Prólogo de la autora

En otoño de 1991, dos gays me preguntaron si había estado en Numbers. Acababa de trasladarme a Los Ángeles y mis nuevos amigos asumieron con entusiasmo la responsabilidad de introducirme en el territorio.

—Tienes que ir a Numbers, bonita. Es uno de los mejores lugares de la costa Oeste para una escritora: allí encontrarás tanto hombres distinguidos como muchachos de clase obrera.

Aquella noche estuvimos los tres en la barra durante un rato, tomando una copa y observando con discreción la reinvención de la industria sexual. Los espejos de las paredes y del techo multiplicaban hasta el infinito la avaricia y las necesidades masculinas. Los vendedores eran unos don nadie jóvenes y perfectos: lo bastante mayores como para entrar en un local que servía alcohol y lo bastante expertos como para tener un aspecto radiante en un espacio cerrado a medianoche. Lo único que necesitaban era una ducha, unas gotas de loción para después del afeitado, unos vaqueros limpios y peinar un poco sus melenas rubias y rebeldes. Los compradores, en cambio, no eran perfectos, pero desde luego ninguno de ellos era un don nadie: para entrar en aquel local de Sunset Boulevard necesitaban pantalones de diseño exclusivo, colonia de marca, el carné de un gimnasio y encoger el estómago. Una vez que llegaban a un acuerdo, el comprador y el vendedor se alejaban hacia un lugar más discreto.

Hacia la una de la madrugada llegó un hombre hispano algo mayor. Iba solo y se abría paso entre todos aquellos anglosajones de aspecto saludable con una cojera más que evidente que no se molestaba en tratar de esconder. Su mirada recorrió la multitud con cierto recelo: era la mirada de un soldado viejo o de un ex presidiario o de un refugiado de alguna guerra de antaño… Sin embargo, su rostro agrietado y atractivo revelaba tanta serenidad y dignidad que el resto de las miradas se apartaron de los muchachos de cuerpos perfectos y se dirigieron hacia él.

La cara del recién llegado me resultaba vagamente familiar, pero no pude recordar en qué película o en qué avance informativo la había visto. En cuanto entró en uno de los mejores reservados, un camarero latino se plantó junto a él. Agucé el oído para escuchar sus voces. Para mi sorpresa, el nuevo cliente hablaba español con esa pronunciación característica que convierte al héroe español el Cid en el «Ciz». Su forma de hablar podría haberle identificado como un peruano o colombiano de clase alta, pero había algo en su pronunciación que indicaba que procedía de Castilla, antigua patria de ese peculiar acento. En la década de los sesenta, cuando yo aún era una joven periodista en activo, viajé varias a veces a España: por esa época, el país vivía aún sometido al régimen fascista del Generalísimo Franco, que subió al poder en 1939. Yo viví en Santander, al norte de Castilla, así que hablaba español con ese mismo acento.

El castellano tenía cincuenta y tantos años, medía metro setenta y cinco aproximadamente y tenía la elegancia artrítica de un viejo leopardo. Tanto sus rizos grises, muy cortos, como sus ojos azabache o su piel bronceada despedían un brillo acerado. Era el híbrido ibérico por excelencia, con un milenio de guerras y comercio corriendo por sus venas: romano, árabe, bereber, sefardí… En ese momento, sin embargo, vestía un traje inglés oscuro, de corte clásico. En el meñique derecho relucía un anillo de oro con un engaste decorativo al cual le faltaba el cabujón. ¿Sería un diplomático? ¿O tal vez un hombre de negocios? A juzgar por su ropa, pertenecía a la clase alta o, por lo menos, lo pretendía. En España no se puede juzgar sólo por la ropa y la suya había pasado de moda hacía unos cuantos años: o bien le importaba muy poco la moda, o bien no podía permitirse comprar trajes nuevos.

Aquella cara… ¿no la había visto yo en los periódicos españoles mucho tiempo atrás? Le pregunté al camarero latino en el español de Los Ángeles, sin la pronunciación típica castellana.

—Sí[1], le conozco —me contestó el camarero, en el español cantarín del norte de México. Sus ojos, también azabache, observaban al cliente sin inmutarse. La mayoría de mexicanos odian ese acento castellano, pues para ellos es igual al de los invasores arrogantes que violaron, esclavizaron y asesinaron a sus antepasados indios—. El Don español. No sabemos su nombre. Suele venir los miércoles. Invita a cenar a algún chico, pero luego siempre se va solo.

Así pues, envié al camarero de vuelta al reservado del Don con un mensaje: que la señora de la barra le había oído hablar en español de Castilla. Que era una periodista que había vivido en su país. Y que si no era un mal momento, a ella y a sus amigos les encantaría invitarles a una copa a él y a su acompañante. El Don me lanzó una mirada, vaciló y luego asintió con la cabeza. Un momento después, estábamos todos sentados en su reservado. Cuando descubrió que mi periplo ibérico había incluido corridas de toros, en sus ojos apareció un destello risueño. Durante unos instantes me etiquetó de extranjera simpatizante de los toros, pero a la copa siguiente tuvo que quitarme la etiqueta. Yo había crecido en un rancho ganadero muy grande, así que las reses bravas siempre me había fascinado. El Don estuvo de acuerdo: creía que el Bos Ibericus era el animal salvaje más maravilloso. ¿Sabía yo que en otros tiempos el Bos vagaba en libertad por toda la Península Ibérica y el sur de Francia?

Cuando el Don español se relajó un poco, charlamos durante una media hora. Era un buen conversador de cafetería, especie prácticamente extinta en Estados Unidos. Su mordacidad y su capacidad de decir mucho en pocas palabras nos cautivaron a los tres. Sin embargo, no nos dijo cómo se llamaba y nosotros tampoco se lo preguntamos. Al cabo de un rato nos excusamos y nos fuimos, para que el Don pudiera proseguir con su velada.

El miércoles siguiente sucumbí a la curiosidad y me pregunté si el Don estaría otra vez en Numbers. Me dejé caer por el club a eso de la medianoche, con un ejemplar de mi libro más famoso sobre la vida de los gays. Allí estaba el Don, cenando con un rubio distinto y guapísimo. Cuando me vio en la barra, envió al camarero para que me invitara a reunirme con ellos.

—Señora, ¿qué clase de amantes busca usted aquí? —se burló, con una sonrisa de zorro español.

—Mis amantes son las buenas historias —le sonreí, devolviéndole una sonrisa de coyote norteamericano—. ¿Y qué hace usted aquí, señor?

—Camino —dijo—. Un pie delante del otro.

El muchacho de mirada curtida que le acompañaba comía apresuradamente mientras su cliente fumaba un puro y charlaba conmigo sobre la fauna española. Hablábamos en inglés, para que el chico pudiera entendernos, sobre los animales salvajes de España: la cabra montés, la gamuza, el jabalí, el ciervo, el lince, el ganado bravo… Mi nuevo amigo tenía una idea que los españoles tradicionales que yo había conocido habrían considerado demasiado radical: que el toro bravo debía regresar a su estado salvaje, que no debían seguir matándolo en el ruedo. Había oído hablar de reservas norteamericanas en las que los bisontes pastaban en libertad, aunque había estado tan ocupado que todavía no había tenido la oportunidad de ver ninguna manada de bisontes. Me habló profundamente emocionado sobre la ruina industrial en que se había convertido su España salvaje y otros lugares salvajes del mundo. Me habló también de por qué los estados confesionales aceleran esa ruina: porque enseñan a la gente a venerar un conjunto de normas, pero no a venerar la tierra.

—La guerra contra los animales salvajes y contra la tierra es un símbolo atroz de la guerra contra la individualidad humana —dijo.

En ese momento, al chico se le ablandó la mirada. Comentó que durante una excursión por los Tetons había visto unas cuantas cabras monteses y se le había encogido el corazón ante tanta belleza.

—Sí —dijo el castellano en tono suave—, me gustaría ver bisontes.

Era casi la hora de cerrar. La mirada del chico se endureció de nuevo y buscó los ojos de su cliente. El siguiente punto sería un motel o un apartamento, donde complacería a aquel viejo zorro en todo lo que éste quisiera. Los jóvenes como él cobraban doscientos dólares. Los menores de edad que trabajaban en la calle cobraban cincuenta… o menos, si era ya muy tarde.

El castellano sacó dos billetes de cien dólares de su cartera.

—Toma —dijo—, esto te lo da alguien que solía cobrar diez mil dólares por cliente. Guárdalo para esas clases de interpretación que dices que necesitas. La próxima vez que nos veamos, más vale que te estés tomando en serio tu carrera.

Clavó su mirada despiadada en el chico. En el reservado que había junto al nuestro, dos gays hablaban sobre las posibilidades que tenía Bill Clinton de eludir la investigación por sus líos de faldas.

—¿Diez mil dólares por cliente? —el joven puto empezó a perder la serenidad.

—Prométeme que lo harás. La belleza desaparece antes de lo que tú crees. ¿Lo juras? ¿Palabra de honor?

—Yo… eh… lo juro —el joven no estaba acostumbrado a hablar de honor.

—Bien. Y ahora, márchate. Tengo que hablar con esta dama.

El muchacho se fue solo, con los billetes en la mano. Ya en la puerta, la luz rebotó en su pelo dorado, mientras nos lanzaba una mirada perpleja por encima del hombro. Después se guardó los billetes en el bolsillo de los vaqueros y se zambulló en la noche de Hollywood.

Observé a mi nuevo amigo. Viniendo de un macho tan educado como él, aquel comentario sobre los clientes resultaba sorprendente. Supuse que era una especie de lenguaje de símbolos.

—¿Qué es usted… una especie de defensor de la moralidad? —le pregunté mientras le entregaba mi tarjeta y mi libro.

El Don español se echó a reír, se guardó mi tarjeta en el bolsillo y hojeó el libro con curiosidad. Puesto que aún no me había dicho su nombre, intenté descubrirlo con una artimaña. Saqué mi pluma y dije:

—¿Cómo quiere que se lo dedique?

—Ponga simplemente «A un amigo de España» —dijo.

Dos semanas más tarde me llamaron por teléfono y al descolgar escuché una voz familiar. Sí, sí, había leído el libro. ¿Podíamos quedar para cenar ese miércoles en el Café Boheme? Mis antenas de periodista empezaron a moverse. Algo me dijo que allí había una historia interesante.

En esa ocasión, no había ningún muchacho que nos acompañara. Con la rapidez del igualitarismo republicano que no había desaparecido ni siquiera en la España fascista, habíamos abandonado ya el formal trato de usted y utilizábamos el informal trato de tú. Yo era Paty o Patrí, no Patricia.

—Has elegido un tema poco usual para una periodista —dijo, mientras estudiábamos la carta.

—Hay hombres que escriben sobre hombres. Hay hombres que escriben sobre mujeres. Hay mujeres que escriben sobre mujeres, pero pocas que escriban sobre hombres, especialmente sobre hombres gays. Creo que mi punto de vista es necesario.

—Debes de tener amigos del sexo masculino que confíen en ti… y que te cuenten sus cosas más íntimas.

Mientras comíamos, la conversación trataba sobre temas generales como la reacción internacional que había desencadenado el movimiento estadounidense de gays y lesbianas. Habló poco de sí mismo, pero habló de su país como un lugar en el que la religión oficial había existido durante tanto tiempo que el corazón humano se convirtió en el estado para algunos de sus ciudadanos.

—En un país así —dijo con amargura— los ciudadanos ya no necesitan que la Inquisición les ordene quemar en la hoguera a los maricones. Son las personas quienes llevan la capucha de la Inquisición y creen que Dios les ha ordenado que la lleven. Y los que se arrancan la capucha, descubren que la piel se les va con ella. Sí, sí, Franco está muerto y tenemos un Gobierno democrático… por ahora. Pero los católicos aún no se han dado por vencidos.

Hablaba de su país como un laboratorio en el que era posible analizar de forma inteligente, e incluso seguir su trayectoria igual que si de un huracán se tratase, los extremos humanos y políticos más radicales.

—La guerra civil norteamericana fue algo terrible, Paty, pero no fue tan total como la nuestra. El país entero fue destruido. El enemigo agarró a nuestro mejor poeta, Lorca, y le metió dos balas por el culo sólo porque era gay. Imagínate que le aplican esa muerte en público a Walt Whitman. Pero vosotros, los estadounidenses, pronto nos alcanzaréis… vosotros también os estáis convirtiendo en una especie de laboratorio espantoso para vuestros Antiguos Protestantes. Muchos norteamericanos —añadió, cuando el camarero nos trajo dos cafés exprés— piensan que España es un país atrasado… Ah, sí, todavía quedan zonas rurales en las que se ara con bueyes… pero estamos por delante de Estados Unidos… quinientos años por delante… en el gran experimento: el de aprender si un estado confesional moderno es capaz de controlar a cada ciudadano y a cada familia. No es casual que hace quinientos años Fernando e Isabel eligieran el yugo del buey como símbolo, cuando hicieron del catolicismo la religión oficial de nuestro país.

—Pero el toro bravo no lleva yugo —dije yo.

—Exactamente.

Fue en ese momento cuando el castellano me dio por fin su tarjeta.

—Te pido disculpas por haber sido tan precavido. Es una antigua costumbre que me ha quedado, después de vivir con miedo tantos años. Mi familia y yo tenemos un rancho cerca de Escondido —dijo—. Como escritora, tienes que venir y ver lo que hacemos allí… para proteger la fauna salvaje.

En su tarjeta decía:

Antonio Escudero

Rancho Diana

14144 Camino Los Ciervos

Valley Center, California

—Tu nombre me resulta familiar —le dije.

—No lo dudo.

—Escudero… Había un tal Antonio Escudero, el matador.

Hizo una pequeña pausa antes de responder.

—Ese soy yo.

—¡Te vi en el ruedo muchas veces! Recorrí el país para ver a Diego Puerta, al Viti, a Jaime Ostos… y a ti.

Antonio se echó a reír.

—Tienes buen gusto en toreros.

—¿Cuándo llegaste a Estados Unidos?

—En 1969.

Así pues, Antonio había salido de España antes de que muriera Franco. Él y su familia se convirtieron, probablemente, en refugiados políticos. El régimen de Franco, igual que los católicos de España, mostraba el mismo odio hacia los homosexuales que los nazis alemanes, aunque en el caso de España ese odio tenía sus raíces en el terror que la herejía inspiraba a los católicos. Se decía que el Generalísimo Franco se había ocupado personalmente de la firme eliminación del «vicio» entre los cadetes de las academias militares españolas. Serrano Suñer, ministro de confianza de Franco durante muchos años, perdió su cargo por la ira de Franco ante un escándalo homosexual en el que estaba implicado el secretario de Suñer.

Después de cenar, Antonio y yo recorrimos el norte y el oeste de Hollywood en su BMW. Íbamos de bar en bar tomando copas, hábito social que recordaba del Madrid de la década de los 60. Disfrutaba de la compañía de Antonio y notaba que yo misma estaba dejando de ser una «periodista desinteresada» para convertirme en una «amiga». Era uno de esos gays que entienden y aprecian a las mujeres de la forma en que a una le gustaría que hicieran los hombres heterosexuales. Incluso pelearían y morirían por las mujeres si fuera necesario. Cualquier cosa menos acostarse con ellas. A veces pienso que esa amistad tan perfecta entre los géneros sólo puede darse entre una lesbiana y un gay. Y era muy mordaz: se burlaba cariñosamente de mi feminismo llamándome muñeca.

Rememoré en mi mente los acontecimientos de mediados de los sesenta. La imagen de un Antonio Escudero joven permanecía aún fresca en mi recuerdo. Aunque jamás fue una celebridad internacional como Manuel Benítez «el Cordobés», algunos le consideraban el mejor «torero clásico» y tenía su propia afición. Otros no estaban de acuerdo y decían que el Viti o Diego Puerta eran los mejores entre los «clásicos». Algunos críticos acusaban a Antonio de ser brillante en la técnica, pero aburrido. A veces, sin embargo, dejaba a un lado la técnica y toreaba con una rabia impetuosa. Yo le vi en alguna de aquellas escalofriantes tardes en que las astas del toro le pasaban demasiado cerca de la pierna. Recibió varias cornadas: era los que los aficionados llamaban «carne de cañón». Según tenía entendido, permitía que los chicos de los bares que frecuentaba se fueran solos porque las viejas heridas le habían dejado impotente. Los aficionados le llamaban El Bravo: Hombre Bravo, bravo como el toro.

En contra de lo que piensan los norteamericanos, la palabra bravo no significa «valiente». Significa «fiero», como las reses bravas que se usan en el ruedo. Significa también temperamento, rabia hacia la cautividad: una especie de voluntad feroz que jamás se arredra ante el dolor o el castigo y que siempre busca el camino hacia la libertad.

Me pareció recordar también que Antonio era el descendiente de algún clan venido a menos de la pequeña aristocracia y que su familia poseía una pequeña finca cerca de Toledo. El régimen de Franco favorecía a los aristócratas. ¿Cómo se convirtió en un refugiado que huía del fascismo de los católicos? ¿Por qué prefería estar en Estados Unidos, donde nuestros Antiguos Protestantes se enfrentaban a los homosexuales?

—Empezaste toreando a caballo, ¿verdad? —le pregunté—. Y luego pasaste a torear a pie.

Para entonces estábamos en Capote, bebiendo coñac. Sonrió con aire triste y dijo:

—Mi padre era oficial de caballería del bando nacional, pero se perdió buena parte de la Guerra Civil por culpa de una herida. Me enseñó que un aristócrata tiene que hacer algo útil para ganarse su sitio en la sociedad. Cuando yo estaba en la academia militar y le dije que odiaba el ejército y que quería ser torero, le pareció bien, para mi sorpresa. Pero dijo que tenía que hacerlo a caballo, como un señor. También tenía que conseguir un título universitario, retirarme del ruedo a los treinta y dedicarme a una profesión útil. —Hizo una pausa, como si estuviera recordando, y después prosiguió—. Se lo prometí, pero era joven, mi mente estaba despertando y me importaba muy poco ser un señor. Sentía un gran deseo de acabar con la arrogancia que ha hecho que en otros países se odie tanto a los españoles. Un día, cuando tenía dieciocho años, salté del caballo y maté el toro a pie. Mi padre casi me deshereda allí mismo… para alegría de mi hermano Paco, que era el siguiente en la línea sucesoria. Pero antes de morir, mi padre acabó respetando mi decisión. Me quería, ¿sabes? Y a pesar de nuestras dife-rencias, pues yo cada vez era más liberal, yo también quería a mi padre. Mi mayor miedo era que mis padres se enteraran de lo mío. No por la vergüenza, que ya la había superado, sino por la censura y el desdén que habrían sufrido ellos si mi condición se hubiera hecho pública en España.

—¿Creías que ser torero era útil?

—En aquel momento, sí. Muy útil… para mi corazón.

—¿Y tu título universitario?

—Biología. Las tierras de mi familia se habían echado a perder. Mi padre sabía que era necesario recuperarlas. Sabía que había que modernizar nuestra agricultura y la gestión de los recursos de nuestro país. Pero era viejo y le faltaba la voluntad necesaria para hacerlo. Estudiar fue duro: tuve que hacerlo entre contrato y contrato, pero finalmente me licencié.

Ahora estábamos en The Palms, rodeados de lesbianas y unos cuantos gays, mientras bebíamos otro coñac y tratábamos de mantener una conversación a pesar del estruendo de la música.

—Así que tenemos un torero que dice que el toro debería volver a vivir en libertad —grité.

—Exacto —gritó él.

—¿Por razones humanitarias? —tanteé, sin darle tregua.

—Ser humanitario con los animales ayuda a que las personas sean humanitarias entre ellas.

—Eres un rebelde.

—O sea, que viviste en Santander. ¿Por casualidad me viste allí en mayo del 69?

—Sí. Habías estado apartado de los ruedos durante algún tiempo.

—Durante un año. Tuve una embestida grave.

—Me acuerdo de aquella tarde. Conseguiste que se me pusieran los pelos de punta.

—Ah… —dijo, lentamente—. Me viste el día en que conocí a Juan Diano.

Por alguna razón, se me pusieron los pelos de punta otra vez. En la discoteca, el pinchadiscos encadenaba una canción con la siguiente. Rodeado de jóvenes que agitaban frenéticamente sus cuerpos al ritmo de la música, el perfil adusto de Antonio pareció suavizarse un poco. Se le empañaron los ojos y parpadeó. De repente, una mirada ausente y apagada ocupó el primer plano en sus ojos. A los hombres españoles no les asusta llorar en público, eso ya lo sabía. A diferencia de los hombres norteamericanos, consideran que las lágrimas varoniles realzan la virilidad.

Habíamos salido ya al exterior y caminábamos por la «franja» de Santa Mónica. Las calles estaban llenas de lesbianas y gays muy jóvenes, vestidos a la última moda, que nos adelantaban a toda prisa en su búsqueda ansiosa de compañía y emociones. Muchos de ellos eran críos chicanos, latinos, o mexico-norteamericanos que ni siquiera se molestaban en mirar a aquel hombre mayor que hablaba su idioma pero había crecido en un universo completamente distinto. Nadie se fijaba en nosotros: éramos dos personas mayores absortas en su conversación. Antonio se secó las lágrimas y me tomó del brazo.

Apenas me atrevía a hacerle la gran pregunta. Estábamos hablando de cosas que habían ocurrido un cuarto de siglo atrás. A partir de la década de los 60, el mundo había presenciado cambios espectaculares y, sin duda, uno de ellos era lo que nuestro Gobierno había calificado de «pandemia del sida».

—Juan… ¿vive todavía? —pregunté.

La sombra apareció de nuevo en la mirada de Antonio.

—Tienes que visitar Rancho Diana —dijo—. Y te hablaré de Juan.

Tal vez Juan Diano hubiera muerto. Tal vez hubiera muerto en una cárcel de Franco. Evidentemente, había sucedido algo espantoso. Sentí una punzada de tristeza, como si hubiera conocido en persona al tal Juan. La emoción que yo sentía era, sin duda, lo que siente una amiga, no lo que siente una periodista objetiva.

* * *

Era uno de esos días de otoño en que el hombre del tiempo advierte de la llegada de los legendarios vientos de Santa Ana y que los californianos esperan con gran nerviosismo.

A simple vista, Rancho Diana no era nada del otro mundo. Atravesé en mi camioneta una extensión discreta de pastos irrigados, tal vez unas ochenta hectáreas, rodeadas por una valla al estilo de las que hay en los cotos de caza. Parecía un prado de pastoreo, pero junto al arroyo —bordeado de maleza que empezaba a amarillear— no vi animales. Seguí con la mirada el curso del riachuelo hasta un cañón que se hallaba entre las colinas rocosas. Cuando aparqué cerca del establo, cuatro caballos árabes mestizos levantaron la cabeza y me observaron desde sus cubículos. Antonio estaba solo en uno de los corrales, vestido con unos Levis desteñidos y un sombrero Stetson de paja. Recogía excrementos de caballo equipado con una pala y una carretilla. Un caballo gris le seguía a todas partes y le mordisqueaba los bolsillos de las caderas en busca de dulces. El ex torero parecía un viejo ranchero chicano haciendo sus tareas. Se acercó a saludarme mientras empujaba la carretilla y me fijé en que su cojera no era tan evidente ese día. Me dio un cariñoso abrazo al estilo español y me besó en la mejilla.

—Hola, Paty —me dijo—. El resto de la familia anda por ahí, haciendo cosas.

¿Familia? Entonces… ¿es que aún no había salido del todo del armario? No veía bicicletas ni pelotas de baloncesto ni otros trastos de críos por allí cerca.

—¿No tienes hijos, Antonio?

—La tierra es mi hija.

Mientras me presentaba a los caballos, dos galgos pintos empezaron a darnos la lata. Perros de carreras retirados, me dijo. Los había adoptado para evitar que los mataran. Había codornices de California por todas partes: correteaban entre las patas de los caballos y picoteaban el grano dócilmente.

—He aprendido a apreciar a los animales para mí extraños —dijo irónicamente mientras les rascaba las orejas a los caballos y les acariciaba el cuello.

Me emocionó la delicada belleza de aquel lugar. A menudo se oyen demasiados estereotipos sobre los españoles: que si son muy orgullosos, que si son tercos, quijotescos, crueles, apasionados, enigmáticos, etc… pero raras veces se oye hablar de lo mucho que los españoles aman la tierra.

Los edificios de Rancho Diana eran construcciones de estuco, levantadas en un antiguo huerto de olivos a principios de siglo. Los propietarios anteriores habían derribado la mayoría de los olivos y en su lugar había ahora tierras de pastoreo, pero quedaba aún una franja de olivos de cuatrocientos años de antigüedad que daban sombra a las cuadras. Me di cuenta en ese momento de lo atractivos que debían de haber resultado esos árboles a los españoles que buscaban propiedades en California. Había árboles frutales jóvenes y bien regados que resguardaban un huerto rebosante de sanísimas plantas y hortalizas. Igual que abejas, los colibríes revoloteaban por todas partes en busca de comida. Los rosales se inclinaban pesadamente sobre los caminos. Era obvio que todos en aquella familia trabajaban como animales para que el lugar se conservara así de hermoso.

Y entonces, cuando aumentó el calor de la mañana, un rebaño de espléndidos animales de pelaje rojizo, parecidos a los alces, surgieron de entre la maleza que había junto al arroyo y se dirigieron hacia el cañón. La mayoría eran hembras, crías y machos jóvenes. Entre ellos había un ciervo adulto, de cuyas enormes astas rosadas se desprendían los restos de la borra. Se detuvo para restregar sus astas contra unos arbustos y terminar de limpiarlas.

—Sabes qué animales son esos, supongo. —Antonio sonrió con orgullo.

—Huuy… No había visto ciervos desde que estuve en España. ¿De dónde los has sacado?

—Excedente de un coto de caza argentino. Esa subespecie ya no existe en España. Rancho Diana tiene la licencia de California como reserva natural privada. Recorremos el mundo entero en busca de fauna española: zoológicos, tratantes de animales… Desde aquí, y una vez que nos hemos asegurado de que los animales están sanos, los mandamos de vuelta a España. Ese macho tiene unos cuernos de primera. Por supuesto, nosotros jamás lo cazaríamos. También tenemos aquí un par de linces españoles… los corrales están por allí.

En los corrales de los linces, resguardados del sol gracias a los árboles, observamos el inquieto ir y venir de los dos felinos, que nos miraban con cautela bajo la luz trémula y veteada y curvaban sobre el lomo sus colas minúsculas.

—Así que los toreros —dije— cambian de profesión cuando se retiran del ruedo. Domecq cría caballos andaluces, el Cordobés se metió en el negocio inmobiliario, el Viti y Mondeño querían ser monjes, Dominguín importa películas. Y tú eres… ¿ecologista?

—Ha llegado la hora de ponerse a la sombra y tomar un poco de vino, muñeca —dijo.

Seguimos caminando bajo las sombras trémulas hacia la casa de estuco, arropada como un ciervo entre una espesa arboleda de eucaliptos y robles. De la pared del pasillo colgaba un recorte enmarcado de un ejemplar de 1975 del Times de Los Ángeles. Decía así:

FALLECE JEFE DE ESTADO ESPAÑOL A LOS

OCHENTA Y TRES AÑOS

Madrid.

Francisco Franco Bahamonde ha fallecido hoy tras una larga enfermedad… las calles se han llenado de manifestantes de la izquierda política que exigen…

Las habitaciones, frescas y silenciosas, eran modernas, muy californianas: muebles de mimbre, unas cuantas alfombras de yute… Los gustos familiares en lo que se refiere a arte eran económicos: pintores latinos jóvenes y unos cuantos pósters del Sierra Club[2] con imágenes de la Naturaleza. No vi antigüedades españolas, ni tampoco recuerdo alguno de la fiesta brava. Ni siquiera una fotografía de Antonio en el ruedo, haciendo uno de sus pases característicos. Un crítico taurino llegó a llamarle «el Goya del capote».

En el salón, me detuve junto a un arcón mexicano de madera tallada, sobre el cual había una pequeña imagen enmarcada de la Santísima Virgen: a su alrededor había velas encendidas y frente a la imagen, rosas cuyos pétalos empezaban a desprenderse. Parecía la fotografía de algún cuadro de finales de la Edad Media. Se hallaba sentada entre los cuernos de la media luna, custodiada por una vaca y un toro, y rodeada por un bosque repleto de ciervos, jabalíes y otros animales salvajes. Junto a la Virgen había viejas fotos enmarcadas de dos mujeres españolas muy hermosas.

—¿Quiénes son las mujeres de las fotos? —le pregunté.

—Mi hermana y mi ex mujer.

—Yo creía que todos los toreros le rezaban a la Virgen de la Macarena.

Antonio estaba sirviendo dos copas de vino Chardonnay californiano.

—Los toreros le rezan a cualquier virgen que los mantenga alejados del hospital —dijo, irónicamente—. Esa es Nuestra Señora de las Mercedes —añadió mientras le ofrecía la copa—. Pertenece a los Escudero. Le rezaba antes de cada corrida durante nueve años, en la habitación de mi hotel. Y Ella no tuvo la culpa de las veces que acabé en el hospital.

—No hay nada más en tu casa que recuerde aquellos tiempos.

—Nos arrancaron de España igual que se arranca una muela de la boca —dijo, y se dejó caer en el sofá con un leve gesto de dolor.

—¿La cornada? —le pregunté—. La que recibiste en… Jaén, ¿no?

—Fue en Écija —dijo—. Todavía tengo que tomarme las cosas con calma. Viejas heridas… sí. Cornadas del corazón, también. Yo era el típico hombre que no era gay. El tipo que me recibió… que se comportó como una mujer… él era el gay.

La discreta confesión que hizo Antonio de su historia se alargó dos meses. No me atreví a usar grabadora. Cuando volvía a casa, trabajaba como una burra para tomar notas y traducir al inglés sus palabras.

La clase de biografía íntima que los norteamericanos suelen comprar con tanta avidez no existía en la literatura española tradicional. Ni siquiera el aperturismo posterior al régimen de Franco, el hecho de que la literatura, las películas y la pornografía españolas se hubieran convertido en las más escandalosas de Europa, había influido en las reticencias de Antonio. De vez en cuando se mostraba asombrosamente sincero; otras veces alzaba murallas de piedra frente a ciertos temas. A menudo me veía obligada a sitiar sus insinuaciones, a escalar el muro del castillo y tratar de entrever qué había sucedido en realidad. Una vez reflejada en papel, la historia de Antonio era paleontología en prosa. Él me dio un hueso del talón y un fragmento del cráneo y, a partir de ahí, yo reconstruí una vida y un amor.

Escudero sabía que su función en la sociedad española era convertirse en pararrayos tanto de la libido masculina como de la femenina. Así, no era de extrañar que en sus tardes más gloriosas en el ruedo, la arena que él pisaba se transformara en cristal ahumado. Empecé a entender por qué hablaba de prostituirse a diez mil dólares el cliente… el equivalente en dólares de sus honorarios por una única aparición.

—Todos me follaban con la mirada —dijo.

Una nación entera le había ensalzado por su poder sobre ambos sexos y, sin embargo, algunos le habían condenado a una muerte en vida por poseer el secreto de ese poder sobre los hombres. Una nación que, durante quinientos años sin interrupción, había censurado cualquier forma de expresión sexual abierta que no fuera la simple procreación.

Mientras revelaba su historia, sentí miedo, rabia y ganas de llorar. ¿Sería capaz de mantener la distancia profesional? Todo en aquella historia desafiaba mis creencias respecto al amor, las relaciones, la lealtad y la familia. Como escritora, yo siempre había expresado el conflicto entre la libertad individual y el estado represivo. En la historia de Antonio, la propia familia se había convertido en el estado.

Su forma de decir «Juan» me recordaba esa manera adorable que tienen los españoles de pronunciar los nombres de los ríos, en una tierra donde se venera tanto el agua. Nombres cortos y antiguos, como Tajo, Arga, Duero, Genil, Deva, Ebro, Pas… Hablar de Juan era hablar de agua, de árboles, de luz y de sombra, de la Tierra misma.

—Juan —dijo, en tono ronco y cargado de ternura—. Mi muchacho bravo… Más bravo que yo.