Cuatro

Al día siguiente, José y yo nos dirigimos a toda prisa al norte en su Citroën. Fue un viaje maravilloso que reafirmó lo unidos que estábamos espiritualmente. Cuando la cordillera Cantábrica surgió ante nosotros y mientras los neumáticos del coche chirriaban en las curvas, me acomodé en el asiento del copiloto y le conté a mi hermana las historias, ligeramente censuradas, de mis aventuras en tierras extranjeras. José se reía a carcajadas, siempre con la vista fija en la carretera, conduciendo como un piloto profesional que quiere ganar en Le Mans.

Durante todo ese tiempo, la parte menos habladora de mi mente se aferraba a imágenes casi obsesivas de Juan Diano. Temblaba de emoción ante la idea de encontrarle. Cada vez que aumentaba la cifra del cuentakilómetros del salpicadero, yo estaba más cerca de él. Cuando llegamos a la cima en Reinosa y empezamos a bajar de nuevo hacia aquella brisa marítima tan tonificante, mi excitación se aproximó al frenesí. Con suerte, y si encontrábamos pronto a Juan, podría acostarme con él en algún discreto hotel durante el camino de vuelta a casa.

Ya en Santander, cerca del matadero, me oculté tras unas gafas de sol y esperé muy nervioso en el coche, mientras José se ponía unos zapatos planos y se ataba un pañuelo alrededor de la cabeza. Fingiendo ser un pariente de la gran ciudad que buscaba a su primo Juan, José preguntó en el matadero, pero el encargado le dijo que Juan había dejado su empleo el día después de la corrida de toros. Lástima, era un chico muy trabajador. Y muy listo, también. No, no sabía dónde vivía Juan. Quizá en una casa de huéspedes para trabajadores que había en las afueras de la ciudad. Recordó que Juan había comentado que su padre era ganadero en Santillana. O tal vez fuera Santilla. O Umbrilla.

A continuación lo intentamos en las casas de huéspedes para hombres emigrantes y en los bares del vecindario. Después nos dirigimos a las afueras de la ciudad y recorrimos con cautela el barrio de chabolas en el que vivían los emigrantes. La miseria de aquel barrio nos pilló por sorpresa. En España había medio millón de Juanes y era posible que unos cuantos de ellos vivieran en aquellas minúsculas casuchas… pero poca gente estaba dispuesta a hablar con nosotros, por miedo a que fuéramos espías de la policía. El único Juan que encontramos era un viejo borrachín y enclenque, acompañado por un perro viejo y no menos enclenque que se llamaba Sífilis y que tenía sarna.

—Como usted puede ver, yo no soy su primo —declaró el hombre, muy digno—. Vamos, Sífilis —la pareja de enclenques se alejó tambaleándose.

—Bueno —le dije a José, sin perder la esperanza—, busquemos su pueblo.

Compramos un mapa de La Montaña en una tienda para turistas. En el mapa aparecían Santillana y Santoña, pero no Santilla. Había un pueblo con el nombre de Umbrilla en un área agreste llamada Picos de Europa. Así pues, abandonamos la capital y nos fuimos hacia el oeste, dando tumbos por carreteras estrechas en las que había verdaderos socavones. Nos abrimos paso a través de pueblos de montaña que se caían a pedazos y, de vez en cuando, pasamos frente a mansiones del siglo XVI cuyos propietarios nobles habían emigrado a México o a Perú; cruzamos campos de maíz de una exuberancia asombrosa, pastos en laderas escarpadas y muros de piedra en los que crecían helechos y delicadas flores silvestres. Cualquier hombre trabajando en cualquiera de aquellos campos escarpados, cualquier hombre que estuviera segando heno con una guadaña podía ser Juan Diano.

En una ocasión creímos haberle visto. Un poco más adelante, en la carretera, un hombre rubio y con los hombros tan anchos como un obrero siderúrgico caminaba junto a su pareja de bueyes. Ambos bueyes eran de una raza de pelaje pardo, muy habitual en aquella provincia, y llevaban un yugo de madera de roble amarrado a los cuernos. El joven había amontonado en el carro una pila de heno seco que se tambaleaba. José hizo sonar la bocina discretamente y redujimos la marcha hasta situarnos a la altura del joven. Mi corazón estaba a punto de desbocarse. El joven volvió la cabeza y nos observó, mientras picaba a los pacientes bueyes con la aguijada. No era Juan.

Umbrilla era otro grupito de casas de piedra, éstas de piedra caliza de color gris, que se apiñaban alrededor de una iglesia románica construida con el mismo material. Ahí también había algunas casas en ruinas y paredes en las que se veían agujeros de bala. Los maquis habían resistido en esas montañas hasta bien entrada la década de los cincuenta.

Un poco más arriba de Umbrilla, había pequeñas granjas lecheras que convertían la tierra verde en un irregular mosaico formado por miles de piezas. La gente ordeñaba vacas, ovejas y cabras y con una mezcla de las tres leches elaboraban un queso azul de fuerte sabor, que luego curaban en cuevas de piedra caliza y vendían en los mercados locales. Durante generaciones y generaciones de primogénitos de campesinos, aquellos bienes raíces se habían dividido y vuelto a dividir hasta convertirse en poco menos que propiedades minúsculas. La posesión de la tierra, a pesar de estar muy dividida y ser poco práctica (el reducido tamaño de las parcelas hacía que la maquinaria agrícola moderna resultara casi inservible), era lo que diferenciaba a los campesinos pobres del norte de los campesinos pobres y sin tierra del sur de España. En Andalucía, los Juan Diano se partían la espalda trabajando como jornaleros en grandes latifundios que pertenecían a familias como la mía.

Un poco más allá de las granjas se alzaban los Picos, un conjunto de escarpados desfiladeros y picachos de piedra caliza. En la distancia, como la aguja de una iglesia, se elevaba el Naranjo de Bulnes con sus 2519 metros de altura y los restos de nieve que aún manchaban su cima en aquella época del año. Había ganado doméstico que pastaba junto a ciervos y gamuzas en las cumbres más altas. Aquel era el único enclave de España donde la Naturaleza aún permanecía en estado salvaje, impenetrable a no ser a pie o a caballo. Se decía que tras la Guerra Civil los maquis habían operado por aquella zona y también que no era extraño, incluso hoy en día, que los cazadores tropezaran de vez en cuando con restos de huesos humanos ocultos entre la maleza, junto al curso de algún riachuelo.

Aparcamos el coche en la plaza del pueblo, junto al bar, bajo un viejo sicomoro cuya copa había desaparecido durante alguna tormenta de invierno. Mi hermana estaba cansada y se echó a dormir en el coche, mientras yo contemplaba la iglesia durante largos minutos. Por muy honesto que fuera, ningún historiador se atrevería a decir que aquella iglesia había sido construida para uso de los cristianos: se trataba, casi con toda seguridad, de un antiquísimo templo escuela que había conseguido sobrevivir a la llegada del cristianismo a aquellos parajes remotos. En los extremos de las vigas que aguantaban el tejado había grabados de figuras humanas que se enroscaban en poses descaradamente eróticas y en la austera fachada del templo no se veía ninguna escultura de Jesucristo, sólo diseños entrelazados celtas. Irlanda no estaba muy lejos de allí, tan sólo a poco más de mil kilómetros al otro lado del golfo de Vizcaya.

Me puse las gafas de sol y entré en el bar. El camarero y los pocos clientes que había estaban viendo un partido de fútbol en televisión. Sus rostros eran tan austeros como la iglesia.

—Turista, ¿no? ¿Ha venido para echar un vistazo a nuestra escandalosa iglesia?

No reconocieron a ese mismo torero a quien tal vez habían visto en televisión, pero desplegué todo mi encanto y finalmente aceptaron tomarse unos orujos conmigo. El sabor del licor despertó en mí el poderoso recuerdo de una mano fuerte y sucia que me ofrecía un vaso pegajoso. Les dije que estaba buscando a mi primo Juan Diano.

—Juan ya murió, que en paz descanse —me dijeron. Su hijo Manolín no había tenido la paciencia suficiente para echar abajo los muros de piedra e incluir en la nueva cooperativa de agricultores las parcelas repartidas entre la familia, sino que abandonó la granja y se fue a Alemania a trabajar en una fábrica. Se llevó a Maruca, su madre. La pobre mujer escribió una carta a su vecina en la que decía lo mucho que echaba de menos su casa. Eso fue lo último que se supo de ellos.

¿Se había marchado a Alemania Occidental? ¿En los últimos días? Se me encogió el corazón.

—¿Cuándo? —pregunté.

—Hace un año —dijo el camarero.

—Mi primo no tiene ningún hijo adulto. Tendrá unos veinticinco años.

—Entonces se refiere usted a Juan hijo —dijo el camarero—, el seminarista.

—El santito —añadió alguien, y todos se echaron a reír con cierta malicia. ¿Seminarista? ¿Aquel ladrón de sensaciones era seminarista?

—¿Y dónde está ahora? —pregunté a aquellos hombres de rostros ajados.

—Nadie lo sabe —dijo uno de ellos—. Emigró después de dejar el seminario.

—Las chicas del pueblo no le echan mucho de menos —añadió otro.

Mientras ellos se reían a carcajadas, a mí se me pusieron los pelos de punta. A la hora de cotillear, los hombres pueden llegar a ser mucho más crueles que las mujeres. Cuando salí del bar estaba casi seguro de que probablemente se trataba del hombre que estábamos buscando, pero la pista era muy débil. Desperté a José y le comuniqué las malas noticias. Terminamos nuestro recorrido por Umbrilla con una visita al minúsculo cementerio: allí encontramos la tumba de Juan padre, junto a la cual se hallaban las de las hermanas de Juan, de dos y cuatro años, y la de un abuelo muerto en 1960.

En algún lugar en las afueras del pueblo seguía abandonada la granja de los Diano. No tuvimos valor suficiente para buscarla.

* * *

Abandonamos la región de La Montaña por otro paso entre las cumbres y nos dedicamos a buscar animales salvajes. José conducía ahora más despacio y yo saqué los binoculares de la guantera y escudriñé los riscos de piedra caliza con la esperanza de ver la espectacular cornamenta curvada de algún íbice. El Gobierno estaba muy orgulloso de la caza en aquel reducto de Naturaleza salvaje y había permitido que un reducido número de cazadores autorizados —entre los cuales se hallaban algunos turistas privilegiados— cazara en aquellas tierras, aunque el precio por cabeza era muy alto. Pocos habitantes de la región podían permitirse pagar ese precio por cazar legalmente. A Franco le encantaba que los periodistas le fotografiaran rodeado de animales muertos.

De repente, cuando José giró en una curva ya cerca de la cima, descubrimos a un grupo de caballos zainos. Eran asturcones, una raza que había vivido en libertad en aquellas laderas rocosas desde que se pintó la cueva de Altamira. Había allí una docena de yeguas y potrillos y un semental que pastaban tranquilamente entre los cardos que había en el margen de la carretera. Un segundo más tarde, sin embargo, se alejaron a toda prisa entre las piedras y descendieron por una ladera, resbalando con la gravilla. Un potrillo se cayó y volvió a ponerse en pie. Luego cruzaron un riachuelo y otro segundo más tarde, mientras las gotas de llovizna aún centelleaban suspendidas en el aire, sus crines serpenteantes desaparecieron tras la cresta de una colina.

En mi imaginación vi a Juan cabalgando sobre el pequeño semental. Tenía una forma innata de montar: vestido con una armadura de cuero, una espada corta y un escudo redondo con motivos celtas, Juan movía las caderas al ritmo del galope de su caballo y descendía a toda prisa por la ladera seguido de sus valientes jinetes. También ellos desaparecieron tras la cresta de la colina.

Aparcamos el coche junto al arcén de la carretera, cruzamos el riachuelo y subimos hacia la cresta de la colina con la esperanza de ver de nuevo a los asturcones. Tras la colina había un valle rocoso, pero estaba desierto. Hacía buen tiempo: el cielo estaba salpicado de nubes blancas y corría una brisa que olía como la nieve que se funde. Las sombras de las nubes se deslizaban despacio, con solemnidad, por la tierra y nos refrescaban al pasar sobre nosotros. Un águila real volaba en círculos allá en las alturas y su sombra se escurría con rapidez sobre el riachuelo.

José se apoyó en una roca y compartimos un cigarrillo mientras escuchábamos el sonido del agua entre las piedras.

—Aguanta, no te rindas. Le encontraremos —dijo al fin, expulsando el humo al mismo tiempo.

—Seguramente se ha ido a Alemania. Yo haría lo mismo, si estuviera en su lugar. Vamos a casa —tiré el cigarrillo al suelo y lo aplasté con el pie.

José vaciló durante un momento.

—Antes de irnos, será mejor que te cuente mi secreto —dijo.

El silencio se movió entre nosotros como las sombras de las nubes por la inmensa ladera. La pregunta que me atenazaba la garganta se abrió paso finalmente hasta mis labios, como una burbuja de aire que saliera de los pulmones de un hombre a punto de ahogarse.

—Supongo que… que eres como yo —dije.

—Por supuesto.

—Serás irresponsable… Eso es lo que te pasa por compartir el útero materno conmigo —dije—. ¿Se te ha pegado mi vicio?

—¿Por qué has tardado tanto en darte cuenta? —me preguntó.

—Tal vez no quería saberlo… como tampoco quería saberlo de mí mismo. —José se echó a reír y contempló las sombras de las nubes que planeaban sobre las rocas—. Pero tú siempre has dicho que te gustaban mucho los hombres —dije.

Sonrió.

—El viejo truco del ala rota… Se lo habrás visto hacer a un millón de perdices. Me sorprende que hayas picado.

—¿Cuánto tiempo hace que eres… así?

—Desde siempre, creo.

—¿También en el colegio de monjas?

—Ahora no me digas —soltó una carcajada— que en la academia tú no te lo hacías con ninguno de tus compañeros cadetes.

Suspiré, invadido por la tristeza que me despertaban los recuerdos.

—Me sobrestimas. Había un tal Jaime, de Galicia… Parece que me van los hombres del norte… Pero nunca llegué a saber si… bueno, qué más da, los oficiales siempre nos estaban vigilando y no me atreví a hacer nada hasta bastante más tarde.

José se rió entre dientes.

—Yo estaba con mi amiga delante mismo de las narices de las queridas hermanitas y de la familia entera. Y eso también te incluye a ti.

—¿Puedo saber quién es?

Guardó silencio durante unos instantes más.

—Serafita —dijo al fin.

La sorpresa me dejó boquiabierto.

—Ella… ¿ella ha sido tu amiga durante todo este tiempo?

—No he tenido ninguna más.

—Así que… ¿siempre os habéis sido fieles?

José desvió la mirada. En sus ojos había un rastro de dolor.

—A medida que pasa el tiempo, las cosas ya no son tan perfectas entre nosotras —dijo—. Últimamente no hablamos mucho.

—¿Le has puesto los cuernos? —pregunté, con frialdad.

—No, pero… me he portado mal con ella. —José se giró hacia mí y me observó con una extraña mirada desafiante—. Sera me pedía que me arriesgara y te lo contara todo. La presión para que os caséis se está descontrolando demasiado. Nosotras no queremos esa boda y tú tampoco, pero las preocupaciones están afectando la amistad entre nosotras. Yo estaba tan asustada como tú.

—No debéis temer nada de mí.

—Es ella quien necesita oírte decir eso.

Encendí otro cigarrillo y empecé a fumar mientras pensaba. El pulso me latía en los oídos y notaba que la sangre circulaba alborotada por mis venas. Por la mejilla de José resbaló una lágrima.

—Le… le pegué. Y todavía no me ha perdonado.

—Qué asco de vida tenemos —dijo.

José se secó las lágrimas, tomó mi segundo cigarrillo y se puso a fumar.

—Hay otra solución —dijo al fin.

—¿Irnos a vivir a Dinamarca? —me burlé.

—Podemos —se encogió de hombros— recurrir a la estrategia más antigua del cristianismo.

—¿Cuál?

—Tú te casas con Sera y yo me caso con tu amigo, si te decides por alguno. No sé si me casaría con ese campesino pero… bueno, con el hombre apropiado me casaría sin dudarlo ni un segundo. Y entre los cuatro podríamos establecer el pacto de continuar como antes.

La luz del sol iluminó la ladera rocosa. En el cielo, el águila real se alejó volando hasta desaparecer. Estudié la tentadora pero espantosa alternativa que me ofrecía José.

—¿Serías capaz de robarme a mi granjero, con lo majo que es? —sonreí.

—Me gustan más las morenas —dijo ella con desdén.

—¿Y qué hay de los hijos?

—A Sera y a mí no nos interesa demasiado tener hijos. ¿Y a ti?

—La familia quiere niños, ya lo sabes. Mamá, Paco, las tías… Se subirán por las paredes si no tengo hijos —José volvió a encogerse de hombros—. Y si no los tengo —añadí—, el título será para el primogénito de Paco.

—¿Te importa mucho?

—No. Por lo menos, no se quedará con la tierra, que es lo que importa.

—La familia tendrá que aceptar nuestra decisión. Por lo que a ellos respecta, es la voluntad de Dios. Hay muchas parejas que no tienen hijos.

—¿La voluntad de Dios para dos parejas? Demasiada casualidad. Tal vez no se crean la mentira.

—Se la tragarán, te lo aseguro.

—O mentimos —dije—, o nos meten dos balas por el culo.

Se estremeció ante mi franqueza.

—¿Qué quieres decir?

—He oído rumores de… de cómo mataron al pobre Lorca. Eso era lo que Paco quería decir la otra noche, cuando los periodistas hacían preguntas sobre los maricones.

—Me gustaría saber por qué nos llaman «marías» —se preguntó José.

—Yo no soy ningún maricón, hermanita.

No hizo caso de mi comentario.

—¿No te parece curioso? En todas las palabras está Su nombre. Sera fue quien me lo dijo. Le gustaría estudiar la carrera de Historia. —José empezó a caminar en pequeños círculos, pensativa—. María… —murmuró, recitando la espantosa letanía—, maricón, marica, maricona, mariposa, marimacho… Su santo nombre está en todas y cada una de esas asquerosas palabras que usan para referirse a nosotros. Quizá en otros tiempos fuimos sagrados para Ella.

—¿Por qué tú y yo hemos tenido que salir así? —protesté, aunque sin dirigirme a nadie en particular.

—Ave María, estrella del mar… —aplastó el cigarrillo con el zapato, murmuró el primer verso del himno en latín y luego se interrumpió—. No lo sé, Tonio. Mírame, mírate. Dos ovejas negras en la misma familia. ¿Crees que tiene algo que ver con la sangre?

—¿Quieres decir… como la bravura en los toros?

—¿Crees que hubo… algún antecesor, hace mucho tiempo? ¿Que tal vez fue eso lo que causó parte de los problemas de nuestra familia?

Mi mente vagaba de nuevo hacia el escurridizo Juan Diano Rodríguez. Si tuviera que entregarme a él, no habría una primera noche sangrienta, esa noche que tanto se exageraba en el teatro y en las películas españolas. Hablar de «desvirgar hombres» no era distinto de hablar de «desvirgar mujeres», pero los conceptos habían sido inventados por una religión patriarcal que trataba a las personas como si no fueran más que ganado. Lo cierto era que yo no creía que la virginidad de un hombre estuviera en su culo, ni en los inventos de la Iglesia. El amor de Juan penetraría en mi mar como un remo, sin dejar marca alguna.

José se dio cuenta de que mis pensamientos se elevaban más allá de las laderas, como un águila.

—Volvamos a casa —dijo tomándome del brazo—. Quizá no hemos encontrado a Juan Diano porque él ha ido a buscarte a ti.

Mientras conducíamos hacia el sur, José me contó historias sin censurar del colegio de monjas y del principio de su amistad con Sera. Me las contaba deprisa, confusa, y me di cuenta del gran alivio que para ella suponía poder contarme todo aquello. Le brillaban los ojos y le temblaban los labios. De vez en cuando, dejaba de prestar atención a la carretera. Mi hermana era ahora una persona completamente distinta y dejaba traslucir que estaba enamorada.

* * *

Sin embargo, cuando llegué a Madrid y llamé a Las Moreras como por casualidad, para ver si había alguna noticia, Juan no estaba allí. Fuimos a ver a Isaías y a Tere en su despacho. Mientras José se sentaba frente a la máquina de escribir y tomaba notas para su próxima columna, yo confesé a mis viejos amigos que tenía intención de retirarme después de Arlés. Aceptaron la noticia con serenidad y en sus rostros aparecieron discretas sonrisas de esfinge. Isaías y Tere llevaban tanto tiempo viviendo juntos que hasta sonreían de la misma forma.

—Nos los esperábamos —dijo él.

—Nos alegramos —añadió ella—. Casi me da un infarto, de tanto ver cómo te esfuerzas.

—¿Hay algún novillero que pueda ocupar mi puesto? —pregunté.

—Oh, bueno —dijo Isaías, con cierta despreocupación— hay cuatro o cinco jovencitos que no dejan de perseguirme. Todos quieren ser el nuevo Cordobés, pero ninguno de ellos tiene tu don —encendió el puro—. El chico de Santander no ha dado señales de vida, ¿verdad?

—No.

—Si hubiera sido un apasionado de los toros, no habría perdido ni un segundo después de la tarjeta de presentación que le diste —añadió Tere, quien en ese momento se puso en pie para contestar a una llamada de teléfono.

Mientras Tere hablaba por teléfono, Isaías alargó el brazo para darme una palmada en el hombro.

—Tal vez a mí también me ha llegado el momento de dejar el mundo de los toros. Hasta le estoy perdiendo el gusto… Este país está cambiando, se están perdiendo la ciencia y el arte. Ya no quedan más que unos pocos toreros clásicos. Mi mujer y yo tenemos que buscarnos otra cosa.

Tere tapó el teléfono con una mano y miró a Isaías.

—Es Sótano otra vez. Quiere a Antonio en Vitoria —susurró.

Isaías me miró con una expresión interrogante.

—No —dije.

—¿Ni siquiera Sudamérica, este invierno? Ya hemos hecho una primera solicitud.

—Basta de contratos.

Si me iba de Madrid sin visitar a Sera, la familia se me echaría encima. Después de todo, les había prometido pedirle que se casara conmigo. Además, José insistía en que yo tranquilizara a Sera. Por tanto, fuimos de visita a la claustrofóbica casita que tenía la madre de Sera cerca de la catedral.

Hacía un calor anormal para la época. Nos sentamos los tres en el patio y el ama de llaves de doña Margarita trajo una botella de vino en una cubitera. La preocupación de José por su metedura de pata con Sera se diluía ahora tras una máscara de decoro familiar. Mientras ella charlaba con la madre de Sera en un rincón, Sera y yo nos sentamos en un banco de madera de roble que había en el rincón opuesto. Nos sentamos a una distancia discreta el uno del otro, a la vista de los demás —como correspondía a los jóvenes que habían recibido una buena educación—, y mantuvimos una conversación prudente. José ya le había contado mi secreto, pero el comentario de mi hermana acerca de los espías me causaba cierto nerviosismo. ¿Y si la madre de Sera sabía leer los labios? Utilicé palabras que no pudieran hacer sospechar nada a alguien capaz de leer los labios.

Sera y yo intentamos mostrarnos sociables y aparentar tranquilidad, pero ella se dio cuenta de que yo me movía incómodo sobre el duro asiento del banco.

—¿Todavía te resientes de lo que te sucedió en Santander? —me preguntó.

—No —le dije, conmovido por su preocupación—, es que Faisán casi me disloca la pierna el otro día. Pero no es nada comparado con… con lo que siento ahora mismo —cuando Sera bebió de su vaso, la mano le tembló de forma casi imperceptible—. Bueno, así que por fin conoces… mis verdaderos sentimientos —dije.

Mi voz temblaba con la misma intensidad que su mano. No recordaba cuándo había sido la última vez que me había puesto tan nervioso delante de un toro, aunque tuviera las astas como una horca. De no haber sido porque sabía que Sera era como yo, no habría podido pronunciar aquellas palabras.

—Sí, José me llamó anoche. Me lo insinuó —dijo Sera, con una voz tan dulce que en otra vida habría conseguido hacerme enloquecer de amor—. Antonio, me cuesta creer que tú… precisamente tú… —se le quebró la voz.

—Podemos hablar de todo eso en cualquier otro momento —la tranquilicé—. De momento, quiero que sepas que siento un gran respeto por ti y deseo que seas feliz. ¿Lo entiendes?

—Sí —murmuró.

Alzó la vista para mirarme. Observé sus ojos, discretamente maquillados, y el ligero toque de rímel en sus largas pestañas y pensé que si yo hubiera sido cualquier otro hombre, me habría enamorado de esos ojos. Ella entendió lo que yo quería decir y sonrió casi imperceptiblemente. Si yo hubiera sido un hombre distinto, habría sido capaz de matar por una sonrisa como aquella.

—Entonces pensemos en el futuro —dije.

—El futuro es muy peligroso.

Era obvio que Sera estaba tratando de disimular la angustia que había en su mirada. Su madre estaba en ascuas: se abanicaba, nos miraba de reojo y seguramente se estaría preguntando si debía permitir que su queridísima hija única y el Bravo se quedaran a solas unos momentos para que yo pudiera darle a Sera un casto beso en los labios. Seguramente se estaría preguntando si eso podía precipitar un poco las cosas hacia un compromiso formal. Yo sabía que José le había comentado a Sera la tentadora pero espantosa idea del Pacto.

—Nos queda la otra opción —dije.

Sera apretó con fuerza el vaso que tenía en la mano. Hizo un tremendo esfuerzo para que nadie viera el terror en su mirada y recobró la compostura.

—Demasiado peligroso.

—Es más peligroso no tener ningún plan.

—Lo pensaré —dijo—. Dame un poco de tiempo.

—El tiempo pasa.

—Lo sé.

—¿Tienes dudas porque José y tú habéis discutido?

Bajó la mirada, seguramente preguntándose si podía confiar en mí.

—José se ha vuelto muy mandona —dijo—. A veces ni siquiera parece la misma.

Pensé entonces que aquella mujer y yo éramos completos extraños el uno para el otro, a pesar de haber crecido juntos. ¿Cómo era en realidad Sera? Valiente, desde luego, si había arriesgado tanto durante tantos años. Quería llegar a conocerla como a una amiga, tenerla como aliada. Me resultaba extraño estar atrapado en mitad de sus problemas con José, pues no podía ponerme en contra de mi hermana. ¿Tanto se parecía José a un hombre, tan arraigada tenía la tradición feudal de antaño que se creía con derecho a dar órdenes? Su prepotencia le había granjeado algunas victorias, pero era un arma de doble filo. Lo de pegar no estaba bien.

Cuando José y yo nos pusimos en pie, dispuestos a irnos, en la cara de la madre de Sera había una expresión fúnebre. Otra visita formal mía que terminaba sin compromiso alguno. Me incliné, le tomé la mano a Sera y se la besé con toda la frialdad y galantería que pude.

Nos alejamos de allí en coche. Mi hermana estaba furiosa por las dudas de Sera.

—¡Canastos! —exclamó—. ¿Qué le pasa? El Pacto es la solución ideal a nuestros problemas.

—Ideal —murmuré—. Lo único que me falta es un amigo.

José me dejó en mi piso de la ciudad, en el Paseo de la Castellana. Estaba en el mismo edificio en que vivían Isaías y Tere. Luego se fue a su piso, unas cuantas manzanas más allá, pues tenía que ponerse a escribir. Yo recogí el correo, luego saqué mi Volkswagen del garaje y regresé solo a Las Moreras.

Me encerré en mi habitación, me tumbé sobre mi solitaria cama de soltero y allí me quedé, pensando. ¿Y si tenía que exiliarme para poder alimentar mi naturaleza? Tal vez pudiera vivir en otro país en el cual las leyes antivicio no fueran tan estrictas: Francia, Holanda, Dinamarca… ¿Sería capaz de soportar la vida en Dinamarca? La República Federal Alemana no debía de estar tan mal, si había ya medio millón de emigrantes españoles que vivían allí. Podía comprar un piso en Hamburgo y frecuentar los barrios bajos por la noche, pero seguramente sería una vida muy solitaria. Sexo con hombres que no hablaban mi idioma… Traté de imaginar que me enamoraba de un noble alemán y me iba a vivir con él a su castillo de cuento de hadas en Baviera, con su colección de armaduras y sus primeras ediciones de Gutenberg. A lo mejor hasta tendría suerte y encontraría a algún español solitario, un hermano exiliado que se ocultaba en Hamburgo. Tal vez debería irme a Nueva York, quedarme a vivir con mi tía roja y conocer a algún portorriqueño o cubano muy varonil, porque la verdad es que no me imaginaba follando con un yanqui.

Detrás de la cama, bajo una baldosa suelta del suelo, había una pequeña caja de madera. Comprobé que aún seguía en el mismo escondrijo. En su interior se hallaban las piedras preciosas que mi bisabuela me había entregado en secreto: joyas antiguas y diamantes de la más alta calidad en bolsitas de gamuza. «Ten siempre piedras preciosas», me había dicho, «porque nunca se sabe cuándo vas a tener que salir huyendo. Las piedras preciosas pesan poco y las puedes vender en cualquier parte».

Mi anillo con un diamante engastado era también un regalo de doña Carmen, aunque esta vez había sido un regalo público. Me lo dio en presencia del todo el mundo el día que tomé la alternativa como matador. Fue su forma de decir que aprobaba, ante la desaprobación de la familia, la profesión que yo había elegido. El diamante tenía un pequeño defecto, pero me gustaba su talla antigua, pues reforzaba mi imagen de torero tradicional. Además de llevar flores en público, se nos permitía lucir anillos de mal gusto. Doña Carmen me había dicho en privado que el anillo había pertenecido a mi bisabuelo y que lo habían llevado tres generaciones de hombres Escudero que conocían el secreto. Por su parte, José también había recibido un tesoro secreto. Cerré la caja con llave y la devolví a su escondrijo.

Al día siguiente por la tarde mi cuadrilla regresó de Ciudad Real con el ánimo por los suelos. El novillero había tenido una mala tarde. Necesitado de consuelo, llamé a mis perros, le puse a Faisán la silla de montar de piel de borrego y animé a Santí para que ensillara otro caballo.

—Quiero enseñarte una cosa —le dije.

Cabalgamos juntos hacia el coto. Hacía varios días que los caballos no salían de las cuadras y aprovechaban cualquier motivo para dar brincos. Cuando los perros detectaron una liebre, Faisán casi me tiró de una sacudida. La pierna empezó a dolerme de inmediato.

Nuestra solitaria línea eléctrica seguía el trazado de la antigua vía romana desde Las Moreras hasta las tres casitas de paredes de yeso que había en la granja del coto. Joaquín Pastor «el Pico» vivía allí con Magda, su esposa, sin lujos pero con holgura. La pequeña colonia se alzaba bajo las sombras de varios árboles frutales y olivos inclinados por el viento. No había ninguna antena de televisión, pues los Pastor no se fiaban de la tele. Allí no había nada lo bastante alto como para que una cigüeña construyera su nido: todo se encogía para resguardarse del clima. Pasado el gallinero y el retrete al aire libre, se hallaba un laberinto de corrales de aves de caza tapados con rejas de alambre. Había también caballos de montar que holgazaneaban en un prado rodeado por un muro de piedra. Mozuela, mi pequeña yegua, me saludó con un relincho. Más allá aún, las tierras altas y áridas del coto se elevaban hacia el cielo.

Cuando desmonté, el viejo Pico se acercó tambaleándose y me obsequió con un abrazo paternal. Me di cuenta de que había advertido mi cojera.

—¿Qué tal por Santander? —me preguntó.

—Bastante bien —dije—, pero tú cojeas tanto como yo.

—No es nada —se burló él—. Me duelen las varices de las piernas.

La antigua vía se adentraba en el coto, pero jamás llevábamos los coches hasta allí. El anciano sujetó la cabeza de Faisán mientras yo trepaba con dificultad a la silla y trataba de vencer el dolor de la pierna.

Santí y yo cabalgamos por las colinas, mientras los perros nos seguían en tropel. En el fondo, mi joven picador seguía siendo un vaquero, así que le encantaba pasear por ahí en un caballo de montar, canturreando entre dientes. El campo mostraba todo el esplendor de las últimas flores silvestres, pues pronto llegaría el calor africano que secaría todos los riachuelos. Aunque se usaba en exceso para el pastoreo, en el coto sobrevivía una auténtica jungla de arbustos desérticos que las ovejas no comen, además de los inevitables cardos, que crecían por todas partes. Hicimos correr a los caballos y a los perros hasta que se cansaron. Después nos sentamos en la cima de una colina, atamos a los caballos a un arbusto y yo me dediqué a reflexionar sobre mi vida mientras los perros dormitaban a la sombra de una roca. Santí fumaba sentado y seguramente se preguntaba qué estaría pensando su jefe.

«Aguanta, majín, guapísimo».

Nueve años atrás, en un día de primavera como éste, después de que mi padre muriera y yo me convirtiera en conde de La Mora, fui hasta allí y monté a Faisán en mi primera inspección oficial como dueño de aquellas tierras. Me sorprendió el lamentable estado en que se hallaba el coto. Durante generaciones, el pueblo y mi familia se habían disputado el uso del coto. Los patriarcas Escudero insistían en que la tierra era nuestra y cazaron en el coto hasta que no quedó nada. Los habitantes del pueblo insistían en que la tierra era suya —que eran tierras de pastoreo comunales, según un antiguo acuerdo no escrito de la época medieval que mi familia, sin duda alguna, había violado— y llevaron a pastar sus cabras y sus ovejas de raza merina hasta que la vegetación quedó arrasada. Habían talado furtivamente los árboles para hacer carbón y tierras de pasto y, por culpa de la pérdida de vegetación, estaban desapareciendo también los arroyos y los manantiales. Después de la Guerra civil, la creciente urbanización de terrenos hacía muy difícil que los habitantes de La Mora pudieran llevar sus rebaños a los pastos más verdes del norte, como siempre habían hecho. Y así, los animales pastaban aquí todo el año, lo cual agotaba aún más las tierras. De vez en cuando, de entre los matorrales surgía algún roble autóctono medio muerto, sacudido por los vientos abrasadores y el silencio absoluto. Sólo los animales más fuertes habían sobrevivido, además de unos cuantos buitres.

La explotación de las tierras por parte de los aristócratas era un tema candente en la política. El Gobierno de Franco se había visto obligado a expropiar en Andalucía algunas de las propiedades que se hallaban en peor estado. Yo quería devolver la vida a aquellas tierras. Por primera vez en mi vida, supe que mi licenciatura en Biología podía servirme para hacer algo noble y útil. Después de que Isaías y yo estudiáramos detenidamente la cuestión, invité a los hombres y a las mujeres del pueblo a recorrer el coto conmigo. Paseamos por la zona y yo hablé sin cesar, como si estuviera toreando en un corral lleno de toros.

—Si vuestras ovejas de raza merina continúan pastando aquí, dentro de unos años ya no quedará nada —les dije—. Vosotros y vuestros hijos tendréis que iros a Madriz.

Ellos asintieron a regañadientes.

—Os diré lo que podemos hacer —les dije—. Podemos zanjar esa antigua disputa. Vended vuestras ovejas y vuestras cabras, ayudadme a mejorar y ampliar los olivares y os pagaré mucho más de lo que os pagaba mi padre. Nos haremos ricos todos vendiendo aceite español a los yanquis y a los franchutes. Y después trabajaremos todos juntos para recuperar el coto. Habrá una junta directiva y un comité en el pueblo para llevar adelante el proyecto. Replantaremos el coto: eso llevará mucho tiempo y os proporcionará trabajo durante todo el año. Contrataré como guardas a algunos hombres del pueblo. Cuando vuelvan los jabalíes, los ciervos y las perdices, nos haremos ricos otra vez. La gente vendrá a cazar, vendrán también turistas… Cazaremos con moderación, para no arruinar el coto otra vez. Y así todos podremos comer jabalí asado.

Los habitantes del pueblo no sonrieron, pues mil años de trabajo duro y tristeza habían convertido en hielo sus rostros curtidos por el viento… pero tampoco dijeron que no. Y así fue como La Mora y yo firmamos una tregua. La mayoría de las cabras y de las ovejas de raza merina fueron a parar al mercado, excepto las que conservaron para uso doméstico.

A continuación venía toda la cuestión legal, que era bastante peliaguda. No podía permitir que la junta directiva votara abiertamente, pues eso hubiese sido demasiado democrático y yo no quería que el régimen o Paco se quedaran con la idea de que aquello era un contubernio judeo-masónico-marxista para introducir la reforma agraria en España. Así pues, los Eibar y yo creamos un montepío, una especie de fondo para emergencias parecido al Montepío de Toreros, que se ocupa de los toreros necesitados y se financia gracias a las aportaciones benéficas. Después contacté con algunos de mis seguidores ricos aficionados a la caza y conseguí que hicieran generosas donaciones al Montepío de Coto Morera. En las reuniones de la junta no votábamos, sino que buscábamos un discreto consenso. Con el tiempo, y si el país se liberalizaba un poco, tal vez pudiera ceder el coto a los españoles, como había oído que se hacía en Estados Unidos con los parques nacionales, pero de momento había que proceder con cautela. Me alegré de haber conservado el título: lo que veían tanto la opinión pública como el Gobierno era un miembro de la vieja aristocracia venido a menos que había encontrado una forma creativa y a la vez tradicional de solucionar su problema de explotación de la tierra.

Cuando volví a inspeccionar el coto, excluí discretamente la pequeña parcela de tierra —de doscientas hectáreas— en la que se halla la cripta de las Mercedes. La excusa que di fue que aquel era el rincón favorito de la familia para las comidas campestres y que allí tenía mi familia una vieja cabaña. Dejé aquella parcela al margen del coto y de la fundación.

Después contraté a Pico, uno de los mejores guardabosques de toda España. Otoño tras otoño, las cuadrillas de habitantes del pueblo se dedicaban a plantar hileras de semilleros: pinos, árboles de hoja ancha y otras especies. Año tras año, abnegados grupos de mujeres y niños se dirigían a otras zonas en sus Vespas, recogían semillas de plantas y hierbas autóctonas y las sembraban con sus manos por todo el coto cuando empezaba la temporada de lluvias. El Ministerio de Agricultura nos ayudó con algo de dinero. Hay que reconocerlo: una de las cosas buenas que Franco hizo por España fue conceder subvenciones para plantar árboles. Ahora que ya habíamos dejado atrás las difíciles décadas de los 40 y de los 50, el país tenía la energía necesaria para mostrar discretos indicios de preocupación por los últimos reductos de Naturaleza en España. Las montañas de los Picos de Europa en el norte y las marismas del Coto de Doñana en el sur empezaban a convertirse en motivo de orgullo para muchos españoles.

Me puse en pie con dificultad. Santí y yo montamos de nuevo y seguimos cabalgando.

—El trabajo empieza a dar frutos, jefe. Todo esto está mucho más verde —dijo mi picador.

Dejé vagar la mirada por la tierra y le di la razón: entre el gris y el marrón del árido granito empezaba a brotar una delicada capa verde y fresca.

—Hemos recuperado dos manantiales… Hemos soltado unas cuantas docenas de corzos… —dije—. Aún no hay ciervos… aquí no encuentran el alimento suficiente. Pico está preparando ya la próxima partida de perdices. Han vuelto algunos conejos, unos cuantos halcones y lobos…

—Eso está muy bien, jefe… mientras nadie cace los lobos y los conejos no se lo coman todo.

—Exacto —dije con voz grave.

Al volver la caza, proporcioné escopetas a unos cuantos hombres del pueblo, con el objetivo de que mantuvieran alejados a los cazadores furtivos. Aún teníamos algunos problemas con los pastores de las montañas, en Pozo del Rey, pues seguían considerando que las tierras del coto eran sus tierras de pastoreo comunales. Isaías y yo nos veíamos obligados a ir en coche hasta allí de vez en cuando y discutir con ellos.

—¿Has visto ya algún jabalí? —preguntó Santí.

—Todavía no. Aún no hay alimento suficiente para ellos. Espero que regresen por su cuenta. Tampoco he visto ningún lince aún. Hoy en día quedan muy pocos.

No mencioné lo único que faltaba en el coto: un aprendiz, un profesional de la Naturaleza que sustituyera a Pico cuando éste muriera. De momento, no había ningún aldeano adecuado para ese puesto. Yo hasta había pensando en Santí, pero Pico había dicho que no, que Santí no sería un buen guardabosques, aunque el viejo estaba dispuesto a tenerle en cuenta para un puesto subordinado. En realidad, había muy poca gente en España interesada en eso tan moderno de la conservación de la Naturaleza, pues apestaba a ese sentimentalismo lacrimógeno de los extranjeros hacia los animales. Ese día, al ver lo cansado que estaba el anciano, me di cuenta de que no podía retrasar mucho más la búsqueda de un aprendiz.

Monté de nuevo a Faisán. Un poco más adelante descendimos hacia un valle. Aquel era mi rincón favorito del coto: cuando yo era pequeño era un lugar polvoriento y lleno de cardos. Había un riachuelo, el Mas, que había quedado reducido a un hilillo de agua que variaba según la estación. Ahora, sin embargo, los terrenos llanos a orillas del riachuelo estaban cubiertos por un delicado velo de hierba nueva. Había una hilera de robles jóvenes, sauces, árboles de frutos silvestres y parcelas de maleza que proyectaban sus sombras sobre el rocoso lecho del arroyo, cuyas aguas gorgoteaban entre las piedras. El Mas fluía hacia el norte en dirección a La Mora, antes de desaparecer por completo. En otros tiempos desembocaba en el Tajo, a setenta y cinco kilómetros de distancia.

Mientras cabalgaba junto a la orilla, Faisán se asustó por algo y a punto estuvo de tirarme al suelo. Noté una punzada de intenso dolor en la pierna mala. Tranquilicé al caballo y traté de descubrir qué era lo que le había asustado: era un corzo muerto, el más viejo de aquellas tierras. Los buitres y los lobos habían hecho ya su trabajo. Un grupo de urracas azules dejaron de picotear las costillas descarnadas del animal y echaron a volar entre graznidos.

—¿Estás bien, jefe? —me preguntó Santí, algo nervioso. Noté otra punzada de dolor y contemplé el cuerpo—. Eso no lo ha hecho un furtivo —dijo Santí—. Un furtivo se habría llevado el cuerpo del animal.

—Seguramente han sido los lobos —dije—, cuando el corzo bajó para beber. Empieza a funcionar el ciclo de la Naturaleza.

—Todo esto empieza a tener muy buen aspecto, jefe —dijo Santí—. En unos cuantos años ya tendremos jabalíes.

Me pregunté por qué había sido precisamente aquel vallecito el que había despertado la parte más audaz de mi sueño.

—Y ganado bravo también, Santí —dije.

—¿Cómo?

—¿No te gustaría ver unos cuantos becerros y reses bravas por aquí?

—No hay alimento suficiente para el ganado, jefe.

—¿Y si lo hubiera?

—¿Estás pensando en criar toros bravos cuando te retires, jefe? —me preguntó, con incredulidad.

—No —le dije—, en algo muy diferente.

Hace unos cuantos años, mientras yo me hallaba en el sur de Francia para participar en una corrida, José y yo acudimos a un festival de cine y vimos un clásico yanqui que se titulaba La conquista del Oeste. La escena de la estampida de bisontes norteamericanos era impactante. Recordé que había leído que los yanquis habían conseguido salvar unas cuantas manadas de bisontes que vivían en libertad y, de repente, se me ocurrió una idea: ¿por qué no podía haber ganado bravo en nuestro coto? Sólo para que estuviera allí, para que inspirara el espíritu de los hombres, para que completara el repertorio de especies ibéricas. El Bos Ibericus era el orgullo de nuestra fauna, un animal que había vagado en libertad por España desde tiempos inmemoriales. Los toros bravos de nuestros tiempos eran sus descendientes. Al salir del cine, José se sentía igual que yo: me tomó del brazo y murmuró algo sobre millones de toros bravos en toda España, que harían temblar la tierra al desplazarse en masa de un lado a otro. Desde ese día José y yo soñábamos con nuestra propia manada.

Santí frunció el ceño.

—¿Estás pensando en cazarlos? —preguntó.

—Pues claro que no. ¡Piensa, hombre! Vagaban en libertad por toda España, igual que los lobos o los ciervos. Claro que… tendríamos que construir una valla alrededor del coto… Sería como la Gran Valla China, ¿no? Tendría unos ochenta kilómetros y nos costaría unos cuantos millones de pesetas.

Isaías y yo ya habíamos hecho las cuentas.

La primera reacción de Santí fue de tipo práctico.

—Los ganaderos de Pozo del Rey se quedarían fuera de la valla… y eso no les gustaría nada.

—Ya conseguiremos que se pongan de nuestra parte. Cuando tengamos agua y hierba suficientes en estos valles, compraremos un toro joven y unas cuantas vaquillas. ¿Te gustaría cuidar de nuestra pequeña manada? ¿O prefieres seguir de picador toda la vida?

Santí sonrió lentamente.

—Dentro de diez años, cuando crezca la hierba, cuenta conmigo —dijo.

—Bien —dije—, pues está decidido.

Acordamos comprar el rebaño inicial en las pocas ganaderías que aún criaban toros auténticos. No esas cucarachas con cuernos que hacían de la fiesta brava actual un previsible y lucrativo negocio. No, ni hablar. Yo quería esos bovinos barbudos ante los cuales no me plantaría jamás… ni siquiera por dos millones de pesetas.

A Paco no le había hecho mucha gracia la idea del Montepío de Coto Morera, pues pensaba que mi decisión de aceptar caridad de extraños era un golpe mortal al orgullo de nuestra familia y a nuestro patrimonio. Sin embargo, no fue capaz de encontrar motivos políticos fundados para crearme problemas. José me apoyó y solía cabalgar conmigo durante mis inspecciones.

Hoy, sin embargo, mientras seguía sentado sobre Faisán, se apagaba mi último rayo verde de esperanza. Lo único que veía era el rostro de Juan Hijo en todas y cada una de las nubes que se formaban sobre la tierra ardiente. Y la pierna me dolía muchísimo.

Aquella noche, hacia las nueve, me dirigí a la capilla a rezar para que terminara mi sufrimiento. Mamá, Paco y la tía Tita habían regresado a Toledo. Braulio me paró en el largo pasillo, de cuyas paredes José y yo habíamos retirado los hoscos retratos familiares para sustituirlos por alegres tapices.

—¿Necesitas algo antes de que me retire? —me preguntó.

—No, Braulio, gracias.

—Entonces me voy a ver la tele, con tu permiso. A ver si dicen algo del Rey.

—Claro.

Mientras Braulio se alejaba, observé su espalda durante unos segundos e, invadido de nuevo por mi paranoia, me pregunté si no sería él, mi ayudante personal, el punto débil entre mis hombres. Braulio era navarro y había trabajado para Emil Potrero, antiguo cliente de Isaías. Cuando Emil se retiró, más o menos en la misma época en que yo me hice matador, Isaías me recomendó que le contratara. Yo consideraba a Braulio parte de mi camuflaje. Era un buen católico, carlista hasta la médula y utilizaba la palabra «rey» prácticamente en cada frase. El problema era que tal vez hubiera intimado con Paco a mis espaldas. Cada vez que volvía de un viaje al extranjero, me preocupaba de eliminar de mi equipaje y de mi ropa cualquier prueba, excepto las que revelaban pecadillos heterosexuales.

Al entrar en la sombría capilla gótica abovedada noté esa aura majestuosa congelada en el tiempo. Frente al altar mayor dorado se hallaba la tumba de Sanches, primer conde de La Mora, fallecido en 1247. En la lápida de mármol había una representación de nuestro sanguinario antepasado, con su cota de malla y las manos anquilosadas en una plegaria para que se le concediera la victoria sobre cualquier pagano que pudiese quedar por aquellas tierras. Entre sus victorias se contaba el asesinato de su hermano Pedro, asesinato que obedecía a algún motivo no especificado en el archivo histórico de nuestra familia. Paco había abierto la tumba y había encontrado unos cuantos huesos y restos de cuero.

En la capilla, sin embargo, había algo alegre: Marimarta y su hija de seis años rezaban en ese momento frente a la Virgen de las Mercedes. Habíamos trasladado a la Virgen al altar mayor para sustituir al primitivo Cristo triunfante que yo había vendido para financiar el huerto nuevo. La imagen pertenecía al siglo XIII y su autor, algún pintor castellano cuyo nombre ya nadie recordaba, la había pintado sobre una plancha de madera de roble. A pesar de algunos agujeros de carcoma, María de las Mercedes seguía siendo hermosa: sentada entre los cuernos de la media luna como si estuviera en un trono, amamantaba a Su hijo. Dos toros bravos cuyos cuernos imitaban el símbolo de la luna, flanqueaban el trono en sustitución de los tradicionales leones reales. Cuando salía de viaje, siempre llevaba una pequeña fotografía en color de aquella pintura, pues era mi santuario de torero.

Bajo la luz de las velas encendidas por las mujeres del pueblo, descansaba a los pies de la Virgen —tal y como correspondía— la cajita que me había entregado Mamá con las alianzas de boda. Marimarta, que llevaba un velo negro en la cabeza, encendió otra vela y luego se acercó hacia mí, mientras hacía callar a su impaciente hija.

—La cena de esta noche ha sido fabulosa —le susurré—. Te has superado a ti misma.

Marimarta sonrió. Era una joven viuda de La Mora que se quedó sin fuente de ingresos cuando su marido, albañil, murió en un accidente laboral en Toledo. José y yo habíamos oído hablar de los excelentes guisos y buñuelos de Marimarta y habíamos decidido contratarla. Era tan guapa que tanto mi madre como Tita estaban convencidas de que yo tenía un lío con ella, cosa que negué, por supuesto.

—Mil gracias —me susurró ella—. ¡Shhh! —le dijo a su hija.

Se fue y cerró la puerta de fuera, pues ya era de noche. Oí el ruido de su motocicleta al ponerse en marcha, pero los pasos de Marimarta me siguieron resonando en la cabeza. ¿Qué ocurriría con aquellos centenares de personas que dependían de mí cuando yo me retirara de los toros? ¿Tendríamos bastante dinero? ¿Sería suficiente con los olivares para que todos pudiésemos comer? Encendí mi propia vela y me arrodillé en el reclinatorio. Con la cabeza inclinada, estoy seguro de que en ese momento era la viva imagen del sufrimiento.

«Virgen Santísima, ya conoces mi espíritu heterodoxo y torturado…».

En mi mente seguía viendo aquellos ojos azules de mirada feroz.

Mi madre biológica disfrutaba de mi debido respeto filial, pero no era más que una esclava de las tradiciones. La Madre de las Mercedes no era prisionera de nadie y ya hacía mucho tiempo que yo había dejado atrás la vergüenza de contarle lo que me afligía. Durante mis diez años en los toros, me había dado señales claras de su protección, me había dado también comida y cobijo con tanta generosidad como a Paco, que me consideraba malvado. ¿Qué Virgen me negaría el amor humano?

Ya no me desgarraban los escrúpulos morales. Como la morera, yo estaba profundamente arraigado en aquella roca herética de nuestra historia, en sus secretos y en su pasado oculto. SPAIN IS DIFFERENT, decían los folletos para turistas. Yo también era diferente. Estaba seguro de que esos sentimientos diferentes que tenía yo eran la expresión de unos impulsos que para algunos hombres, y para algunas mujeres, eran naturales. Estudiar Biología me había permitido comprender la infinita variedad de la vida. En mi coto convivían distintas plantas, árboles y animales, había distintas especies de ciervos, de aves de rapiña… ¿Por qué no iba a haber distintas clases de impulsos sexuales? Mi necesidad era antigua, estaba arraigada en las voces infantiles, en el sabor de la leche, en las manchas de moras alrededor de mi boca. Había llegado a un punto en que ya no cuestionaba mi necesidad, sino que lo único que me preocupaba era cómo aplacarla… sin que me descubrieran.

Cuando terminé mi triste meditación, me puse en pie con dificultad. Me dolía la pierna después de haber estado arrodillado tanto tiempo. En pie frente a la Virgen, encendí otras nueve velas por si acaso y con el resplandor de las llamas detecté movimiento junto a la puerta que llevaba a la casa. Braulio estaba allí, con su habitual expresión inescrutable.

—Uno de los guardas dice que ha llegado un emigrante —me dijo mi ayudante personal—. El chico tiene una tarjeta tuya.

Braulio sonrió con discreción y yo no supe si aquella sonrisa indicaba que se alegraba por mí o que me estaba mostrando su irónica desaprobación. El corazón me empezó a brincar como si fuera un becerro joven. Ya en el patio, vi que la enorme puerta de madera de roble permanecía abierta, sujeta por sus antiguas bisagras de hierro, y que en ella se apoyaba uno de mis guardas, armado con una escopeta. Y sí, junto a él estaba Juan Diano Rodríguez, que sujetaba entre las manos una maleta barata atada con una cuerda.