grupos de tres y de cuatro, por encima de la maleza aún en sombras, y se alejaron a una velocidad que desafiaba la puntería del mejor cazador. Una vez en libertad, tendrían todo el día para encontrar comida y agua. Algunas morirían, pero la mayoría de ellas sobrevivirían, pues la vida es generosa, incluso para aquellos que se niegan a sí mismos y a los demás la generosidad del amor. Tenemos todo lo que podemos desear, si somos capaces de volar lo bastante lejos como para encontrarlo. Mientras presenciaba el hermoso —aunque también aterrador— encuentro de las perdices con la libertad, se me llenaron los ojos de lágrimas. También los miembros del comité se relajaron al contemplar la escena y las expresiones serias de sus rostros se suavizaron un poco. Yo les había convencido de que se enriquecerían gracias a los animales salvajes.
—Comida para el lince —dijo Juan, mientras cerraba la puerta, con una sonrisa apenas visible.
Los miembros del comité intercambiaron miradas. Puesto que aún no le habíamos dicho nada a Juan de la llegada del gato, sólo podía haberlo descubierto gracias a su misteriosa clarividencia. O tal vez lo había visto antes que los demás.
Candalaria se persignó.
—Ay, bendita seas, María de las Mercedes. Espero que todo esto de la brujería no te moleste —movió la mano en el aire con la misma delicadeza y elegancia que utilizaba al hablar.
Hacia las diez de la mañana, y tras una interminable reunión social —insistieron en que nos tomáramos una copita de brandy para celebrar la llegada del lince—, los miembros del comité se marcharon. En la sala de cría, Juan se agachó junto a las cajas de madera y me volvió la espalda descaradamente. La camisa color caqui que llevaba le resaltaba los músculos de los hombros. Deseaba tanto acariciarle que me arrodillé junto a él. Bajo la cálida luz de la sala, Juan se afanaba en rellenar comederos y bebederos, y en retirar algunos pollos de perdiz muertos. Después se acuclilló, con las manos apoyadas en el suelo y las palmas abiertas, cerca de una inquieta masa de perdigones que piaban pacíficamente y yo observé, maravillado, cómo se le apiñaban los po-lluelos en las palmas de las manos y se quedaban dormidos formando racimos compactos. Jamás había visto a esos pájaros, desconfiados por naturaleza, acercarse tanto a los seres humanos, como tampoco había visto jamás tanta ternura en mi amigo. Juan sonreía ligeramente y tenía los ojos cerrados: su expresión era de gozo por el bienestar que le transmitían los polluelos.
Con la misma ternura que mostraba él, apoyé la mano en su espalda, extendí la palma y le acaricié el cuerpo por encima de la camisa.
—No —susurró—, pueden vernos.
Sus manos se crisparon y los polluelos aletearon, asustados, y se dispersaron antes de que él pudiera estrujarlos con los dedos.
—Vamos a pasar el día en las colinas —dije—. Quiero que veas unas cuantas cosas.
Cuando Juan terminó sus tareas, ensilló a Mozuela y a Faisán con piezas de piel de borrego, mientras yo colgaba una bota de vino de la montura y metía unos cuantos panecillos frescos y una longaniza en una alforja.
Ya era casi mediodía cuando ascendimos a caballo por la primera cuesta pedregosa de la antigua vía que llevaba al coto. La tierra resplandecía con un brillo metálico. En los barrancos, los flamantes bosquecillos de matorrales tenían un aspecto de lo más saludable. De vez en cuando veíamos una cuantas perdices jóvenes que ya empezaban a adaptarse y a disfrutar de su libertad. Estábamos rodeados por una inmensa esfera de deslumbrante quietud: pájaros, animales… todo estaba en silencio ahora que el sol se acercaba a su cénit. No se oía nada excepto el ruido de los cascos de nuestros caballos sobre las piedras.
A kilómetros de distancia por encima de nuestras cabezas, irrumpió de repente un avión con su sonido moderno y dejó en el cielo azul una espantosa cicatriz blanca. Tal vez iba cargado de turistas y se dirigía al aeropuerto de Barajas, en Madrid. O tal vez iba cargado de cabezas nucleares y se dirigía a la base norteamericana de Palomares. Para conseguir esa base, y el perdón de la comunidad internacional por su alianza con Hitler, Franco se había visto obligado a permitir la entrada de turistas en España.
Nos detuvimos en la cima de una colina y echamos un vistazo a nuestro alrededor.
—¿Qué se siente al poseer todo esto? —le pregunté.
—Me siento bien.
—Pero… ¿te gusta estar aquí?
—A veces echo de menos los Picos.
—Pero hombre… si este es el lugar más hermoso de la Tierra —dije para burlarme un poco de su patriotismo.
—Sólo falta una cosa —replicó—: La lluvia de los Picos.
—Aquí también llueve a veces.
—Cuando vuelvan los animales y crezcan las plantas, tendremos más lluvia —dijo con aire nostálgico—. Sí, me gustar estar aquí. La tierra empieza a hablarme. Todo saldrá bien.
Desmontamos y paseamos en varias ocasiones, seguidos por nuestros sudorosos caballos. Vimos perdices revoloteando por encima de los matorrales. Yo me dedicaba a señalarle algunos lugares: primero le mostré el pequeño valle donde esperaba que las vacas pudieran pastar algún día y después le mostré rincones en donde una vez brotaban manantiales, pero que ahora estaban secos y llenos de tierra. Cavamos un pequeño hoyo con ramas secas en un barranco y encontramos tierra húmeda a unos ocho centímetros de profundidad. Hablamos de ingeniería agrícola, y de cómo conseguir que brotaran de nuevo los manantiales. Yo había aprendido unas cuantas cosas sobre el tema durante mis viajes.
—Hay que sacar toda la tierra —dije— y llenarlo de roca suelta, para que filtre el agua y se acumule.
—Y desde aquí, se puede llevar una cañería hasta una pequeña cuenca —añadió él.
—En cinco años, será lo bastante grande como para que los jabalíes puedan revolcarse en ella.
Nos echamos a reír y nos relajamos lo suficiente como para empezar a disfrutar de la compañía del otro. De vez en cuando, él dejaba reposar su mano en mi hombro o yo en el suyo. Mordisqueamos la misma longaniza y cuando Juan tomó la bota de vino de la montura y la levantó para saborear con sus labios sedientos el chorro de vino, experimenté un repentino y agradable impulso lujurioso. Se limpió la boca con el dorso de la mano y me ofreció la bota con una amplia sonrisa. Nuestras miradas se encontraron.
—Tu mirada es como el pan —quise decir— y yo estoy hambriento.
Juan soltó una carcajada breve y seductora, como si me hubiera leído la mente. Cuando el sol abrasador dejó atrás el cénit, se abrió ante nosotros la inhóspita meseta, que se recortaba contra el cielo. Llegamos a la antigua vía que ascendía hacia la meseta: ya habíamos cruzado la frontera invisible del coto y nos hallábamos ahora en la zona privada que yo había reservado para mí.
En la meseta, cabalgamos entre la maleza como dos figuras solitarias: la brisa ardiente agitaba las crines y las colas de nuestros caballos, los vistosos abejarucos revoloteaban en busca de insectos y había por todas partes pinos pequeños y robles —plantados por los vecinos del pueblo— que empezaban a echar raíces.
En aquel lugar solitario, no había señales visibles de que en otros tiempos se hubiera levantado allí una pequeña construcción circular con cuatro puertas —una en cada dirección—, coronada por una pequeña cúpula. En aquella época debía de verse desde bastantes kilómetros de distancia. Los Escudero de la época medieval habían realizado un buen trabajo: habían arrasado la parte del edificio que sobresalía del suelo y se habían llevado incontables carros —arrastrados por bueyes— llenos de piedras que utilizaron para construir la capilla de Las Moreras, y después la casa y los edificios anexos. Tras la muerte de nuestra bisabuela, José y yo nos habíamos pasado largos meses allí arriba —siempre con la excusa de una comida campestre y nunca durante más de un día entero— recogiendo en silencio fragmentos de piedra labrada de entre los matorrales. Los metimos en alforjas y los llevamos, unos pocos cada vez, hasta la meseta más cercana, que se hallaba al final de la siguiente cuesta de la antigua vía. Una vez allí, los esparcimos por el suelo. Pensamos que nuestra artimaña despistaría a los arqueólogos en un futuro, pero nos daba igual porque lo que queríamos era despistar a Paco.
Y ahora, nadie sabía que allí, bajo la tierra que pisaban los cascos de nuestros caballos, seguía existiendo la cueva subterránea de las Mercedes… una auténtica maravilla que no tenía nada que envidiar a la cueva de Altamira.
Junto al borde de la meseta, entre unos cuantos pinos doblados por la fuerza del viento, se alzaba la cabaña de piedra que había construido mi bisabuelo. Era una de aquellas típicas cabañas que se encuentran aún en muchos lugares remotos de España y que sirven para que los cazadores se echen una siesta o se refugien del mal tiempo. Un poco más allá de la cabaña, se abría un barranco rocoso.
—Vamos allí a protegernos del calor —dije, mientras ataba mi caballo a la sombra.
Juan volvió a mirarme, pero esta vez con una mirada inquieta.
La puerta de la cabaña, hecha de tablones, no estaba cerrada con candado, sólo estaba ajustada para que los animales no pudieran entrar. Los vecinos del pueblo sabían que aquel era un lugar privado que nos pertenecía a José y a mí, y se mantenían respetuosamente alejados de allí. El interior de la casucha, de techo bajo, tenía un suelo basto hecho con grandes baldosas sin esmaltar. Había dos camas de hierro, cubiertas con pieles de borrego, y un arcón metálico —a prueba de roedores— en el que guardábamos mantas secas, cerillas, pilas para las linternas, un abrelatas, un botiquín de primeros auxilios, latas de sardinas y galletas. Sobre el arcón había una lámpara de aceite.
Dejé la puerta abierta para que entrara un poco de aire fresco y luz, me quité las botas y me tumbé en una de las camas. Me puse una almohada bajo la cabeza y encendí un purito. Juan, vacilante al principio, se sentó finalmente junto a mí y fumamos juntos. Ese pequeño ritual, que para entonces ya habíamos celebrado en varias ocasiones, pareció tranquilizarle un poco y yo aproveché el momento para apoyar la mano en su brazo. Uno de los caballos coceó el suelo y el ruido sobresaltó a Juan. Le acaricié el pelo, como quien le acaricia la crin a un caballo, para que se relajara.
—Tengo que pedirte una cosa —dije en voz baja.
—¿Qué es?
—Quiero que hagas conmigo lo mismo que haces cuando tomas los polluelos con las manos. Las viejas heridas aún me duelen y lo paso mal cuando me zarandean mucho. ¿Serás capaz de imaginar que soy como un polluelo de perdiz en tus manos?
Asintió lentamente y bajó la mirada.
—Bésame —añadí con voz ronca.
—Los besos son para las chicas —seguía con la mirada baja.
—Me pediste respeto, ¿verdad? Yo también pido respeto —dije.
Había llegado el momento de besarle la mano y lo hice, con un gesto ancestral de cortesía que ahora era completamente inofensivo. Él me acarició la mejilla con los dedos pero cuando apoyé las manos en sus hombros, tensó un poco los músculos, como si quisiera resistirse. Poco a poco, sin embargo, se relajó y se inclinó sobre mí. Nuestras mejillas se rozaron y, por fin, le besé en los labios, que sabían a tabaco y a caballos. Noté que Juan temblaba entre mis brazos, que contenía la respiración mientras trataba de pensar en polluelos de perdiz. Seguí besándole con delicadeza —besos breves en la mejilla, en la barbilla, en el labio superior—, hasta que suspiró de placer y cerró los ojos. Le gustaba. Cuando la brisa agitó los matorrales, en el exterior, ni siquiera prestó atención. Separó los labios al suspirar, me besó y nuestras lenguas se encontraron en un beso recién nacido, tan frágil como un polluelo empapado tratando de salir del cascarón.
Juan Diano se relajó entre mis brazos y me ofreció de nuevo sus labios, en un beso que esta vez fue mucho más largo y apasionado. Le gustaba mucho besar. Sus labios sabían a hierba verde y a piedra caliza y supuse que, para él, los míos sabían a sangre y a sol.
No se oía nada más que el susurro de la brisa entre los matorrales, el ruido de los cascos de los caballos… y el rumor apagado de nuestros besos, de nuestras manos explorando entre el cuero y la pana. Sin decir una palabra, trasladé mi beso de cortesía al resto de su cuerpo, mientras nos ayudábamos mutuamente a desabrocharnos los cinturones: yo desabroché la bragueta de sus anticuados pantalones de campesino y él bajó la cremallera de mis pantalones de sport hechos en Inglaterra. En silencio, comedidos aún, nos acariciamos la cabeza el uno al otro mientras con los labios buscábamos el cuello, el pecho, los pezones… Nos bajamos torpemente los pantalones y la ropa interior justo lo necesario, por debajo de las caderas.
—Ay, majín, cómo me gusta —murmuró, con los labios pegados a la mata de vello oscuro que empezaba bajo mi ombligo. Yo le estaba besando la sensible piel del costado, mientras él me acariciaba el cuello. Tímidamente, me ofreció con la mano su órgano viril, grande e hinchado. Cuando el intenso olor a hombre inundó mis orificios nasales, besé su miembro y me lo metí en la boca. Juan suspiró entrecortadamente de placer y empezó a embestir bruscamente, pero yo le sujeté por las caderas y le obligué a frenar, a acoplarse al ritmo de mis movimientos, a ser un toro cuya frente de flequillo rizado yo capeaba pase tras pase. Recorrió con los labios las cicatrices de mi entrepierna, torpemente y sin dejar de murmurar obscenidades cargadas de ternura, en busca de lo que yo le estaba ofreciendo con la mano. Estaba seguro de que todo aquello era nuevo para él, de que nunca había hecho más que trabajitos manuales. Me alegró saber que Juan aún guardaba algún que otro trofeo menor —una oreja, o dos— de su inocencia. Igual que terneros recién nacidos, cada uno de nosotros pegó los labios al miembro del otro para mamar con avidez, pues sabíamos que no sobreviviríamos sin aquella leche. Justo en el mismo instante en que yo me corría en su garganta, noté que un chorro idéntico —cálido y sabroso como el calostro de una vaca que acaba de parir— inundaba la mía. Víctimas de la hambruna como éramos los dos, casi nos desmayamos por la impresión que nos causó recibir alimento de verdad y permanecimos inmóviles varios minutos, jadeando.
Medio dormido, abroché los pantalones de ambos y luego, cuando él se incorporó, me eché a reír. Tenía la cara mojada.
—Ya aprenderás a tragártelo —le dije.
Pareció incómodo cuando le limpié la cara con el faldón de mi camisa.
—Me ha pillado por sorpresa —gruñó.
Ahora que nos sentíamos tan relajados y liberados, empezamos a adormecernos. Tantos días de cansancio, viajes y emociones me vencieron finalmente. Sin decir una palabra, Juan se apartó de mí y se dejó caer en la otra cama, pues sabía que no era apropiado que durmiéramos en la misma cama: alguien podría sorprendernos.
Nos quedamos profundamente dormidos a pesar del intenso calor.
Cuando por fin conseguí abrir los ojos, Juan ya estaba despierto en la otra cama. Se apoyaba en un codo y me observaba. El iris de sus ojos azules se había oscurecido y revelaba una intensa emoción.
—He oído voces en la cresta de la colina —dijo—, pero han pasado de largo.
—Seguramente serían los guardas de La Mora.
Extendí el brazo en el espacio que había entre nuestras camas y él me tomó la mano. El sol del atardecer, que se colaba oblicuamente a través de la puerta, proyectaba sobre las polvorientas baldosas la sombra de nuestros dedos entrelazados. Sentía que mi maltrecho cuerpo había recobrado de repente la salud, que rebosaba de un bienestar puro y limpio como el agua del deshielo. Me metí en su cama y me refugié de nuevo en sus brazos. El silencio de aquel día abrasador y resplandeciente permanecía inalterado y nosotros seguimos allí tumbados, reticentes a prescindir de la proximidad de nuestros cuerpos. Me parecía maravilloso escuchar su respiración, observar de cerca los rasgos de su cara, mirarle a los ojos más allá de las hermosas sombras que proyectaban sus pestañas, perderme en su alma y descubrir que disfrutaba de aquellos momentos de intimidad. Me miraba de la forma como yo siempre había pensado que un hombre miraría al hombre que amaba.
—¿Recuerdas que te hablé de la cripta de las Mercedes? —le pregunté.
—Sí.
—La entrada está justo aquí debajo. Se quitan las baldosas del suelo, aparece una escalera… y se baja.
Se estremeció visiblemente.
—¿Está llena de muertos… como la cripta de una iglesia? ¿Lo hemos hecho encima de un montón de muertos?
Su superstición me hizo reír.
—Cripta es como se llamaba antiguamente a las cuevas, amiguito. No es un cementerio, sólo una cueva. Una cueva sagrada, como Altamira. ¿Has estado alguna vez en Altamira?
—No, estaba demasiado ocupado en la granja.
—La cripta de las Mercedes es parecida a la cueva de Altamira, aunque no tan antigua. Está llena de pinturas de la Virgen y de animales. Te la enseñaré otro día.
Me observó con cierta inquietud y luego asintió lentamente. Le acaricié el pelo para tranquilizarle y, en ese momento, pronuncié unas palabras de forma espontánea.
—Hombre de mi corazón —susurré.
Se puso un poco tenso.
—Esas cosas se les dicen a las chicas.
—Las chicas no tienen leche, como tú —Juan se sonrojó de golpe—. La leche que tú me das y la que te doy yo a ti —dije junto a su mejilla— se convierte en parte de nuestros… huesos, de nuestro pelo. Como cualquier otro alimento. Piensa en lo que te digo.
Se echó a reír.
—¿Dónde has aprendido semejante vulgaridad? ¿En la clase de ciencias?
Tanto él como yo volvíamos a estar excitados. Juan deslizó la mano entre mis piernas y me acarició las nalgas con un gesto posesivo, por encima de la tela de los pantalones.
—Majín —me susurró—, tengo ganas de deshonrarte del todo.
Me pregunté si me estaría poniendo a prueba para comprobar si era o no tan macho como aparentaba.
—¿Lo has hecho alguna vez? —le pregunté.
—No, pero tengo entendido que los hombres lo hacen a veces.
—Supongo que te lo dijo Rafael.
—Otra vez Fael. Ya te he dicho que…
—Sí, ya lo sé, ya lo sé. Que hablasteis del tema y que luego él se fue y se lo hizo con otro.
—Tenía un amigo… jamás llegué a conocerle.
Me debatía entre el deseo de hacerlo y el miedo que me daba que me creyera un afeminado y me perdiera el respeto.
—Supongo que tú perdiste la honra debajo de un puente, en cualquier sitio.
Se echó a reír.
—Ni debajo de un puente, ni en ningún sitio. Oye, majín, ¿sabes que aquel primer día en el ruedo tuve que morderme la lengua al ver cómo te miraban los hombres?
Yo también me eché a reír.
—¿Y qué me dices del chico de tu pueblo?
—¿Qué chico? —dijo desviando la mirada.
—Ese del que no me has hablado nunca.
Yo seguía dando palos de ciego: tenía la sensación de que Juan había estado con alguien cuando era muy joven… no como yo, que sólo había tenido amantes imaginarios. Mi primera vez fue con un puto extranjero, a los diecinueve años, y le pagué con los francos que había ganado gracias a mi primera corrida de toros en Francia. Para mi sorpresa, a Juan se le humedecieron los ojos y la voz se le quebró.
—Aquel chico era demasiado cobarde para atreverse —masculló al final.
Era evidente que se emocionaba al hablar de aquella historia, así que decidí olvidar el tema por el momento. De repente, se oyó un brusco movimiento entre la maleza y Juan y yo, sobresaltados, nos incorporamos para escuchar atentamente.
—No pasa nada… es un halcón que ha cazado una perdiz —susurró Juan.
Aún así, yo me puse en pie.
—Es hora de irnos —dije.
El día ya tocaba a su fin. A través de la puerta abierta de la cabaña se veían las sombras del atardecer, ahora de un azul intenso y cada vez más alargadas, sobre los matorrales. Una brisa ligera e inquietante agitó las hojas.
—La próxima vez bajaremos a la cripta —dije—. Allí no nos molestará nadie.
Recogimos nuestras cosas, cerramos la cabaña y nos dirigimos hacia donde estaban los caballos. Pensé en Paco con cierta preocupación. ¿Y si mi hermano descubría algo en los archivos antiguos, esos documentos que yo ni siquiera me había molestado en estudiar? ¿Y si Paco encontraba la cripta por su cuenta? ¿Y si aparecía por allí para echar un vistazo? Nunca había pasado mucho tiempo en el coto y despreciaba la caza porque, según él, no era digna del destino de los Escudero. Por lo que yo sabía, Paco jamás había visitado la cabaña.
Mientras cabalgábamos, Juan adivinó mis pensamientos.
—¿Tu hermana sabe que me lo has contado? —me preguntó.
—Claro.
—Entonces también sabe…
—Mi hermana y yo no tenemos secretos.
Al principio, pareció un poco inquieto, pero cuando le conté que José y yo habíamos ido a Santander en coche para buscarle, estalló en carcajadas y me lanzó una mirada provocadora y maliciosa.
—Ayy —dije—, si yo fuera un toro y estuviéramos en primavera, te hincaría el diente como el toro a la hierba fresca.
Juan se ruborizó.
—Vete a la mierda —me dijo.
Ahora que habíamos empezado, yo quería que nuestras vidas se unieran para siempre, como los interminables entrelazados celtas que había en la iglesia de su pueblo. Así pues, me pareció que era el momento perfecto para hablarle de Sera y de José y mencionar la idea de los matrimonios de conveniencia. Y entonces, cuando estaba a punto de abrir la boca, algo me hizo seguir callado: pensé que tanta emoción de golpe era más de lo que Juan podía soportar y decidí esperar. Al día siguiente, Pico y Magda no habrían regresado aún, es decir, que Juan y yo podíamos volver a las colinas, buscar un lugar diferente… y tal vez encontrar un espeso matorral en alguna parte y pasarnos todo el día follando como dos linces en celo. Sólo deseaba que Paco no tuviera un espía por ahí, equipado con unos prismáticos.
Al llegar a la granja, sin embargo, mis fantasías respecto al día siguiente se vinieron abajo: allí estaba otra vez aparcado el Seat 600 y en las ventanas de Pico y Magda había luz. Nos llegó el olor a alubias y tocino que se escapaba por la puerta y, en ese momento, Pico salió de la casa y me abrazó con un vigor sorprendente para un hombre de setenta años.
Juan se fue a encerrar las gallinas antes de que se hiciera de noche y yo aproveché la ocasión para hablarle a Pico de nuestro primer lince. En los ojos del hombre apareció un destello de alegría. Muchos eran los que habían creído que Pico estaba loco. La brisa nocturna le revolvió los cabellos, blancos como los de un mago, que sobresalían de su gastada boina.
—Pico, has vuelto muy pronto. ¿Estás preocupado por el chico?
—Ese chico es una joya.
—¿Y entonces…?
—Pues que no soy más que un viejo ansioso y, además, hace años que no salgo de aquí.
—La próxima vez que Magda y tú vayáis a visitar a vuestra hija, os quedáis unos días. Necesitas descansar un poco. Y tranquilo, que Juan no te va a defraudar.
—Así pues… Juan trabajará aquí hasta finales de septiembre, para irse familiarizando con la tierra y para que yo tenga tiempo de pulirle un poco. A partir de entonces, vendrá aquí durante las vacaciones de la Universidad.
—Sí. El comité está de acuerdo.
Esa noche regresé a Las Moreras, para guardar las apariencias, y dormí en mi habitación. La imagen de Juan y yo haciendo el amor era como una vívida película en tecnicolor que acaparaba mis cinco sentidos, pero… ¿cuándo podríamos desnudarnos para hacer el amor, cuándo podríamos pasar toda la noche juntos y despertar uno junto al otro por la mañana, cuándo podría pasar todos mis días con él? La verdad es que no creía estar pidiéndole tanto a la Virgen de las Mercedes.