Dos

Me sentía como si fuera un animal bravo que durante toda su vida no ha hecho otra cosa que pasar hambre y necesidades. Con las costillas a flor de piel, vagaba en busca de comida por una tierra baldía, entre polvo y ráfagas de viento.

Hay muchos tipos de necesidad. En el ruedo, el hambre es lo que mueve al hombre. Sólo ésta puede impulsarle a ser a la vez tan valiente y tan estúpido… como para plantarse ante el envite del toro y arriesgarse a que el animal le dé una cornada y le voltee en el aire. Como torero, tengo derecho a decir la verdad respecto al arte de la tauromaquia: es un arte hermoso, ridículo, cruel y dice mucho acerca de la naturaleza humana. Algunos, como el joven al que acababa de conocer, crecen rodeados de pobreza y pasan hambre de verdad. Esos son los que se ponen frente a los toros bravos con la esperanza de conseguir dinero rápido. Otro, como yo, lo único que buscan es besar los virginales labios del riesgo. La mente también ansía algo: ideas nuevas, retos nuevos aún más peligrosos…

Mi familia había intentado que yo me convirtiera en un muchacho sumiso. Intentaron castrar mi espíritu. Para ellos, yo tenía que ser un buey humano que llevara el yugo de madera de roble de los católicos, pero habían fracasado. Sabían que yo cumplía con las formalidades sólo por complacerles. Y también habían fracasado a la hora de domesticar a mi hermana gemela. En cuanto se dieron cuenta de que a mi hermana José y a mí nos unía el mismo espíritu rebelde, nuestros padres nos separaron. En el caso de mi hermana reprimieron, además, los impulsos de marimacho que ella experimentó durante su infancia. José solía pasar mucho tiempo rodeada de toros, conmigo, y soñaba con ser la nueva Conchita Cintrón[4] mientras galopaba en su caballo y le clavaba varas al toro. Mucho peor que eso fue que mis padres la sorprendieran leyendo libros prohibidos. «Le habéis salido a vuestra bisabuela republicana», nos dijo mi padre, indignado. Incluso después de la muerte de mi padre, en 1959, mi madre siguió luchando ferozmente para mantenernos separados.

Mi hermana y yo, sin embargo, nos sentíamos atraídos por nuestra bisabuela. Fue doña Carmen quien nos habló del oculto lado heterodoxo de la historia familiar, el lado desconocido para el profesor Paco. Antes de su muerte en 1961, a la edad de noventa y cinco años, nos reveló a José y a mí un secreto familiar. Nos indicó dónde se hallaba un tesoro arqueológico que la mayoría de los Escudero habían creído perdido durante más de quinientos años. Fuimos al lugar que doña Carmen nos indicó y descubrimos dónde se ocultaba la antigua cripta de las Mercedes.

A diferencia de aquel joven de Santander, yo jamás había pasado hambre de verdad. Para mí se trataba de un hambre espiritual, de la mente, de los sentidos… Mi corazón era un toro bravo ansioso de amor en una dehesa yerma que no tenía puerta. Había roído tanto mis fantasías que no quedaban más que las raíces y había buscado compañeros sexuales hasta debajo de las piedras. A mi pobre y hambrienta lengua no le quedaba más opción que lamer los cardos.

Aquella noche mi séquito permaneció en Santander y se entregó con elegancia a saciar el hambre de verdad. Santander siempre había sido una ciudad elegante. En los años sesenta, al igual que en los tiempos monárquicos de antaño, la alta sociedad y la clase dirigente se escapaban hasta allí huyendo del calor de Madrid. Mientras nuestro Mercedes se acercaba al Sardinero, las últimas familias españolas abandonaban la playa y tomaban un tranvía de vuelta a casa, para después salir a tomar el té o a beber algo. Intenté imaginarme como uno de esos jóvenes maridos, rodeado por mis obedientes hijos y por mi esposa, vestida con un discreto traje de baño de una sola pieza. Sobre la arena pisoteada, holgazaneaban aún en bikini unas cuantas turistas. La policía fingía no ver sus bikinis, pero sólo porque el Gobierno necesitaba el dinero de los turistas. Los baños del Sardinero, cuyas instalaciones habían sido construidas en el siglo XIX, se alzaban como un oscuro recordatorio de aquellos tiempos en que tanto hombres como mujeres llevaban trajes de baño bastante más recatados.

Aquella noche me tocaba enfrentarme a una serie de elegantes peligros sociales… mucho peores que los toros. Después de ducharme y cambiarme de ropa en el Hotel Roma, el chófer me llevó a Villa Carmen, en una tranquila callecita cercana. Allí, tras los muros de un jardín, las camelias endulzaban la atmósfera con sus delicadas flores de color rosa. Una mujer corpulenta y muy emperifollada me aguardaba con su hija en un escenario de opulencia excesiva: junto a ellas, sobre una mesa, había té de la mejor calidad. La chica permitió, en silencio y sin sonreír, que le besara la mano. Era María Serafita Cordoblillo del Monte, la mejor amiga de mi hermana desde la infancia, y la chica con la cual quería mi familia que me casara.

—Oh, Antonio, estás bien, ¿verdad? —Su madre, doña Margarita, servía café y lo derramaba, como era habitual en ella—. Sí, ya veo que estás bien. Hemos oído decir que has tenido una tarde muy, muy buena. ¡Felicidades! —dijo mientras yo les ofrecía las flores un tanto mustias de mi triunfo en el ruedo.

—Están un poco estropeadas —me disculpé.

Sera y yo intercambiamos unas cuantas miradas prudentes. Se dio cuenta de que cojeaba, de que estaba casi tan acabado como las flores que yo mismo le había traído.

—¿Estás bien, Tonio? —murmuró con preocupación, empleando mi apodo de la infancia—. Hemos oído decir que…

—No ha sido nada —mentí, mientras bebía un trago del café que doña Margarita me había servido.

Recordé durante un segundo el sabor del orujo y la mirada salvaje de aquellos ojos azules. Aquella mirada, sin embargo, se había esfumado y yo ahora contemplaba la preocupación en los ojos oscuros de Sera. Tenía veintisiete años, era delicada y silenciosa, sombría y seria… la imagen de la joven española tradicional, que llevaba una vida decorativa pero inútil en el hogar de su madre viuda, obligada a soportar la extravagancia de las artimañas y los caprichos de su Mamá, mientras espera una boda por todo lo alto. Sera no había estudiado, aparte de ir a un colegio de monjas en Toledo. Yo no recordaba nunca haberla visto reírse a carcajadas, ni siquiera cuando de niños cometíamos las mil y una travesuras. Últimamente había aparecido en sus ojos una sombra extraña. Una chica con tan poco sentido del humor no era la amiga más indicada para mi hermana José, cuya risa estridente escandalizaba a todos los miembros de mi familia… excepto a mí.

En realidad, Sera y yo éramos primos terceros. Su familia, al igual que la mía, poseía títulos de poca monta y estaba bien situada con respecto al Gobierno. Franco adoraba a los aristócratas: de entre los principales adeptos a su régimen fascista, la mayoría eran Condes de Tal o Cual. Ambas familias esperaban que yo me retirara de los toros y me casara con ella. Le había prometido a mi padre, en su lecho de muerte, que me retiraría y me casaría a los treinta… y sólo me quedaban cinco meses para cumplirlos. Lo mismo que mi hermana, Sera empezaba a estar entradita en años, pero su familia le había impedido aceptar otras propuestas de matrimonio. Tenía prohibido asistir a las corridas de toros, pues su madre creía que un espectáculo tan brutal y la natural preocupación de una futura prometida serían demasiado para la pobre chica. Doña Margarita, sin embargo, la había arrastrado hasta Santander en tren, coincidiendo con mi contrato en esa ciudad y con la esperanza de que yo me decidiera por fin a pedirla en matrimonio.

—¿Qué os pasa a vosotros dos? ¡Animaos un poco! —parloteó su madre—. Esto parece un entierro.

—Mamá, está cansado —dijo Sera.

En mi plato había un pastelillo demasiado empalagoso. Estaba seguro de que lo vomitaría si me lo comía. Me estaba asfixiando de calor y me aflojé la corbata.

—No puedo quedarme mucho —dije—. Isaías me ha concertado compromisos en todas partes esta noche. Sólo he venido a presentar mis respetos.

—Pero si acabas de llegar —gritó doña Margarita—. Siempre estás de camino hacia alguna otra parte.

—Mamá, es su trabajo. Déjale en paz.

Sera y yo no habíamos hablado nunca del tema, pero yo tenía la sensación de que la idea de casarnos la hacía tan infeliz como a mí. Seguramente estaba enamorada de otro hombre. En algún momento, a lo largo de los próximos meses, yo tendría que descubrir quién era ese hombre y tal vez entonces podría ayudarla a enfrentarse a nuestras familias y a hacer realidad su deseo. No podía ni imaginar lo que sería casarse con una mujer que no sonreía nunca, pero si no me casaba después de retirarme, mi ya demasiado madura soltería se convertiría en el objeto de desagradables habladurías. El matrimonio era un toro con los cuernos muy afilados.

Nadie me molestó en exceso en el comedor del Hotel Roma. Los comensales españoles me permitieron seguir un poco más en el anonimato; los extranjeros, por su parte, no me perseguían de la misma forma que perseguían a Benítez.

Lo primero fue una cena y muchos brindis con mi reducido club local de aficionados, la peña Escudero. Ya me había recobrado un poco: es sorprendente lo que pueden hacer una ducha y ropa limpia por un torero, especialmente uno que temblaba de forma incontrolable cuando el toro ya estaba muerto. Yo era la imagen de un torero clásico: traje oscuro, camisa blanca con chorrera, gemelos de diamantes y en el meñique el anillo de oro con un diamante engastado que me había regalado doña Carmen. Los diamantes añadían un toque bohemio. Siempre me había sorprendido la creencia de que en esos tiempos los «toreros clásicos» representaban de alguna forma el conservadurismo político. Puede que el rejoneador fuera un aristócrata, pero al matador de toda la vida que toreaba a pie se le consideraba culturalmente como escoria indispensable, lo mismo que un actor. Todos iban a verle matar toros, pero no alternaban con él a menos que uno sintiera curiosidad por las clases bajas. Mi queridísimo Juan Belmonte solía relacionarse con actores, chulos, cortesanas, poetas y pintores… y así fue como llegó a permitir que le esculpieran desnudo.

Entre el humo de los puros y los cigarrillos, que se iba acumulando en el aire en sucesivas capas azules, pronuncié un breve discurso en el que agradecía a mi peña su lealtad durante mi convalecencia. Sus miradas de adoración se me antojaron manos que me toqueteaban.

Seguía sin recobrar el apetito y comí tan solo la mitad del filete de ternera. Las patatas las habían frito en un aceite un tanto rancio. Nadie podía tomarme el pelo en cuestiones de aceite, pues poseía tres mil hectáreas de los mejores olivares de España. Durante todo el tiempo, la imagen de aquellos ojos azules flotó en mis pensamientos, fantasmal como un anillo de humo en el aire. Bajo mi atuendo impecable, mi cuerpo vibraba en secreto al recordar aquel roce íntimo en mitad del gentío.

Después pasamos al bar Roma, donde me esperaban aún más nubes de humo, más señoras españolas vestidas con trajes de cóctel diseñados por Balenciaga y más turistas con trajes de nailon. También me esperaban más obligaciones. Mientras los cuatro solteros de mi cuadrilla tomaban copas con unas turistas que habían conocido, Isaías, José, Paco y yo nos reunimos con dos periodistas yanquis que habían concertado una entrevista. José se había recogido el pelo y se había puesto su traje de cóctel de Balenciaga. Tere había subido a acostarse.

Nos sentamos en una mesa discreta, en un rincón, y me enfrenté con cierto recelo a los periodistas.

¿Por qué siempre terminábamos tratando con gacetilleros yanquis que investigaban problemas políticos en España cuando ellos ya tenían problemas en su país sobre los que escribir? Aquellos yanquis podían haber entrevistado al Cordobés, pero querían hablar conmigo. José y yo sabíamos que sería una noche larga y, por tanto, pedimos una botella de jerez. Mi hermana aguantaba el alcohol mejor que un obrero vasco de la siderurgia. Paco frunció el ceño cuando ella se sirvió expertamente el primer trago.

—O sea —dijo Bob en inglés— que usted es diferente de la mayoría de toreros de a pie. Usted es un hombre de sangre azul en una profesión de monos azules[5]. ¿No?

—¿Monos azules? —pregunté.

Yo había aprendido inglés en la Universidad Complutense a finales de los años 50. El curso no incluía un glosario de términos sociales yanquis.

—Significa obreros —apuntó el otro yanqui. Su nombre sonaba algo así como Chorch.

—Los toreros de a pie proceden de las clases pobres, ¿no? —dijo Bob—. Se hacen ricos enseguida, ¿no? Como los jugadores de béisbol en Estados Unidos, especialmente los negros y los sudacas.

—¿Sudacas?

—Hispanos.

Reflexioné un poco sobre su comentario racista y me bebí de golpe un vaso entero de jerez. Me recordó el trago de orujo y recobré la energía durante unos segundos.

—Así pues, ¿cómo explica usted su popularidad? —preguntó Chorch—. Usted es el conde de La Mora. ¿Por qué torea a pie? ¿Por qué los aficionados de clase obrera están tan entusiasmados con usted, como hemos visto esta tarde? —Chorch se pasó a un español vacilante—. Usted es un señorito… el típico rico ocioso. Los españoles odian a los señoritos, ¿no?

Aquellos hombres conocían mi idioma lo bastante bien como para haber aprendido una palabra tan peligrosa como señorito. Reflexioné un buen rato sobre esa cuestión, para dar pie a Isaías. Se suponía que mi apoderado debía responder a aquellas preguntas a las cuales yo no podría responder sin aparentar inmodestia.

—Cuando Antonio se pone bravo —dijo— y el toro pasa rozándole la bragueta de los pantalones, a los aficionados se les olvida de qué color es su sangre. La bragueta de un hombre es siempre la bragueta. Da lo mismo la clase social… o la ropa interior que haya detrás de ella.

En este punto, José soltó su famosa risa. Tenía una voz ronca de contralto, como la de una actriz norteamericana que había visto en las películas, Tallulah no sé qué. A los periodistas les encantó la ocurrencia de mi apoderado y tomaron buena nota de ella. Paco, sin embargo, frunció el ceño, mientras bebía despacito su único coñac de la noche. Ni le había gustado la ocurrencia de mi apoderado, ni le había gustado que José se riera. Durante nuestros viajes, José oía a menudo la clase de comentarios masculinos que a nosotros nos costarían un arresto si se los soltáramos en plena calle. A José no le importaba escucharlos: de hecho, le divertía.

Intenté cambiar de tema.

—Así pues, ustedes los yanquis son menos señoritos y más humanitarios hoy en día… —dije.

Siempre resultaba interesante oír hablar a los yanquis de la historia de su país. Mi primera visita a la ciudad de Nueva York había tenido lugar cinco años atrás. Después de torear en México, di un pequeño rodeo para ir a Nueva York: la excusa era buscar importadores norteamericanos del aceite que yo producía, aunque el verdadero motivo era hacerle una visita a doña Pura, mi tía bisabuela. Pura era la otra hereje de la familia, la hermana pequeña de mi bisabuela. Abandonó discretamente España en 1928, cuando se dio cuenta de que el fin de la Segunda República estaba cerca, y se instaló en la floreciente colonia de inmigrantes españoles de Nueva York. Mi familia se refería a ella como «la traidora roja», pero mi tía no era comunista: sólo era otro miembro de la familia que había optado por el paganismo en lugar del catolicismo. Ella también había aprendido de su hermana Carmen el secreto de la cripta de las Mercedes.

Estados Unidos era un país para mí intrigante. Mi tía Pura jamás me escribía —pues seguramente Paco hubiese interceptado las cartas—, pero yo me las arreglé para visitarla en un par de ocasiones más, siempre con la excusa de mi negocio de aceite de oliva. Su marido, estadounidense, había muerto hacía ya varios años, pero la había dejado en una posición desahogada, entre los recuerdos de aquellos españoles distinguidos que la habían visitado, como García Lorca. Decía que Estados Unidos pretendía ser un país con libertad religiosa, pero allí resultaba difícil profesar una religión que no fuera la protestante. Contaba que tras la Revolución Americana, Thomas Jefferson y otros librepensadores se habían alejado del yugo de la religión oficial, el protestantismo, que gobernaba la mayoría de las colonias, pero los conservadores yanquis habían vuelto a imponer el yugo, incluso en las escuelas. Cuando el general Eisenhower llegó a la presidencia, los conservadores habían conseguido disfrazar al lobo que era el imperio protestante con la piel de cordero de la democracia.

La tía Pura decía que no habían conseguido engañar a nadie que fuera un poco inteligente. Sobre todo, decía ella, en la década de los cincuenta, cuando los conservadores yanquis encarcelaban y asesinaban a liberales, socialistas, comunistas y ateos, igual que hacíamos en España. Sólo que ellos utilizaban un método brutal llamado silla eléctrica, mientras que nosotros usábamos el brutal garrote vil. Los católicos norteamericanos habían intentando tomar el control de la religión oficial, pero lo único que habían conseguido es que su primer presidente, Juan Fitzgerald Kennedy, muriera asesinado. Ahora, los estudiantes protestaban y en todo el país había manifestaciones en contra de la guerra del Vietnam. Daba la impresión de que había tantos yanquis como españoles cansados de soportar el yugo de la Iglesia.

Para mi tía bisabuela emigrada y mi bisabuela republicana, no había grandes diferencias entre el yugo del catolicismo y el del protestantismo: tanto uno como el otro, decían, habían levantado ampollas en demasiados cuellos. Los dos bandos habían torturado y aterrorizado a demasiada gente. Pura hablaba con amargura del asesinato de García Lorca por parte de las tropas de Franco.

—Bueno, nos estamos volviendo tan liberales que da miedo —dijo Chorch.

—Estamos a favor de los derechos civiles de los negros, ¿sabe? —intervino Bob.

—Me parece una idea estupenda —asintió José prudentemente—. Nosotros tenemos pensado invitar a los judíos a volver a casa algún día. Algunos de ellos todavía guardan las llaves de sus antiguas casas de Córdoba.

—Cállate, María Josefina —dijo Paco en voz baja.

José ignoró a Paco, encendió un cigarrillo turco y le lanzó el humo a los ojos con un gesto provocador. Desplegué mi capote verbal y conseguí devolvernos a todos a un terreno más seguro.

—¿Y qué más están ustedes liberalizando?

—La música —Chorch se encogió de hombros—. Las drogas, los anticonceptivos, el aborto, la guerra… Supongo que han oído hablar de Vietnam, ¿no?

—Leemos lo que ocurre en Vietnam en ejemplares del Times traídos clandestinamente desde Londres —dijo José alegremente—. La pastilla nos llega clandestinamente desde Francia.

A Paco se le crispó el rostro.

—¿Les he comentado que los hombres llevan el pelo largo? —añadió Bob. Hizo una pausa, mientras se estrujaba el cerebro—. Ah, y la liberación de la mujer.

—Aquí no queremos feminismo —dijo José, arrastrando las palabras—. Si metemos en la cárcel a todas las chicas españolas que toman la pastilla, tendremos que alquilar celdas en las prisiones portuguesas —Paco apretó los dientes—. Y en cuanto a los hippies —añadió José, mientras apagaba el cigarrillo—, sencillamente los matamos en el acto.

—Sí, ya lo sabemos —contestó Bob en tono irónico—. Cuando estuvimos en Benidorm la semana pasada, vimos a unos chicos españoles abalanzarse sobre un turista, un chaval. Llevaba el pelo largo y se lo cortaron allí mismo en la calle, con sus navajas. Pobre, seguro que le dolió bastante.

—Aquí todos son policías —dijo José alegremente.

—Y supongo que aquí tampoco tienen maricones —dijo Chorch.

En la mesa se hizo un silencio y Paco se puso pálido. Nadie pudo pasar por alto el hecho de que aquella espantosa palabra se hubiese pronunciado en presencia de una mujer.

José arqueó las cejas.

—Desde luego que no —dijo—. Nuestro país se quitó de encima a los maricones durante la Guerra Civil.

En la mesa de al lado, la gente volvió la cabeza al oír la palabra prohibida de boca de una mujer.

—Nuestro país está a favor de los derechos civiles de los maricones —dijo Bob en tono sombrío.

—¿A favor? —repitió mi apoderado, tratando de no pronunciar de nuevo la escandalosa palabra. Los ojos casi se le salían de las órbitas.

El recuerdo de aquel manoseo entre la multitud regresó a mi mente con la fuerza de un vendaval, como si fuera un toro preparándose para embestir otra vez. Me sorprendió darme cuenta de que ya no era capaz de recordar la cara del chico del matadero, aunque sí podía recordar el contacto de sus dedos o la calidez casi irreal de su erección contra mi cuerpo.

—Sí —dijo Bob—, en Nueva York hay un barrio en el que sólo viven maricones. Hace unos meses, hubo una redada en un bar de maricones que se llama Stonewall y los maricones de mierda se enfrentaron a la policía. Desde entonces, los maricones no hacen más que manifestarse y exigir derechos civiles. Es increíble.

En un momento, Bob había pronunciado cuatro veces la palabra. Los que estaban en la mesa de al lado apuraron sus copas a toda prisa y se fueron.

Para un español, resultaba inconcebible que los maricas se metieran en política, como los mineros asturianos que exigían el derecho a sindicarse. Paco estaba fuera de sí: en su mundo de cinco siglos de antigüedad, los maricones eran lo peor de lo peor, una fuerza antigua y espantosa que debía volver bajo el yugo al precio que fuese. Eran recordatorios vivientes de cosas ajenas a nuestra historia, como el comercio griego, el ejército romano, los rituales egipcios y célticos… Hoy, había pequeños círculos de homosexuales —hombres y mujeres— que poseían sus locales nocturnos secretos y sus lugares de encuentro en casas privadas. Iban siempre un paso por delante de los grises y vivían clandestinamente, como la resistencia francesa.

El afeminado es visible, es decir, se le puede identificar y aplastar fácilmente, pero los machos como yo despiertan una profunda repugnancia por la creencia de que es imposible que nos sintamos atraídos por otro hombre. Esa creencia es la piedra angular de la sociedad religiosa española. Por lo que yo sabía, existe la misma creencia en sociedades protestantes como la de Estados Unidos. A los hombres como yo se nos considera traidores invisibles porque tenemos el poder de ocultarnos dentro de la mismísima fortaleza de la sociedad: somos cabezas de familia, solteros, prometidos, viudos, soldados, profesores, políticos, reyes o príncipes e incluso sacerdotes. Somos esos ciudadanos de aspecto viril que tal vez se atrevan a lanzar una mirada, bajo el ala de nuestros sombreros o a través de la columna de humo de nuestros puros, a la seductora bragueta de nuestros iguales. A los ciudadanos como Paco les encantaría, si pudieran, aportar la leña necesaria para quemarnos a todos en la hoguera. La Inquisición había quemado a bastantes maricones, pero hoy en día había que conformarse con el garrote o el pelotón de fusilamiento.

—Y hablando de maricas —dijo Bob—, ¿qué le pasó a García Lorca?

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Paco.

—A ese cerdo disfrazado de hombre lo mataron durante la Guerra de Liberación —dijo—. Los que lo hicieron tendrían que recibir una medalla.

—¿Qué pasa con el aperturismo en España? —me preguntó Bob—. ¿Qué pasará cuando se muera «el Viejo»?

—Antonio es torero —dijo Isaías—, no político.

—¿Son ustedes protestantes? —intervino Paco, con una mirada desafiante.

—Exacto —dijo Chorch—. Yo soy baptista. Mi colega es presbiteriano.

—Sólo un católico es capaz de entender nuestro país —dijo Paco.

—Un buen periodista es capaz de entender cualquier cosa —se burló Chorch.

—Sólo un buen católico es capaz de entendernos —añadió Paco, sin piedad—, no un católico yeyé al estilo del Concilio Vaticano.

Isaías tenía aspecto de querer taparnos la boca a todos con cinta adhesiva.

—Es fundamental —prosiguió Paco, en tono de proclama— mantener el liberalismo a raya. España siempre ha necesitado mano dura. Debemos evitar la anarquía que empieza a imperar en todas partes. ¿Qué me dicen de la anarquía hippy en su propio país, de los estudiantes descontrolados, de los soldados que no quieren ir a luchar a Vietnam?

Tras las gafas bifocales, los ojos negros de Paco resplandecían de fervor, pero no era un buen orador: no era más que un maestro de escuela y su mente siempre estaba atrapada en una clase invisible y sombría llena de pupitres de madera. Los gacetilleros yanquis escuchaban con impaciencia y con cara de aburrimiento. Los demás nos repantingamos en nuestros asientos. El cenicero rebosaba de colillas y la imprudente de José se sirvió otra copa.

—… pero seguiremos siendo conservadores y católicos —continuaba Paco, con su voz monótona—. Y, debo añadir, ha llegado el momento de que la antigua nobleza española saque brillo a su armadura y asuma un papel activo.

Dejé que mi mente, agotada, empezara a divagar. Mi hermano y yo habíamos mamado la misma leche, pero nos habíamos pasado la infancia liándonos a puñetazos. A medida que me fui haciendo mayor, yo siempre era el que daba el primer puñetazo. Cuando murió nuestro padre, yo heredé el título, el palacio de Toledo y el coto de caza, mientras que Paco heredó una casa en Madrid, en la cual vivía con su esposa y sus tres remilgados hijos. La rabia de mi hermano, sin embargo, se remontaba a mucho antes. Cientos de años atrás, les sucedió algo extraño a los Escudero: perdimos nuestra posición elevada y nos escurrimos hacia el olvido. La familia quedó entonces dividida en dos facciones enfrentadas, decía mi hermano. ¿Por qué? Paco se había propuesto estudiar los archivos de la familia, una colección de documentos que se remontaba al siglo XI. Ciertos documentos, sin embargo, habían desaparecido y Paco estaba seguro de que nuestra tía roja se los había llevado a Nueva York.

José se bebió el jerez como si estuviera en la Feria de Abril de Sevilla. Los periodistas abandonaron finalmente la idea de entrevistarme y se marcharon. Observé a Paco con una mirada despiadada.

—Y ese setenta por ciento de españoles que ya no van a misa… ¿entienden ellos nuestro país? —Paco enrojeció de ira—. Tal vez —añadí— no han olvidado a todos los españoles asesinados en nombre de la fe.

Paco no podía creerse lo que acababa de escuchar.

—Hermano, ¿quieres pelear conmigo? —me preguntó.

—Contigo no tengo ni para empezar —le dije.

—Hace años que te estás decantado hacia la izquierda —dijo Paco—. ¿Acaso estamos criando a un marxista judeo-masónico en el seno de la familia?

—He estado demasiado ocupado manteniéndote a ti —repliqué— como para convertirme en un subversivo.

Paco apretó los puños hasta que los nudillos se le quedaron blancos y las venas de la frente se le hincharon. Acababa de poner el dedo en la llaga. Cuando nuestro padre murió, los Escudero no tenían dinero, tan sólo unas pocas tierras casi abandonadas y unas cuantas obras de arte cubiertas de polvo. A Paco, el sueldo apenas le llegaba para mantener a su cada vez más numerosa familia. Nos tocó a mí y a José, la oveja negra de la familia, mantener a nuestra madre y a nuestra tía Tita. En un par de ocasiones en que los niños de Paco habían enfermado y él no tenía dinero, yo pagué las facturas del médico.

—Un día de estos, hermano —me dijo—, te vas a pasar de la raya.

En un desesperado y galante intento de cambiar de tema, Isaías me preguntó:

—Bueno, ¿le vas a dar una oportunidad al chico del matadero?

—Esta provincia no es precisamente una cuna de toreros —dije—. Seguro que ni aparece.

—Pero… ¿y si lo hace? Tener un protegido es muy buena publicidad para ti, hace años que te lo estoy diciendo. Sería la persona ideal para pasarle el relevo… Un torero clásico como tú… tienes que enseñar lo que sabes a los más jóvenes o desaparecerá la auténtica fiesta y no nos quedará nada, excepto los toreros como el Cordobés.

Fingí el aburrimiento más absoluto y aparté mi vaso vacío de jerez.

—Los jóvenes tienen que pedir que les enseñen —dije—. ¿Por qué no me lo pidió allí mismo? Te aseguro que… que mañana estará de vuelta en el matadero.

—Claro, claro —dijo Isaías—, y…

—No estoy de acuerdo —le interrumpió Paco, lanzándole una mirada de odio—. Es el peor momento para que Antonio coja un protegido. Hermano, cumplirás treinta años dentro de unos meses. Ha llegado el momento de que te olvides de los toros y cumplas la promesa que le hiciste a nuestro padre. El momento de hacer algo noble y útil con tu vida.

—Tu hermano hará lo que él quiera —gruñó Isaías.

Paco se volvió ahora hacia Isaías.

—Eso es porque tú has contaminado a mi hermano con tus ideas liberales. Si se hubiera quedado con su primer apoderado, Antonio no se habría apartado del buen camino. Estoy seguro de que el castigo de Dios para ti y para tu mujer ha sido negaros la descendencia.

Isaías y yo nos quedamos de piedra ante aquel comentario, pero el bueno de Isaías era lo bastante veterano como para no morder el anzuelo de Paco. Se limitó a ponerse en pie y dejar caer la propina sobre la mesa. Yo también me puse en pie.

—Paco —le dije—, has insultado a mi colega y amigo leal.

—Eres un cerdo, Paco —añadió José.

Nos fuimos los tres y dejamos a Paco solo.

Cuando subí, mi habitación seguía llena de aficionados y periodistas, de vasos medio vacíos, humo de cigarrillos y rumor de voces. José se disculpó y se fue a su habitación. Durante un rato, fui el centro de atención de por lo menos una docena de admiradores congregados en mi habitación. Iba en mangas de camisa y sostenía con fuerza un vaso de licor. Mis diamantes resplandecían con un brillo bohemio y muy masculino. Mi aspecto era de una elegancia insoportable. El objeto de mi paciencia eran dos mujeres… otra clase de aspirantes callejeros. La Mujer Número Uno me acariciaba el brazo, mientras que la Mujer Número Dos —una extranjera rubia con una nacionalidad indeterminada— me pasaba la mano por la espalda. Ambas consideraban que mi cuerpo era un espacio público… que en realidad es lo que era. Mi cuerpo pertenecía a la multitud. ¿A cuál de esas dos mujeres invitaría a contemplar mi espléndido monumento a la masculinidad? ¿Cuál de las dos era más sospechosa de pegarme la gonorrea o de robarme algo de la habitación?

Elegí a la Mujer Número Dos, porque su pelo era del mismo color que el de Juan Diano. Por lo menos, con ella podría fantasear. A través de mis miradas y de la forma como le coloqué mi brazo sobre los hombros, indiqué a todo el mundo que ella era la afortunada. Por la mañana, todo aficionado de la ciudad sabría que me la había llevado a la cama.

Braulio captó mi mirada.

—Que se vaya todo el mundo —le dije en voz baja—, menos la rubia. Dile que espere en el baño hasta que yo esté listo.

—Es la que yo habría elegido para ti, jefe —susurró Braulio con una sonrisa de complicidad.

Mi ayudante personal despejó la habitación en cuestión de segundos. Mientras el servicio de habitaciones arreglaba el desorden, Isaías extendió cheques y pagó a la cuadrilla. Mi tarifa era de setecientas mil pesetas: el 70% era para mis hombres y para pagar los gastos. El resto, lo ingresaba en el banco. Con esa mísera cantidad, que podía llegar a recaudar entre treinta y cuarenta veces al año si no estaba en el hospital, mantenía en marcha mi pequeña empresa taurina. El Cordobés había ganado dos millones de pesetas esa tarde.

—Jefe, ¿estás bien? —me preguntó Santí mientras se guardaba el cheque en el bolsillo.

Santí tenía veintiocho años y no había tenido las cosas fáciles desde que empezó como jornalero en una finca ganadera de Huelva. Durante toda su vida había soñado con dejar de torear a pie para torear a caballo y trabajar para mí. Cuando por fin le di la oportunidad, juró no olvidarlo nunca. Aunque no era mi guardaespaldas, se mostraba protector y leal hasta la muerte, como un hermano. Jamás falló a la hora de interponer su enorme mole entre el peligro y yo, ya fuera un peligro social o un peligro con cuernos al que había que clavarle una vara en el cuello. Yo sabía que la chica yanqui le estaba esperando en la habitación.

—Lo único que necesito es un poco de tranquilidad —dije.

—Pues entonces me voy. Que te diviertas, jefe.

—Y tú también, Santí. Estas son las ventajas del turismo, ¿eh? —le di una palmadita en la espalda a mi picador.

Santí sonrió.

—La peseta está subiendo con respecto al dólar —dijo, y se marchó.

Llamé con suavidad a la habitación de José, que estaba al lado de la mía. Tenía un vaso de jerez sobre la mesita de noche y estaba tumbada sobre la cama, vestida con su bata de seda china. Seguía con el ceño fruncido y una expresión tensa. Con el teléfono en una mano y una página mecanografiada en la otra, estaba dictando las últimas palabras de su columna a alguien que estaba en la redacción del ABC. La máquina de escribir portátil estaba todavía abierta y la habitación olía a Le Dé y alcohol.

—Sí, la próxima la enviaré antes —le ladró al teléfono—. Lamento haberla enviado tan tarde esta vez.

Cuando colgó, me senté en la cama junto a ella.

—¿Qué te pasa? —le pregunté—. Esta noche has bebido mucho… y has hecho unos cuantos comentarios subversivos.

—Tú también has hecho unos cuantos comentarios subversivos —se bebió el jerez.

José y yo nos habíamos aliado en contra de Paco desde la infancia, cuando conspirábamos para hacer caer de los árboles a nuestro odiado hermano. Las objeciones de Paco en relación con la moral de José se iniciaron cuando ella aceptó el empleo del ABC. ¿Por qué (argumentaba él) no montaba un pequeño y femenino taller de corte y confección? Fue entonces cuando Paco se dio cuenta de que José era tan brava como yo, pues le plantó cara como una res enfurecida: le dijo que adelante, que hiciera que la detuvieran y la llevaran a rastras a casa, que se hablara de ellos en los tribunales y en la prensa… Por supuesto, Paco no quería un escándalo público, así que lo que hizo fue recurrir a mí. ¿Por qué (me preguntó) no la controlaba yo, como miembro masculino de más edad en la familia? Fue entonces cuando Paco se dio cuenta de que yo carecía de ese estricto sentido de la moral que se le supone a todo buen español. Le dije a Paco que dejara en paz a mi hermana.

Sí, José era mi aliada. Sabía muchas cosas de ella, y ella sabía también muchas cosas de mí. Pero no sabía nada sobre la Gran Necesidad. Era el único secreto que no le había revelado y a veces me preguntaba si ella lo intuía. Ese secreto hacía que me sintiera tan solo que me preguntaba si debía contárselo.

—A la mierda Paco —dije—. Jamás te había visto tan nerviosa.

—Están pasando cosas… —dijo con evasivas.

—¿Cosas entre novios? Puedes confiar en mí.

—Cosas entre hermanos. Estoy preocupada por ti.

Era difícil enfadarse con José, así que me ablandé.

—¿Has escrito las habituales calumnias sobre mí? —bromeé.

Ella se echó a reír, me pasó su delicado brazo por los hombros y me abrazó. La página de su columna taurina, momentáneamente olvidada, crujió entre nuestros cuerpos. Permanecí largo rato con la cabeza apoyada en el hombro de mi hermana: mi cara estaba junto a su cuello y me llegaba la fragancia de su perfume. Quería dormir en la cama de mi hermana. Tal vez el único motivo por el que las mujeres me resultaban atractivas a medias, era que había pasado nueve meses soñando en los brazos de mi hermana, en el vientre materno. ¿Qué sabía José de mí? Cuando éramos niños y nos sentíamos asustados, confusos o solos, a menudo nos metíamos en la cama del otro. Y ese fue uno de los motivos por el cual la familia decidió separarnos.

—Hoy he podido elogiarte sin temor a que me acusen de nepotismo —dijo.

—Enmarcaré la columna y me la colgaré en la pared.

—Junto a tu espada, espero.

Me incorporé, sorprendido por sus palabras.

—¿Tú también, José?

Mi hermana metió la página arrugada de su columna taurina en el vaso de jerez vacío.

—Cada vez que te veo en el ruedo, tengo la sensación de que fuerzas más y más la máquina. Si hoy te hubiera fallado la pierna…

—La pierna va mejorando, ya la controlo más.

—Uy, a mí no me engañas, Tonio. Jamás te había visto tan cansado.

—Gajes del oficio…

—Tendrías que decirle a esa turista que te diera un buen masaje en la espalda y luego mandarla a casa.

Me puse en pie.

—Esa chica es la oreja que me queda por cortar en Santander. Y será mejor que me vaya… la pobrecita me está esperando en el cuarto de baño.

—Yo creo que ya has demostrado de sobra lo macho que eres…

—Buenas noches —dije. Le di un beso en la frente. José suspiró.

—Hasta mañana —dijo con voz ebria mientras me acariciaba la mejilla—. Que te diviertas con la señora.

Cuando por fin me quedé solo en mi habitación, apagué las luces. Antes de dejar salir a la chica del cuarto de baño, abrí los postigos y me apoyé en el marco de la ventana. Me envolvió el aire de la noche, que también se coló en la habitación llena de humo. En el exterior, una lluvia ligera había mojado las calles. Aspiré con fuerza, ansiosamente, el olor de la lluvia y llené con él mis secos pulmones.

El aire del norte era tan delicioso que los santanderinos siempre bromeaban con meterlo en latas para vendérselo a los turistas. Cada año caían de seiscientos a setecientos milímetros de lluvia. Para un hombre que procedía de la reseca Meseta central española, la exuberante vegetación del norte era abrumadora y sensual, un verdadero bosque húmedo. El parque municipal que había allí cerca rebosaba hierba fresca y robustas palmeras, tamarindos y camelias cuyas flores de color rosa brotaban por doquier. Tierra adentro, había miles y miles de hectáreas de campos color esmeralda, en los que crecía el maíz que servía de alimento a los célebres rebaños de vacas lecheras de aquella provincia, conocida desde tiempos medievales como La Montaña. En las montañas había bosques de robles, de castaños y de eucaliptos que filtraban los vientos procedentes del mar y volvían el aire tan tonificante como las pastillas para la tos. En alguna parte de aquel bosque húmedo español, mi querido y joven amigo había mamado la leche de su madre montañesa. Bendita fuera esa madre.

Sobre la cómoda se hallaba el altar portátil frente al cual yo había rezado aquella misma mañana. La Virgen de las Mercedes me ofreció su sonrisa reconfortante desde su marco dorado. Una de las velas, cuya llama era parpadeante, ardía aún en su vaso votivo. Vi reflejado al Bravo en el espejo que había sobre el altar. En 1961, había una sonrisa juvenil y una arrogancia inquebrantable en aquel mismo rostro: aquel fue el año en que el dueño del rostro, que entonces tenía veinte años, cortó su primera oreja como matador. Ahora, desde aquel rostro endurecido me devolvía la mirada un gladiador en cuyos ojos se advertía el cansancio.

El Bravo se quitó el anillo con el diamante y lo dejó sobre la cómoda: lo habían llevado varias generaciones de hombres Escudero que estaban en posesión del secreto. Se quitó también los gemelos de diamantes y la camisa blanca como la nieve, que dejó al descubierto su torso de hombre bravo, con sus viejas cicatrices de cornadas. La necesidad y la rabia le habían llevado a asumir riesgos que pocos toreros asumían ya. Una cicatriz apenas visible, recuerdo de un toro de Pedro Romero en Jaén, partía en dos la mata de vello negro de su pecho. Y luego estaba la minúscula cicatriz que le había dejado en la plaza de Salamanca un toro de Guardiola, que le inmovilizó sobre la arena y le rompió tres costillas.

La enorme cicatriz de Écija, del 23 de abril de 1968, no se veía en el espejo. Estaba oculta bajo sus caros pantalones hechos a medida por un sastre inglés. Si hablo con franqueza, he de decir que esa herida fue la que le enseñó al Bravo a sentir compasión por las mujeres que han sido violadas. Inmovilizado sobre la arena, oyó sus propios gritos mientras trataba de apartarse de las astas del toro. El toro de Lara no le destrozó los genitales, pero le clavó el asta entre los muslos, hasta la pelvis. Dañó ciertos nervios de la pierna y, como siempre, el parte de los cirujanos se publicó con todo detalle en periódicos que no se atrevían a contar la verdad acerca de los encarcelamientos políticos y las torturas. Esa era la tradición cuando un torero sufría una cornada: nuestros cuerpos y nuestras heridas eran propiedad de todos y cada uno de los ciudadanos de este país.

Tras haber sobrevivido a ese peligroso aviso, el Bravo quería hacer con su virilidad algo más que citar al toro. Quería estrecharla contra otro ser humano, en un acto de amor, de amor.

El Bravo estaba hambriento. De vez en cuando se tomaba unas discretas vacaciones en el extranjero con la excusa de conocer otras artes y otras culturas. Allí, de incógnito, se atiborraba de la comida sexual que la ley prohibía en España. Contaba las veces como si fueran trofeos: una en Nueva York, seis en Francia, tres en Alemania… Nada de muchachos, ni de travestidos que escondían una sorpresa bajo las bragas de encaje… Un muchacho o un travestido era como un pedacito de anchoa para un hombre que quería comerse un atún entero. El Bravo prefería a los putos adultos, con cicatrices y rostros endurecidos como el suyo —putos extranjeros—, que caminaban como los hombres, olían a hombre y tenían sabor a hombre cuando les desabrochaba sus varoniles cinturones. Esas experiencias le proporcionaban un alivio efímero, pero dejaban al Bravo paralizado de lujurioso arrepentimiento cuando regresaba a España para someterse de nuevo al yugo.

Los maricas habían proliferado en España durante la Segunda República, como las amapolas y el aciano en los caminos llenos de baches de la fe: un inmenso prado lleno de poetas, escritores, músicos, dramaturgos, pintores y escultores que defendían la humanización y el cambio. Tía Pura me había contado que Federico García Lorca planeaba impulsar un movimiento que defendiera el derecho de cada uno de amar a quien quisiera. No me sorprende que le pegaran dos tiros. Ahora, para la gente de derechas la palabra maricón era sinónimo de «rojo», «judeo-masónico» y «traidor». El Bravo ansiaba pastar en aquel prado de amor, pero había actuado con discreción: había mantenido las apariencias relacionándose con mujeres y jamás había tocado un cuerpo masculino en España. En su vida profesional había tomado, incluso, la precaución de rodearse de hombres leales que no le resultaran atractivos —hombres como Santí o los hermanos Vandilaz— para no sucumbir a la tentación.

Sí, aquella era la respuesta más sincera a la pregunta del periodista yanqui. La repuesta a la pregunta de por qué en una buena tarde y con el toro adecuado, el Bravo era capaz de conseguir que el público enloqueciera: porque el Bravo abría una grieta en su propia armadura y permitía que el público vislumbrara su dilema sexual, la muerte lenta de su espíritu, la espada que atravesaba su propio corazón… Pero sólo en el ruedo. Fuera del ruedo, el Bravo sólo era otro buey con el yugo en el cuello.

Exhausto, guardé los gemelos de diamantes y el anillo en mi maleta y escondí la llave de esta bajo el colchón. Después me acerqué a la puerta del baño: la rubia estaba repantingada en el borde del bidé, tal vez preguntándose si me había olvidado de ella.

—¿Habla inglés? Sprechen Sie Deutsch? Parlez–vous français?

Y allí estaba yo, bajo las sabanas con una mujer desnuda. Esa noche no completamos el acto sexual, pues yo estaba demasiado cansado. Sólo una mamada: así podía tumbarme de espaldas y relajarme.

«Camina».

Me di cuenta de que mi imaginación, también exhausta, vagaba en busca del hombre de los ojos azules. Para que se me levantara con una mujer, tenía que pensar en un hombre. No existía remedio para eso. Una vez, durante uno de mis viajes a Francia, un cura francés me dijo que algunos hombres desean acostarse con mujeres, pero tienen que pensar en hombres para correrse. Había escuchado esa verdad miles de veces en el confesionario. En alguna parte de Santander, Juan Diano permanecía despierto, tal vez en algún sótano minúsculo que compartía con otros emigrantes. Tal vez se estuviera acariciando mientras pensaba en mí, o tal vez estuviera acariciando a algún compañero de habitación mientras pensaba en mí.

Mi imaginación transportó a Juan Diano al hotel. Subía al tranvía y llegaba hasta el Sardinero, buscándome, empujado por su propia necesidad. Se abría la puerta y allí estaba él, nervioso, con su aspecto salvaje y tosco. Antes de que la puerta se cerrara, caíamos el uno en brazos del otro. Ansioso, yo trataba de arrancarle de los hombros el mono de trabajo manchado de sangre, mientras él intentaba bajarme la taleguilla de seda, empapada de sudor. Cuesta mucho quitar la taleguilla, pero ese es de los detalles que hacen que la fantasía sea más excitante. Jadeantes, seguíamos acariciándonos y tratando de no hacer ruido, para que no nos oyeran en las habitaciones de al lado.

Y justo cuando mi fantasía se volvía más y más excitante, me fallaron las fuerzas. La Mujer Número Dos se estaba esforzando mucho, pero no había nada que hacer.

—Le pido mil perdones, señorita —murmuré—. Quizás en otra ocasión.

La Mujer Número Dos pensó que yo no la encontraba atractiva, se enfadó, se vistió y se marchó indignada. Cerró de un portazo, lo cual indicó a todos los huéspedes del hotel que la señora que estaba con el torero había abandonado la habitación demasiado pronto. Me levanté temblando y abrí la puerta con la esperanza de que Juan Diano estuviera allí fuera y que en sus ojos hubiera una mirada hambrienta. Pero el pasillo estaba vacío: sólo era un cruel panorama de puertas cerradas. Un minuto más tarde, dormía como un muerto.

* * *

El día siguiente por la mañana mi séquito abandonó Santander. Nadie hizo comentarios sobre el portazo de la noche anterior. Paco se tragó su orgullo y le pidió disculpas a Isaías. Éste y su esposa se dirigieron a San Sebastián en su propio coche, para reunirse con Sótano y hablar sobre mi contrato de Bilbao. Los integrantes de mi cuadrilla, medio dormidos, viajaban en el viejo Mercedes negro. Paco, José y yo metimos el equipaje en el Citroën de José.

—No pienso ir contigo —le espetó Paco a José— a menos que te pongas ropa decente —estaba mirando los pantalones de campana que llevaba José. Eran de la marca Levi Strauss y se los había traído yo de Nueva York.

—Es mi coche —le contestó ella con frialdad—. Si no te gusta mi ropa, te vas y tomas el tren.

José adoraba su coche. Fue la primera Escudero de la historia en sacarse el carnet de conducir y comprarse un coche con su propio dinero. Paco subió refunfuñando al asiento trasero. Vestido con ropa informal y equipado con mis gafas de sol, me arrellané en el asiento delantero, mientras José —resacosa y soñolienta— conducía. Sobre el asiento estaba el ABC de aquella mañana, con la columna en la que mi hermana afirmaba que Antonio Escudero había estado «insuperable, por una vez».

Cuando pasamos a toda velocidad frente al parque municipal, vimos cuadrillas de trabajadores que se apresuraban a cortar el césped con guadañas muy afiladas. En este país de Dios, aún no conocíamos las máquinas de cortar el césped. Una vez fuera de Santander, cruzamos varios puentes de piedra desde debajo de los cuales se elevaban columnas de humo procedentes de los fuegos que encendían los emigrantes para cocinar. Últimamente había muchos en todo el país, sobre todo hombres jóvenes que abandonaban sus minúsculos pueblos para irse a las ciudades en busca de dinero, trabajo y una vida moderna y sofisticada. Sin duda, el joven que había conocido era uno de esos vagabundos. Sentí curiosidad por saber si le habría metido mano a alguno de sus compañeros emigrantes.

Estábamos ya a una hora de distancia de la ciudad cuando a José le entró sueño y a punto estuvo de salirse de la carretera y chocar contra un sicomoro, tras lo cual permitió que Paco se pusiera al volante. Paco conducía como una viejecita. Subimos a velocidad de tortuga hacia el puerto de Reinosa, esquivando de vez en cuando a los grupos de trabajadores que se pasaban la vida tapando baches en aquellas anticuadísimas carreteras de dos carriles. Atravesamos interminables campos de maíz e interminables pastos de color verde esmeralda, salpicados de vacas lecheras, blancas y negras, de raza Holstein. Mientras Franco se dedicaba a pronunciar discursos sobre los peligros de las ideas extranjeras, nuestros granjeros se deshacían de las vacas españolas e importaban vacas lecheras criadas para producir enormes cantidades de leche. Invadido por la tristeza, observé cada vaca, cada castaño, cada orilla repleta de helechos, brezos y geranios silvestres que pasamos y me despedí de todos ellos.

Poco después llegamos a la cima del puerto que atraviesa la elevada y rocosa cima de la cordillera Cantábrica. Dejamos atrás la neblina fría de La Montaña y ante nosotros se extendió la inmensidad de la reseca Meseta central. Me sentí profundamente deprimido al perder la proximidad geográfica con aquel joven a quien ni siquiera conocía.

Durante todo el trayecto, Paco no dejó de hablar: conducía con una mano y gesticulaba con la otra, como un profesor dando una clase. Hoy intentaba mostrarse más razonable, comportarse como el miembro preocupado de la familia.

—Tu estado físico es delicado —me dijo.

—¿Eres médico? —dije yo evitando la respuesta.

—Todo el mundo se dio cuenta en la plaza.

—Todo el mundo menos Sótano.

—Sótano no ve nada que no sea la recaudación de taquilla. Pero yo tengo ojos en la cara. ¡Soy tu hermano! Vas a conseguir quedar lisiado de por vida… o matarte. Nuestra madre, y el resto de la familia… todos queremos que dejes esta tontería de los toros y te retires. Retirado y casado a los treinta, esa es la solemne promesa que le hiciste a nuestro padre. Se lo juraste en el lecho de muerte, en presencia de la Virgen de las Mercedes. Y yo voy a hacer que respetes esa promesa.

—La muerte o el altar —dije, con frialdad—. ¿Es así como tú lo ves?

Paco hizo oídos sordos a mi sarcasmo.

—Para un hombre de tu posición social —me recordó—, los toros han de ser un pasatiempo bohemio de juventud. Sí, sí, todos sabemos por qué lo hiciste. Querías protagonizar tu propia rebelión juvenil. Pero hombre… vas a cumplir treinta años, ya has dejado atrás la juventud. Un torero tan maltratado como tú… un año, tal vez dos si no te embiste un toro… De todas formas, estás acabado. ¿Podrías llegar a ser feliz sólo con tus olivos y tus animales de caza? Yo creo que no. Eres una persona muy inteligente, aprovéchalo.

El acercamiento de Paco no era nuevo pero hoy, y a causa de mi cansancio, me pareció muy astuto.

—Ha llegado el momento de iniciar una nueva carrera —continuó Paco—, una carrera a la que puedas entregarte en cuerpo y alma. ¿Y qué mejor que la carrera política? Un escaño en el Parlamento, tal vez un puesto elevado en el Gobierno bajo el Rey, si Franco restaura la monarquía. Conseguir todo eso no te costará ningún esfuerzo, pues siempre has sido un torero de honor y ningún escándalo público ha salpicado tu nombre… cosa que no ha sucedido con tu hermana…

Miró a través del retrovisor y frunció el entrecejo.

—No metas a mi hermana en esto —le dije con frialdad.

—Tus aficionados se convertirán en tus simpatizantes políticos más entusiastas —prosiguió Paco, como si no me hubiera oído—. Si tú y yo trabajamos juntos, los Escudero volverán a formar parte de la historia de España.

José contemplaba el paisaje a través de la ventana trasera. El pretencioso plan que Paco había ideado para mí me ponía frenético. Tal vez Paco sabía que él resultaba aburrido y por eso estaba tan ansioso de sentarme en la Cortes. Un discurso suyo sólo serviría para que el Parlamento entero se durmiese. En cambio, a mí me había visto hablar en los banquetes que se celebraban en mi honor y sabía que yo era capaz de hacer reír a la gente, de pensar, de usar las palabras igual que usaba mi capote…

—Sabes perfectamente que a mí el Rey me importa un rábano —le dije—. Cuando Franco muera, España será una democracia.

Esa mañana, Paco se estaba esforzando mucho por mantener la calma.

—Y tú sabes perfectamente que aquí nunca funcionará la democracia —dijo—. Los tecnócratas que ahora están en el Gobierno… los que están impulsando el crecimiento capitalista… serán la perdición de la democracia.

—La democracia nunca ha tenido una oportunidad en este país.

Paco me lanzó una mirada y sonrió de forma inquietante.

—Un día de estos, hermano —me dijo—, te vas a pasar de la raya.

—¿Cómo puedo pasarme de la raya con una rata de biblioteca? —le repliqué—. Vives para tus libros, Paco.

—Si ese campesino aparece y te convence, recuerda lo que te he dicho —añadió Paco.

De repente me invadió el miedo. Tal vez Paco había notado algo, aunque mi hermano siempre había sido demasiado insensible para eso. Si mi hermana no había notado nunca nada, entonces no había duda de que Paco era completamente ajeno a mi dilema sexual. Sin embargo, decidí que era mejor no subestimarle.

—Primero tendrá que aparecer —dije con cierto aire de indiferencia.

Se produjo un largo silencio. Le volví la espalda a Paco, apoyé la cabeza en el cristal de la ventana y cerré los ojos. José también dormitaba.

—Por cierto —dijo Paco—, he encontrado en un libro antiguo una pista sobre el emplazamiento de la cripta.

En la oscuridad, tras mis párpados cerrados, vi un fogonazo de nerviosismo que me atravesó como si fuera un relámpago. No abrí los ojos, pero supe que José también había sentido aquel fogonazo.

—Oh, Dios mío, otra vez con la cripta… —refunfuñó José medio adormilada—. ¿A quién le importa un agujero en la tierra lleno de huesos?

—Las tumbas de nuestros padres deberían importarnos… —proclamó Paco—. La Cripta… ayyy, estoy seguro de que fue una construcción espléndida… un panteón de nuestra lealtad a los Reyes Católicos. Si la encontramos y la abrimos al público revelará nuestro auténtico pasado de grandeza… y tal vez anime al Rey a concedernos de nuevo una posición privilegiada. Y quién sabe —añadió, en tono nostálgico—, quizá los turistas acudan a visitarla…

—Los huesos sólo sirven como fertilizantes para los árboles —gruñí, antes de dormirme.

Cuando me desperté, con el cuello dolorido, la costa verde de España ya quedaba muy lejos. A través de la ventana abierta del coche nos llegaba en violentas ráfagas ese aire abrasador tan habitual en la Meseta central. Sólo veía campos de trigo y más campos de trigo. Había hileras solitarias de álamos que el viento inclinaba hacia un cielo sin nubes cuyo color parecía prolongarse hacia el espacio. Cruzamos una pequeña carretera que se perdía en la lejanía y allí, envueltos en una nube de polvo, había cinco carromatos de gitanos que avanzaban con dificultad, seguidos por algunos caballos sueltos y unos cuantos potrillos. Sólo en el norte se veía ya de vez en cuando una caravana de gitanos. Los gitanos, igual que todos los seres bravos, se dirigían en masa a las ciudades, hacia las comodidades de la vida moderna.

Contemplé aquella extensión de trigo y noté, como nunca antes lo había notado, que el corazón se me partía. Estaba en la España seca, donde mi madre me había dado de mamar. Bendita fuera mi madre, aunque no conociera mi más profundo secreto. El pelo de Juan Diano era del color del trigo maduro. Le ordené que apareciera, de la misma forma que le había ordenado a mi pierna herida que se moviera.