Cinco

Cansado y cubierto de polvo, Juan cruzó penosamente la puerta, como si hubiera hecho a pie todo el camino desde Madrid. Le obsequié con una mirada irritada aunque lo que en realidad deseaba era darle con mi fusta de cabalgar en su cabezota de campesino, por todo el sufrimiento que me había hecho pasar.

—Te lo has tomado con calma —le dije—. Supongo que no tienes mucha prisa por probar suerte en el ruedo.

Juan me sostuvo la mirada sin inmutarse.

—Tenía que hacer algunas cosas antes de partir —dijo.

«Es verdad», pensé cuando me fijé en él con más detenimiento. Era obvio que había ido a la sección de saldos a comprarse ropa nueva, pues su orgullo le impedía presentarse aquí cubierto de harapos. Al llegar a La Mora se había detenido junto a la bomba de agua de alguna granja para quitarse el polvo, lavarse y cambiarse de ropa. Ahora vestía unos flamantes pantalones nuevos de color gris y una chaqueta marrón de Cortefiel, ambas prendas de la temporada anterior. El prêt-à-porter era algo nuevo en un país donde los sastres eran excelentes y, sin duda, había comprado la ropa en las rebajas de los nuevos grandes almacenes de Santander. La ropa le quedaba bien, le daba un aire distinguido. El campesino tenía buen gusto… o bien algún dependiente compasivo le había ayudado a escoger. Seguramente, se había gastado todos sus ahorros. Comprar zapatos nuevos, sin embargo, estaba más allá de sus posibilidades, así que llevaba las mismas alpargatas de cáñamo que antes y gruesos calcetines de pueblo. Se había peinado con agua y su boina negra de campesino permanecía, de momento, en el bolsillo. Seguramente se había planteado si era mejor pasar la noche al raso o presentarse allí tan tarde. Sentí deseos de acariciar con los dedos su melena espesa y sedosa.

Juan sostuvo mi mirada con una dignidad casi feroz. Si me hubiera reído de sus alpargatas, habría fruncido el entrecejo y me habría mandado al cuerno.

—Bueno, pues… bienvenido a Las Moreras —dije, tendiéndole la mano.

Yo esperaba notar una descarga eléctrica cuando nos estrechamos la mano, pero él no alargó más de lo estrictamente necesario el contacto áspero y rugoso de sus dedos. En sus ojos azules había ahora una expresión sombría, huidiza, como un paisaje semioculto por una nube de polvo.

Intenté darle a mi voz el habitual tono campechano de un hombre que recibe a otro hombre en visita de negocios, pero lo cierto es que tenía un nudo en la garganta. Aún no me atrevía a mirarle directamente a los ojos.

—Bueno… —dije, tratando de aparentar indiferencia—, así que ya has elegido a tu maestro.

—Sí —dijo.

—Pues esperemos que hayas elegido bien.

Le di las instrucciones pertinentes a Braulio sin demasiadas formalidades. Instala al joven en la Habitación Mudéjar, dije, y que no le falte nada. Dile a Marimarta que le prepare algo rápido para cenar. Y búscale un traje de torero para mañana.

Mi mente hervía de agitación y pensé en todos los motivos por los cuales era una buena idea que él durmiera en la Habitación Mudéjar. Cuando Braulio acompañó a Juan escaleras arriba, mi reloj marcaba las diez y media de la noche.

Bajo una lámpara que iluminaba un rincón del patio de soportales, nuestro visitante, Manolillo, Bigotes y yo nos sentamos a la mesa de madera de roble. Mientras Juan se abalanzaba con expresión agradecida sobre la tortilla de patatas y el chorizo que le había preparado una soñolienta Marimarta, yo me serví una copita de brandy y mantuve una estricta expresión de macho, una expresión que no me delatara. En primer lugar, Juan estudió el amplio despliegue de cubiertos de plata, preguntándose cuál debía usar, hasta que finalmente ideó su propio sistema para cortar el nudo gordiano: sacó del bolsillo una enorme navaja plegable y cortó con ella el chorizo. La navaja, que tenía el mango de cuerno, era lo bastante grande como para matar a alguien.

La casa estaba ahora muy tranquila: Santí estaba en Sevilla con su novia de la clase obrera, Angelita; Fermín se había ido a Ciudad Real a visitar a su familia; Isaías estaba con su mujer en su casa de Madrid, escribiendo un informe sobre un conflicto contractual con uno de sus novilleros; y Braulio estaba arriba preparando la habitación.

Bigotes y Manolillo no perdían detalle mientras bebían sus copitas de brandy y observaban comer a Juan. ¿Y aquel era el protegido que habíamos esperado tanto tiempo? ¿Acaso me había vuelto loco? Juan Diano Rodríguez era una locura que yo había puesto en marcha por culpa de mi creciente deseo… un confesor hubiese dicho «creciente concupiscencia». Era exactamente la oportunidad de pecar que yo había estado evitando durante tantos años. La mente se me llenó de despiadadas y agoreras frases de la doctrina moral católica, como si fueran el eco de sermones que tal vez yo había oído en una catedral destruida por las bombas.

«Camina, Antonio».

Sometí a Juan a un interrogatorio formal y descubrí que no era el típico campesino. Obviamente, él detectó mi maniobra, pues también mantuvo una actitud muy formal. Su mirada era cautelosa y la mantuvo casi todo el rato fija en el plato, mientras devoraba la comida.

—Hablas como si tuvieras estudios —dije.

—Mis padres querían algo mejor para mí y se sacrificaron para que yo pudiera terminar el bachillerato. Luego estuve seis meses en el seminario —hablaba con la boca llena.

—¿Cuántos años tienes?

—Veinticuatro.

Me sorprendió. Parecía mayor… mayor que yo, incluso. Uno de esos pobres que nacen viejos.

—¿Has practicado algún deporte?

—Fui el máximo goleador del equipo de fútbol de mi pueblo. Una vez les dimos una paliza a los de Potes.

—¿Cazas? —todo el mundo cazaba en las montañas de donde procedía él.

—Preferíamos pillar a uno de los ciervos del general Franco que matar a uno de nuestros becerros.

Continuamos el interrogatorio de manera informal. Sí, su padre era un pequeño terrateniente y ganadero. Criaba vacas lecheras de la raza Holstein y bueyes pardos, los mejores de la zona. No, nunca había estado cerca de un toro bravo, a excepción de los que había visto muertos en el matadero. Y ciertamente, jamás había intentado torear.

«Excepto con un toro que teníamos en la granja» —dijo maliciosamente—. Os habría hecho saltar la barrera a todos.

Cuando terminó de comer, se reclinó en la silla. No pude evitar una sonrisa. En su forma de hablar había esa pícara elocuencia de los habitantes de la Castilla rural, que parece que en lugar de hablar estén leyendo páginas enteras de Cervantes. El acento montañés le hacía aún más encantador. Al final de casi cada palabra añadía sufijos como -ín, -ina y -uca. Al hablar de ese fiero astado de su granja le llamaba toritín, no toro.

Mientras Juan hablaba, me di cuenta de que le envolvía una paz especial, la misma paz que me invadía a mí cuando me hallaba rodeado de animales. Juan estaba sentado a dos metros de mí, pero me transmitía una gran alegría, la misma que cuando vi la manada de asturcones, cuando vi el águila volar en lo alto o, incluso, cuando vi los primeros conejos brincar por el coto. O cuando estaba cerca de mis burros, de mis mulas, de mis perros o de mis caballos. Juan despertaba en mí ese mismo sentimiento de profundo consuelo y plenitud que despiertan en nosotros los animales, porque sabemos que su nacimiento, sus ciclos vitales y su muerte están unidos a los nuestros. Con sus cuerpos nos proporcionan comida, vestidos y herramientas. Y sabemos, a fin de cuentas, que no podemos vivir sin ellos.

Mis dos subalternos me lanzaban miradas cargadas de dudas: un seminarista, vacas lecheras… nada de todo aquello sonaba demasiado prometedor.

—A ver… esto… —comentó educadamente Bigotes—, hubo un gran torero que procedía también de La Montaña. Estoy intentando recordar cómo se llamaba.

—Venga ya —se burló Manolillo—, La Montaña es más famosa por sus quesos que por sus toreros.

—¿Y no había un historiador taurino que también era de La Montaña? —Bigotes se estaba estrujando el cerebro.

—José María de Cossío —dije yo—, un gran escritor. Escribió una enciclopedia entera titulada Los toros.

—Así pues… Cossío y queso —siguió burlándose Manolillo.

Nuestro visitante rebañó el plato con un pedazo de pan mientras mis hombres se mofaban de la pobreza en materia taurina de su tierra natal. Le serví una copita de brandy.

—Con veinticuatro años —añadí—, ya eres un poco mayor para aprender a torear.

Juan probó el carísimo brandy (nada que ver con el orujo barato que bebía él) y luego se lo bebió de un trago.

—Aprendo deprisa —afirmó con calma.

En apariencia, yo me mostraba dudoso, pero por dentro estaba encantado de que Juan se quedara por allí un par de semanas. La perspectiva del verano que teníamos por delante resultaba muy atractiva: le enseñaría a enfrentarse al toro y a manejar la espada, tal vez compartiéramos cama en alguna parte durante esas noches de verano… Juan era lo bastante audaz como para eso y, además, yo estaba seguro de que algo podría aprender de él. Tal vez así conseguiría aplacar mi necesidad, aunque… también cabía la posibilidad de que me cansara de él a los pocos días y le mandara de vuelta a casa sin remordimiento alguno.

—Mañana empezarás a trabajar con el capote —dije—. A ver qué tal se te da.

Mientras Marimarta recogía la mesa, mi visitante dijo que quería ducharse y se fue arriba. Hice un esfuerzo para no seguirle con la mirada, pero mi mente se fue tras sus delgados muslos de campesino, que se movían con suavidad dentro de aquellos pantalones nuevos y elegantes.

Durante la hora siguiente, me dediqué a fingir indiferencia mientras dejaba pasar el tiempo en el patio con mis dos subalternos. Juan estaría restregándose el polvo en esos momentos e instalándose con cautela en su habitación. Manolillo, Bigotes y yo llenamos la atmósfera con el humo de nuestros puros, mientras hablábamos de toros y protegidos. A mis hombres les gustaba Juan.

—Ese chico tiene algo —dijo Bigotes.

Manolillo estaba de acuerdo.

—No sé si llegará a ser torero, pero desde luego tiene algo especial.

—¿De verdad? —bostecé, fingiendo escepticismo. Me comporté como el maestro cansado de la vida que ha visto ya a demasiados jóvenes prometedores probar fortuna con los toros y que lo único que consiguen son unas cuantas cicatrices.

Al cabo de un rato me fui a mi habitación y el silencio invadió por fin la casa. Según mi despertador, pasaba un poco de la una de la madrugada. Me dejé llevar por la historia de sensaciones contenidas en aquella habitación, que había sido la mía desde que en mi infancia empezaron a organizarse cacerías de invierno en el coto. Movida por sus impulsos juveniles de decoradora aficionada, José había aportado algo más de luz y comodidad a la estancia: los fríos muros de piedra estaban ahora encalados y había varios óleos que representaban escenas de caza. Sobre la cama había una reproducción de mi cuadro favorito: el escandaloso retrato que Julio Romero de Torres había hecho de Juan Belmonte y en el que el torero aparecía desnudo a excepción del capote de paseo que envolvía su cuerpo. Aquel cuadro de mi héroe siempre había expresado para mí la profunda y desconocida vulnerabilidad del hombre. Abrí los postigos de la enorme ventana: mi hermana había colocado bajo la ventana cojines y pieles de borrego, para que yo pudiera tumbarme y contemplar la morera a través de la reja de hierro. Paseé desnudo y descalzo sobre las alfombras francesas que José había extendido sobre el suelo duro y helado. Me contemplé en el espejo de marco dorado: allí estaba el Bravo, acariciándose en mitad de una angustiosa confusión.

Un beso. No sólo quería poseerle. Quería un beso de aquellos labios que habían rozado «accidentalmente» mi cuello en Santander. Si Juan Diano me permitía besarle, podría hacer conmigo lo que quisiera. Yo había viajado por el mundo entero y, en otros países, los besos no siempre eran el principio de algo. Aquel hombre, sin embargo, era estricto como todos los españoles, y en España los besos sí eran el principio de algo. Si me ofrecía sus labios, me ofrecería también todo lo demás. ¿Acaso le estaba pidiendo demasiado a la Virgen de las Mercedes? ¿Era mucho pedir una o dos noches de pasión desenfrenada en suelo español, en la casa donde me había criado, donde me había dejado consumir por mis primeras fantasías amorosas de adolescente? Los machos, sin embargo, no se besan de esa forma. Quizá algún que otro beso solemne en la mejilla, como cuando el general Franco saludaba a sus ministros, pero nada más. Nada de sentimentalismos.

Una noche, una hora… quizá eso era todo lo que podía conseguir. Cabía la posibilidad de que Juan se despertara avergonzado por la mañana y se marchara, incluso de que me denunciara a la policía… Aunque eso sería peligroso para él, porque yo tendría que negarlo todo y, sin duda, la policía me creería a mí antes que a él. Por otro lado, en el caso de que le gustara hacerlo conmigo pero no estuviera dotado para el toreo, yo me vería obligado a buscar la forma de que pudiera quedarse por aquí sin levantar sospechas, porque, si no, la gente empezaría a murmurar. Qué locura, qué locura.

Utilicé el teléfono privado de mi habitación para llamar a José, que estaba en Madrid. Charlamos durante unos minutos y después, por si acaso Paco había colocado uno de aquellos temibles artefactos de espionaje en el teléfono, comenté como quien no quiere la cosa que el posible protegido había hecho acto de presencia.

José interpretó su papel a la perfección.

—¿Cuál? —preguntó—. ¿Aquel chico de Jaén del que hablaba Isaías el otro día?

—No, el de Santander. ¿Te acuerdas?

—Ah, aquel —dijo, en tono de aburrimiento—. Dios… ¿de verdad quieres perder el tiempo con ese matarife inútil?

Al otro lado de la reja de mi ventana, la noche cálida de las tierras altas revivía a la luz de la luna y se oían los primeros cantos de las cigarras. Mis piernas y mi cuerpo entero vibraban con fuerza, igual que las alas de las cigarras. Todo a mi alrededor, y todo en mí, la Naturaleza entera, me impulsaba a iniciar aquel viaje del cual no regresaría jamás. Lo mejor sería empezar por dejarme caer un par de minutos por la habitación de Juan e interpretar el papel del gentil anfitrión que quiere asegurarse de que su huésped se siente cómodo. Nada de relaciones sexuales de momento… aún era demasiado peligroso. Sólo unas palabras, para romper el hielo entre nosotros.

«Camina, Antonio».

Me puse mi albornoz y tomé una toalla, como si me dirigiera a la ducha. Abrí un poco la puerta y escudriñé el exterior, con la sensación de estar haciendo el ridículo. La galería del segundo piso y los soportales que presidían el patio se hallaban en penumbra ahora, iluminados tan sólo por la inquietante luz de una minúscula bombilla. Manolillo y Bigotes se habían acostado ya en las habitaciones que normalmente utilizaban. Receloso, observé de reojo la hilera de puertas cerradas.

En otros tiempos, las habitaciones que daban a la galería del segundo piso eran un hormiguero de parientes y criados. Ahora, sin embargo, las habitaciones espléndidas y retumbantes del ala norte —decoradas con polvorientas cabezas de ciervo disecadas y muebles como los que había en los monasterios— apenas se usaban. Las habitaciones del ala sur, más acogedoras, eran las de la familia y las del ala oeste, las de mi cuadrilla. La que estaba más cerca del baño era la de Braulio. El remodelado baño comunitario, equipado con una ducha y una bañera grande, se hallaba situado en la esquina del suroeste, así que si Braulio —o alguno de mis subalternos— aparecía de repente, pensaría que iba a darme una ducha.

No había ningún pasadizo secreto. Había viajado lo suficiente por Francia e Inglaterra como para saber que, en algunas ocasiones, las casas aristocráticas eran verdaderos laberintos de puertas ocultas y muros corredizos que permitían fugas políticas y amoríos nocturnos. Pero no nuestra casa: en la rectitud de aquellos que la habían construido no cabía la idea de facilitar el tráfico de herejes entre habitaciones. Los sólidos muros de granito, tan fríos en invierno y tan refrescantes en verano, tenían medio metro de espesor y el único pasadizo secreto se hallaba en el primer piso: conducía a una puerta trasera que se utilizaba para escapar en tiempos de guerra.

No había moros en la costa e inicié en silencio el recorrido del pasillo. La primera habitación fue en otros tiempos la que utilizaban mis padres durante la temporada de caza. Ahora era la de José, que había transformado la lúgubre estancia en un mundo de luz solar, aire fresco, flores, objetos femeninos, colores vivos y obras de arte que yo le traía de mis viajes. La siguiente era la Habitación Rosa, donde El Bravo mantenía de vez en cuando algún romance público con alguna dama. Dos veranos atrás, una actriz norteamericana se pasó allí una semana entera. La prensa, sin embargo, no estaba muy interesada en mis asuntos de alcoba, sino que prefería comentar las aventuras amorosas del Cordobés. Aún así, me hice con una buena colección de rumores entre mis aficionados, suficiente para que se me siguiera considerando un machote. En el armario de la Habitación Rosa había un tesoro escondido que consistía en revistas pornográficas para hombres que yo había comprado en Alemania. Me había asegurado de que Braulio las encontrara, lo cual formaba parte de lo que José llamaba el viejo truco del «ala rota».

Después de la Habitación Rosa estaba la Habitación Mudéjar. Cuando éramos niños, esa era la habitación de mi hermana, pero acabó por detestarla y ahora sólo era otra habitación de invitados. La puerta no estaba cerrada con llave y se veía luz por debajo. Llamé con suavidad, oí su voz y entré. Me estremecí al escuchar el chirrido de los goznes de hierro de la puerta.

La lámpara de la mesilla de noche, que tenía una minúscula bombilla de cincuenta vatios, hacía resaltar las vigas del techo de madera, lujosamente pintado según una versión tardía del estilo mudéjar que los árabes habían robado a los artesanos católicos. La habitación era tan tenebrosa y lúgubre que a José siempre le dio miedo tanta oscuridad y solía llorar hasta que se quedaba dormida. Había unos cuantos muebles de estilo clásico —cómodas de madera tallada y un escritorio— que proyectaban inquietantes sombras azuladas. La cama de madera de roble, que pertenecía al siglo XVII, tenía una recargada cabecera, tan alta e imponente como la fachada de una iglesia. En esa cama, precisamente, era donde José se había estremecido de miedo durante sus pesadillas infantiles. En uno de los rincones de la estancia se hallaba la estufa de butano con ruedas, elemento sin el cual ningún habitante de aquella casa podría sobrevivir al invierno.

La atmósfera olía a agua y a jabón y deduje que mi invitado había pasado largo rato en remojo. Juan también había abierto los postigos y, en ese momento, estaba apoyado en el marco de la ventana, fumando un cigarrillo y contemplando la morera. A excepción de la toalla que llevaba alrededor de la cintura, estaba desnudo y descalzo. La luz de la lámpara le daba un tono intensamente dorado a su pelo todavía húmedo y ponía de relieve cada uno de los músculos de aquel seductor cuerpo de obrero siderúrgico. A uno y otro lado de Juan, la brisa balanceaba con suavidad los postigos abiertos. Aquella ventana no tenía reja: había saltado en pedazos durante la Guerra Civil.

Cuando Juan oyó el crujido de la puerta, se giró para mirar por encima del hombro, pero en su mirada exhausta no apareció rastro de sorpresa al verme entrar. No cerré con llave la puerta, porque podía resultar sospechoso en caso de que Braulio estuviera escuchando y oyera el ruido de la cerradura.

—¿Estás cómodo en esta habitación? —le pregunté.

—Sí —me respondió en voz baja.

Me atreví a recorrer con la mirada el cuerpo de Juan. Me gustaba su cuerpo, pero estaba demasiado delgado, le hacía falta comer bien. Se le marcaban visiblemente todos los músculos, a causa del trabajo físico, pero su figura era proporcionada. Tenía el pelo mojado y en su pecho brillaban aún algunas gotas de agua, junto a unos pezones redondos que de inmediato sentí deseos de acariciar. La piel de su cara y de su cuello lucía un tono tostado, producto del tiempo que había pasado trabajando en el campo bajo un sol abrasador. A pesar de la oscuridad, se le veían las marcas del sol en las muñecas y en el cuello, pero el resto del cuerpo era de una palidez absoluta, como si Juan ignorara que el bronceado estaba de moda. Me fijé también en las venas que le surcaban los brazos igual que si fueran ríos, que descendían por su estómago hasta perderse bajo la toalla que le ceñía la cintura y alimentar su palpitante condición de mamífero… Deseé seguir con los labios el trazado de aquellas venas.

El canto de las cigarras era agudo, estridente. Me acerqué a la ventana y me apoyé despreocupadamente junto a él, aunque lo bastante cerca como para notar el calor que emanaba de su cuerpo. Al principio, no me hizo mucho caso, pero después me miró. Éramos como dos flechas disparadas por arcos distintos: habíamos volado juntos en un rumbo convergente y ahora, vacilantes, el uno junto al otro, habíamos acertado en el mismo blanco. Por primera vez, me atreví a mirarle directamente a los ojos.

—¿Tienes todo lo que necesitas? —le pregunté.

—Sí —me contestó sin sonreír.

Apagó despreocupadamente el cigarrillo en la repisa de la ventana. Interpreté su movimiento como una posible invitación, tal vez un intento de tener las manos libres para acariciarme, y sentí una oleada de calor que salió de mi pecho, me llegó hasta el cerebro y luego me bajó hasta las entrañas. No supe muy bien qué hacer a continuación. Esa misma sociedad que había construido tantas autopistas asfaltadas y que había trazado tantos y tan intrincados mapas de carreteras que me llevaban hasta las mujeres, no sabía decirme nada de la apenas visible pista de tierra que ahora se abría ante nosotros, un camino agreste que ascendía hacia una misteriosa cima semioculta entre brumas y neblinas. Si hubiera sido un afeminado, podría haberle tratado de la misma forma que trataría a una mujer española, pero no lo era. ¿Cómo quería yo que me trataran? Para ganar tiempo, me dediqué a hacer de guía turístico.

—Esta fue en otros tiempos la habitación de mi hermana —dije.

Le señalé la morera, que formaba su propio mundo secreto, al margen de la casa. A través del espeso follaje y los frutos que aún estaban creciendo, la luz de la luna iluminaba las ramas. Había una enorme que reptaba por el muro de granito, desde la ventana en la que nos hallábamos hasta la mía. Estaba cubierta de nudosidades, pues hacía siglos que el fortísimo viento la azotaba y la restregaba contra el muro. Sonreí.

—Cuando José y yo nos portábamos mal, nos mandaban a nuestras habitaciones, pero por las noches nos colgábamos de esa rama e íbamos de un cuarto al otro. Nadie lo sabía.

Juan se asomó un poco más a la ventana.

—En tu ventana hay una reja —dijo.

—Eso no era ningún obstáculo cuando éramos pequeños, pero luego crecimos y ya no podíamos atravesarla.

Juan observó pensativamente la rama. Con el canto agudo de las cigarras en nuestros oídos, noté la fuerza del deseo bajo mi albornoz. La tensión se había vuelto insoportable: mis sentidos me gritaban que deslizara la mano bajo la toalla de Juan, pero tenía la palma de la mano llena de callos por el roce de la empuñadura de mi espada. Temía que él notara esos callos, que su piel se estremeciera —igual que el pelaje sensible de los caballos— al contacto con la aspereza de mi mano. Sin embargo, el perfume fresco y masculino de su cuerpo, el olor a sexo que ni siquiera un baño prolongado puede eliminar, me estaba volviendo loco.

Se apartó de mí y yo no supe qué hacer para llevar la iniciativa.

—Así que has recorrido quinientos kilómetros —dije.

—Sí —respondió sin volver la cabeza.

Quería frotar mi cuerpo contra el suyo, enterrar mi boca en el pelo húmedo de su nuca, notar en su piel el sabor de la leche y de los helechos. Él, sin embargo, se mostró indiferente y siguió dándome la espalda. Ya no parecía el mismo rufián de matadero que antes y tal vez a él también le acosaban las dudas.

—¿Por qué? —me atreví a preguntar.

¿Me daría la respuesta habitual, la que daban siempre los aspirantes callejeros a la prensa, es decir, «he venido para no pasar más hambre»? ¿O me diría: «He venido porque tengo muchísimas ganas de ser torero»? Se hizo un largo silencio y Juan contempló, ceñudo, la morera.

—He venido —dijo en tono glacial, por encima de su hombro— para ver si existe respeto.

Aquellas enigmáticas palabras se me clavaron en el cerebro. No estaba muy seguro de haber oído bien, ni de saber qué quería decir, pero en su tono de voz había una especie de advertencia. Di un paso atrás, molesto, y entonces, en mitad de mi decepción, empecé a sentir cierto alivio. Aún no era el momento. Esa noche no. «Camina un poco más despacio, Antonio». ¿Qué pasaría al día siguiente, si aquella noche se lo ponía tan fácil? Tal vez Juan temía convertirse en el capricho de un hombre rico, ser utilizado y luego tirado a la basura como los pañuelos de papel. Sí, yo no debía olvidar que a él quizá le parecía insalvable el abismo social que nos separaba.

Le sonreí, un poco tenso. Juan se volvió para mirarme y apoyó en el marco de granito sus nalgas, envueltas en la toalla. Me devolvió la sonrisa y encendió otro de sus cigarrillos baratos. En todo aquel rato, no había dado ni un solo paso. Y yo sabía que, de haber sido Juan un toro bravo, me habría obligado a retroceder.

«Qué distintos somos», pensé. En la astucia que mostraba a la hora de ocultar su deseo se adivinaba la fuerza del envite de un toro: embestía la barrera del ruedo para ponerse a prueba a sí mismo, cargaba con todo su peso contra el obstáculo, clavaba los cuernos con gran estrépito, hacía saltar las astillas… Pero yo era más taimado, yo conocía los señuelos, los trucos y las estrategias. Mi talento para engañar con un capote de seda, para convencer al toro de que siguiera ese capote y se olvidara de mi cuerpo, me había enseñado a engañar también con palabras y hechos. Si sobrevivíamos a aquel primer encuentro, yo tendría que aprender el arte de la embestida violenta… y Juan tendría que aprender el arte del capote.

—El respeto va en ambas direcciones —repliqué.

—Es verdad —dijo.

—Que descanses —dije, tratando de que mi voz transmitiera de nuevo el tono campechano del gentil anfitrión.

Al cruzar la puerta, hice el ruido normal en estos casos y me encontré con Braulio, que en ese momento salía de su habitación con un traje mío que acababa de planchar. ¿Había oído algo y había elegido ese preciso momento para vigilarme?

* * *

—Y recuerda lo que te he dicho —le advertí a Juan por encima del hombro, en tono severo—: La fiesta es algo más que clarines y timbales.

—Estoy preparado para lo que haga falta, maestro —me llegó la voz de Juan.

Su tono de deferencia juvenil ante mi rigor profesional era perfecto. Estaba seguro de que, en ese sentido, lo haría muy bien, incluso mejor que yo.

—Si necesitas algo, habla con Braulio —le lancé una mirada severa a mi ayudante personal—. ¿Estamos, Braulio?

—A sus órdenes, señor —dijo mi ayudante personal.

De regreso a mi cama, con la piel todavía húmeda tras darme una ducha caliente, permanecí despierto largo rato. Me pregunté si Juan habría captado la indirecta de la rama. Era lo bastante robusta como para resistir el peso de un adulto, así que me pasé una hora entera esperando escuchar aquel susurro sigiloso de hojas de morera que me era tan conocido en la infancia. No sucedió nada y, sin embargo, yo seguí alimentando la descabellada esperanza de que sucediera lo imposible. Ambos habíamos hecho alusiones al tema… es decir, si él se sentía lo bastante respetado. Y… ¿cuál era su definición de respeto? ¿Qué había querido decir?

Al día siguiente por la tarde, cuando Juan por fin se levantó, me acompañó —sin esconderse de nadie— en mi paseo terapéutico para for-talecer la pierna mala. Mientras caminábamos por Las Moreras, le enseñé mi mundo y le presenté a las personas y los animales que lo habitaban.

Aquel muchacho no era un granjero cualquiera. Atraía a los animales: mis cuatro galgos, Miki, Tiki, Viki y Niki, trotaron tras él y Faisán le olisqueó en lugar de intentar mordisquearle. En la carretera de tierra nos encontramos con el viejo Aurelio Pérez, que conducía un carro lleno de carbón vegetal extraído de dos olivos fulminados el año anterior por un rayo. Mientras yo charlaba con el hombre, las dos mulas de tiro prestaron toda su atención a Juan y le acariciaron con el hocico. Él les habló, deslizó la mano por los cuellos sudorosos de los animales y les palmeó suavemente los costados. Yo también quería que me acariciara el cuerpo de aquella forma.

Desde allí, y cuando ya el calor empezaba a ser menos intenso, nos dirigimos a la primera hilera de olivos. Mis perros competían por besar las manos de Juan y olisquearle la entrepierna. Envidié aquellos hocicos, que se mostraban tan desinhibidos con la persona de Juan.

—Parece que los animales se sienten a gusto contigo —dije.

—Prefiero a los animales antes que a las personas, porque nunca te juzgan.

La brisa cálida que se colaba entre el follaje de los olivos nos despeinaba y hacía revolotear nuestras camisas, que se nos pegaban al cuerpo. Nos hallábamos a la vista de todo el mundo, paseando decorosamente con las manos a la espalda. Ambos lucíamos la misma máscara de machotes. Juan se agachaba de vez en cuando para observar tal o cual planta y mostraba curiosidad por la nueva provincia.

—¿Cómo se llama esta planta? —me preguntaba una y otra vez—. ¿Y aquella?

—Sabes mucho de plantas —comenté.

—Me enseñó mi abuelo. Los granjeros siempre acudían a él, en lugar de ir al veterinario de Santander. Y también curaba a las personas. Me acuerdo de un turista… los médicos de Santander lo habían desahuciado y el director del hotel lo mandó a Umbrilla. Mi abuelo le dio té… y el turista se curó.

Desde su llegada, Juan no había pronunciado tantas palabras seguidas.

—O sea, que tu abuelo era un brujo —dije.

Brujo y bruja eran palabras que aún se oían en la España rural, incluso después de cinco siglos de dominio católico. Los conocimientos sobre plantas y animales se consideraban peligrosos, porque eran más antiguos y más autóctonos que la Iglesia. Mucha gente había muerto en la hoguera por el simple hecho de usar hierbas para curar a una vaca.

—Fue un gran brujo —dijo Juan.

—¿Veía cosas? ¿Tenía visiones? ¿Adivinaba el futuro?

Juan se encogió de hombros.

—Si tenía visiones, no se las contaba a nadie.

—¿Conocía los secretos de tu corazón? —me atreví a preguntar.

Juan enrojeció.

—Siempre fue muy bueno conmigo, no como mi madre, que era una mujer fría. Lo pasé muy mal cuando él murió.

Aquel debía de ser el abuelo cuya tumba habíamos visto José y yo en Umbrilla.

Mientras seguíamos allí, a plena luz, vi cosas en él que me emocionaron profundamente. Se había afeitado y olía a jabón y a agua. Anudado al pecho llevaba un jersey nuevo de punto, italiano. Sólo por el jersey ya debía de haber pagado su sueldo de una semana en alguna tienda de ropa para caballeros de Santander, así que no era de extrañar que no hubiera podido comprarse unos zapatos nuevos. La camisa de manga corta dejaba al descubierto sus brazos pálidos, surcados por aquellas venas tan seductoras que yo apenas podía contener el deseo de acariciar. Los pantalones de confección favorecían su esbelto trasero de trabajador. Sí, lo cierto es que tenía buen gusto para la ropa, pero le hacía falta pasar por el barbero a cortarse el pelo. Por el color de su piel se notaba que no comía bien. Y fumaba mucho, que era el remedio de los campesinos para paliar una dieta insuficiente.

Juan se miró y frotó el jersey de punto con sus dedos ásperos. Aún debía de parecerle extraño aquel tacto tan delicado.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le pregunté.

—Me metí en un tren rápido de mercancías, desde Madrid hice autoestop hasta La Mora y luego a pie hasta aquí.

—Un camino muy largo para ir en busca de respeto —sonreí.

Éramos dos hombres consumidos por el deseo, pero tan sólo nos atrevíamos a intercambiar miradas. Él me observaba discretamente de reojo con sus preciosos ojos zarcos. Sus cejas aclaradas por el sol y sus largas pestañas marrones parecían hojas y él, un animal que se ocultaba tras ellas. Sonrió con picardía y lanzó un palo para que los perros fueran a buscarlo.

—Es decir que… sigues el mundo de los toros, ¿no? —proseguí—. ¿Me conocías por los periódicos?

Negó con la cabeza.

—Aquella fue la primera corrida de toros que he visto en mi vida —dijo—. Era mi trabajo. Yo no sabía nada de ti excepto lo que me contaron los trabajadores del matadero… lo que yo vi aquel día.

¿Era posible que hubiera empezado a desearme sólo tras aquel roce accidental durante el tumulto… o había estado junto a la barrera y había visto en el interior de mi corazón mientras yo me iba encendiendo con aquel toro pinto? ¿Acaso mi verdadera naturaleza era tan obvia para un espectador ocasional? Esa idea me aterrorizó.

—¿Por qué me has elegido a mí? ¿Por qué no al Cordobés? —proseguí.

—Bueno… —Juan contemplaba el suelo y apartaba las piedrecitas con la punta de su alpargata.

—Dímelo —insistí.

—Antes de que empezara la corrida, te vi en el patio de caballos. Estabas solo, la multitud rodeaba al Cordobés. Tú no nos viste, pero estábamos allí, sin quitarte la vista de encima. Te estabas colocando el capote de paseo y tenías una mirada triste. Mi jefe dijo que en esos momentos tenías miedo, que estabas teniendo una premonición. Pensé que estábamos a punto de presenciar cómo te mataba el toro.

Encendió otro de sus cigarrillos baratos, se alejó un poco y apoyó el pie en la inmensa raíz de un olivo que tenía ya mil años de existencia. Entrecerró los ojos y contempló las cimas del coto allá a lo lejos, casi ocultas en el resplandor del atardecer. Durante apenas un segundo, el humo que salía de su cigarrillo pareció un profundo sentimiento que se hubiera vuelto visible al contacto con el aire.

—Sabías que tenía sed, ¿verdad? —dije.

Ahora nuestra conversación estaba llena de dobles sentidos.

—El jefe me dejó tomar un vaso de su orujo. Y entonces sentí que yo… que yo quería…

¿Estaba a punto de decirlo?

—Que… —se le entrecortó un poco la voz— que yo quería hacer lo que haces tú con… los toros.

No me quedó más remedio que sonreír. Había dejado que los cuernos de la verdad pasaran muy cerca de su cuerpo y luego había sabido eludirlos con su capote verbal.

—Así que tú también eres brujo —dije—. Tú también adivinas el futuro.

—A mi manera, sí.

Nuestras miradas volvieron a encontrarse y luego él apartó la suya. Fingió de nuevo estar abstraído y se inclinó para tocar con los dedos la flor violeta de un cardo.

¿Qué motivos podía tener? Es cierto que los personajes públicos despiertan extrañas pasiones en los corazones de otras personas: están los que creen que les perteneces, y luego están los que ven en ti a un marido, a un amigo, a un padre, a un hermano… Pero todos ven algo en ti. Yo creía haber descubierto ya todos los motivos habidos y por haber. Algunos hombres hasta se habían atrevido a tocarme discretamente el culo en fiestas llenas de gente, pero nadie había exaltado mi modesta fama como Juan. ¿Qué quería de mí? Se me llenó la mente de tétricos interrogantes: ¿lo había intentado ya con otros toreros? ¿Quería que le comprara ropa cara, quería dinero o un coche? ¿Tenía intenciones de chantajearme? ¿Era un espía de Paco, un gancho de la policía secreta para atraparme?

La mirada de Juan seguía perdida en la lejanía. Fui consciente de que él también estaba solo.

—Mi jefe me contó que habías sufrido una cornada muy grave —dijo.

—Es cierto.

—¿Y qué tal el regreso?

—No muy bien.

—En Santander parecías… cansado.

—La pierna no siempre me hace caso. Si el toro viene a por mí, no puedo echar a correr hacia la barrera.

—¿Que no puedes correr? —repitió, incrédulo.

—No, tengo que quedarme donde estoy y apañármelas con el toro —le confesé.

—Dios mío.

—Sí, sería mejor que me retirara.

—Pero hombre… ¿por qué sigues con esto?

Durante un minuto entero, reflexioné sobre la siguiente pregunta, que era un tanto peligrosa. Me notaba el martilleo de la sangre en las sienes.

—Mañana empezarás a trabajar con el capote —dije al fin—. Pero si decido que no vales para torero, ¿entonces qué? —Él se encogió de hombros y frunció el entrecejo—. Si las cosas no salen bien, ¿te quedarás? —me atreví a preguntar.

—¿Quedarme? —repitió, como si no me hubiera entendido—. Quieres decir… ¿quedarme aquí?

—¿Y adónde irás? ¿Volverás a una vida miserable en Santander? Aquí puedes encontrar un buen trabajo. O en Madrid. Si te quedas por la zona, podríamos… vernos de vez en cuando.

Pareció extrañamente sorprendido por la pregunta.

—Bueno, depende —dijo.

Ahora contemplaba el horizonte, pero su expresión se había vuelto de nuevo hostil. No dije nada más: la garganta se me había secado y la perspectiva soñada de pasar largos días junto a él quedó de repente reducida a nada.

Le enseñé la capilla cuando empezó a oscurecer. Nuestros pasos resonaban en la antigua bóveda gótica y el resplandor de las velas proyectaba nuestras sombras, enormes, hacia los muros. La sombra de Juan llevaba puesta la boina. Nos detuvimos frente a la imponente tumba de Sanches.

—Asesinó a su hermano Pedro —dije—, que seguramente era un liberal.

—Mi familia desciende del duque de la Leche —gruñó Juan.

Dirigió la mirada hacia el altar. Junto a la Virgen de las Mercedes se acumulaban jarrones desportillados, llenos de rosas y dalias frescas de los jardines de La Mora. Al calor de las velas, la Virgen estaba envuelta en una nube de aroma floral. Juan se acercó al altar y rozó suavemente los cuernos de vaca que custodiaban Su trono. Vi en su gesto una ardiente devoción a la Virgen, que tal vez le había hecho más de madre que la tosca granjera Maruca, que lo abandonó para irse a Alemania.

—¿Cuánto tiempo hace que no se dice misa en esta capilla? —me preguntó.

—Desde 1958, cuando aún vivía mi padre —respondí—. Yo soy como tantos otros… ya no soy católico.

—Pero veneras a la Virgen.

Encendí una vela.

—¿Y quién no venera a su Madre? ¿Sigues siendo católico?

—Perdí la fe en el seminario —dijo.

Encendió una vela acercándola a la mía. Cuando la colocó en el estante, se fijó en las dos alianzas de oro que había a los pies de la Virgen.

—¿Son tuyas? —quiso saber.

—Se supone que voy a casarme —dije en tono cansino.

Sostuvo de nuevo mi mirada, en un gesto interrogante. Cuando dimos media vuelta, se fijó en la angosta escalera que descendía por debajo del suelo de la capilla. Veinticinco escalones por debajo de la tumba de Sanches, la escalera terminaba en una antigua verja de hierro cerrada con un candado.

—¿Adónde conduce? —preguntó.

—Algunos de los Escuderos lo llaman la cripta de las Mercedes. Sólo es una sala subterránea con las tumbas de unos cuantos antepasados sanguinarios más.

A última hora de la noche, cuando todo el mundo se preparaba para acostarse, Juan se alejó por la lúgubre galería del segundo piso. Abajo en el patio, en la zona dónde solíamos comer, Marimarta estaba dando la cena a sus hijos. Al pasar junto a una maceta de claveles rojos, Juan tomó uno y lo olió. Un segundo más tarde, cerró bruscamente la puerta de su habitación y el eco retumbó por todo el pasillo. Oí el ruido de la llave en la cerradura y me entristecí: era obvio que aquella noche no pasaría nada.

Cuando se hizo el silencio en la casa ya a oscuras, yo seguía dando vueltas y más vueltas en la cama, bajo la cabecera francesa decorada con escenas de caza. José había acondicionado la cama para mí: había colocado pieles de oveja bajo el colchón para evitar que el frío del suelo me diera en la pierna. A mis treinta años, era casi un viejo lisiado.

Aproximadamente a las dos de la madrugada, y para mi sorpresa, oí el susurro de las hojas de la morera junto a los barrotes de mi ventana.

—Psst —se oyó una débil voz desde el exterior.

Me levanté, con el corazón desbocado. Pensé en cerrar la puerta con llave, pero después no me pareció buena idea. Si alguien quería entrar, le parecería extraño. Braulio y Marimarta sabían que nunca cerraba con llave, porque en aquella habitación no tenía nada que ocultar. A nadie le resultaría extraño verme sentado en mi habitual rincón junto a la repisa de la ventana. Y siempre podía decir que estaba contemplando las estrellas o escuchando el canto del chotacabras.

Así pues, me vestí con el albornoz y los pantalones y me acerqué a la ventana. En plena oscuridad y como si fuera un gato, Juan había trepado por la rama igual que hacíamos José y yo cuando éramos pequeños. Ahora estaba encaramado a la enorme rama, entre las hojas. Se había puesto su ropa de campesino —unos pantalones y una chaqueta, ambas prendas amplias y oscuras— para no estropear su ropa nueva. El pecho le quedaba a la misma altura que el marco de la ventana. Con una mano se sujetaba a los barrotes de hierro y, en la otra, llevaba el clavel ya casi marchito.

Con cuidado de no hacerme daño en la pierna, trepé a la repisa de la ventana y luego me tumbé de lado sobre las suaves pieles de oveja, con un codo apoyado en los cojines. Nuestras caras estaban a medio metro de distancia, separadas por los barrotes oxidados, que brillaban cubiertos del rocío de la noche, igual que la recargada verja de un palacio obispal abandonado.

—La puerta no está cerrada con llave —dije en voz baja—. Si entra alguien, yo me quedaré aquí como si estuviera disfrutando de la noche. Tú agáchate un poco entre las hojas. Si se acercan a la ventana, quédate quieto… No pueden verte.

Juan asintió, muy serio, y luego pasó la mano libre entre los barrotes para ofrecerme el clavel. Apenas podía creerlo. Yo me había acostumbrado ya a la modernización de mi país y por eso me resultaba un poco inquietante encontrarme frente a un joven procedente de unas tierras remotas a las que todavía no había llegado la moda yeyé. Era un rufián, sí, pero un rufián anticuado. Había acudido de noche y a escondidas a mi ventana, como el clásico amante. Sostuvo la flor con paciencia mientras en su mirada aparecía, a la luz de la luna, un destello de mordacidad e ironía.

Tomé la flor y me la guardé en el bolsillo del albornoz, junto al corazón, con un gesto ceremonioso. Al verlo, Juan me sonrió y se sujetó a la reja con ambas manos. Yo le devolví la sonrisa. Sí, era un juego, el juego de buscar la forma de cortejarnos. ¿Era aquello lo que él entendía por «respeto»? ¿Quería seguir los pasos tradicionales, los mismos que supuestamente debía seguir yo con Serafita? Si hubiera sido una mujer, o un hombre al que yo pudiera tratar como una mujer, habría supuesto que aún era virgen y, si no lo era, yo haría de su sentimiento de culpa un verdadero infierno. Tendría que serme fiel hasta la muerte, e incluso en el Más Allá, pero yo podría ponerle los cuernos cuando me diera la gana. Si alguna vez me engañaba, ni que fuera sólo con el pensamiento, tendría todo el derecho del mundo a volarle la tapa de los sesos en pleno crimen pasional. Cualquier tribunal español me dejaría en libertad y todo el mundo aplaudiría mi recto sentido del honor. Pero Juan no era una mujer, así que difícilmente podría comportarme como el clásico hombre de honor con otro honorable machote como yo, quien además tendría derecho a volarme la tapa de los sesos si yo me apartaba del buen camino. No me extraña que actuara con cautela.

De igual forma que habían hecho los amantes durante miles de años, nos acomodamos a ambos lados de la reja. A lo lejos, en la ladera de la colina, el chotacabras pronunciaba una y otra vez su canto, tan breve como el tañido de una campana. Nuestros alientos cálidos se condensaban en los barrotes de la reja.

—¿Estás… estás con alguien? —susurró.

—No.

—¿Cómo que no? Un tipo tan majín como tú… rico y famoso.

—Estoy más solo que la una.

—Me parece que estás mintiendo —dijo en tono irónico.

—Su hubiera alguien en mi vida, ahora estaría con esa persona, en lugar de estar sentado detrás de estos barrotes.

—¿Y entonces… cómo te apañas?

—Putos —al usar la forma masculina de la palabra, dejé las cosas bien claras.

Soltó una risita irónica.

—Ah, claro, tú tienes dinero.

—¿Y tú? ¿Hay alguien?

—No.

—¿Cómo que no? Un muchacho tan guapo como tú…

—No me puedo permitir tener a nadie.

—¿Y tú cómo te apañas? ¿En los lavabos públicos?

—Dios mío, no. Si viene la policía…

Insistí un poco más con las preguntas, para ir acortando poco a poco las distancias igual que hay que hacer cuando se torea.

—Vamos a ver… A mí me robaste una sensación… ¿En qué otros sitios las robas?

A pesar de la oscuridad, me di cuenta de que se había ruborizado.

—Bajo los puentes, donde acampan los emigrantes —dijo.

—¿Y cómo lo haces?

—Somos demasiado pobres para tener novia o irnos de putas. Mis compañeros empiezan a hablar de chicas, se ponen cachondos… y de vez en cuando alguno le pide a otro que le haga un trabajito manual.

—Es peligroso…

—De vez en cuando —admitió—, ese alguien cambia de idea y saca una navaja —se subió la manga y metió el brazo entre los barrotes. A la luz de la luna, vi el brillo de varias cicatrices en su antebrazo.

—¿Y las mujeres qué? ¿No son lo bastante buenas para ti? —no pude evitar tomarle un poco el pelo.

—Nunca he estado con ninguna mujer.

Intenté imaginar la escena bajo un puente cualquiera, daba igual si se trataba de un moderno viaducto para el tren o de un puente romano medio en ruinas. No había hoguera, para que la policía no sospechara nada. Imaginé un puñado de hombres un tanto siniestros, rodeados por unos cuantos hatillos o maletas de cartón que constituían todas sus posesiones. Hombres rudos y nerviosos que se movían deprisa, que daban y recibían placer apresuradamente, con la misma brevedad que un latigazo en la grupa sucia de una mula. Juan era mucho más audaz y lanzado que yo y, sin embargo, su experiencia era mínima. Yo era mucho más precavido y, sin embargo, en las ocasiones en que me había atrevido a dar el paso, había llegado mucho más lejos que él.

Se hizo un largo silencio. Apenas unos centímetros separaban nuestras caras y la mente nos hervía de agitación a ambos. De repente, la luna se ocultó y todo a nuestro alrededor se volvió oscuro y silencioso: el chotacabras dejó de cantar y las cigarras guardaron silencio, adormecidas por el rocío de la noche.

—¿Y tú? —me preguntó—. Quiero decir… ¿mujeres?

—Cientos de mujeres —me encogí de hombros—. Forma parte de mi trabajo.

Pareció decepcionado y entre nosotros se hizo otro largo silencio.

—¿Por qué quisiste ser torero? —me preguntó—. ¿Tenías algún amigo en ese mundillo?

No me sentía capaz de contarle cómo empezó todo. Durante la primera corrida a la que acudí, a la edad de diez años, experimenté una poderosa sensación de déjà vu, de ya haber estado allí anteriormente. Al leer los libros de Cossío, experimenté la sensación de que ya lo sabía todo. Mi padre tenía en su biblioteca la enciclopedia Los toros, de Cossío, y la tenía porque hablaba de corridas reales de toros. Para él, todo lo que tuviera que ver con la realeza era importante. Aquellos libros estaban llenos de fotos de toreros. Los memoricé y me enamoré de todos ellos, especialmente de Juan Belmonte… y de su arte con el capote. Cuando descubrí que Belmonte ya había muerto, me pasé días enteros llorando. Tenía doce años.

—Jamás he tenido un amigo —dije.

Nuestras frentes casi se rozaban a través de los barrotes. Sentí deseos de tocar su hermoso pelo, espeso y con la consistencia de la seda; y supe que él quería rozar mi mejilla rasurada con sus dedos ásperos como pezuñas de caballo. Cada uno notaba en las mejillas el aliento cálido del otro. Igual que les había ocurrido a otros amantes durantes miles de años, en mis pantalones apareció una mancha húmeda y cálida. Seguramente, en la bragueta de Juan también había una mancha húmeda, que contrastaba con la frialdad del muro de granito, pero sería un poco difícil verla en aquellos pantalones oscuros de campesino que llevaba. Las rejas de las ventanas españolas no habían frenado la lujuria de los heterosexuales, así que no había motivos para pensar que podían frenar la nuestra. Me imaginé peleándome febrilmente con mis propios pantalones, en el reducido espacio que había en aquella repisa. Imaginé las notas rítmicas y temblorosas de nuestros cuerpos al chocar contra los barrotes, el temblequeo apremiante de la rama bajo los pies de Juan… Era una escena cruda, desesperada, pero no digna ni respetuosa.

De repente, oímos el rumor de pasos que se aproximaban por el patio. Nos quedamos inmóviles, casi sin respirar. Uno de mis guardas estaba haciendo su ronda. En la oscuridad, vimos el brillo de su escopeta. Permaneció varios minutos fumando bajo un árbol y hasta nosotros llegó el humo de su cigarrillo. Si hubiera levantado la vista, tal vez habría descubierto a Juan entre las hojas. Pero no lo hizo y, al cabo de un rato, oímos el rumor de pasos que se alejaban y el guarda desapareció tras la esquina de la casa. De nuevo solos, Juan y yo seguimos tiritando de frío y de miedo. Después, la rama crujió de nuevo cuando él desapareció sin pronunciar palabra entre el espeso follaje.

Seguí allí sentado, solo, durante un buen rato. Cuando el cielo por fin empezó a iluminarse y cantó el primer gallo, me bajé de la repisa de la ventana, palpitando aún de agitación. Las piernas se me doblaban y, después de tanto rato en la misma posición, la pierna mala apenas podía aguantar mi peso. Sin que yo le diera la orden, mi mano se dirigió a mi bolsillo y tomó el clavel, ya marchito. Con mucho cuidado, casi temblando, depositó la flor marchita frente a la foto enmarcada de la Virgen de las Mercedes. Supe entonces que mi mano sería capaz de acariciar a Juan aunque me la arrancaran de la muñeca.

Tras darme una larga ducha para tranquilizarme, me dirigí al piso de abajo para tomarme el primer café de la mañana y me encontré con Braulio.

—Buenos días, Antonio —dijo mi ayudante personal.

—Buenos días. —El corazón me palpitaba frenéticamente por los sentimientos de culpa.

—Has madrugado mucho. Menuda noche he pasado, todo el rato me parecía oír voces que venían de fuera.

—Lo habrás imaginado —dije.

Mientras observaba a Braulio alejarse, le sopesé una vez más. Aparentemente, era muy leal y estaba ya muy familiarizado con todos mis movimientos. Era, además, un apacible padre de familia con esposa y tres hijos en Madrid. Sin embargo, cualquiera que estuviera dispuesto a sobornar a Braulio podía descubrir muchas cosas sobre mis asuntos personales y, puesto que yo lo sabía, me preocupaba de pagarle muy bien. Pero… tal vez Braulio fuera la ráfaga de viento que levantaba mi capote y permitía que el toro me viera.