Ahora que la derecha religiosa estadounidense se empeña en que los norteamericanos le vuelvan la espalda a la democracia y abracen de nuevo la religión, es un buen momento para contar la historia de cuatro ciudadanos españoles y lo que les tocó vivir cuando España le dio la espalda a la democracia y volvió a instaurar la religión oficial, en 1936.
Cada vez que oigo a Pat Robertson[14] predicar sobre la necesidad de una teocracia norteamericana, me echo a temblar y me acuerdo de que hubo un teócrata español, el generalísimo Franco, que se negó a aceptar la presión de Hitler para llevar a cabo una ofensiva relámpago en España. En lugar de eso, las tropas de Franco ocuparon pueblo por pueblo y ciudad por ciudad durante tres años, de 1936 a 1939: antes de seguir adelante, se aseguraban de haber acabado con todos «los enemigos del catolicismo y de Nuestro Señor». Hoy en día, los españoles recuerdan la Guerra Civil como la época en que «la mitad del país mató a la otra mitad».
Si la mayoría de los ciudadanos de este país no se preocupan por conservar la democracia, en Estados Unidos podría llegar a producirse una guerra de religión como la que vivió España.
Empecé a escribir este libro a finales de la década de los 60, época en la que viajaba constantemente a España. Si se hubiese publicado entonces, se habría convertido en mi primera novela sobre la vida de los gays. Por si alguien se pregunta por qué se publica con más de un cuarto de siglo de retraso, quisiera mostrarles una parte del complejo tapiz de ideas y reflexiones que dieron lugar a este libro.
En aquella época, el Reader’s Digest me había encargado la tarea de hacer de enlace para la edición española, Selecciones. Como parte del creciente aperturismo de España en el ámbito internacional, el Digest y Selecciones se habían embarcado en una empresa conjunta para producir material editorial que pudiese interesar tanto a los lectores españoles como a los norteamericanos. Durante varios años, me dediqué a proponer ideas para una serie de libros y artículos sobre España. Mi interés por España era también personal y se remontaba a 1964, cuando mi entonces marido, el poeta ucraniano Yuriy Tarnawsky, y yo pedimos una excedencia en nuestros respectivos empleos y pasamos dos años en dicho país. Durante nuestros viajes, recorrimos literalmente todas y cada una de las provincias españolas, en especial Toledo y sus alrededores.
España vivía por entonces una complicada y tormentosa transición: los ciudadanos estaban hartos ya del estancamiento y de las restricciones del régimen franquista y, en consecuencia, luchaban por su libertad. Al dictador Franco le empezaba a fallar la salud y, en realidad, era su gabinete el que gobernaba el país. Sin embargo, el particular y feroz fundamentalismo católico de Franco aún obligaba a los ciudadanos a vivir represiones, juicios y ejecuciones políticas. Algunos obispos católicos españoles, que amparaban al régimen franquista, empezaban a darse cuenta de lo mucho que ese apoyo había perjudicado la credibilidad de la Iglesia. Hubo unos cuantos clérigos valientes que defendieron la idea de la libertad religiosa… lo cual significaba cambiar las leyes para permitir la libertad de culto a los protestantes, a los judíos, a los musulmanes o profesar el ateísmo a aquellos que así lo quisieran. Era de sobra conocido por todo el mundo que el régimen de Franco torturaba a sus enemigos y la gente no podía sino especular sobre el número de presos políticos que se hallaban entre rejas.
Mi ex marido y yo solíamos viajar para ver a los matadores de la vida real que se mencionan en esta novela. Yuriy y yo éramos los únicos socios yanquis de la Peña Taurina Montañesa, en Santander. Yo era la única mujer y, por supuesto, todos los hombres se volvían a mirarme cuando los socios se reunían en la sede de la Peña, un local cargado de humo en el centro de la ciudad, y yo entraba en la sala.
Yo había llegado a España con un interés añadido, producto de mi infancia en un rancho de ganado que conservaba ciertos vestigios de las costumbres españolas. A mi padre le interesaba mucho el mundo de los toros y había adquirido unos cuantos libros, entre ellos Muerte en la tarde, de Hemingway. Lo leí una y otra vez, hasta que cayó a trozos, y hubiera viajado hasta las mismísimas puertas del infierno para ver a Juan Belmonte hacer uno de sus maravillosos pases con el capote. Desde luego, la descarada alabanza del padre Hemingway al machismo más conservador no era la lectura que una feminista le habría recomendado a una niña, pero yo era una vaquera marimacho, mi vista estaba equipada con rayos X y no me resultaba muy difícil percibir el homoerotismo que se escondía tras la fachada del mundo de los toros… de la misma manera que tampoco me resultaba difícil percibir el erotismo femme que rodeaba la figura de la torera.
Cuando llegué a España, el mundo de los toros estaba viviendo su propia y agitada época de transición. Manuel Benítez «el Cordobés», un joven matador recién aparecido, se dedicaba a echar por tierra todas las tradiciones de su profesión, desde el corte de pelo hasta los titulares de los periódicos. Los españoles acudían en masa a verle, pues para ellos Benítez representaba los cambios y la arrogante modernidad que estaban sacudiendo —igual que un terremoto— los cimientos de su sociedad.
Sin embargo, y por muy liberal que yo fuese, me atraían más los toreros «clásicos». Mis preferidos eran Santiago Martín «el Viti», Paco Camino, Diego Puerta, Jaime Ostos, Antonio Bienvenida y también, cuando tenían una tarde buena, el extravagante Curro Romero y el ya fatigado Antonio Ordóñez. Ostos era un fuera de serie que hacía gala de una asombrosa valentía. Había recibido una terrible cornada, muy parecida a la que convirtió a mi personaje Antonio en un lisiado. El público siempre contenía la respiración, porque sabíamos que no podría escapar del toro en el caso de que se viera obligado a hacerlo.
Siempre que el célebre rejoneador Álvaro Domecq figuraba en el cartel, era un buen motivo para tomar el coche y asistir a la corrida aunque se celebrase fuera. Domecq montaba por entonces un magnífico semental llamado Universo, un caballo andaluz de pura raza. Aquel caballo gris era más viejo que el andar a pie. Lucía una crin larga y ondulada que le colgaba hasta el pecho y una profunda cicatriz en una de sus impresionantes ancas. Se decía que Domecq jamás había hecho «afeitar» los cuernos del toro y que confiaba en su propia habilidad para evitar que su caballo resultara herido… pero era obvio que por lo menos en una ocasión había errado en sus cálculos. Cada vez que veía a Universo provocar el envite del toro, se me ponían los pelos de punta, pues el caballo no era sólo valiente, sino también un bellísimo bravucón, como los toreros humanos. El público adoraba a Universo, que dejaba en ellos una huella indeleble. Me sirvió de inspiración para Faisán, el caballo que aparece en esta novela.
Tampoco me habría importado atravesar España en coche para ir a ver a Conchita Cintrón, la mejor torera de todos los tiempos. Siempre toreaba a caballo porque las leyes españolas no permitían que las mujeres torearan a pie. Por desgracia, en aquella época Conchita Cintrón ya se había retirado. Me compré una edición de bolsillo de su autobiografía, Recuerdos, y la leí una y otra vez hasta que se le cayeron las páginas. De vez en cuando, alguna chica intentaba emular los pasos de Conchita Cintrón —siempre con una familia rica e indulgente detrás, que se hacía cargo de los costes de los caballos, del transporte, de la cuadrilla, de las acompañantes, de la publicidad, etc.—, pero por lo general desaparecía con la misma rapidez que había aparecido.
A finales de la década de los 60, tras la histeria colectiva al estilo Beatles que había provocado el Cordobés, los apoderados se afanaban en buscar al nuevo ídolo taurino, que podía tener unos dieciséis o diecisiete años. Había novilleros a montones: los metían en una plaza, delante de toros supuestamente más jóvenes, pero que en realidad eran más viejos y más peligrosos que aquellos que toreaban los matadores ya consagrados.
El único novillero cuyo nombre aún hoy recuerdo es Sebastián Palomo «Linares». Muy pocos eran los que conseguían pasar la criba y convertirse en auténticos matadores: la mayoría de ellos resultaban heridos o se desanimaban, pues emprender una carrera en el ruedo era tan difícil y tan caro como formar un grupo de rock. A pesar de ser un gran negocio, los toros empezaban a desaparecer de la conciencia nacional española: los partidos de fútbol y los festivales de música atraían más público que las corridas y, desde luego, había cada vez más españoles modernos a los que les resultaba bastante difícil defender la crueldad y la violencia de la fiesta brava… sobre todo después de presenciar una pésima tarde de toros.
Las tardes pésimas se dan cuando un maestro asustado o un novillero miedoso, que no se atreven a acercarse al toro, le ordenan al picador que haga una auténtica carnicería con el animal. El público español es tan imprevisible en una corrida de toros como en un partido de fútbol. La indignación les vuelve violentos, y no es extraño que lancen al ruedo almohadillas o botellas de cerveza. Teniendo en cuenta la inestabilidad política de aquella época en España, los disturbios en una plaza de toros o en un estadio de fútbol podían fácilmente terminar en una protesta contra el régimen. Por ese motivo, los miembros de la Policía Nacional, más conocidos como los Grises, montaban guardia en las corridas de toros. Siempre podía darse el caso de que un torero caído en desgracia necesitase la escolta policial de los grises para abandonar la plaza.
Los mejores toros procedían, casi en su totalidad, de Andalucía, pero también en el norte de España había ranchos de toros bravos. Guardiola, Domecq, Romero y Miura figuraban entre las ganaderías más prestigiosas, aunque también es cierto que los toros miura ya no tenían la misma calidad que antes de la Guerra Civil. Se decía que la familia Miura se sentía culpable, pues sus toros habían acabado con la vida de dos grandes matadores —Joselito y Manolete—, motivo por el cual criaban ganado un poco menos bravo.
A finales de la década de los 60, los diestros se echaban a temblar ante los toros del rancho andaluz de los hermanos Tulio e Isaías Vázquez. Yo iba adonde hiciera falta para ver toros de Tulio. Los hermanos Vázquez no se andaban con tonterías: sus toros eran animales adultos y curtidos de cinco años, no las bestias de tres años engordadas artificialmente que criaban muchos ranchos. Como Universo, aquellos magníficos animales me dejaron una huella que tres décadas no han podido eliminar, y me sirvieron de inspiración para Baby, el toro que aparece en esta historia. Tenían la velocidad y la agilidad letales de un leopardo, y la fuerza de un rinoceronte. Recuerdo una tarde en que contemplé boquiabierta cómo un toro de Tulio volteaba en el aire, como si fuera una almohada de plumas, los más de novecientos kilos que pesaban el caballo y su picador. Los levantó a ambos lo suficiente como para que el caballo diera la vuelta entera antes de caer al suelo, sobre la montura y el picador. Por suerte, ni el caballo ni el hombre resultaron heridos.
Más o menos en la época en que yo llegué a España, se empezaba a decir que la fiesta brava se había vuelto tan comercial que su espíritu se había perdido. Se hablaba constantemente de sobornos, cuernos afeitados, toros excesivamente jóvenes y demasiado gordos, empresarios que poseían «cadenas» de plazas de toros… Cuando en el cartel figuraba el famoso maestro el Cordobés, se rumoreaba que los tres matadores no se echaban los toros a suertes sino que, según se decía, el apoderado de aquél elegía los dos animales más apropiados para su cliente. Los otros dos toreros se tenían que conformar con lo que quedaba. Los grandes maestros jamás se las tenían que ver con toros como los de la ganadería Tulio, que generalmente eran para los toreros del montón. De esa manera, se decía, los empresarios taurinos reducían los riesgos al mínimo. Buscaban un espectáculo previsible y beneficioso que pudiese competir con deportes nuevos que ganaban en popularidad, como el fútbol. Televisión Española transmitía en directo las corridas más importantes y nosotros jamás nos las perdíamos: nos íbamos a nuestro bar preferido de Santander y allí las veíamos, sentados a una mesa con sendos vasos de manzanilla.
Los nuevos héroes taurinos estaban pensados para el turismo y para una nueva generación de aficionados españoles, que no eran precisamente entendidos en la materia. Esa era la eterna queja del renombrado crítico taurino del ABC, que no se cansaba nunca de lanzar a sus blancos dardos cargados de sarcasmo purista.
El peligro seguía estando presente, desde luego, pero la medicina moderna y los antibióticos aumentaban las posibilidades de supervivencia de los toreros heridos. De hecho, sólo un torero murió en el ruedo durante los años que yo estuve en España: era Antonio Rizo Pastor, un subalterno poco conocido a quien un toro le asestó una cornada en pleno corazón mientras ejecutaba los primeros pases para su maestro. Durante un tiempo, se lloró la pérdida de Pastor y se ensalzó su figura, pero luego todo volvió a la normalidad.
En 1970, ya había visto demasiadas corridas y dejé de ir a los toros, pero ya tenía grabada en la mente, como una vieja cicatriz, la historia de un matador herido en el corazón.
Cuando no estábamos de viaje para ver a nuestros maestros favoritos, Yuriy y yo hacíamos de la región de La Montaña, en Cantabria, nuestra residencia permanente. Escogimos aquella zona de España porque allí no había ningún otro norteamericano. Al principio alquilamos un piso en El Sardinero, el distrito marítimo de Santander, pero después compramos un piso en esa misma zona. Puesto que no había nadie con quien pudiésemos hablar inglés, ni al ir de compras, ni al hacer operaciones bancarias, ni al iniciar nuevas amistades, aprendimos español muy deprisa.
La Montaña no es lo que los norteamericanos entienden por «típicamente español». Es una región verde, lluviosa y bañada por el Atlántico, que se encuentra entre el País Vasco y Asturias. A través del golfo de Vizcaya, recibe la tempestuosa influencia climática de la Corriente del Golfo, y posee una impresionante cadena de montañas —la Cordillera Cantábrica— que llegan hasta el mar. Lo cierto es que me enamoré de esa característica región. Durante siete años, recorrimos La Montaña en busca de las maravillas más remotas y más morbosas, desde las «escandalosas iglesias» con sus esculturas eróticas, hasta los templos solares celtas abandonados en pastos de vacas, pasando por los bisontes pintados en las cuevas de Altamira, las gamuzas vivas que escalaban los escarpados precipicios de los Picos de Europa, las copas de buen vino en los bares más modernos de la capital, o los tragos de orujo en tabernas de pueblo cargadas de humo.
Con el tiempo, en Cantabria[15] llegamos a sentirnos como en casa. También valorábamos mucho las diferencias culturales de otras regiones, como el País Vasco, Cataluña y Galicia, que poseen culturas e idiomas propios, o Andalucía, con su particular dialecto y sus reminiscencias árabes.
En La Montaña —y de hecho, en todas partes— me di cuenta de ese amor a la Diosa Virgen que en España viene de antiguo y ha sobrevivido a numerosas épocas de influencia patriarcal. Una experiencia casual dejó en mi mente otra de esas huellas indelebles, mientras visitaba en Burgos el monasterio de Santo Domingo de Silos. Sucedió que los monjes benedictinos se hallaban inmersos en una importante excavación arqueológica: al parecer, y mientras se procedía a la reparación rutinaria del suelo de la iglesia, que databa del siglo XII, se habían descubierto en los cimientos los restos de una fascinante construcción bastante más antigua que el templo.
En un campo cercano reseco por el sol, y entre hileras de fragmentos que habían depositado los trabajadores del Ministerio de Cultura, el monje responsable nos mostró el maravilloso tímpano de alabastro, que procedía de una de las puertas de la iglesia románica desaparecida. Se había roto en varios trozos, y junto con el resto del templo demolido, había sido utilizado como cimiento para la iglesia del siglo XII. Acababan de limpiar y recomponer el tímpano: se trataba de un bajorrelieve ricamente elaborado, en un estilo más propio de los artesanos árabes que tallaban cofres de marfil. La enorme escultura mostraba a la Virgen dando a luz en un bosque, ayudada por una sierva y rodeada de animales salvajes. Desde luego, no era la imagen típica de María, que suele representarse sentada en su trono con el aire de una reina y el Niño Jesús en los brazos. Probablemente, aquella construcción se había utilizado en la Edad de la Tinieblas como templo para adorar a una Virgen de los Animales que guardaba cierto parecido con la diosa Diana.
Según el folclore español, el espíritu de Diana aún vagaba por las tierras altas de Castilla. Seguramente, cuando los monjes benedictinos del siglo XII establecieron su sistema patriarcal en aquella zona remota de España, habían barrido del mapa una institución mucho más antigua, concebida por y para mujeres. Y, muy posiblemente, lo habían hecho con el mismo rigor que las tropas de Franco al ocupar, uno tras otro, los pueblos del bando republicano. Lo que allí vi era una auténtica sorpresa para cualquiera que hubiera creído que la «adoración a la Virgen» de los españoles era sólo mediterránea o grecorromana, como el busto de la Dama de Elche, con los rodetes de su tocado.
Desde aquel día, no dejé de preguntarme por qué la mitología vinculaba a Diana, diosa de la caza y protectora de los animales salvajes, con la luna, con los partos y con la reproducción. ¿Por qué, me preguntaba, existía esa relación simbólica entre los cuernos de los animales —especialmente los de la vaca— la media luna y el nacimiento? ¿Por qué existía esa clara relación entre Diana y la Virgen María, a quien a menudo se representa sentada entre los cuernos de la luna? A ambas mujeres las llamaban «vírgenes», que en la Antigüedad no significaba «que nunca ha tenido relaciones sexuales», sino que aludía simplemente a la independencia de las mujeres que no estaban casadas. ¿Cuál era el factor común, ese vínculo tan diáfano en la mentalidad de otras épocas y, sin embargo, tan borroso para nosotros hoy en día?
Y por último, una pregunta crucial: ¿por qué en el español vulgar, para designar a los homosexuales, hay tantas palabras que contienen el nombre de María? Esta práctica ha pasado a formar parte del inglés norteamericano gracias a los gays hispanohablantes de los Estados Unidos. Es normal que los hombres gays se llamen entre ellos «Mary». (María). Pero… ¿por qué María, de entre los cientos de nombres femeninos que podrían haberse utilizado para denominar a los homosexuales? Seguramente, la intención no era insultar, porque el insulto habría redundado también en la Virgen María. ¿Acaso los hombres gays que sienten la necesidad de «hacer de mujer» en sus relaciones de pareja gozaron en algún momento de la protección especial de la Virgen? Y si fue así, ¿por qué Su nombre está también en el término «marimacho»? ¿Hubo una época, en un pasado remoto, en que los hombres y mujeres gays eran sagrados para la Diosa Madre, como lo eran las personas con «dos espíritus[16]» en muchas tribus de nativos norteamericanos?
Y sin embargo… ¿por qué los hombres y las mujeres gays, que no siempre tienen hijos, iban a ser sagrados para Nuestra Señora? Puestos a llevar las cosas al límite… ¿eran los gays sin hijos las personas más adecuadas para cuidar de los animales, puesto que así podían dar salida a su instinto protector y colmarlo? ¿Acaso esa necesidad natural de proteger a los seres vivos que se da en tantos seres humanos independientemente de su orientación sexual, explica que haya tantos gays trabajando en los movimientos de conservación de la Naturaleza? ¿Acaso quieren consagrar sus vidas a proteger plantas, animales y la Tierra misma para reemplazar la válvula de escape que habrían supuesto sus hijos biológicos?
Con el tiempo, yo aprendería a estudiar la Vida misma, la ecología y los procesos vitales, empezaría a entender por qué los antiguos crearon símbolos y cuál era el significado de esos símbolos.
En 1970, tras una larga lucha y varias revisiones bastante agotadoras, terminé la primera versión de esta novela. Sin embargo, yo no había aceptado aún mi propia naturaleza gay: como católica, me torturaban los sentimientos de culpa, así que me costó bastante adoptar una posición honesta ante mis personajes literarios.
Por aquel entonces, Dial Press había aceptado publicar mi primera novela, The Last Centennial. Mi entonces agente, Paul Reynolds, le mostró el manuscrito español al editor Jim Landis de William Morrow. Landis acababa de dar el gran salto y había adquirido prestigio como mejor editor joven de Nueva York. Le gustó la novela, pero no lo bastante como para publicarla. Sin embargo, le dijo a Jim Landis que quería leer mi siguiente novela. Yo tampoco estaba muy satisfecha con la forma en que había escrito el libro y tenía la sensación de que no funcionaría, así que fue a parar al fondo de un cajón.
En la primavera de 1973, terminó mi estancia en España y mi matrimonio con Yuriy, pues me divorcié de él y salí del armario. Mi agente le envió a Landis el manuscrito de mi siguiente novela, que era El corredor de fondo. Landis la compró de inmediato y se convirtió en el editor de las tres novelas gays que publiqué en la década de los 70. Más tarde, tuve la oportunidad de darle las gracias por su decisión de no arriesgarse con la versión de 1970 de mi libro español, que en realidad ya había nacido muerto.
En 1985, y todavía insatisfecha con mi libro español, lo rescaté del fondo del cajón y quemé el manuscrito.
El reparto de personajes españoles se pasaron los siguientes veinte años hibernando en el fondo de otro cajón: mi mente.
En la década de los 80, cuando me documentaba para One is the Sun, mi novela histórica sobre una curandera india, me topé con ciertas pistas que podían resolver el misterio Diana–María. Me llegaron gracias al sistema numérico maya que aún conocen algunos hechiceros y hechiceras estadounidenses. Según afirman algunas de esas personas, el antiguo sistema numérico maya, que asigna un número entre cero y veinte a cada sector de la vida, fue muy conocido en otros tiempos y su uso se extendió gracias al comercio, a las conquistas y al mestizaje cultural. Las relaciones matemáticas entre ciertos números —los asignados a la Humanidad, la sexualidad, los animales, la luna y los ciclos de la vida— explican por qué los antiguos crearon un símbolo como abreviatura de las relaciones de los seres humanos con todos los procesos vitales. Poco a poco, empecé a comprender la relación que existía entre María, maris y la Naturaleza. Cinco (seres humanos) más Cuatro (animales) suma Nueve (que es la luna, y el movimiento de todos los ciclos de la vida en la Tierra). Hoy en día, creo yo, hemos perdido la capacidad de entender los símbolos de la Antigüedad porque, para empezar, la mayoría de las culturas ya no están familiarizadas con las fuerzas de la vida que inspiraron esos símbolos.
Y de repente, a finales de 1993, cuando me estaba tomando un merecido descanso tras escribir Harlan’s Race (la continuación de El corredor de fondo), mis queridos personajes españoles se despertaron y me gritaron que finalmente yo había alcanzado ya la madurez necesaria, como artista y como ser humano, para escucharles y para contar su historia. El «descanso» se convirtió en más trabajo, pero en un trabajo estimulante. La nueva versión, ahora titulada The Wild Man, prácticamente se escribió sola en el ordenador… y ahora estaba convencida de que sí funcionaría.