—¡Eh-heh, toro! ¡Ven aquí, toro!
En una zona sombreada y llana, bajo la morera, seis aspirantes recibían clases de toreo. Juan aferraba con las manos el capote rosa de seda: estaba aprendiendo a agitarlo para llamar la atención del toro; a acercarlo a los ojos y a los cuernos del animal para después voltearlo con elegancia en el aire; a sincronizar ese movimiento con la velocidad del astado; y a hacer lo más importante: tener los pies firmes en el suelo y mantenerse inmóvil, para que el toro no vea moverse al torero. Los animales sólo ven lo que se mueve. Si el toro deja de mirar el capote y mira al torero, lo perseguirá como el gato persigue al ratón.
—¡Eh-heh, toro!
Delante de Juan estaba el «toro». Santí. Mi picador imitaba perfectamente al toro, pues había crecido entre reses bravas y conocía todos sus trucos. Yo hacía de profesor y daba instrucciones, con una expresión imperturbable en el rostro.
Cinco chicos observaban a Juan. A Isaías le había costado varios días reunirlos y llevarlos a Las Moreras y hasta había convencido a un fotógrafo de la revista El Burladero para que se pasara por allí. Puesto que sabían que estaban compitiendo por la oportunidad de aprender conmigo, los muchachos contemplaban con desdén a su compañero granjero. Camuflar a Juan entre los demás aspirantes había sido una buena estrategia, pero Juan fallaba con el capote y los otros muchachos se daban cuenta.
Se turnaron frente al toro. Uno de ellos no hacía más que filigranas y yo traté de que se centrara en una verónica básica, pero no quería escuchar. Isaías y yo intercambiamos una mirada: cuando los aspirantes no quieren escuchar al maestro, terminan corneados. Isaías se llevó al muchacho aparte y le dijo que ya podía marcharse. El fotógrafo bostezó y también se marchó, pues no había visto jóvenes promesas por ninguna parte.
Esperé hasta la tarde para llamar a José y escogí mis palabras con mucho cuidado. A pesar de vivir en un mundo antiguo de espadas y tiros de mula, no me olvidaba de aquello tan moderno que llamaban «teléfonos pinchados».
—Diga… ¿Aló? —respondió mi hermana, con voz soñolienta. Ganduleando en la cama a las dos de la tarde, pensé, como buena capitalina. Charlamos durante un rato, muy atentos a lo que decíamos por teléfono.
—¿Qué tal va el entrenamiento? —me preguntó José, en tono informal.
—Ya hemos echado a un chico.
—Al campesino, claro.
—A ése aún no.
Mi hermana se echó a reír, pues entendió lo que quería decir.
Durante unos cuantos días, la casa fue un continuo bullicio, pues había cinco jóvenes instalados allí que usaban el cuarto de baño. El suelo bajo la morera se llenó de huellas, mis «toros» terminaron agotados y tanto la paciencia de Braulio como las habilidades culinarias de Marimarta tuvieron que superar una dura prueba. Para no perder la concentración, yo buscaba la soledad durante las horas de más calor: me quedaba leyendo en mi habitación y trataba de no volverme loco pensando en el sexo.
Había empezado a leer Solitario, de Jaime de Foxá, una historia bastante entretenida de un tipo que vive rodeado de jabalíes, pero escrita desde el punto de vista de un cerdo. Sin embargo, ese libro no encajaba demasiado con mi actual estado de ánimo, así que finalmente tomé uno de los ya conocidos volúmenes encuadernados en piel de Los toros, de Cossío. Al pasar las páginas, reviví el deseo y la emoción que aquella gran monografía había despertado en mí durante la adolescencia. ¿Por qué me atraía con tanta fuerza la fiesta brava? ¿Era sólo por aquellos hombres atractivos y valientes de las fotografías? ¿Acaso me había enamorado de alguno de ellos en otra vida? ¿O era otra cosa lo que me atraía… quizá los orígenes remotos de la fiesta? Por mucho que hubiera cambiado, y aunque algunos toreros usaran taleguillas elásticas en lugar de las clásicas de seda, lo cierto es que hacía casi tres mil años que los hombres —y sí, también las mujeres— jugaban a esquivar los cuernos de los toros bravos.
La noche siguiente, Juan se arrastró de nuevo hasta mi ventana. Apagué la luz y me senté en la repisa de la ventana con el libro de Cossío. Hacía una noche espléndida y la luna, aún baja en el cielo, se veía a través de las hojas de la morera, hacia el oeste. Estábamos dentro de una esfera de luz y sombras, pero Juan parecía triste y deprimido.
—Soy malo con el capote, no sé mover los pies… —susurró.
—Aquí no quiero hablar de toros. Mira la luna.
—La he visto millones de veces —dijo entre dientes.
—La de esta noche no la has visto nunca.
Al cabo de un rato conseguí que se calmara, que se recostara en los barrotes y que contemplara la luna. Noté su hombro apoyado en mi pecho, entre los barrotes. Al principio, tenía los músculos muy tensos, pero después se relajó un poco. Aunque llevaba la chaqueta negra, estaba temblando.
—¿Tienes frío? —me atreví a ponerle la mano en el hombro, en un gesto supuestamente afectuoso, que no quería decir nada.
—Un poco —dijo.
Pasé el brazo derecho entre los barrotes, le rodeé el pecho y él apoyó su cuerpo en el mío, a través de los barrotes. Aquella fue la excusa para poder tocarnos mientras contemplábamos la luna y a mí me pareció maravilloso, aunque un poco incómodo. Siempre había estado tan obsesionado con hallar unas pocas horas de intimidad para mis aventuras en el extranjero, que me había perdido lo hermoso de aquellos preliminares tan sencillos, como rodear con el brazo el pecho cálido y palpitante de un hombre.
Transcurrió una hora y, durante todo ese tiempo, deseé que el calor que emanaba de nuestros cuerpos fundiera los barrotes. En silencio y concentrados por completo en lo cerca que estábamos el uno del otro, vimos cómo variaban los ángulos de un millón de rayos de luna y cómo se movían entre un millón de hojas de morera; a lo lejos, en las laderas del coto, se oía el canto del chotacabras. Contemplé el perfil resplandeciente de Juan, que cambiaba a medida que la luna descendía en el cielo: las sombras desaparecieron bajo sus cejas, bajo su nariz y bajo su labio superior. Cuando la luna llegó al nivel del horizonte, arrojó su luz justo entre los labios de Juan, el lugar preciso que yo deseaba acariciar con la lengua. La calidez de su cuerpo se me colaba por la nariz y mi aliento rozaba su pelo. Poco a poco, metí la mano bajo su chaqueta y sentí su pecho bajo la camisa. Tenía el pezón duro, a causa del frío y del deseo, y se lo acaricié con suavidad.
—No —susurró. Me apartó la mano y la sostuvo durante unos instantes, contemplando el anillo. El diamante lanzó un inquietante destello bajo la luz de la luna—. Eso no es cristal, ¿eh? —dijo. Después me soltó la mano.
—No, no es cristal.
—¿Cuántos millones te ha costado?
—Ninguno. Me lo regaló mi bisabuela. —Deseoso de volver a tocarle, traté de tomarle la mano de nuevo.
—Tú lo compras todo —apartó la mano.
—¿Qué te ocurre? ¿Es que te han hecho daño? —Su silencio me lo dijo todo. Asintió con la cabeza—. Dime quién es —rugí entre dientes—, que iré a buscarlo y lo mataré. ¿Fue cuando eras joven?
—Tenía catorce años…
Se me ocurrió entonces que tal vez otro hombre había poseído ya a Juan, lo había deshonrado.
—¿Y qué sabías tú de los hombres a esa edad?
—No hay nada que contar —dijo con voz ronca.
—¿Cómo se llamaba? —quise saber.
Con un movimiento brusco, Juan se apartó de mí y se alejó por la rama.
Si hubiera sido invierno, la época de selección de vaquillas, podría haberme llevado a mis cinco aspirantes a la hacienda de un amigo y ponerlos a torear vaquillas. Se dice que son las hembras, y no los toros, las que transmiten la «bravura», ese temperamento salvaje que impulsa a las reses a perseguir a las personas. Con las vaquillas se demuestra quién es un torero de verdad y quién no lo es. Pero estábamos en verano, así que llamé a Álvaro Chaparra, un ganadero manchego amigo mío, para preguntarle si ya había destetado algún becerro y organizar mi propia selección en Las Moreras. Uno de los corrales de piedra era redondo y pensé que serviría como ruedo provisional.
Cuando la cuadrilla y yo fuimos a la hacienda de Chaparra para echar un vistazo a los becerros, invité a Juan —como quien no quiere la cosa— a acompañarnos.
—Así verás unos cuantos bichos de verdad —le dije—, y no tus vacas lecheras de toda la vida.
La hacienda Chaparra estaba al otro lado de las montañas, al sur, en las praderas de La Mancha. Cuando llegamos, Álvaro, su capataz y unos cuantos vaqueros nos esperaban con varios caballos ensillados. Los vaqueros se armaron de lanzas de madera sin afilar, que usarían para tumbar suavemente a algún animal en el caso de que quisiera embestir. Y finalmente partimos, envueltos en una nube de polvo. Juan permaneció a mi lado en todo momento: pensé que a los otros les parecería natural, pues el muchacho estaba bajo mi responsabilidad. Sabía cabalgar (era acertada mi fantasía sobre su forma innata de montar), pero no sabía qué hacer ni cómo dominar el caballo cuando había ganado bravo cerca. Nadie quería que resultase herido, así que mi tarea consistía en vigilarle.
Cuando Álvaro nos mostró las distintas dehesas, intenté imaginar lo hermoso que sería ver aquellas reses desperdigadas por el coto, pues allí era donde debían estar, igual que los ñus debían estar en las sabanas africanas y los bisontes en las praderas norteamericanas. Sin embargo, las fantasías sexuales irrumpían como una estampida en mi mente.
Desde una distancia prudencial, nuestro grupo contempló el rebaño de vacas. Pensé que aquellos animales también hacían gala de su bravura en lo referente al apareamiento. Había una vaca en celo, que trataba desesperadamente de montar a otra vaca. Nos detuvimos allí cerca y observamos cómo se acercaba a ella el semental del rebaño, cómo la olisqueaba y bramaba para cortejarla y cómo, finalmente, la montaba. Todos contemplamos la escena con sumo respeto, porque los toreros somos capaces de hacer bromas cuando vemos a un ser humano en celo, pero jamás cuando vemos en celo a un animal que podría matarnos. Sin que nadie lo supiera, se me encogieron las entrañas cuando vi que el toro metía su enorme verga en la vagina de la vaca. Juan también observaba y me pregunté qué estaría pensando.
Un poco más allá, nos paramos a observar a la vieja Constante, una de las mejores vacas de Álvaro. Junto a ella había un becerro de aspecto robusto. Nos quedamos mirando cómo el animalito le daba cabezazos en el vientre, para que bajara la leche. Luego mamó de sus tetas ansiosamente y yo pensé en lo mucho que deseaba lamer a Juan de aquella forma.
En la pradera de destete, vimos unos cuantos becerros junto a la valla del lado norte, a la sombra de unos pinos. Las alambradas de púas eran toda una novedad en España, una necesidad imperiosa en las haciendas modernas de ganado bravo. Hablamos un rato sobre los posibles candidatos y luego Álvaro y sus hombres cabalgaron hacia los becerros. Mientras apartaban con calma los que habíamos elegido, les envolvió una nube de polvo. Los vaqueros tenían las lanzas preparadas porque, aunque son pequeños, los becerros pueden herir a los caballos.
Mientras tanto, Juan y yo nos alejamos con nuestros caballos de la nube de polvo. A los ojos de los demás, lo normal era que yo estuviera hablando con mi posible protegido de cuestiones profesionales, pero ahora que estábamos solos, nos permitimos intercambiar una mirada taciturna.
—¿Tu familia lo sabía? —le pregunté.
—En aquella época, mi abuelo ya había muerto. Yo nunca me acercaba a las chicas y la gente empezó a hablar. Mis padres quisieron hacer creer a todo el mundo que yo tenía vocación y en cuanto terminé los estudios, me mandaron al seminario… igual que se manda a una ternera al mercado.
Yo no era tan tonto como para volver a preguntarle sobre su misterioso amante del pueblo, así que dije:
—¿Y tu confesor te enseñó la moral católica mientras te metía mano?
Juan sonrió.
—Bueno, sí, yo le gustaba, pero a mí no me gustaba él. Me pasé seis meses tratando de defender mi honor, y luego me echaron. Ni siquiera me dieron una carta de recomendación y tuve bastantes problemas para encontrar trabajo.
—Todo eso huele a muy anticlerical… ¿Eres comunista?
Si a Juan y a mí nos sorprendían juntos, la policía examinaría a fondo cualquier contacto que él hubiera tenido en el pasado con los comunistas… y yo, claro, sería culpable por asociación.
—No —dijo—. En política, lo peor que he hecho en mi vida fue ir a escuchar a un misionero protestante en Bilbao, en casa de no sé quién. Yo nunca había visto a ningún protestante, pero me largué cuando empezó a hablar del rey Jesús. Estoy en contra de los reyes.
—Así que después del seminario…
—Tuve que hacer el servicio militar. Me destinaron a Pamplona, al Primer Regimiento de Montaña. Por lo menos, mi sargento no intentó deshonrarme.
«Honor, deshonrar…». Por muy pagano que fuera, en sus ideas aún se dejaban entrever las antiguas actitudes religiosas.
—¿Y los hombres no se dieron cuenta de que no te interesaban las chicas?
—Siempre se estaban metiendo conmigo, hasta que un día Rafael Iturbe me defendió. Fael era el mayor mujeriego de mi unidad y la admiración de todos los chicos, así que a partir de ese momento me dejaron en paz. Faelín y yo estábamos siempre juntos y al final descubrí que era… ya sabes. Toda la historia de las chicas era mentira.
—O sea —dije, dispuesto a retorcerle el cuello de lo celoso que estaba—, que Rafael era tu misterioso amiguito.
—No, no era él.
—Has dicho que estabais siempre juntos… ¿Os emborrachasteis juntos y hablasteis del tema?
—Hasta ese momento, yo no sabía que hubiera otros chicos como…
—¿Y cómo es posible que hablaras con él sobre el tema y no quisieras hacerlo?
—¿Me estás llamando mentiroso?
—No —tuve que aflojar un poco.
—Cuando terminamos la mili, Fael se fue a Francia y a mí se me puso todo muy difícil. Me daba miedo volver a Umbrilla, porque mi familia había emigrado. Estuve a punto de ir a buscarles, pero me asustaba ir al extranjero, me asustaba la idea de estar en un sitio donde la gente no hablaba como yo. Así que empecé a ir un poco a la deriva: la cosecha del maíz, la cosecha del trigo, peón caminero, luego el matadero… No me quedaba más remedio que aceptar trabajos de mierda, por no tener ninguna carta de recomendación firmada por algún cura.
Se produjo un largo silencio. Mi repentino y sutil ataque de rabia y celos, mi afán de posesión y su actitud defensiva habían enrarecido la atmósfera entre nosotros. Como José había dicho, las cosas eran menos perfectas a medida que pasaba el tiempo.
—¿Y si lo de ser mi protegido no sale bien, qué harás? —le pregunté.
—Siempre me preguntas eso —frunció el entrecejo—. No lo sé.
—¿Qué más puedes hacer?
—No quiero trabajar para ti —dijo irritado.
Ponerlo a trabajar en mi cuadrilla —como aprendiz de mozo de espadas, por ejemplo— era lo último que yo quería hacer. Mis hombres estaban siempre demasiado cerca de mí, conocían mis estados de ánimo, mis fuerzas, y notarían algo, especialmente Isaías, Santí y Braulio. Y quién sabe cómo reaccionarían los Eibar en el caso de que descubrieran mi secreto.
—¿Qué hacías en la granja? —le pregunté.
Se encogió de hombros.
—Me dedicaba a cuidar a los animales. Mi padre se encargaba de comprar y vender el ganado y de llevar las cuentas.
—Si pudieras ir a la Universidad, ¿qué te gustaría estudiar?
—Veterinaria —dijo sin dudar—. Me gustaría ser veterinario. Sería el mejor veterinario de España.
—Un veterinario con artes de brujo.
—Algo así.
—¿Cómo se te ocurrió esa idea?
—Mi familia se gastó un montón de dinero en una vaca holandesa, una vaca lechera enorme. Se cayó y se murió y poco después descubrí que habría sido muy fácil salvarla: una inyección de calcio líquido justo en la yugular y zas, se habría puesto en pie en un minuto. Me sentí como un imbécil.
En ese momento, los hombres de Álvaro conducían despacio a seis becerros hacia los edificios de la hacienda. Juan y yo dimos la vuelta con los caballos y les seguimos.
Una fiesta, pensé, mientras volvíamos a casa en coche. Una fiesta para animar las pruebas de selección de mi protegido y, de paso, quitarme de encima unos cuantos compromisos sociales y camuflar mi interés por aquel joven.
Tere se ofreció amablemente a elaborar una lista y llamar por teléfono a algunos de los invitados. En El Burladero y El Ruedo dijeron, aunque a regañadientes, que cubrirían el evento. A pesar de todos mis fracasos, ni siquiera la tarde triunfal de Santander había servido para que mi estrella se elevara un poco más en el cielo. José, por supuesto, acudiría a mi fiesta como enviada del ABC. Aún sentía cierto desprecio por Juan y no podía decirse que mostrara gran interés por conocerle.
Todo aquello me estaba costando mucho dinero. Si conseguía llevarme a Juan a la cama, ni que fuera una sola vez, se convertiría en la aventura más cara que había tenido hasta el momento. Ni siquiera Wolfgang, un rubio muy distinguido del barrio rojo de Hamburgo —y que además era el puto más guapo de la República Federal Alemana, lo bastante guapo como para haber llegado a guardia de honor de las S.S. de no ser porque odiaba a Hitler—, me había costado tanto dinero como Juan Diano.
* * *
El rufián de los puentes volvió a mi ventana aquella noche, pero no estaba muy interesado en la luna. Por su expresión, supe que quería hablar de la discusión que habíamos tenido por la mañana. Se aferró a los barrotes con una sola mano y, de repente, la oxidada reja de hierro produjo un escalofriante chirrido y cedió unos pocos centímetros. Juan resbaló y se le escapó una exclamación de horror: permaneció colgado durante unos instantes, sujeto a la reja por una mano y con los pies balanceándose en el aire dentro de sus alpargatas de cáñamo. Mi imaginación se desbocó al momento y le vi precipitarse hacia el suelo, cuatro o cinco metros más abajo, vi encenderse las luces de la casa y a la gente saliendo de sus habitaciones, vi a Juan con un brazo roto o una pierna rota, vi el escándalo, las preguntas…
La reja de hierro, sin embargo, resistió gracias a los enormes y oxidados tornillos que la sujetaban y Juan se sirvió de su fuerza, tensando al máximo sus músculos, para trepar de nuevo a la rama. De repente, nos quedamos inmóviles los dos cuando alguien llamó a la puerta de mi habitación. Apenas un segundo después, Juan desapareció, agazapado entre las hojas. Otro segundo más tarde, yo me había tranquilizado y me hallaba sobre la repisa de la ventana, con Los toros en la mano. De algo tenía que servirme haber aprendido a permanecer inmóvil cuando el toro embestía.
—¿Sí? —dije.
Alguien abrió la puerta.
—Antonio… —oí la voz de Braulio.
—¿Braulio? ¿Qué haces levantado a estas horas?
El corazón me latía a mil por hora, pero mi tono de voz era pausado, informal.
—Perdona, jefe… pero he oído un ruido extraño. ¿Qué haces ahí a oscuras?
—Estaba leyendo… pero luego he apagado la luz y me he sentado aquí a disfrutar de la noche.
Braulio se acercó a la ventana y abrió los ojos, incrédulo, al ver mi libro a la luz de la luna, bañado por las sombras que proyectaban los barrotes de hierro. Tuve que recurrir a mi autodisciplina para no mirar al exterior, a las hojas de morera que quedaban justo debajo de la ventana y entre las cuales se había ocultado Juan.
—Te vas a estropear la vista —me regañó Braulio.
—No digas tonterías. No estoy leyendo, sólo estoy aquí sentado. ¿Qué clase de ruido has oído?
—Ha sido en esta parte de la casa. Era una especie de chirrido.
—Sí, había algún pájaro nocturno en el árbol. Estaría cazando, digo yo, y ha hecho un ruido extraño. Empiezan a llegar animales nuevos, Braulio. Parece que estamos cambiando estas tierras con nuestro trabajo.
Braulio contempló el árbol, un tanto incrédulo.
—Acuéstate —le dije— y deja de preocuparte por todo.
—Acuéstate tú también —gruñó al salir de la habitación—. Quiero que estés descansado para las pruebas de mañana. —Y cerró la puerta.
Transcurridos unos instantes, Juan salió de entre las hojas igual que un caracol asustado se asoma prudentemente bajo su concha. Quise abrazarle y atraerle de nuevo hacia mí, pero en su mirada ya no había emoción. Negó con la cabeza, nervioso, y se alejó con cuidado por las ramas, de regreso a su habitación.
El día de las pruebas amaneció muy caluroso, con el cielo teñido de un azul grisáceo. En los últimos años, habían empezado a aparecer en los cielos españoles las primeras capas de neblina marrón, lo que los yanquis llamaban smog, es decir, el precio que debíamos pagar por ese desarrollo económico que tanto apreciábamos. Al parecer, la contaminación procedía de las chimeneas de las fábricas y de los tubos de escape de los camiones y procedía de Madrid, Bilbao y Barcelona, ciudades que nosotros, los habitantes de Las Moreras, habíamos creído muy lejanas en otros tiempos.
Aquella tarde Las Moreras se llenó de gente y de coches aparcados. Por supuesto, no me quedó más remedio que invitar a Sera y a su madre. Paco se presentó con mi madre y con Tita e insinuaron que todo aquel asunto de mi protegido les tenía un poco preocupados, que lo mejor era que me diera prisa y pidiera la mano de Sera antes de la corrida de Arlés. La situación no dejaba de ser irónica, pues Serafita y su mamá dormían en la Habitación Rosa, justo al lado del hombre a quien yo deseaba más que a Serafita.
Cuando Paco conoció a los aspirantes y le estrechó la mano a Juan, noté un escalofrío que me recorrió de arriba abajo la espina dorsal. Dios quiera, con la ayuda de la Virgen y de todos los santos, que Paco no haya adquirido poderes de brujo y se imagine lo que está sucediendo aquí. José llegó tarde y se mantuvo a una distancia profesional de los cinco aspirantes. A Juan sólo le dedicó una mirada gélida. Traté de mantener la calma y me comporté como el perfecto anfitrión con mis gemelos de diamantes.
Hacia las cinco de la tarde, cuando empezó a hacer menos calor, nos reunimos todos junto a un corral cuyas paredes eran de estuco blanco. El ambiente era de seriedad y silencio. No fue necesario picar a los becerros, sino que mis dos subalternos se limitaron a agitar los capotes. Me apoyé en el muro, mi sombrero de fieltro inclinado con desenfado, y me dispuse a observar a los aspirantes. Álvaro y su capataz se situaron junto a mí para ver qué tal se desenvolvían sus becerros.
El primer becerro salió a toda velocidad cuando se abrió la puerta, ligero y ágil como un lince a la caza de un conejo. Era el que le había tocado a Juan. El nervioso aspirante de La Montaña permaneció a la espera, protegido por los zahones que Braulio le había colocado y con el capote prestado entre las manos. Yo estaba seguro de que la gente veía reflejados en él todos mis deseos, todas mis fantasías.
—¡Eh-heh! —gritó Juan.
El becerro levantó la cola y embistió. Juan fue valiente y permaneció inmóvil, tal y como le habíamos enseñado, pero el pequeño incidente de la noche anterior le había alterado y su supuesta destreza en el campo de fútbol no se tradujo en destreza con el capote de color rosa. Para empezar, el becerro le arrancó el capote de las manos con uno de sus minúsculos cuernos. En la siguiente embestida, Juan se movió un poco, el becerro se lanzó contra el capote y tiró al joven al suelo. Bigotes y Manolillo tuvieron que salir corriendo con sus capotes y distraer al animal. El aspirante de la Tierra de los Quesos se puso en pie, furioso y cubierto de polvo, y el becerro volvió a derribarle.
Puesto que el aspirante pasaba más tiempo en el aire que con los pies en el suelo, le grité que abandonara el ruedo. Él apretó las mandíbulas, pero obedeció como un soldado, mientras los otros aspirantes sonreían con aires de suficiencia.
Mi apoderado y los miembros de mi cuadrilla intercambiaron miradas tristes, pues todos le habían tomado cariño a Juan.
—No sirve —me dijo Isaías, en voz baja.
—Estoy de acuerdo —dije fingiendo decepción.
—Es una lástima —añadió Tere, con aire nostálgico—. Ese chico tiene algo, tiene una mirada valiente.
Terminadas las pruebas, ninguno de los otros aspirantes se había revelado como una auténtica promesa. Los fotógrafos se encogieron de hombros y se marcharon. Isaías también se encogió de hombros y yo supe que en ese momento estaba estudiando más en serio la posibilidad de retirarse. Al día siguiente teníamos previsto matar a los becerros y repartir la carne entre los habitantes de La Mora, aunque a mí me hubiera gustado más liberar a los animales en el coto. Pero aún no estábamos preparados para las reses bravas.
Los demás invitados volvieron en masa al patio y se relajaron bebiendo, comiendo y escuchando música de guitarras. Cuando oscureció, la galería del segundo piso quedó iluminada gracias a luz de varios farolillos chinos de papel. Juan estaba sentado con los miembros de mi cuadrilla, en silencio: no parecía tener muchas ganas de hablar con nadie y se le veía triste. Bigotes y Manolillo trataron de animarle. Mis familiares no dejaban de observarle, ofendidos por el hecho de que un campesino respirara en esos momentos el mismo aire que ellos.
Mientras ellos observaban, José aprovechó un momento de distracción y se alejó con Sera hacia la fuente. Me fijé en sus caras relajadas, en sus expresiones de aburrimiento y en el movimiento de sus labios: cualquiera que las viera, pensaría que estaban discutiendo sobre si reunirse a las tres o a las cuatro de la tarde en el Real Tenis Club. Sera asintió.
Algo más tarde, José, Sera y yo nos apartamos del gentío con nuestros vasos de jerez y nos alejamos paseando hacia la puerta abierta, entre los Seat, Mercedes y Citroën aparcados.
—Entonces —dije—, ¿ya volvéis a ser amigas?
—He tenido que ponerme de rodillas —dijo José, en un suspiro—. ¿Y qué tal tu amigo?
—Descubrió la rama de la morera —me encogí de hombros—, pero lo único que hemos hecho hasta ahora ha sido hablar y conspirar.
Las dos mujeres hicieron lo imposible para no abrir los ojos como platos.
—¿En la casa, a la vista de todo el mundo? —preguntó Sera.
José frunció el entrecejo.
—No sabes nada de él. ¿Por qué te fías?
—Por el mismo motivo que sé cuando un toro cornea por la derecha.
—Tus muchas cicatrices indican que a veces te equivocas —dijo José, en tono irónico.
—En esto no me equivoco.
—¿Y cómo sabes que no va tras tu dinero?
—No creo.
—Mira —insistió José—, si te van bien las cosas con él y decidimos seguir adelante con nuestro Pacto, ese es el hombre con el que voy a tener que casarme.
—José y yo tenemos mucho que decir sobre eso —añadió Sera, con el ceño fruncido.
Cualquiera que nos viera, pensaría que estábamos discutiendo sobre dónde ir a tomar una copa después del partido de tenis.
—Preséntanoslo —exigió José—. Si existe una mujer capaz de oler a los cazafortunas, soy yo. Mamá ya ha intentado casarme con unos cuantos.
De nuevo en la casa, Juan se apartó del cobijo que le ofrecía mi cuadrilla y estrechó, un poco incómodo, la mano de José y luego la de Sera. No había aprendido modales suficientes como para saber que debía besarles la mano. Por su expresión, supe que estaba siendo educado sólo porque José era mi hermana… a quien ya conocía como mi aliada en el secreto de la rama de la morera.
José acaparó de inmediato a Juan. Al cabo de un momento, se habían apartado de la gente y paseaban bajo los soportales. José era una experta entrevistadora, sabía hacer hablar a la gente, pero Juan parecía incómodo y respondía con gruñidos. Sera y yo nos quedamos junto a la fuente, haciendo un esfuerzo por no seguirles con la mirada, y me dediqué a distraer a mi futura prometida con la increíble historia de cómo conseguí introducir clandestinamente en España la bomba alemana de agua.
Mientras tanto, Paco, mi madre y mi tía tenían las miradas clavadas en José y Juan. Todos arqueaban las cejas porque, a sus ojos, el simple hecho de que Juan se diera una vuelta por el patio con mi hermana significaba que estaba abusando de una forma peligrosa. Sera y yo les oímos perfectamente discutir la cuestión.
—Vaya, vaya —dijo mi madre—. Como ya he dicho miles de veces, eso es lo que pasa por fumar.
—Jesús, María y José, la idea de que se case con un torero… —añadió Tita, escandalizada.
—Como si no tuviéramos bastante con Antonio —añadió Paco—. Y con José, que escribe de toros…
Sera dejó de observar la figura lejana de Juan y volvió sus hermosos ojos hacia mí. Posiblemente, estaba tratando de asimilar el descubrimiento de que nuestro «vicio secreto» no afectaba sólo a la clase alta. Intercambiamos una mirada.
—Bueno —dijo de repente muy alegre—, mamá y yo te esperamos pronto en Madrid. Esperemos que la próxima vez tengas tiempo de quedarte a cenar con nosotras.
Un poco más tarde, Paco me llevó aparte. Yo esperaba que sacara el tema de José, pero en lugar de eso, se mostró muy jovial y confiado, deseoso de hablar de su última investigación con respecto a la cripta de las Mercedes.
—Es posible que estés equivocado —dijo.
—¿De verdad? —mascullé—. ¿Equivocado en qué?
Paco estaba muy satisfecho de sí mismo.
—Puedes estar seguro —anunció— de que la cripta de las Mercedes no es la que hay bajo la capilla de esta casa.
El estómago se me encogió un poco.
—¿Cómo lo sabes?
—He descubierto una cosa muy interesante. Te lo enseñaré la próxima vez que vengas a Toledo.
Casi había amanecido cuando finalmente se apagaron los farolillos chinos, cuando el guitarrista guardó su instrumento en la funda y cuando los últimos invitados se fueron o cayeron redondos en las camas de las habitaciones libres. Sera y su madre se fueron a Toledo con mis parientes. José y yo nos quedamos despiertos igual que si estuviéramos de parranda en Madrid y paseamos por el camino, medio vencidos por el sueño. Vimos salir el sol tras los Montes de Toledo mientras el camarero recogía caparazones de cigalas y montañas de botellas de jerez. Juan se había retirado a su habitación.
—¿Y bien? —le pregunté a mi hermana.
—Parece bastante inocente.
—Los cazafortunas siempre parecen inocentes —dije.
—Está demasiado nervioso para ser un cazafortunas. Es muy tímido con las mujeres… Y es muy tímido con todo esto. Le da miedo, no se fía. Y además, tendrás que enseñarle unos cuantos modales.
De repente, se echó a reír.
—¿Qué te hace tanta gracia? —le pregunté.
—Esto va a ser muy divertido… presenciar cómo dos machotes se pelean para ver cuál de los dos se impone.
—Igual de divertido que ver como Sera y tú os retáis en duelo.
—No seas malo, Tonio. Le he suplicado que me perdone y ella ha decidido darme otra oportunidad.
—Así pues… ¿pensarás en lo de un matrimonio de conveniencia con él?
—Depende bastante de lo que él piense sobre el tema —dijo José.
—Pero… ¿Juan te gusta? —insistí.
—Tiene algo. Los de la cuadrilla le tienen en mucha consideración, igual que Isaías y Tere —habíamos dado media vuelta y estábamos regresando—. Pero que a mí me guste —añadió—, no es tan importante. Todavía no ha ocurrido nada entre vosotros.
Era cierto. Juan se había ido a dormir sin dirigirme siquiera la palabra. Aquello no presagiaba nada bueno.