A última hora de aquella misma tarde, cuando ya todos habíamos dormido un poco, Juan y yo salimos a pasear por los olivares con los galgos, pero él se mostró distante y taciturno.
—Me marcho hoy —dijo finalmente.
Me negué a creer lo que estaba oyendo.
—Es cierto que has estado fatal en el ruedo, pero… puede que con un poco más de práctica…
Juan me interrumpió.
—No he venido para ser torero —gruñó—. La verdad es que… los toros me importan un bledo.
Le miré directamente a los ojos. Entonces… ¿por qué había recorrido quinientos kilómetros? ¿Sólo por mí? En ese caso, ¿por qué me había rechazado? Decía que había venido en busca de respeto. ¿De mi respeto? En ese caso, ¿en qué le había fallado yo?
Seguimos paseando, intentando aparentar la mayor normalidad del mundo, jugando con los perros, hablando en voz baja… Utilicé los argumentos más ingeniosos que se me ocurrieron, todos ellos surgidos de la desesperación, para convencerle de que se quedara por la zona, de que buscara un trabajo en Madrid. Le prometí que nuestros caminos se cruzarían de vez en cuando, pero cuanto más hablaba yo, más se empeñaba él en decir que no.
—Yo no encajo en tu mundo —dijo con rotundidad—. Además, hay demasiada gente a tu alrededor.
Sentí un pequeño vacío, una estocada minúscula pero muy profunda en el alma, como la que el torero le deja al toro cuando retira su espada. Sí, aquel novato acababa de matarme con una maestría sorprendente y de una única estocada.
—Entonces márchate —dije con voz grave— y que la Virgen te proteja.
—Y a ti también —dijo acariciando las orejas de los perros. Después dio media vuelta y volvió a la casa. Le seguí con la mirada.
Mientras Juan empaquetaba sus cosas y ataba la maleta con una cuerda, le escribí una auténtica carta de recomendación, para que no tuviera problemas a la hora de encontrar trabajo. José ya se había levantando y le conté en voz baja lo que ocurría, pero no dijo gran cosa. A mis hombres les entristeció ver marcharse a Juan: en la puerta del patio, mientras dos de los guardas nos observaban, le estreché la mano con mucha formalidad, sin mostrar afecto. Los demás también le estrecharon la mano. Juan, orgulloso como nadie, se había puesto los pantalones y la chaqueta nuevos para el momento de la despedida.
—Buena suerte —le dije—, y haznos saber qué tal te va.
—Claro —dijo—, quizá os mande una postal desde Alemania.
Los dos guardas y yo seguimos a Juan con la mirada mientras se alejaba por el camino, cargado con la maleta. El calor del verano ya empezaba a desdibujar las montañas. La figura de Juan se fue empequeñeciendo, hasta que finalmente desapareció entre engañosos espejismos.
—Qué pena —dijo uno de los guardas, mientras se cargaba la escopeta al hombro—. Es un chaval muy majo.
—Lástima que no tengamos ningún trabajo para él —añadió el otro guarda—. Mozo de espadas o cualquier cosa.
—Ya se lo he comentado —me encogí de hombros—, pero no le interesa.
—Torero o nada, ¿no? —dijo el primer guarda—. Veo que el chaval es orgulloso.
Fingiendo que toda aquella historia me aburría, me serví otro café y me dirigí al patio. Me dejé caer en mi silla de ratán favorita, con un pie en una otomana para descansar la pierna mala, y aparenté estar leyendo Los toros. José no sabía qué decirme, así que se limitó a subir a su coche y partir hacia Madrid para recoger a Tere. Desde allí se iban a Barcelona, donde mi hermana debía cubrir una corrida de toros.
La bomba alemana ronroneaba suavemente en el pozo mientras el jardinero, Eustacio, arrastraba una manguera por todo el patio y mojaba las losas de piedra. Después regó a mano las macetas llenas de rosas y los árboles. La fragancia limpia y fresca del agua en el muro de granito y en las plantas me recordó a Juan. Su repentina ausencia me producía la sensación de que la casa se me iba a caer encima, pues el chico había conseguido —en tan sólo unos días— que su intrigante presencia se me hiciera imprescindible. Sentí que empezaba a acecharme una nueva clase de soledad y supe entonces lo frágil que era mi vida y lo frágil que era la fachada rococó que yo mismo había construido. En mi imaginación, la figura tambaleante de Juan se empequeñecía más y más, mientras caminaba por el arcén de la carretera. Un camión desvencijado paraba para recogerle y él subía. El camión se perdía tras una curva y dejaba una nube de humo tras él. Y Juan desaparecía, regresaba al espacio y al tiempo de los cuales había surgido.
Traté de concentrarme en el capítulo de Cossío sobre las distintas subespecies de reses bravas autóctonas, históricamente, de las distintas partes de la Península Ibérica. Cada subespecie tenía su propio pelaje y su propio temperamento. Y de repente, de algún rincón de mi mente, surgió una idea brillante: ¿por qué no se me había ocurrido ofrecerle a Juan la posibilidad de convertirse en el aprendiz de Pico en el coto? La lujuria se había adueñado de mi mente y no me había permitido pensar con claridad. De repente vi a Juan vagando por los pastos de alta montaña en Umbrilla, estudiando las plantas, observando las gamuzas pacer junto a sus vacas… Un muchacho que soñaba con el amor, que escuchaba la llamada de las águilas, que sabía dónde había dormido un ciervo por las marcas en la hierba… La Virgen de las Mercedes había respondido a mis desesperadas plegarias desde su trono de cuernos de vaca, rodeada por su séquito de animales, y había puesto a Juan Diano Rodríguez en mi camino por segunda vez. Y por segunda vez, yo le había dejado escapar. «Qué tonto soy», me dije, «no he pensado en todas las posibilidades». Un guardabosques con conocimientos de veterinaria, incluso con una formación científica como la mía, sería valiosísimo. Y estaba seguro de que la Virgen no me concedería una tercera oportunidad.
Tomé la chaqueta y las llaves del coche, fingiendo que no tenía ninguna prisa.
—Será mejor que vaya a Madriz —dije bostezando—. Me acabo de acordar de que tengo que ir a probarme el traje de luces nuevo.
Hiciera lo que hiciera, a los demás siempre les parecía bien. Junto a la puerta principal, a la sombra, se hallaba Santí, que estaba reparando el cuero de sus arreos de picador con remaches y un sacabocados.
—Si ves a Juan en la carretera —dijo levantando la cabeza para mirarme—, dile que es tonto por no quedarse con nosotros.
Casi con la misma temeridad que caracterizaba a José, conduje mi Volkswagen a toda velocidad por la estrecha carretera que discurre entre colinas, mientras escudriñaba con desesperación, a través de mis gafas oscuras, el paisaje borroso que se abría ante mí. Los neumáticos chirriaban en las curvas y, justo al salir de una, estuve a punto de atropellar a una viejecita que caminaba muy despacio con un haz de leña a la espalda. El coche derrapó y los neumáticos chirriaron de nuevo, pero la viejecita siguió caminando despacio, como si ni siquiera me hubiese visto. Cuando recuperé el control del coche y aceleré, tenía el cuerpo empapado de sudor caliente. En mi cabeza retumbó la voz de Paco, maldiciendo a los campesinos por no haberse enterado aún de que vivíamos en la era del automóvil. Por suerte para mí, al día siguiente no habría ningún titular en el que pudiera leerse UN TORERO ATROPELLA A UNA ANCIANA. «Frena, pedazo de loco», me dije.
Llegué hasta La Mora sin encontrar ni rastro de Juan. Era imposible que hubiera llegado tan lejos en una hora, así que lo más probable es que alguien le hubiera recogido. Ya estaría a mitad de camino de Madrid, o de Ciudad Real o de Alemania y yo estaba seguro de que me pasaría el resto de la vida maldiciéndome por el error que había cometido. Profundamente abatido, pasé de largo La Mora y continué diez kilómetros más antes de darme por vencido y regresar. Si había un día perfecto para ensillar a Faisán y cabalgar por el coto sin pensar más que en mi sufrimiento, hoy era el día. Cuando me hallaba a mitad de camino entre La Mora y mi casa, conduciendo a toda velocidad, escudriñando las hileras de olivos y tratando de pensar en la cosecha, vi algo de un marrón que me resultaba familiar entre las hojas de color gris plateado. Era la chaqueta de Juan y, por un momento, pensé que se había ahorcado de uno de mis árboles.
Pero no. Estaba sentado bajo una sombra ya escasa, la maleta a su lado y la cabeza apoyada en las rodillas. A sus veinticuatro años, no tenía ni casa, ni familia, ni trabajo, ni estudios ni futuro. Y aún así, acababa de dejarme. Yo me había comportado como Satanás y le había ofrecido todas las riquezas del mundo, pero él nos había dado la espalda a mí y a mi dinero. Según su manera de pensar, faltaba algo en lo que yo le ofrecía, pero si yo no descubría de qué se trataba, Juan me rechazaría para siempre. En ese momento, empecé a intuir vagamente qué clase de ser humano era: lo que yo sentía por él ya no era sólo un deseo incontenible que me hacía un nudo en el estómago. Lo que sentía por Juan Diano era respeto, pero empezaba a preguntarme si ya era demasiado tarde.
Al llegar al árbol más cercano, salí de la carretera con un chirrido de neumáticos y apagué el motor. Juan levantó la cabeza y yo me acerqué a él, pero me detuve al ver la hostilidad de su mirada, medio oculta por la inquietante sombra que proyectaba su boina. El espacio que se abría entre nosotros semejaba un cañón. Ardía en deseos de hablar, de pronunciar palabras sinceras para que entendiera que me estaba sucediendo algo inconcebible, que me estaba enamorando de él.
Juan se levantó muy despacio y adoptó una actitud agresiva, con los puños apretados. En sus ojos había una mirada salvaje. Creo que fue en ese momento cuando vi al verdadero Juan, cuando vi su dolor, la intensidad de sus sentimientos, su rabia, su soledad y su falsa valentía.
—No me convertiré en tu puto, señorito —me dijo, con una voz temblorosa y apenas audible—. No me quedaré a esperarte en un apartamento, mientras tú llevas una vida de lujo.
—Nunca he pensado en ti de esa manera —repliqué con el mismo tono de voz.
—Los hombres como tú han comprado y vendido a los hombres como yo durante siglos —me escupió—. Tu dinero siempre se interpondrá entre nosotros.
Se giró con brusquedad y se apoyó en el árbol más cercano. Aferró el tronco con tanta fuerza que sus dedos casi dejaron marcas en la corteza plateada del árbol, igual que las habrían dejado en la carne. Y de repente, golpeó el árbol con el puño. Sí, él también sabía lo que estaba ocurriendo: lo que había empezado para ambos como simple deseo, se estaba convirtiendo en algo mucho más peligroso.
Eché una mirada furtiva a mi alrededor, pero no había nadie. Después le miré de nuevo a él: el joven toro bravo, furioso y herido, se había retirado a un rincón del ruedo donde sabía que podía defenderse. Aquí podría matarme más fácilmente, si yo no tenía cuidado. Tendría que torear su corazón, citarle con mi capote para hacerle salir de allí. Y no sólo eso, sino que tendría que demostrarle respeto y ser el primero en reconocer mis sentimientos, pero tras toda una vida actuando con zorrería, se me hacía difícil hablar con sinceridad. Para ganar tiempo, rebusqué en los bolsillos, saqué un puro pequeño y el mechero de oro, y lo encendí. Me senté en la rama baja de un olivo y fumé durante un minuto, mientras ordenaba mis ideas y concebía una estrategia.
Juan paseó inquieto alrededor de mí, sin dejar de dar patadas a las piedras con la punta de su alpargata.
—¿Quieres que te limpie los pies con la lengua? —le pregunté al fin, en tono irónico. Juan se volvió y me miró fijamente—. Podría ir a ver al chulo más importante de toda Barcelona y elegir puto en un álbum de fotos, pero el hombre que me ha hecho recorrer durante horas estas carreteras de Dios, buscándole, no está en ese álbum.
Le ofrecí el puro y, tras dudar unos instantes, Juan lo tomó y se acuclilló junto a mí para fumar. Aquello le tranquilizó. Probablemente, jamás había probado un buen puro habano en su vida. Los pantalones le marcaban paquete y, de repente, sentí deseos de poner la mano entre sus muslos, de acariciarle justo en aquella parte. Noté un cosquilleo en los huevos y se me hinchó la polla.
—¿Qué quieres? —le pregunté.
—Quiero una vida decente —me respondió, mientras con el dedo dibujaba algo en el suelo.
—Un veterinario, si es bueno, también puede hacerse rico —le dije—. Incluso más rico que un médico.
—Hay que tener mucho dinero para pagar la carrera. Además, vivir en Madrid es muy caro.
Mi erección disminuyó en cuanto empecé a pensar en los problemas a los cuales se enfrentaba Juan. En España se exigía mucho a los jóvenes que cursaban estudios superiores y yo lo sabía porque lo había vivido: en ciencias, sólo uno de cada quince o veinte estudiantes conseguía graduarse. En Veterinaria, tal vez lo consiguieran unos treinta jóvenes al año.
—¿Te ves capaz de terminar la carrera? —le pregunté.
—Sí —dijo apretando las mandíbulas.
—¿Estabas ahorrando para matricularte?
—Esperaba tener bastante para apuntarme en otoño al Preu, pero ahora ya no me queda nada.
Su confesión me proporcionó una oportunidad inmejorable.
—Hay una posibilidad —le dije—. ¿Me permites que te lo explique? —Tras un minuto, asintió—. Tú no tienes don para matar animales, tienes don para curarlos. Vacas lecheras… y también reses bravas, ¿no?
En sus ojos apareció una mirada soñadora.
—Yo les daba infusiones de hierbas a las vacas cuando estaban enfermas y alimentaba con el biberón a los becerros huérfanos.
—Y también sabías magia, aprendiste las cosas para las que tu padre no tuvo paciencia.
Juan asintió. De repente, volvió a suspirar, dos veces. Estaba a punto de llorar y no podía contenerse.
—Una vez —dijo—, cuando yo tenía ocho años, vi a mi padre matar a unos cuantos gatitos que no quería. Les pisoteó la cabeza y podría habérmela pisoteado a mí también si le hubiera dado la gana. A partir de ese momento, yo me hice cargo de los animales. Los protegí de mi padre y tanto él como mi hermano se alegraron mucho de poder utilizarme como esclavo. Ellos eran los señores comerciantes de ganado, que se dedicaban a beber con sus amigotes en los días de mercado…
—Y tú adoras la Naturaleza salvaje, los animales salvajes…
Juan entrecerró los ojos y su respuesta fue un ligero cabeceo. Me invadió una gran alegría.
—Mira —le dije, escogiendo cuidadosamente las palabras—, tenemos un coto y el guardabosques es ya muy viejo. Necesitamos que forme a un profesional para que le sustituya cuando él muera. El coto es importante y proteger animales salvajes también será muy importante. Si lo haces bien, ganarás un buen sueldo. Además, tenemos una fundación que puede hacerse cargo de tu formación: Biología, Veterinaria… lo que haga falta. Podrías convertirte en alguien muy reputado en la profesión.
Juan negó con la cabeza y se puso en pie.
—Ya te he dicho que no pienso trabajar para ti —gruñó.
Me armé de paciencia y proseguí:
—El proyecto del coto no es mío. Fue fundado por un grupo de gente que aportó dinero y que apoya el trabajo que se está haciendo en el coto. —Juan permaneció de pie y siguió fumando con la parsimonia propia de los campesinos, mientras pensaba. Yo me esforcé aún más, con el objetivo de que mi propuesta le resultara atractiva—. Hay nueve personas que forman una especie de junta directiva y dirigen el proyecto. Entre todos deciden cómo se gasta el dinero. Por supuesto, tanto mi hermana como yo pertenecemos a la junta, pero también pertenece el comité del pueblo, que está formado por cuatro personas. La persona que más peso tiene es Pico, porque es el experto. Trabajarás con él durante un par de semanas y será él quién diga sí o no a la junta. Si Pico no te acepta, no servirá de nada lo que yo diga, porque es un viejo testarudo y cascarrabias. De hecho, si Pico no te acepta y yo me enfrento a él, quedaré bastante mal.
Juan asintió lentamente, mientras consideraba la oferta.
—¿Cuánto pagan? —había entrecerrado astutamente los ojos, como si estuviera regateando por una vaca en día de mercado.
—Treinta mil pesetas al mes para empezar, más comida y alojamiento en el coto.
Me observó fijamente.
—Eso es mucho dinero… Tu dinero.
«Paciencia, Antonio».
—No —le dije con calma, sin alterar la voz—, no te pagaré yo, sino la fundación. El dinero no es mío, sino que procede de gente que apoya lo que estamos haciendo: cazadores, empresarios, gente concienciada que quiere que recuperemos unas tierras ahora muy abandonadas… Hasta el Gobierno nos ha dado dinero para que plantemos árboles por aquí. Yo no tengo dinero para hacer todo eso —se me escapó una risita irónica—. No soy tan rico como tú crees —Juan me miraba directamente a los ojos, como si tratara de averiguar si le estaba mintiendo—. Has dejado atrás una granja del tamaño de un pañuelo —añadí—. Esto es mucho más grande, hombre. Si llegas a ser guardabosques, sustituirás a Pico en la junta y serás quien esté al mando.
Transcurrieron largos minutos y, mientras Juan estudiaba la propuesta, mi corazón pendía peligrosamente de un hilo. Me puse en pie y le miré a los ojos. Le quité el puro de los labios, le di una calada y proseguí:
—En el coto, no te pediré tu… amistad. Lo único que te pido es que ames la tierra, los animales. El dinero no se interpondrá entre tú y yo.
—¿Palabra de honor? —Volvió a quitarme el puro.
—Palabra de honor.
Expulsó el humo y reflexionó, con la mirada perdida a lo lejos.
—¿Dónde viviré? —me preguntó.
—De momento, te quedarás en el coto. Hay una casa vacía. Si te aceptan, puedes vivir allí. Y luego, cuando tengas dinero, puedes vivir donde quieras.
El viento cálido le revolvió el flequillo rubio mientras le daba otra calada al puro, con aire pensativo. Entrecerró los ojos para protegerse del sol y buscó mi mirada.
—¿Y qué pasa si un día tú y yo nos convertimos en enemigos? —preguntó.
Durante un largo minuto, sostuvo mi mirada con sus hermosos ojos, tímidos y valientes a la vez. Entendí cuál era la verdadera pregunta, pero no estaba muy seguro de cómo contestarla. Era como si no hubiera palabras en español —ese idioma noble y elegante, cuya antigüedad y riqueza es, a buen seguro, motivo de orgullo para la Real Academia Española— para describir lo que sentíamos. Tendríamos que inventar un idioma nuevo, una civilización sólo para nosotros dos.
—Bueno… ¿qué me dices? —proseguí.
—A lo mejor no me cae bien Pico.
«Claro, por supuesto. El granjero debe inspeccionar a fondo los dientes del caballo antes de pagar por él», pensé.
Me pareció adecuado mostrarle aún más respeto mediante una declaración, porque estaba seguro de que aquel rufián chapado a la antigua esperaba que yo me declarara y, desde luego, no quería que lo tomaran a la ligera. Guiado por un impulso y dispuesto a demostrarle que yo, el aristócrata, era capaz de olvidarme de mi orgullo de clase y revolcarme en el polvo por él, estuve a punto de tomarle la mano llena de callos, de acariciar las uñas rotas de sus dedos con mi mano, cuidada y elegante con el anillo en el meñique. Quise acercar esa mano a mis labios y besarla con gesto ceremonioso, como el siervo besa la mano de su señor o como un sacerdote cualquiera besa el anillo del obispo. Sin embargo, no era bueno presionar mucho a Juan. Aún no le habían dado la beca y, por tanto, seguiría defendiendo su honor.
«Retrocede, Antonio. Este toro ya te ha permitido demasiados pases».
Juan dejó caer su ruinosa maleta en el inmaculado maletero del Volkswagen. Permanecimos sentados dentro del coche durante varios minutos, ambos bien erguidos en los asientos reclinables, mirando por la ventanilla y sin pronunciar palabra. Me aterrorizó pensar en lo cerca que había estado de no volver a verle jamás: me temblaba todo el cuerpo igual que aquella tarde en Santander, después de matar al toro. Así pues, me limité a meter la llave en el contacto y a quedarme allí sentado, temblando y aferrado al volante con ambas manos. Juan también estaba silencioso. Cuando le miré de reojo, vi que tenía las manos apoyadas en los muslos y que bajo los caros pantalones que llevaba, ahora sucios de polvo, las piernas le temblaban casi imperceptiblemente. Él también debía de estar asustado.
La anciana a la que casi había atropellado antes se acercaba a nosotros con paso cansino, siguiendo su interminable caminata hacia un destino desconocido y con la espalda aún encorvada bajo el peso del haz de leña. Cuando la anciana pasó frente al coche, ni se molestó en mirarnos. De todas formas, tampoco habría visto nada, porque tenía cataratas en los ojos. No habría visto la extraña escena que protagonizaban dos hombres sentados uno junto al otro, dentro de un coche parado en mitad de ninguna parte.
Nos dirigimos directamente al coto. Pico escuchaba mientras yo le hablaba de aquella repentina oportunidad. Gruñó, refunfuñó y miró de arriba abajo al campesino, como queriendo decir «bueno, ya veremos». Le mostró al nuevo aspirante la minúscula casa en la que tendría que vivir, luego le mostró los corrales y dejó a su cargo una pollada de perdigones a punto de salir del cascarón. Mientras Juan trabajaba, Pico y yo nos sentamos a la sombra de un peral y nos bebimos un vaso de vino.
—No me irá mal tener unos brazos fuertes por aquí —dijo—, si es que el chico vale.
—Hasta te puedes tomar unos días libres.
—Pues no te digo que no, porque mi mujer no hace más que darme la lata para que vayamos a Villarobledo a visitar a nuestra hija. Nuestro yerno se acaba de comprar un coche y podrían venir a buscarnos.
—Hazlo —le dije, aprovechando al vuelo la conveniente oportunidad de que la granja se quedara vacía durante un día—. Juan se encargará de todo.
—No pienso alejarme ni cinco metros hasta que vea si puedo confiar en él o no. ¿Cuándo tienes el próximo contrato?
—Dentro de diez días, en Marbella.
—La próxima reunión de la junta directiva del coto es la semana que viene. Tomaremos una decisión respecto a Juan mientras estés fuera.
—Ya sabes cuál es mi voto.
—He tomado nota de tu opinión y se la comunicaré al comité. ¿Y tú hermana, qué opina? Dile que me lo haga saber.
De regreso a Las Moreras, Santí me dio una palmada en el hombro al saber que me había encontrado al campesino y le había convencido de que aceptara la oferta del coto. Todos se alegraron mucho de que Pico se hubiera mostrado razonable y Braulio comentó que siempre era bonito ver que, de vez en cuando, los muchachos de origen humilde también tenían su oportunidad en este país de Dios.
Por supuesto, a mi hermano le mencioné como quien no quiere la cosa la decisión de Pico, para que no pareciera que yo me mostraba reservado en lo referente a Juan.
—Bueno, al menos no le estás enseñando a torear —me soltó.
—Sí —dije—, ninguno de los chicos valía. Ha sido una gran decepción.
—Es una señal que Dios te manda para que te retires.
—Seguramente —dije con cierta ironía—. Es la voluntad de Dios. Conoces muy bien a Dios, ¿no?
—Todavía estoy molesto contigo. No le dediques tanto tiempo al coto, ahora tienes que pensar en política. En política, en casarte y en tener unos cuantos hijos.
—Ese es justamente mi plan —le aseguré—. Con un aprendiz joven por aquí, siempre y cuando valga, puedo estar tranquilo respecto al coto. Pico es viejo y está mal del corazón. Un día de estos le da un infarto.
—Es verdad —admitió Paco.
—En cualquier caso —susurré—, los votantes españoles no me van a criticar por trabajar en el coto. Ya sean de derechas o de izquierdas, el uso de la tierra es un tema importante para todos. Los católicos más conservadores me verán como un caballero que está repoblando una reserva de caza y los católicos menos estrictos dirán que estoy recuperando unas tierras yermas y creando empleo en una zona deprimida. Sea como sea, no podemos fracasar políticamente.
Paco sonrió ampliamente y mostró los dos caninos prominentes que le daban ese aspecto de hurón a su rostro delgado.
—Ahora estás hablando como un político —dijo—. Me gusta.
Los diez días siguientes transcurrieron con lentitud. Me armé de valor y me mantuve apartado del coto, porque no quería que me vieran revoloteando alrededor de Juan o presionando a Pico. Me entregaron el nuevo traje de luces, que era azul. Deseaba que me durara hasta Arlés, porque quería retirarme de azul, el color de los ojos de Juan.
Antes de partir hacia Marbella, seguía sin saber si Pico aceptaría a Juan o no, pero decidí dar otro arriesgado paso hacia delante. Seguí armándome de valor y visité a la madre de Sera para pedirle la mano de su hija. Doña Margarita aceptó encantada, por supuesto, aunque sin dejar de preguntarse por qué la había hecho esperar tanto. Dijo lo acostumbrado en estos casos, es decir, que yo debía hablar con Serafita y acordarlo todo con ella. Le prometí a doña Margarita que, en el caso de que su hija me aceptara, nos prometeríamos después de mi último contrato en Arlés y que la boda podía celebrarse en algún momento propicio durante el invierno. De momento, le dije, me gustaría que ambas familias mantuvieran el tema en secreto. Ni una palabra a la prensa, por favor, porque no quería que pensaran que se trataba de un ardid publicitario.
Marbella es una localidad turística situada en la costa mediterránea, no muy lejos de Granada, y allí las corridas de toros son muy populares entre los extranjeros. Tenía pensado ir en coche hasta allí, con Tere e Isaías. José no podía acompañarnos porque debía cubrir una noticia en Madrid.
Salimos tarde, lo cual puso de mal humor a Isaías. Tanto él como Tere se dieron cuenta de que yo estaba muy tenso, pero no hablamos mucho durante el largo trayecto hacia el sur. No dejaba de preguntarme qué pensarían en el caso de que supieran lo mío, de que lo descubrieran… ¿Sería como si no hubieran existido esos diez años en que prácticamente les había considerado mi familia? A medida que nos acercábamos a Granada, mi inquietud me llevó a pensar en García Lorca y, obedeciendo un impulso, propuse que pasáramos la noche allí.
Al igual que todo lo demás en España, Granada estaba empezado a cambiar. Ya no era aquel poema morisco escrito en piedra y agua que tanto les gustaba visitar a los ingleses. La Alhambra flotaba en una neblina azul: el palacio, encaramado a una colina, estaba rodeado de espantosos bloques de apartamentos. Los famosos olmos de la colina lucían inquietantes parches de ramas muertas y hojas amarillentas, resultado de la contaminación de los coches o de la grafiosis que había llegado del extranjero. Pasamos junto a una excavadora que estaba derribando las villas más antiguas y bonitas de la zona.
Una vez en el Hotel Albaicín, me fui a dormir pronto, pero no descansé bien. Me desperté temprano y sentí otro impulso. Ya en la calle, oculto tras unas gafas de sol y con la esperanza de que nadie me reconociera, paré un taxi.
—A la Fuente de las Lágrimas —le dije al taxista, un granadino malhumorado con la boina calada hasta los ojos a quien no gustó mucho la idea de hacer una carrera tan larga a primera hora de la mañana.
—Pero hombre, está a una hora de la ciudad y la carretera es mala.
Consulté el reloj y calculé que tenía el tiempo justo para hacer esa excursión antes de ir a Marbella en coche y vestirme para salir al ruedo. Le ofrecí al taxista dinero suficiente como para que el trayecto le mereciera la pena. Durante casi una hora, recorrimos dando tumbos una carretera sin asfaltar que ascendía hacia las montañas; de vez en cuando, las piedras golpeaban el cárter del coche.
—Así que —me dijo el taxista por encima del hombro— está buscando la tumba de nuestro poeta maricón, ¿no?
El corazón me dio un salto y pensé que tal vez me había metido en una especie de ruta de peregrinaje.
—Muchos poetas han elogiado la Fuente de las Lágrimas. Algunos eran moros, otros cristianos… y puede que alguno fuera maricón.
El hombre se echó a reír. Cuando atravesamos el pueblo de Víznar, me señaló un viejo caserón.
—Allí es donde la Falange montó su cuartel general cuando llegaron las tropas de Franco —me contó—. Dicen que el oficial al mando era quien quería ver muerto a Lorca.
Dejamos atrás Víznar y seguimos subiendo. Desde allí, la vista de las tierras llanas de labranza en las que Lorca nació era espléndida. Llegamos a una vieja y amplia acequia que construyeron los árabes para llevar el agua a Granada.
—Dicen que Lorca pasó ahí su última noche, junto a otros prisioneros —me comentó el taxista, al tiempo que señalaba un viejo molino en ruinas.
Me temblaban las piernas, igual que le habían temblado a Juan aquel día. Me pregunté si el taxista aceptaría mi dinero y luego me denunciaría a la policía pues estaba seguro de que los taxistas de Granada tenían la costumbre de sospechar de cualquier hombre que quisiera recorrer aquellas montañas en solitario. Un kilómetro más adelante, mientras seguíamos el curso de la acequia que atravesaba un pequeño acueducto, se abrió frente a nosotros un escarpado barranco en el que crecían pinos jóvenes.
—La mayoría de los que fusilaron —me dijo el hombre— están enterrados en ese barranco. Aún se ven los huecos en el suelo, aunque los fascistas plantaron árboles para intentar esconder las tumbas. Y en invierno, cuando llueve, aún se percibe el olor.
El corazón me latía en las sienes mientras contemplaba los pinos jóvenes. Me vino a la mente el recuerdo de uno de los poemas más hermosos de Lorca.
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verde ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Tal vez Lorca se había enamorado de algún muchacho de aquellas tierras.
—Escuche —le dije al taxista—, ¿dónde está la Fuente de las Lágrimas? ¿Sabe usted dónde me lleva?
Seguimos dando tumbos junto a la acequia.
—Pero también dicen —prosiguió el hombre— que en los primeros días de la rebelión, a los prisioneros los fusilaban en otro sitio. Algunos murieron junto a esos olivos de ahí delante. Ahí es donde descansa Lorca. Con él fusilaron también a dos toreros, o eso dicen.
Los olivos que se veían junto al camino eran de la variedad mediterránea picual y sus ramas estaban repletas de frutos ya maduros: la brisa agitaba las hojas plateadas, que proyectaban sombras danzarinas también plateadas. Los promotores inmobiliarios habían construido en la zona espantosos chalés para que los recién llegados pudieran disfrutar de aquel maravilloso panorama. Saqué la cabeza por la ventana, a pesar de las ráfagas de polvo y viento abrasador, y eché un vistazo. En mi corazón resonó el eco de aquellos disparos que causaron la muerte de Lorca e imaginé la terrible escena de su cuerpo inerte bajo los árboles. Sucedió a primera hora de la mañana, o eso decían los rumores, al amparo de las primeras sombras. La parte trasera de sus pantalones estaba cubierta de sangre y presentaba dos agujeros de bala… ¿O tal vez al ilustre poeta le bajaron los pantalones, le separaron las piernas y le metieron el frío cañón del arma por el culo? ¿Acaso aún vivía cuando se lo hicieron? La gente decía que sí. No me costó mucho imaginar aquella violación, el terrible estallido dentro de mi propio cuerpo, mil veces mucho más doloroso que las cornadas del toro. Me esperaba la zanja que sería mi tumba y allí me metieron de una patada. Yo, el más ilustre poeta de España, caí ya sin vida y con el pelo sucio, en los brazos de dos toreros muertos cuya orientación sexual nadie conocía. Y me dormí, olvidado por muchos pero no por todos, en una cuna de raíces de olivo.
España estaba llena de lugares como aquel, de rincones olvidados bajo la tierra. Los aliados alemanes e italianos de Franco se habían impacientado y habían dicho que la guerra se podía ganar en pocas semanas con una ofensiva relámpago, pero los fascistas se habían empeñado en tres años de lento avance, deteniéndose en cada pueblo y en cada ciudad para liquidar a tantos republicanos y liberales como fuera posible. Me pregunté si habría muchos otros como yo —y como mi hermana— descansando bajo tierra.
—Señor —decía el taxista—, señor.
—¿Qué? —contesté.
—¿Desea el señor detenerse aquí? —me preguntó el hombre.
Deseaba en cada fibra de mi cuerpo detenerme allí, pasear y dejarme llevar por mi intuición para averiguar en cuál de aquellos rincones bajo los árboles había sido enterrado.
—No —respondí—. Ya le he dicho… que me lleve a la Fuente.
Era muy triste que ni siquiera me atreviera a identificarme como un entusiasta de la poesía.
Unos doscientos metros más allá, por el mismo camino, se hallaba la Fuente de las Lágrimas. El hombre se sentó a la sombra a fumar un cigarrillo mientras yo me apoyaba en la balaustrada y contemplaba el interior de aquella célebre cisterna, construida por los árabes hacía mil años para transportar a la sedienta ciudad el agua de la sierra. En el agua de la cisterna se reflejaba la balaustrada y los árboles que la rodeaban y también un hombre que estaba solo y cuyo semblante era triste. Las burbujas subían desde el fondo de la cisterna y brillaban en la superficie: eran las lágrimas de las que hablaba la leyenda.
—Sí, matador —dijo el hombre—, la gente siempre llora cuando viene aquí.
Se me encogió el corazón. Me había reconocido.
—Buen hombre, estoy de incógnito —dije—, he venido a visitar esta fuente en memoria de un familiar.
De regreso al hotel, me encontré con Tere e Isaías, que estaban enfadados.
—¿Dónde estabas? —me dijo Tere preocupada—. Llegaremos tarde.
—Estaba buscando la tumba de García Lorca —le espeté.
Isaías se me quedó mirando. ¿Cómo era posible que aún no lo supieran? Durante años, los Eibar habían interceptado esporádicas cartas de amor anónimas y llamadas telefónicas de hombres. De vez en cuando, hasta se permitían bromear sobre el tema: «Es tu público invisible», había dicho Isaías. ¿Cómo era posible que aún no lo supieran?
—¿Desde cuándo te interesa la poesía? —Isaías montó en cólera, como si yo fuera un novillero—. ¡Tienes que concentrarte en tu trabajo: en los toros, hombre, en los toros!
—Es un suicidio olvidar a los grandes artistas de este país —le respondí, montando en cólera yo también.
—No te he oído pronunciar ese nombre —me dijo en tono glacial mi apoderado—. Eso sí que es un suicidio político.
Ya en Marbella, me puse a toda prisa mi traje de luces azul. La maldita pierna volvía a dolerme. Estaba solo en mitad del ruedo, frente a miles de turistas que no hacían más que beber cerveza. Hice un gesto con la montera en dirección al abarrotado tendido y el público aplaudió cortésmente, pensando que les estaba dedicando el toro a los allí presentes. Sin embargo, alcé la vista hacia el sol y susurré:
—Va por ti, Juan Diano.
Traté de sacar fuerzas de flaqueza, pero mi ánimo estaba muy decaído. El toro era noble y voluntarioso, pero sabía que no podía sentir cariño por él. Me invadió la comprensible necesidad de evitar cualquier encuentro violento con los cuernos del animal. En ese preciso instante, la junta directiva del coto estaba probablemente reunida en La Mora, en casa del alcalde. Al ver que me acobardaba, el público empezó a silbar para mostrar su desaprobación. Cuando llegó el momento de matar, estaba tan agotado que me quedé inmóvil durante largos minutos ante el cansado animal. El toro esperaba pacientemente la muerte, tan agotado que inclinaba la cabeza y me ofrecía la cruz, entre las paletillas. Apunté con la hoja curva de la espada, deseoso de que la punta dejara de trazar temblorosos círculos en el aire, y finalmente lancé mi estocada. La espada dio en el hueso y la hoja casi se curvó. Volví a intentarlo y por fin, tras tres intentos, la espada se clavó, aunque torcida. El toro vomitó un gran chorro de sangre antes de caer.
Los turistas me abuchearon y me lanzaron almohadillas y botellas de cerveza cuando salí del ruedo. El empresario tuvo una violenta discusión con Isaías y se negaba a pagar, pero Isaías le amenazó y finalmente conseguimos el dinero. Mientras dejábamos atrás la ciudad, mi apoderado me soltó otro malhumorado discurso sobre la necesidad de que me concentrara en mi trabajo. Nadie volvió a decir una palabra sobre la tumba de Lorca.
Para entonces, ya sabía que el mundillo taurino estaba comentando abiertamente mi visible inseguridad en el ruedo. Incluso se cuestionaban si era sensato por mi parte seguir toreando. ESCUDERO FRACASA EN MARBELLA, anunciaría un pequeño titular, a pie de página, en el periódico del día siguiente. Las revistas taurinas no me prestaban ya ninguna atención y todos mis aficionados, excepto los más devotos, me daban la espalda.
Y mientras tanto, la junta directiva del coto había decidido mi destino. Isaías había votado que sí y había mandado su voto por correo al alcalde, pero tal vez los demás habían votado que no. Si Pico o el alcalde hubieran tenido teléfono, podría haberles llamado para averiguar su decisión.
Me detuve en Madrid para visitar a mi hermana y le conté mi sufrimiento. Salimos a comer y ella se reía mientras conducía su Citroën entre el tráfico de la ciudad.
—Estás enamorado —dijo.
—¿Tú crees?
—No sé si él está enamorado, pero tú sí.
—¿Enamorado? ¿O loco?
—Le has mandado a trabajar con Pico porque es más seguro, ¿no? Por cierto, le dije al alcalde que mi voto es sí.
—¿Qué quieres decir con «más seguro»?
—Quieres usar la cripta de las Mercedes como punto de encuentro, ¿no es cierto?
—No lo había pensado, pero… ¿por qué no?
—Sólo los Escudero y las esposas más leales han llegado a saber dónde está la cripta. Ha habido maridos y esposas que han pasado toda su vida con nuestra familia, que han engendrado a las nuevas generaciones de nuestra familia, y jamás han conocido el secreto.
—No hace falta que me cuentes nuestra historia —gruñí.
Me observó fugazmente, mientras acechaba con el Citroën un camión aparcado del cual estaban descargando patatas.
—Ahora sé que le quieres de verdad —dijo—. Ni siquiera se te pasaría por la cabeza ir con él a la cripta si no fuese digno de ello.
—¿Sera sabe algo de la cripta?
—Claro que no. Te habría pedido permiso antes de contárselo.
—¿Quieres contárselo?
—Si firmamos el Pacto, tanto Juan como Sera tendrán que saberlo.
—¿Te parece bien que le lleve allí?
Reflexionó durante unos instantes.
—Sí. Pero… ¿qué pasa si Pico dice que no? Juan se volverá a marchar, ¿no?
Agotado, dormí unas cuantas horas en casa de José y luego volví en coche a Las Moreras. Llegué hacia las cinco de la madrugada y sentí la imperiosa necesidad de seguir hasta el coto, despertar a todo el mundo y enterarme de la noticia.
* * *
Cuando entré en el coto, el amanecer teñía ya de plata el cielo oscuro de levante. Aparqué bajo un albaricoquero, junto a mi casita, me bajé del coche y me desperecé. En lugar de estar agotado después de varios días viajando, me sentía curiosamente despierto y despejado, inquieto por lo que me esperaba.
La mañana era inusualmente fresca y todo estaba muy tranquilo. Los pajarillos cantores empezaban a silbar y canturrear en el huerto, entre los árboles doblados por el viento. Los caballos pacían en silencio en el prado vallado. Las gallinas ya habían salido del corral y picoteaban la tierra, pero no vi a Juan por ninguna parte. Los ajados postigos de la casita de Juan estaban abiertos para dejar pasar la luz del amanecer, lo cual indicaba con toda seguridad que Juan seguía allí, pues Magda los habría cerrado en el caso de que él se hubiera ido. A pesar de que aún era muy temprano, las luces estaban encendidas en casa de Pico. Había un Seat 600 nuevo, aunque cubierto de polvo, aparcado frente a la casa: la puerta del coche estaba abierta y en el asiento trasero había un maleta. Me pregunté qué estaría sucediendo.
Dentro de la casa, el anciano, su esposa y su yerno estaban sentados frente a un frugal desayuno. Habían puesto carbón en el brasero para quitarse el frío de los huesos y habían dejado los postigos de las ventanas entreabiertos para que salieran los gases letales y la estancia se ventilase.
—Pasa, Antonio, pasa —me llamó Magda.
Me senté con ellos a la mesa, complacido por la calidez de la estancia. Magda me sirvió una taza de café hirviendo y bien cargado y le añadió un chorrito de leche de la botella que guardaba en su nevera nueva, convertida ya en su mayor orgullo. Estaba tostando el pan del día anterior en la rudimentaria parrilla que había sobre el fuego de la cocina de butano; sobre la mesa, en un plato, quedaba media tortilla española «de las de tres pisos», bien cargada de patatas, cebolla y el aceite de oliva que nosotros producíamos.
—¿Y bien? —le pregunté a Pico.
—Juan no me acaba de convencer —dijo. Se me encogió el corazón, pero Pico se echó a reír y se burló de mi nerviosismo—. Aunque supongo que servirá.
—Déjalo ya, viejo —le regañó Magda, mientras apartaba la tostada caliente de la parrilla—, no es momento de bromas.
—Entonces, la junta directiva… —me sentía a punto de desfallecer.
—El comité del pueblo era un poco reticente a aceptar a alguien de fuera —dijo Pico—, pero al final conseguí hacerles cambiar de opinión y le ofrecimos la beca a Juan.
—¿Aceptó? —apenas me atrevía a preguntarlo.
—Pues claro, ¿por qué no iba a aceptar?
Pico me lanzó una mirada inquietante y luego se limpió la boca con la mano. Él y su yerno salieron, levantaron el capó trasero del coche y empezaron a toquetear alguna pieza. Algo le sucedía a aquel fantástico motor de fabricación española, que se negaba a ponerse en marcha. En lo que respecta a la poesía, los caballos o incluso el aceite de oliva, los españoles no conocíamos rival, pero la ingeniería moderna nos ganaba alguna que otra batalla de vez en cuando.
Magda colocó un plato frente a mí y lo llenó con una tostada y un pedazo de tortilla.
—Estás muy delgado, matador —me dijo—. Tengo que engordarte un poco.
—¿Y dónde está Juan?
—Durmiendo. Ha comido un poco de tortilla y luego le he mandado otra vez a la cama. Ha trabajado como un burro, el pobre… Hasta ha puesto en práctica sus propias ideas y se ha dedicado a arreglar cosas. Pobrecito, sin familia ni nada. Os voy a engordar a los dos, ya veréis.
Magda había criado a ocho hijos, pero siempre estaba dispuesta a hacerse cargo de otro más.
—¿Y esa maleta en el coche…?
Magda sonrió.
—Nos vamos a Villarobledo de visita. Mi hija está encantada. Volveremos dentro de unos días.
Colocó otro plato sobre la tortilla, con la intención de llevársela a su hija y a sus nietos. Afuera, el motor Seat resucitó por fin y Pico entró de nuevo en la casa, sonriente.
—Por primera vez en muchos años —dijo el anciano—, tengo la sensación de que puedo tomarme un descanso.
Desde luego, Juan debía de haberle causado una buena impresión. Media hora más tarde, y una vez que Magda se hubo asegurado de que yo me comiera hasta el último pedacito de tortilla, Pico y su esposa partieron majestuosamente con su yerno en el coche, lo cual significaba que Juan y yo nos quedábamos solos. Por fin Nuestra Señora de las Mercedes nos veía con buenos ojos.