ÁNGELA

—¿Te he contado lo de la tía con la que me lié en el hospital? —me pregunta Laura.

—No, ¿qué ha pasado ahora?

—Pues nada, me he enterado de que está casada.

—Qué fuerte. ¿Y cómo te has enterado?

—Eso es lo mejor. Ella estaba delante y no sabía ni donde meterse.

—¿Pero no me dijiste que llevaba un mes ignorándote y esquivándote? —le pregunto encendiéndome un cigarro.

—Sí, hija, pero en algún momento se tendría que acercar a la cafetería, digo yo. Pues nada, resulta que estaba con una de las otras médicos, una de estas hipermegaguays de mechitas rubias y chalecito en Mirasierra. Se ponen en la barra y me piden unos cafés. Y en estas que se lo estoy sirviendo cuando la megaguay le suelta: «Bueno, ¿qué tal tu marido?». Y yo que me quedo de piedra, con las jarras de leche en la mano, y me la quedo mirando.

—¿Y qué hizo?

—Pues nada, me miró un par de veces con la cabeza gacha. Y yo ya con cara de cabreo monumental que le pregunto si quiere la leche caliente o templada. Y con las mismas dice que tiene que irse y coge y se marcha. La muy zorra… Pues no me dijo que aún vivía con sus padres…

—¿Y cómo estás? —le pregunto intentando ver más allá de su pretendido cinismo.

Laura se encoge de hombros y noto cómo la coraza de frialdad e indiferencia se le cae estrepitosamente al suelo.

—Pues… jodida, muy jodida. Ya sé que lo que tuve con esta tía fue muy corto y todo lo que tú quieras pero es que…

—¿Estás muy pillada? —me aventuro a preguntar. Sus ojos tienen ese particular brillo del que está a punto de llorar.

—Pues sí, ¿para qué voy a mentirte, Ángela? Estoy muy pillada. Ya te he dicho que desde lo de mi ex no había vuelto a estar con nadie. Y de repente llega esta tía y entra en mi vida arrasando con todo…

—Ya… —dudo antes de hablar—. Pero tampoco puedes aferrarte a ella. Y menos después de lo que has visto. Te mintió y encima te ha estado evitando para no tener que afrontar los hechos…

—No, si ya lo sé… Pero cada vez que me acuerdo se me revuelve el estómago… —Suspira con resignación y coge un cigarrillo—. Bueno, cambiemos de tema. ¿Qué tal tú con Silvia?

—Bien. Yo creo que cada vez mejor —le contesto sin mucha convicción, aunque creo que no lo nota.

—¿Se le ha pasado ya esa manía que tenía de decirte que la ibas a acabar dejando como su ex?

—Creo que sí. Al menos ha dejado de decirlo. Aunque a veces se le escapa algún comentario en el que aparece la dichosa niñita.

—Bueno, ya sabes lo que pasa con estas cosas. La sombra de la ex siempre es alargada.

Me río con ganas ante el comentario.

—Sí, ya lo sé. Las ex son como el monstruo del lago Ness, no puedes verlas pero sabes que están ahí. —Vuelvo a reír ante la ocurrencia. Luego me pongo seria—. Pero no sé, joder, yo también tengo mis ex y no son pocas precisamente. Sin embargo mis ex están a un lado y ya está, me puedo acordar de ellas pero no rigen mis actos. Si se ha acabado, se acabó y punto. No hay que darle más vueltas.

—Ya, pero esa es tu forma de verlo. Y a cada persona le afecta de un modo distinto el tema de las rupturas…

—Pero bueno, en líneas generales las cosas nos van bien. El sábado hacemos dos meses.

—Bien, bien… Si lo importante es que estéis bien. Los miedos se acaban yendo tarde o temprano.

Echo un vistazo al reloj y me doy cuenta de que ya es tarde, además, Laura es de las que se acuesta pronto.

—Oye, cielo, que me voy a pasar a mi casa. Silvia tiene que estar al llegar y le he prometido que hoy tendríamos una cena decente en vez de llamar a un telepizza.

—Bueeeno… —contesta ella alargando la e con un mohín infantil—. Ya me contarás cómo sigue todo… ¡Y a ver si me la presentas!

—Cualquier día de estos… Venga, ya te cuento —le digo levantándome del sofá y encaminándome hacia la puerta—. Ciao —me despido abriéndola—. Y no te comas mucho la cabeza, no merece la pena.

Su despedida es una sonrisa resignada. Me voy para no seguir hurgando en la herida.

Justo cuando he cerrado la puerta del piso de Laura y estoy sacando las llaves del mío del bolsillo, oigo pasos que se acercan al otro lado del enrevesado pasillo. Abro la puerta pero me quedo en el umbral, intuyendo que es Silvia. Y no me equivoco. Y viene de buen humor. Cuando está así sus ojos sonríen tanto como su boca. Llega hasta mí y me besa efusivamente en los labios. Dios, qué guapa es…

—¿De dónde vienes? —me pregunta entrando ya en casa.

—De casa de la vecina.

—¡Ah, de la vecina! —dice con cómica ironía—. Esa chica que me dijiste que también entendía… —Deja su abrigo sobre una silla y acto seguido se acerca a mí, entrelaza sus manos a mi espalda y me atrae hacia ella—. Muy buenas migas has hecho tú con ella en tan poco tiempo… Al final vas a conseguir que me ponga celosa.

Me besa con una ternura que va creciendo entre las dos más y más cada día. Pero el tierno beso se apasiona por momentos. Me aparto de ella entre risas.

—¡Eh! —la reprendo—. Que se te ve el plumero, cielo. Voy a preparar la cena o nos veo comiendo pizza como es habitual.

Ella estrecha más su abrazo y me mira sugerente.

—Mmmm… La verdad es que no estaba pensando en comer pizza precisamente —me suelta en un tono cargado de dobles sentidos.

—¡Pero mira que eres verde…! —vuelvo a reprenderla sin dejar de sonreír. Al fin consigo zafarme de su abrazo y entro en la cocina para empezar a hacer la cena.

Por el rabillo del ojo, mientras voy sacando cosas del frigorífico, la veo coger su bolso, sacar el tabaco y encenderse un cigarrillo. Luego se descalza, dejando los zapatos en un rincón. Le doy la espalda intencionadamente para dejarme sorprender. La siento acercarse por detrás. Me rodea la cintura con un brazo mientras el otro acerca el cigarrillo a mis labios. Exhalo el humo satisfecha y me dejo besar en el cuello al tiempo que escurro verduras en el fregadero. Pienso en la plenitud que siento en estos momentos de aparente y vulgar cotidianeidad. La satisfacción que, con el paso de los años, me producen los pequeños momentos como éste, que me hacen sentir muy grande.

—Silvia… —protesto cómicamente ante sus crecientes avances en mi cuello y sus manos bajo mi ropa.

—Está bien —claudica ella con vocecita de niña pequeña, haciéndose a un lado aparentemente enfurruñada—. ¿Te ayudo en algo?

—No hace falta, cielo —le digo. Luego cambio de idea—. Bueno, sí, hay algo que quiero que hagas.

—Dime —contesta ella solícita, casi poniéndose en posición de firmes.

—Pon algo de música, ¿quieres? —le pido dándole un beso.

Se va al salón rápidamente. Sé que le encanta curiosear entre mis discos, tanto o más que a mí entre los suyos. Prácticamente no ha habido una sola vez que haya estado aquí que no se haya quedado junto a la estantería mirando los cantos de los compacts con absorta atención, sacando uno u otro para observar su portada o el libreto interior.

La oigo trajinar con el equipo de música y al momento, las primeras notas del «Sin ti no soy nada» de Amaral comienzan a llenarlo todo. Oigo cantar a Silvia por encima de la música. Es increíble cómo las situaciones pueden convertir una canción triste en algo tan feliz. Desde que salió, el disco se ha convertido en nuestra banda sonora. Y jamás podré dejar de asociar su primera canción a otra persona que no sea Silvia.

Vuelve a acercarse a mí por detrás. Y vuelve a rodear mi cintura con sus brazos. Y vuelve a acercar sus labios a mi cuello para susurrarme al oído al ritmo de la canción: «… porque yo sin ti no soy nada».

Y mis rodillas tiemblan de amor. En momentos como este la adoro. La cogería y la ataría a mí para que no pudiera irse nunca. Para que jamás se separase de mí.

De madrugada, tumbada en la cama, con Silvia a mi lado dormitando suavemente, su espalda desnuda provocándome a acariciarla, soy incapaz de dormir. A pesar de tener sueño, a pesar de arrastrar el cansancio de toda una semana de trabajo, a pesar, incluso, de la agotadora sesión de sexo a la que Silvia y yo nos hemos entregado como casi todas las noches que pasamos juntas. No puedo. Mi cabeza no deja de dar vueltas como una lavadora que centrifuga. Me asusta lo que estoy sintiendo. Lo que he llegado a sentir en tan poco tiempo.

Reconozco que lo nuestro empezó como en las películas. Un encuentro casual en el que crees reconocer a un alma gemela. Silvia me ha contado cómo me estuvo mirando furtivamente por entre los pasillos de la Fnac hasta que yo me acerqué a ella. Lo que no le he contado, quizá para no asustarla y llevarla a crearse ideas preconcebidas de mí, quizá porque a mí misma me daba reparo contarlo, puede que incluso vergüenza, es que fui yo quien la estuvo espiando durante largo rato hasta que dejé que reparase en mí en el tramo de escaleras mecánicas.

Yo ya salía de la Fnac cuando la vi entrar. Aquel día había salido pronto del trabajo y, aburrida como estaba, decidí gastar la tarde entre libros y discos. Al verla entrar, con la lentitud de quien no viene a comprar algo en concreto, me fijé en ella. Su cara me resultaba familiar, tal vez de haberla visto en algún bar de ambiente. Me gustó. Me gustó mucho. No sé muy bien por qué. La verdad es que nunca he creído en flechazos ni en amores a primera vista pero ahí estaba yo, incapaz de seguir mi camino si eso suponía dejar que aquella chica no volviera a cruzarse conmigo. Así que, movida por la curiosidad y el interés que me provocaba una simple desconocida, y puesto que no tenía nada mejor que hacer, decidí volver sobre mis pasos y observarla durante un rato.

Subió a la planta de discos y la estuve siguiendo a una distancia de unos cinco o seis metros, fingiendo estar muy interesada en las novedades musicales de la temporada pero sin perder un solo detalle de sus movimientos, elásticos y pausados, sobre la moqueta de la planta segunda. Sin embargo, ocurrió que, en un determinado momento, la perdí de vista. Rápidamente eché un nervioso vistazo en derredor. La avisté dirigiéndose a las escaleras mecánicas. Con paso rápido me encaminé tras ella. Tan rápido que fue la causa del providencial tropiezo. Podría decirse que fue fortuito y premeditado a la vez. Tenía que llamar su atención de algún modo.

Al cruzarse nuestras miradas en el instante de las disculpas sentí algo. Llámese presentimiento, corazonada o pálpito. Sentí que no estaba perdiendo el tiempo ni haciendo el ridículo con aquella especie de persecución. Que podría pasar algo, que no se quedaría en un encuentro mudo y fugaz.

En el momento en que llegamos a la última planta me vi obligada a ser yo quien echase a andar. Cuando me consideré a una distancia prudencial pude comprobar, no sin cierto agradecido asombro, que era ella ahora quien no me quitaba el ojo de encima. La sentía observarme, incluso cuando le daba la espalda. Me oculté un momento para tomar posiciones como la mejor de las estrategas. Vi que cogía un libro y me dispuse a acercarme y, fuese el libro que fuese, ponerme a hablar con ella. Al acercarme y ver de qué libro se trataba, no pude creer que la casualidad fuera tan benévola conmigo, brindándome en bandeja una posibilidad como aquella. Una novela lésbica. Y no una cualquiera, sino una de las más importantes y míticas dentro de la historia de esa supuesta literatura gay y lésbica que comienza a inundar las librerías.

Reconozco que fui muy directa en mi lenguaje y en mis preguntas para cerciorarme de que tenía vía libre. Aunque su cara me sonase, bien podía ser de otro sitio que no fuera el ambiente. Así que, en cuanto me quedó claro, y creo que a ella también, que jugábamos en la misma liga, me apresuré a proponerle que nos fuéramos a tomar algo. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder y, en casos como ese, siempre es ahora o nunca. Hubiera sido mucho pedir esperar que la casualidad volviese a propiciar un nuevo encuentro dentro del parque temático, que es el barrio de Chueca o cualquier zona de ambiente gay y lésbico. Un parque temático con un único tema (la homosexualidad), con sus atracciones de feria y lugares exóticos y extraños (drag-queens, cuartos oscuros, espectáculos variados) y donde salir una noche (cena y varias copas) es tan caro como pasar el día en Port Aventura. Chueca, donde mis intenciones hubieran sido percibidas con mayor claridad.

La tarde se me hizo muy corta a su lado. A veces sentía que me estaba excediendo en mi empeño de mostrarme seductora y sugerente. Tenía que despertar su interés y tan sólo disponía de la mano de cartas que me dejaban las escasas horas de las que disponía para estar en su compañía. La idea de regalarle el libro me rondó la cabeza ya en la Fnac y fue la que también me animó a comprarlo. El hecho de que en la novela las dos mujeres se conozcan precisamente en unos grandes almacenes me cautivó por el evidente paralelismo y me pareció tierno y evocador. Durante toda la conversación estuve esperando el momento en que se ausentase unos minutos para ir al baño, cosa que, afortunadamente, ocurrió, y así poder escribirle una dedicatoria en la que insinuarle más claramente mi interés por ella. Y de paso proporcionarle mi teléfono. Aunque yo también esperase conseguir el suyo.

De todas formas, hasta el último momento no tenía muy claro si se lo acabaría dando. Por muy agradable que estuviera siendo nuestra charla, yo aún no había dejado de ser todavía una simple desconocida. Una desconocida que, además, la había abordado de un modo y en un lugar poco habituales. De haber sido dos hombres gays la cosa hubiera resultado más obvia y es probable que esa misma noche hubiésemos acabado en la cama. Sin embargo, entre mujeres no hay tanta fluidez ni costumbre de entablar relaciones de este modo, al menos no es muy frecuente que ocurra.

De camino a su casa aún seguía debatiéndome entre dárselo o no. Ese gesto tal vez pudiese asustarla o quizá era la confirmación que ella necesitaba para terminar de lanzarse. Cuando por fin paré el coche frente a su casa estaba a punto de pedirle su teléfono. Me parecía el acto más inofensivo que podía realizar. Pero ella salió tan deprisa, que me dejó sin capacidad de reacción. Mientras la veía bordear el coche sentía que se me estaba escapando mi última oportunidad así que decidí jugarme el todo por el todo.

La llamé. Cuando se dio la vuelta y pude vislumbrar cierta expresión de alivio no lo dudé más. Me giré y busqué el libro entre las bolsas que descansaban en el asiento trasero. Y se lo di sintiendo que, a partir de ese momento, sólo podría esperar. Esperar que no hubiese sido todo un mero espejismo de mi imaginación.

Y la espera se me hizo eterna. Según iban pasando los días perdía poco a poco la esperanza. La habré asustado, habrá pensado que estoy como una cabra, no estará interesada en mí. Aún no lo habrá acabado de leer, hay gente que tarda mucho en leerse un libro. Oye, a lo mejor no ha visto la dedicatoria. Qué tontería, la dedicatoria manuscrita en un libro salta a la vista a poco que se hojee.

Todas estas tribulaciones terminaron cuando, casi diez días después, vi en la pantalla de mi móvil ese número que me resultaba desconocido. Supe que era ella y que, cuando menos, tendríamos la oportunidad de volver a hablar.

Poco podía imaginar yo que el suplicio no terminaría ahí, sino que no había hecho otra cosa que empezar. La fiesta y la noche de marcha con sus amigos se presentaba prometedora. No era una cita propiamente dicha y, por tanto, carecía de la presión y tensión implícita en esos casos, pero podríamos hablar y seguir conociéndonos. Según avanzaba la noche y sus amigos nos iban abandonando mientras nosotras persistíamos en el deseo de seguir juntas, me iba animando. Sin embargo ni ella ni yo nos atrevíamos a hacer algo al respecto de lo que parecía ocurrir entre nosotras.

La madrugada se consumió dando paso al desayuno, al largo y dilatado paseo por el Rastro y a las cañas en la Plaza de los Carros. Allí sentí que no podría soportarlo más. Quería abrazarla y besarla. Deseaba estar a solas con ella. Realmente a solas. Sin embargo no contaba con que la noche sin dormir y el cansancio acumulado me tornarían incapaz de hacer algo más que permanecer a su lado escudada tras unas gafas de sol que ocultaban la impotencia que teñía mi mirada.

No entendía nada, bien era cierto. Pero también lo era que aún me quedaban unos cuantos cartuchos por gastar. Nunca he sido partidaria del acoso telefónico, ahora bien, no me quedaba otra salida. Seguir seduciéndola, proponer nuevos encuentros, quizá una conversación reveladora de lo que sentía, algo que me hiciese avanzar y dejar atrás el estado del que no parecíamos ser capaces de salir.

De acuerdo, finalmente tuve que ser yo quien tomase cartas en el asunto, cogiese el toro por los cuernos y le plantase a Silvia la verdad bien clarita ante sus narices. En cierto modo no me importa ser yo quien lo haga, siempre y cuando mis esfuerzos sirvan para esclarecer mis sentimientos y, de paso, averiguar los de la persona que los implica y provoca.

Reconozco que, en mi fuero interno, esperaba el desenlace que hubo. Quizá lo esperase a fuerza de desearlo. Y cuando me dijo que a ella le había estado pasando lo mismo que a mí, cuando la sentí besarme del modo en que lo hizo, cuando noté que su urgencia era tan grande o puede que incluso mayor que la mía, fue cuando al fin pude respirar tranquila y aliviada. Al menos por el momento.

Me despiertan sus caricias recorriéndome la espalda. Sus besos breves y profusos sobre mi piel. Es su forma habitual de despertarme las mañanas de fin de semana. He dormido poco y aún tengo sueño aunque eso no es un obstáculo. Ella sabe tan bien como yo que soy incapaz de resistirme a su contacto, que me puedo dejar llevar, me puedo dejar hacer hasta un límite. Y que es entonces cuando no puedo por menos que corresponder, tomar su cuerpo por asalto y recorrerlo entero con mis manos, con mis labios, con mi lengua. Siempre me ha gustado hacer el amor por la mañana. Te despiertas junto a la persona con la que en ese momento estás compartiendo tu vida, tu intimidad, tu cama y, a pesar del sueño, del deseo de remolonear e incluso de las cuestiones higiénicas, tan engorrosas a esas horas de la mañana, no puedes por menos que entregarte de nuevo a esa persona.

—¿Te he contado lo que me ha dicho Jose? —me pregunta un rato después, cuando su cabeza reposa suavemente sobre mi pecho.

—No, ¿qué te ha dicho?

—Pues nada, que se va a ir a vivir con Chus.

Me quedo paralizada. Una idea que había intentado olvidar me cruza de nuevo por la cabeza.

—¿Y qué vas a hacer? —me atrevo a preguntar.

—Buscar a otra persona, claro. El piso es bastante barato y está bien, no creo que tenga problemas para encontrar a alguien —declara tajantemente, lo que denota que en ningún momento se le ha pasado por la mente cualquier otra posibilidad. No puedo evitar sentirme decepcionada.

—¿Y cómo te lo has tomado? Lleváis mucho viviendo juntos.

—Bueno, la verdad es que no puedo decir que me haya sentado bien. Ha sido mucho tiempo bajo el mismo techo y eso pesa. Además, no creo que con quien entre en su lugar la relación sea parecida, ni de lejos. Me da bastante palo vivir con alguien desconocido. Ya he pasado por muchas movidas en el piso por culpa de la gente. Y bueno, en cierto modo siento como si le perdiera…

—Joder, Silvia, sólo se va a otro piso no al Amazonas.

—No, si ya… Si me alegro por él. Ya lleva tiempo con Chus y siempre les he visto bien. Lo que me extraña es que hayan tardado tanto tiempo en decidirse, teniendo en cuenta, además, que Chus vive solo… Pero también lo entiendo, a Jose siempre le ha dado miedo la convivencia después de lo que le pasó con el tal Luis.

Se queda callada. Yo tampoco abro la boca. Me pregunto si en algún instante se habrá planteado la posibilidad de venirse a vivir conmigo. Si me habrá contado esto para que yo se lo proponga o simplemente me lo está contando porque es una realidad en su vida. Soy consciente de que llevamos juntas muy poco tiempo y de que una convivencia a estas alturas podría resultar un juego arriesgado. No obstante, quien no arriesga, no gana y de hecho he conocido a unas cuantas parejas que se han ido a vivir juntas mucho antes. Al mes, a los quince días, incluso al poco de conocerse. Algunas siguen juntas y otras no. Es una cuestión de suerte y buena voluntad por ambas partes. Esperar por un tiempo indefinido hasta atreverse a dar el paso no es ninguna garantía de éxito.

Bien, de acuerdo, aunque accidentada y confusa, la forma de conocernos y de iniciar nuestra relación ha sido una de las más bonitas que he vivido. Con todo, los problemas que tuvimos para aclarar nuestros sentimientos no acabaron en el momento de declarar nuestro mutuo deseo de estar juntas. Los obstáculos no habían hecho sino comenzar.

Pronto Silvia comenzó con sus neuras y sus miedos. Su obsesión y su temor por repetir los esquemas una y otra vez. Esquemas que, según ella, siempre la llevan a volver a quedarse sola al poco de iniciar una relación.

«Acabarás dejándome, siempre me dejan» fue una frase que casi me acostumbré a escuchar hasta que le pedí por favor que dejase de martirizarse con cosas que ni podía saber ni controlar. Las comparaciones con Carolina se hicieron constantes. Con Carolina y con algunas que hubo antes que ella. Pero siempre era el mismo nombre repetido una y otra vez el que resonaba en mis oídos. Carolina. Carolina. Carolina, vete, por favor.

Ella misma admite que hay momentos en los que sus miedos la dominan, haciendo que deje en un segundo plano lo que siente por mí. No dudo de que me quiera pero sé que ella misma está constantemente pisando un freno para evitar dejarse llevar por unos sentimientos que dice saber que no podrá controlar si deja que se desmanden. Dice que no quiere sufrir otra vez. Que no quiere que le hagan daño otra vez. Que por una vez está dispuesta a ser la primera en hacerlo si con ello logra protegerse.

Ante esto cualquiera podría preguntarme qué demonios hago con ella, con una tía a la que saco diez años y a la que alguno de mis amigos han calificado de niñata inmadura. Qué razón me impulsa a continuar con una relación que tiene visos de no funcionar, sobre todo por el poco empeño de una de las partes implicadas. Y la razón es que ella no es así. Ella no es una niñata inmadura, sino una mujer de veinticuatro años asustada por volver a sufrir. Y sus miedos no están presentes todo el tiempo. Más bien aparecen cuando ella parece tomar conciencia de que, a pesar del poco tiempo que llevamos juntas, no estoy con ella por estar, por tener un cuerpo que caliente mi cama por las noches, cuando se lo demuestro con hechos y con palabras.

A los pocos días de empezar tuve la genial ocurrencia de pronunciar las «palabras prohibidas». Admito que me dejé llevar por el momento. Estábamos quedándonos dormidas, yo le rodeaba la cintura con el brazo, acomodaba mi cabeza en su nuca y me prodigaba con besos en el cuello mientras caíamos en el sueño. Entonces se lo susurré al oído. «Te quiero, Silvia». Ella no reaccionó, se hizo la dormida, pero sé que me escuchó perfectamente. Unos días más tarde, aunque ella no lo mencionase, se lo expliqué. No quería asustarla, simplemente expresé con palabras lo que sentía en un determinado momento. Era verdad, la quería, la quiero, pero no era motivo para asustarse. Quererla era el camino que podría llevarme a algo más profundo e importante pero todavía no había llegado ese momento, yo tampoco sabía hasta dónde podía llegar nuestra relación y justamente por eso quería que supiese lo que estaba empezando a sentir por ella. Por si acaso no tenía otra oportunidad de decírselo.

La explicación pareció tranquilizarla. Yo, sin embargo, a partir de ese momento, procuré morderme la lengua antes de hablar.

Y ahora tengo la lengua llena de llagas.

Porque el sentimiento ha ido creciendo imparable, muy a pesar de las adversidades, de su reticencia y de mis propios miedos, que también los tengo. Aunque yo haga todo lo posible por luchar contra ellos y olvidarlos.

La quiero y siento que me estoy enamorando de ella sin poder evitarlo. Vale. Olvidemos sus miedos y sus fantasmas, dejémoslos a un lado; la imagen que ella me ofrece es la de alguien que he estado buscando siempre, que se ajusta casi a la perfección a la persona con la que deseo compartir mi vida. Y eso sí que asusta.

Pasamos el día juntas, remoloneando en casa y viendo películas de vídeo. Nuestro único compromiso social de hoy es quedar con sus amigos. Y eso no ocurrirá hasta medianoche, por lo que no hay ninguna prisa. Me acurruco junto a ella y el bol de palomitas y finjo estar muy interesada en las desventuras y peripecias de Carmen Maura en La comunidad cuando la verdad es que mi cabeza no deja de darle vueltas a un único tema.

Desde que esta mañana me dijo que Jose se va a vivir con Chus no he podido dejar de pensar en ello. Por un lado, siento una envidia atroz por esa pareja que ha decidido llevar a cabo un proyecto de vida en común. Por el otro, pienso que no debería albergar ese sentimiento cuando yo misma también podría llevarlo a cabo. Bastaría con pronunciar una serie de sencillas palabras:

«¿Quieres vivir conmigo?». Aunque sé que en el fondo no es tan sencillo como parece. Sobre todo teniendo en cuenta cómo es Silvia y lo que piensa al respecto. O lo que no piensa. Porque tampoco estoy muy segura de su postura. Pero sabiendo de sus miedos y de su aversión a todo lo que huela a serio compromiso no resulta difícil adivinar cuál sería su respuesta.

Llevo todo el día diciéndome a mí misma que es una locura. Y cuanto más trato de convencerme para desechar la idea, tanta más fuerza y aplomo cobra en mi interior. Apenas llevamos dos meses. Nunca creí que a mí me pudiera pasar esto. He tenido muchas relaciones, algunas de varios años incluso y, aunque con estas últimas sí hubo un planteamiento de convivencia por ambas partes, como una evolución natural dentro de la pareja, nunca sentí este deseo vehemente que ahora me domina.

Un amigo mío me comentaba una vez el motivo por el cual parecía que las parejas homosexuales iniciaban su convivencia más prematuramente que otras. Argumentaba que gays y lesbianas, al vivir sus relaciones en un clima de semiocultamiento, al no tener que responder, en la mayoría de los casos, a los deseos y las expectativas de sus respectivas familias, al no tener que, en definitiva, ajustarse al protocolo heterosexual del noviazgo con vistas a boda, el plan ahorro vivienda y la connivencia de su entorno, resultaba mucho más fácil empezar a vivir juntos. Y porque, además, si la relación no funciona, puesto que no existen lazos contractuales que hayan legitimado esa unión ante la sociedad ni, en la inmensa mayoría de los casos, hijos que pudieran quedar desprotegidos, una ruptura, desde un punto de vista meramente práctico, resulta mucho menos trágica. Cada uno se va por su lado y punto. Una opinión como otra cualquiera.

Hago repaso mental de estos dos meses de relación. Para cualquiera resultaría obvio que, a pesar de tener cada una su casa, estamos prácticamente viviendo juntas. Silvia se queda a dormir aquí tres o cuatro días a la semana. Y no ha sido extraño que alguno de los días restantes me haya ido yo a pasar la noche con ella. Incluso cuando hace poco empezó a trabajar de nuevo y comenzó a ir más ajustada de tiempo y horarios, la tónica no varió ni un ápice. Sigue quedándose a dormir tanto como antes, madruga mucho y duerme poco. Va a su casa lo justo para comprobar que sigue en el mismo sitio y sacar al perro (afortunadamente, Jose le pasea todo lo que ella no puede, de lo contrario el piso sería un campo de minas con forma de cagarruta). Hace semanas, casi desde el principio, que su ropa se mezcla con la mía en la lavadora. Vamos a la compra juntas, y yo ya estoy empezando a acostumbrarme a cocinar para dos y a preparar por las noches la comida que ambas nos llevaremos al trabajo bien guardadita en un tupperware. Lo único que nos diferencia de Jose y Chus es que las cosas de Silvia y su perro siguen en un piso que no es el mío. Y que ninguna de las dos ha planteado todavía la posibilidad de solucionar eso.

Los títulos de crédito me avisan de que la película ya ha acabado. Silvia para la cinta y salta un canal cualquiera de la televisión.

—Oye, Ángela —me dice Silvia en tono circunspecto, lo que provoca que mi corazón se desboque en cuestión de un segundo.

—Dime —le contesto, quizá esperando que me diga algo referente a lo que me está consumiendo.

—¿Te has fijado en mi amiga Marta?

Mi estómago acusa un golpe de vacío y decepción.

—Sí, ¿por qué?

—Ya sé que no la conoces mucho pero ¿tú crees que está bien?

La imagen de Marta se me representa en la cabeza. Sólo la he visto las noches que hemos salido de copas y por tanto la impresión que he recibido de ella es muy determinada. Pupilas dilatadas, mandíbula desencajada, perpetuamente colocada. En esas circunstancias resulta fácil adivinar que no he llegado a mantener una conversación que me permitiera conocerla.

Durante mi estancia en el Reino Unido viví bastante a fondo la noche londinense y los estragos que puede causar si alguien se entrega con demasiada devoción a ella, al house y a las pastillas. De Fabric a Heaven, creo que me recorrí los clubes más importantes de la ciudad. Eso, sin contar alguna escapadita que otra a Ibiza con mi eventual grupo de extasiados. He bajado en picado y he vomitado bilis, he tenido resacas de tres días y unas pupilas que no dejaban ver el iris. Y la estampa que hasta ahora me ha ofrecido Marta no difiere mucho de la de mis amigos más enganchados de aquella época. O de la mía propia en mis momentos de menor lucidez y mayor cuelgue. Mis seis años en Londres los tengo guardados en lo más oscuro de mi memoria. Coqueteé con las drogas de un modo más que esporádico. Me costó mucho esfuerzo, y muchas noches sin dormir dejarlo atrás. De hecho, a Silvia sólo se lo he comentado a grandes rasgos y de pasada.

—Hombre, la verdad es que se la ve un poquito colgada, para qué nos vamos a engañar… —digo al fin.

—Ya, por eso lo digo. Siempre ha sido bastante juerguista y quizá demasiado curiosa con las drogas. Pero nunca la había visto así. Y su vuelta tan repentina de Barcelona me extraña mucho. Estaba fija en su empresa antes de irse. Y ese traslado le suponía ascenso y mejora de sueldo. Además, le pagaban el alquiler durante dos años. Y el piso no era nada barato, créeme. Resulta difícil pensar que haya querido dejarlo todo tan de repente.

—Quizá se ha agobiado. Esos ascensos conllevan mucha responsabilidad. Tal vez no ha podido aguantarlo.

—No sé…

—Pues cielo, si tanto te preocupa, habla con ella y averigua si le pasa algo más grave.

Se queda pensativa durante un momento.

—Sí, quiero hacerlo. Lo difícil va a ser encontrar el momento adecuado. —Se echa hacia adelante en el sofá, casi a punto de levantarse—. Voy a ducharme, ¿cenamos por ahí o comemos algo aquí antes de irnos?

Meneo la cabeza negativamente.

—No, mejor cenamos aquí. Tenemos tiempo de sobra.

Se levanta y se dirige al baño dejándome tumbada en el sofá, mirando al techo, sola a merced de una droga mucho más poderosa que la creada en laboratorios ilegales. La química que segrega tu propio cerebro cuando crees haber encontrado a la persona con la que quieres pasar el resto de tu vida.

Chus y Jose son los primeros en llegar, tan sólo quince minutos después de la hora fijada. Tras ellos van llegando los demás. Risas y bromas. Quizá la conversación de esta tarde sobre Marta me hace observarla con mayor atención que en otras ocasiones. Esta noche también llega colocada. O ha empezado pronto o aún le dura la mierda que se pillaría anoche. Silvia la mira con una expresión impotente. Sabe tan bien como yo que ahora resultaría inútil intentar hablar con ella.

Tardamos diez minutos en decidir a dónde ir a tomar la primera. Cuando por fin nos ponemos en marcha, Jose me engancha del brazo.

—¿Te ha contado ya Silvia las buenas noticias? —me pregunta jovial.

—Sí, que Chus y tú os vais a vivir juntos, ¿no? —contesto sonriéndole.

—Sí. Casi no me lo creo, tía… Me hace muchísima ilusión aunque me da un poco de palo dejarla sola con el piso… Que tenga que buscar a alguien y todo eso.

—Ya… ¿Y tú cómo estás?

—Pues la verdad que un poquito acojonado, para qué te voy a mentir. Aunque no me importa. Es algo que siempre me ha dado mucho miedo pero creo que por fin merece la pena arriesgarse. Así que ahora que nos hemos decidido a dar el paso —respira hondo—, pues allá que vamos, de cabeza a la piscina. Además, presiento que con Chus la cosa va a ir bien, aunque uno no pueda estar nunca seguro de estas cosas…

Asiento con la cabeza pero no digo nada.

—Y tú con Silvia, ¿qué tal?

—Bien, bien —me apresuro a contestar—. La cosa parece que funciona aunque, bueno, tú ya sabes cómo es con algunas cosas…

Me mira y parece que va a decir algo. No lo hace. Sin embargo por su mirada intuyo que él ha pensado lo mismo que yo.

Dentro del local en el que hemos entrado, yo sigo charlando animadamente con Jose y con Chus, que también se ha unido. Silvia hace lo propio con Inma y Marga. Todos miramos furtivamente a Marta, que deambula bailando sola de un lado a otro con una copa vacía en una mano y un cigarrillo en la otra. De repente, alguien dice de irnos a otro sitio, y todos cogemos nuestros abrigos y levantamos el campamento. Según vamos saliendo nos quedamos en la puerta para decidir dónde iremos ahora. De repente Jose exclama:

—¡Hostia puta!

—¿Qué pasa? —le espeto entre divertida y extrañada.

—Carolina —es lo único que me dice al tiempo que señala con la mirada a una chica que está hablando con Silvia en un tono de lo más agresivo.

En otras ocasiones en las que hemos salido, sé que nos la hemos cruzado, pero siempre fui avisada demasiado tarde y, sin conocerla, no pude saber quién, de entre la marea de gente que abarrota los bares cada fin de semana, era la famosa ex novia de mi novia. Ahora que puedo despejar la incógnita, su presencia me causa tanta curiosidad como rechazo. Así que esa chica alta y de cabello muy largo con un rostro que aún conserva ciertos rasgos aniñados es la causante más directa de los miedos de Silvia… Me adelanto instintivamente y con recelo hasta donde está justo a tiempo de escuchar cómo Silvia le dice, con voz de gran cabreo:

—¡Vete a dormir la mona, anda! ¡Y a ver si me dejas en paz de una puta vez!

Acto seguido echa andar con rapidez. Yo miro hacia atrás, a la tal Carolina, que se refugia en un grupo de gente, y a nuestro propio grupo, para instarles con la mirada a movernos. Cuando por fin vuelvo a ponerme a la altura de Silvia, la cojo suavemente del brazo para tratar de tranquilizarla. Y su rápido caminar, unido a su palpable cabreo y contrariedad, le hacen rechazar mi contacto y seguir andando como si nada. Por fin, tras recorrer un par de manzanas, aminora el paso y decide meterse en el primer bar que se cruza en su camino. Allí va directa a la barra, donde la oigo pedirse un whisky solo, algo que no es habitual en ella. Está visto que la única forma que parecemos tener todos de encarar la vida es empapándola en drogas y alcohol.

—Lo siento —me dice con voz conciliadora un rato y varios tragos de whisky después. Los demás, tras alcanzarnos y entrar también en el bar, se mantienen a una distancia prudencial con cara de circunstancias—. No sé por qué me he puesto así.

—Venga, no pasa nada, cielo —la tranquilizo acariciándole el brazo y dándole un beso en la mejilla—. Es normal que te cabree verla. ¿Qué te ha dicho?

—La verdad es que no lo sé. Debía estar puesta de algo. Sólo farfullaba. Lo único que le he entendido es que me decía con mucha chulería que teníamos que hablar. Y claro, yo le he dicho que no tenía nada que hablar con ella.

Se queda callada, mirando fijamente los hielos de su copa. De repente, como si quisiera dar el asunto por zanjado, lo apura de un trago. A continuación me besa. Siento la quemazón del whisky en mis labios. Se supone que el alcohol desinfecta las heridas pero hace mucho tiempo que dejé de creer en esa afirmación.

A pesar del desencuentro con Carolina y del nerviosismo posterior, la actitud de Silvia cambia radicalmente. De un momento a otro empieza a abrazarme y besarme sin apenas dejarme respirar. Los ánimos se han relajado y los demás nos miran con sonrisas pícaras y cómplices. Ella no deja de susurrarme al oído que me quiere, una y otra vez, y lo acompaña con más y más besos. Yo me dejo llevar, sintiéndome más feliz a cada minuto que pasa. Nos hemos tomado un par de copas y estamos bastante alegres. Por eso no pienso demasiado antes de hablar. Por eso hasta yo misma me sorprendo cuando de repente me oigo a mí misma diciendo:

—¿Sabes? A lo mejor ni siquiera tienes que buscar compañero de piso.

Ella me sonríe, visiblemente achispada.

—¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Conoces tú a alguien que busque habitación?

Niego enérgicamente con la cabeza al tiempo que una gran y estúpida sonrisa ilumina mi cara. La aferro más fuertemente por la cintura y la atraigo hacia mí.

—No —niego con rotundidad.

—¿Entonces? —pregunta ella con inocencia.

—Bueno… —empiezo. Luego decido que cuanto antes lo suelte, más fácil será—. Verás, había pensado en pedirte que te vinieras a vivir conmigo —le suelto de corrido.

En honor a la verdad, no esperaba que se pusiera a dar saltos de alegría. Lo que no creía era que su rostro adoptaría una expresión que me helaría la sangre. Su mirada se torna dura y acusadora. Rechaza mi abrazo y pone distancias entre su cuerpo y el mío.

—Espera un momento, Ángela. Me parece que quieres ir demasiado rápido con esta historia.

—Bueno, tranquila —le digo presa del pánico, intentando calmarla—. No es que te diga que te vengas mañana mismo. Podemos hablarlo con más calma y…

—No, Ángela —me corta tajantemente—. Te estás precipitando. No me voy a ir a vivir contigo. Apenas te conozco, no sé si eres la persona adecuada, es una locura hacer algo así tan pronto…

—Sí, de acuerdo, tienes razón, llevamos poco tiempo pero estamos bien juntas, joder, Silvia, prácticamente vivimos juntas, pasas más tiempo en mi casa que en la tuya…

—Si te molestaba, habérmelo dicho —me espeta completamente a la defensiva.

—¡No! —le grito—. No me molesta para nada. Al contrario, me encanta, me encanta despertarme contigo a mi lado y hacer planes juntas y… no sé, todo lo que hacemos juntas…

—Mira, Ángela, creo que no es el momento ni el lugar de discutir esto.

—¿Y cuándo es el momento? ¡Si el tema ha salido ahora, hablemos ahora! —me oigo gritar. A mi derecha veo las caras de todos, Jose, Chus, Inma, Marga, incluso Marta, todos nos miran atónitos y perplejos. El espectáculo de esta noche debe estar resultando francamente entretenido.

Silvia se dirige hacia donde están los abrigos.

—Será mejor que me vaya —es lo único que dice.

—No, no te vayas, Silvia —le pido, casi le suplico—. Vamos a calmarnos y a hablar tranquilamente.

—No hay nada de qué hablar —declara tajantemente enfundándose en su chaqueta—. Ya sabes cuál es mi respuesta.

La veo salir por la puerta del local sin ser capaz de hacer nada. Los demás, sobre todo Jose, miran alternativamente hacia la puerta y hacia mí, supongo que sin entender qué demonios está pasando. Si hace apenas unos minutos nos estábamos comiendo a besos…

Tardo casi un minuto en reaccionar. Cuando lo hago cojo rápidamente mi abrigo y salgo corriendo hacia la calle esperando que aún no le haya dado tiempo a coger un taxi y esté ya demasiado lejos para alcanzarla.

Me dejo guiar por mi instinto y enfilo el camino que lleva a los búhos. La avisto a lo lejos, en la esquina de Augusto Figueroa con Barquillo. Vuelvo a correr al tiempo que la llamo a gritos.

—¡Silvia! ¡Silvia! ¡Espera! ¡Espera un momento!

La veo girarse con cara de sorpresa. Se detiene y espera hasta que la alcanzo.

—¿Qué? —me pregunta agresiva cuando llego a su lado.

—Espera, Silvia. Vamos a hablar, no quiero dejar esto así ahora. Mira, nos cogemos un taxi, nos vamos a casa, nos sentamos y hablamos con tranquilidad.

Me mira con condescendencia impaciente, como si no fuese capaz de entenderla.

—Mira, Ángela, no importa. Lo mejor que podemos hacer es dejarlo.

—De acuerdo, mira, dejémoslo, olvida lo que te he dicho. No hace falta que te vengas a vivir conmigo. Sigamos como estamos, tú con tu casa y yo con la mía, no pasa nada, veamos cómo sigue la cosa… —suelto ya casi a la desesperada, sin saber qué podría decirle.

—No me estás entendiendo —me dice muy seria aunque con un brillo burlón y victorioso en sus palabras.

La miro a los ojos. Ella me sostiene la mirada. Tras un momento de silencio, trago saliva y me atrevo a preguntar.

—¿Qué quieres decir?

—Te estoy dejando, Ángela.

No puedo creer lo que oyen mis oídos. Ni la impasibilidad de su rostro al decírmelo y observar mi reacción.

—¿Qué? —digo, casi grito—. Pero…

—Que te dejo. —Sonríe con forzada ironía—. Algún día me tenía que tocar a mí, ¿no? Saber qué se siente estando al otro lado.

La miro fijamente con dureza, casi con odio.

—¿Y qué sientes, si se puede saber?

Silvia se encoge de hombros. Mira en derredor durante un momento para volver a posar la mirada en mí.

—¿La verdad? Ahora mismo soy incapaz de sentir nada.

—No me lo puedo creer —digo, tanto para ella como para mí misma.

—Pues créetelo. Es así. Quizá debí haber hecho esto desde mi primera relación. Tal vez así no me habrían hecho tanto daño como me hicieron.

—O sea que al final era verdad lo que decías, que preferías hacer daño a que te lo hicieran…

—¿A ti te estoy haciendo daño? —me pregunta con media sonrisa mordaz. No puedo creer que sea capaz de ser tan cínica—. Tranquila, lo superarás, no pierdes gran cosa. Tan sólo soy una niñata inmadura que no tiene las ideas claras, ya te lo dijeron tus amigos. Como yo las hay a patadas en Chueca. De todas las edades, tamaños y colores, además. No te será difícil encontrar a alguna que me sustituya.

—¿Eso es lo único que puedes decirme? ¿Me dejas así, sin más, como si fuera un trasto viejo?

—No eres un trasto viejo. Tienes treinta y cuatro años, ¿recuerdas? Aún eres joven.

Vuelvo a mirarla con incredulidad, con impotencia, llena de dolor. Se me saltan las lágrimas. De repente me da un par de golpecitos pretendidamente amistosos en el hombro.

—Bueno, ya nos vemos. Cuando te venga bien ya iré a recoger las cosas que tengo en tu casa.

Y dicho esto se da la vuelta y echa a andar. La veo avanzar calle Barquillo abajo hasta que la pierdo de vista. Y yo sigo plantada en el mismo sitio. Quizá esperando que vuelva. Quizá intuyendo que no lo hará.

Camino hasta casa con lágrimas en los ojos. Según avanzo voy atravesando calles llenas de bares de copas, llenas de gente, borracha o no, que se divierte, grita, ríe. Las parejas se besan, se abrazan, se cogen de la mano. Algunos me miran, les llama la atención una chica que camina sola, que llora, que va en contra de la corriente de la noche de juerga. Les miro de reojo. Me gustaría poder desaparecer en este preciso instante, que me engullera el suelo bajo mis pies. Siento un dolor insoportable alojado en mi pecho. Un dolor puro, cortante como el acero mejor afilado, un dolor lacerante que me impide respirar con normalidad.

Llego a casa cuando siento que estoy a punto de desfallecer. Con qué placer me desplomaría ahora mismo sobre el suelo si con ello lograse perder la conciencia. Y el dolor me aguza los sentidos y casi puedo percibir el olor de Silvia en el ambiente, casi puedo palpar su presencia en el lugar frío e inhóspito en que se ha convertido mi piso, hasta esta tarde testigo de tantos momentos cotidianos de felicidad compartida. Pero sobre todas las cosas, lo que más hiere, lo que más golpea, lo que más siento es su ausencia.

Me siento en el sofá como una autómata, sin quitarme siquiera el abrigo. Trato de ordenar en mi cabeza todo lo ocurrido esta noche. El encuentro con Carolina, la súbita reacción de Silvia, sus disculpas, su efusividad, su voz diciéndome que me quería, la mía pidiéndole que viviésemos juntas. Luego su mirada fría, distante, su cuerpo apartándose del mío, huyendo de mí. La discusión, ella marchándose, yo sin poder reaccionar. Salgo en su busca y la encuentro sólo para recibir el golpe que acabaría por noquearme. Te estoy dejando, Ángela. Te estoy dejando.

Su frialdad, su cinismo, su ensañamiento. La despreocupada forma en que me palmeó el hombro, como si fuéramos dos conocidas que se despiden hasta otro día. Me cuesta creer que todo fuera verdad, que no sintiera nada, que le resultase tan fácil dejarme allí y dar media vuelta.

No puede ser. Ella no es así. ¿Qué ha sido entonces todo este tiempo que hemos pasado juntas? ¿Un divertimento, una entretenida manera de apurar los días, de mantenerse ocupada? No puede ser. No puede haber ocurrido. Ha sido un mal sueño. Ahora me despertaré y ella estará durmiendo plácidamente a mi lado en la cama… Pero no estoy en medio de ninguna pesadilla y no hace falta que me pellizque en el brazo para comprobarlo. Verme a mí misma sola en el sofá, en el salón, en esta casa, es prueba suficiente de que todo es cierto. Me ha dejado y se ha ido sin mirar atrás.

Las horas van pasando, Silvia, y la madrugada me consume con la certeza de que ya no estás. ¿Dónde estás ahora? ¿Has ido a tu casa? ¿Has sido capaz de dormir como si nada pasara? Quiero creer que no. Quiero creer que estás sintiendo al menos una parte de lo que yo siento. Que me echas en falta, si no tanto como yo, sí algo más de lo que me has hecho creer hace unas horas. Dime que también tú esperas insomne la llegada del nuevo día, que sientes dolor en tu pecho, que a ti también te cuesta respirar. Dime que estás ahí, que sigues ahí, que estás pensando en mí. Dime que volverás.

Y sus amigos, que ya casi eran los míos, se quedaron en el bar atónitos. Nadie acudió después a explicarles lo que había pasado, a buscar consuelo, refugio, apoyo.

¿Qué pensarán de toda esta historia? ¿Entenderán ellos, quizá mejor que yo, el motivo que ha impulsado a Silvia a actuar como lo ha hecho? ¿O por el contrario estarán tan contrariados como yo ante su comportamiento? Chus y Jose a punto de irse a vivir juntos, Inma y Marga con dos años de convivencia ya a sus espaldas, tal vez ellos sean capaces de comprenderme a mí. Yo tan sólo quiero tener al fin algo parecido a lo que tienen ellos. Compartir mi vida con alguien a quien quiero y darle a esa persona lo más valioso que poseo: yo misma.

Empieza a hacerse de día, Silvia. La mañana va volviéndose cada vez más clara. Me levanto y por la ventana de la cocina veo las primeras luces del amanecer. Las siluetas de los tejados y de las Torres de Colón, allá a lo lejos, se van haciendo cada vez más nítidas. Y tú no has vuelto, Silvia. ¿Me tendré que ir ya haciendo a la idea de que no vas a volver? ¿Asumir que lo nuestro se ha acabado definitivamente, aunque no me hayas dado una explicación razonable? Mis lágrimas se han secado pero mi corazón ha comenzado su duelo y llora tanto que se me encharca el pecho. Quizá por eso me cuesta tanto respirar.

Ya no puedo hacer nada. Me quito el abrigo y apago la luz del salón para ir a mi dormitorio. Mi dormitorio. Singular que apuñala por la espalda en este momento. Quito el edredón y aparto las sábanas para poder hacerme un hueco entre ellas. Me estoy quitando los zapatos cuando suena el timbre. Con el corazón en la boca y las piernas temblándome corro hacia el telefonillo.

—¿Sí? —pregunto más desesperada que asustada.

Al otro lado me responde una voz, su voz, que tan sólo me dice una cosa: «Abre, por favor».

La persona que me encuentro tras abrir la puerta no parece ser la misma que tan cruelmente me dejó hace unas horas. Sus ojos están aún más hinchados que los míos y su rostro está casi descompuesto. Se abraza a mí con fuerza y la peste a alcohol que trae consigo me abofetea en pleno rostro.

—Lo siento, lo siento. —Llora, balbucea, suplica sin dejar de soltarme. No puedo describir el alivio que me produce volver a tenerla entre mis brazos—. Soy una completa zorra… Lo siento, lo siento tanto, te quiero tanto…

Cierro la puerta como puedo y la arrastro hasta el sofá. Ella se acurruca en mi pecho, aferrándose a él con tanta o más fuerza que hace un momento. Llora sin parar, gimotea, suelta hipidos, menea la cabeza, sigue llorando.

—No quiero dejarte, Ángela, no sé por qué lo he hecho… —continúa balbuceando con su lengua de trapo—. No sé, no sé… No pienses que no te quiero… Lo siento, lo siento… Te quiero, Ángela, te quiero…

La abrazo fuerte contra mí. No quiero que hable más. Quiero que se calle, que me siga abrazando, que me permita sentirla de nuevo junto a mí, que no se vaya nunca más. Mis ojos están llorando de nuevo. Pero esta vez las lágrimas no están motivadas por la tristeza. Poco a poco Silvia se va tranquilizando. Le acaricio la cabeza y se la cubro de besos temblones. No me quedan fuerzas para hablarle. Sólo quiero sentirla. Dejo que se duerma en mi regazo. Ya hablaremos cuando despierte. Todo está bien ahora.

* * * * * *

La vida sigue su curso mientras Silvia y yo tratamos de arreglar las cosas. Las primeras semanas se muestra cauta y temerosa. No alza la voz ni se muestra en desacuerdo con nada de lo que yo digo. Parece sentirse culpable. Muy culpable. Se obliga a irse a su casa por las noches cuando yo sé que se muere de ganas por quedarse. Está constantemente pendiente de mí, de lo que puedo querer, lo que puedo desear. A pesar de que mi voluntad sea la de olvidar por completo ese desagradable episodio de nuestra relación, ella sigue con su martirio y su culpabilidad. Hasta que le digo que ya está bien de autoflagelarse. Yo hago lo posible por olvidarlo. Y lo mejor que puede hacer ella es actuar del mismo modo.

Llego pronto a casa el viernes por la tarde. Silvia tiene cosas que hacer y no vendrá hasta la hora de cenar. Me descalzo y deambulo por la casa sin ganas de hacer nada que no sea sentirme bien. Me fijo en que la luz roja del contestador está parpadeando. Pulso el botón que permite escuchar los mensajes. Mi madre, y luego mi hermana, preguntándome dónde demonios me meto, que hace semanas que no se me ve el pelo. También un par de amigos diciéndome lo mismo. Aunque no vayan a oírme, contesto en voz alta que estoy muy ocupada disfrutando de la vida. Entonces salta un nuevo mensaje. Al principio no se escucha nada. Después se oye música. Reconozco la canción al instante. Amaral. Sin ti no soy nada. Una sonrisa de estúpida felicidad se me dibuja en la cara. La verdad es que los esfuerzos de Silvia por hacerme ver que me quiere son cada vez más notables. Primero, todas las cartas que me ha estado escribiendo contándome cómo se encuentra, lo que siente por mí y lo dispuesta que está a que lo nuestro funcione, las cartas que todo amante desea recibir de la persona amada… Y ahora esto. Es fantástico descubrir su verdadera forma de ser y que haya dejado por fin a un lado su impenetrable coraza.

Cuando llega no puedo evitar recibirla con un gran abrazo y un largo beso.

—Ha sido precioso —le digo cuando la dejo respirar un poco.

Ella me sonríe.

—Me alegro. ¿El qué? —pregunta con tremenda candidez.

—No te hagas la tonta, cielo. ¿Qué va a ser? El mensaje que me has dejado en el contestador. La canción. Ha sido muy bonito.

—Ángela, no te he dejado ningún mensaje en el contestador —me dice frunciendo el ceño y de una forma tan tajante que no me queda más remedio que creerla—. ¿Qué canción era?

—La de Amaral. Pensé que habías sido tú… No sé… —Mi expresión cambia y la contrariedad me domina—. Bueno, a lo mejor ha sido una equivocación…

—No creo —declara—. Para dejar la canción grabada, quien sea habrá tenido que escuchar tu mensaje antes. ¿Puedo? —me pregunta señalando el contestador.

—Sí. Me parece que es el quinto mensaje.

Silvia pulsa las teclas y la canción vuelve a sonar.

—No sé quién será pero hay que reconocerle su mérito. Esto se me debería haber ocurrido a mí. —Sonríe débilmente—. Oye, a lo mejor tienes a alguien del trabajo locamente enamorado de ti… Y con lo de moda que se ha puesto esta canción…

Me echo a reír ante la ocurrencia pero meneo negativamente la cabeza.

—No sé, no creo… —digo sentándome en el sofá completamente intrigada.

—Bueno —dice apoyando la rodilla en el sofá para acercarse a mí—, a lo mejor ha sido una equivocación y a lo mejor no. Pero si no sabes quien puede ser, no sirve de nada comerse la cabeza con ello.

Asiento, aunque no me convence para nada. Justamente el no saber quien puede ser es acicate para que le dé aún más vueltas al asunto.

Porque no creo que sea una equivocación. Estoy segura de ello.

Cuando hace unos meses comencé a recibir mensajes en el móvil enviados desde Internet también pensé que se trataba de Silvia. Esperé a que me preguntase algo pero no lo hizo. Por otra parte, ella ya me mandaba mensajes, casi siempre desde su móvil, y mientras que los de Silvia eran más alegres, románticos o casuales, los que llegaban vía Internet iban aumentando su tristeza progresivamente. Además me resultaban vagamente familiares, como si no fueran espontáneos, sino copiados de algún poema.

Cuando logré acumular varios los releí todos juntos y me esforcé en reconocer su autoría, en caso de que mi suposición fuera cierta. Me costó poco darme cuenta de quién se trataba. Safo. Cogí un libro de poemas suyos y busqué entre los versos alguno que coincidiera. Todos ellos lo hacían. Versos tristes, que lloran la pérdida de la amada, que la imploran a que vuelva… Dejé de pensar que se trataba de una equivocación. Hubiera sido mucha casualidad que, justamente yo, recibiera mensajes anónimos con versos de Safo, teniendo en cuenta lo que significan para mí. Lamentablemente significan mucho para mí con relación a más de una persona, por lo que la identidad de la remitente —porque sin duda se trataba de una mujer— seguía siendo una incógnita.

Ya he dejado de recibirlos, por eso no le he dado demasiada importancia. Sin embargo, este nuevo mensaje anónimo aviva la llama de la incertidumbre, y me lleva a preguntarme qué persona de las que han pasado por mi vida parece no haberme olvidado aún.

—¿Y no sabes quién puede ser? —me pregunta Laura sirviéndome el café.

—Ni puñetera idea, tronca. —Me encojo de hombros—. He pensado que podría ser alguna ex mía. Lo de enviarme versos de Safo es una pista. Pero todas mis ex saben que me gusta mucho así que no deja de ser una pista inútil.

—Consejo número uno de alguien aficionado a las novelas de detectives —comienza a decir con aire aleccionador y cómico a la vez—. Las primeras pistas siempre son las más válidas. Al igual que las primeras impresiones. Cuando llegaste a la conclusión de que podría ser una de tus ex, ¿en quién pensaste, cuál fue la primera persona que vino a tu mente?

Lo pienso durante un momento, sin duda no demasiado.

—Mi primera novia —declaro con rotundidad—. Pero ella no puede ser —añado.

—¿Y por qué no? ¿Es que se ha muerto?

—No, pero por lo que yo sé, se casó con un pez gordo de la psiquiatría y ahora estará disfrutando de su chalecito en La Moraleja con un montón de niños correteando por el jardín…

—¿Era hetero?

Lanzo una carcajada de lo más irónica.

—¿Hetero? ¡Ja! Más quisiera ella… Cuando se casó debió hacerlo técnicamente virgen. Nunca había estado con un tío, ni con una tía, dicho sea de paso, antes de conocerme a mí.

—¿Ves? Ahí tienes una pista fiable.

—Por el amor de Dios, Laura. —No puedo evitar echarme a reír—. Lo nuestro pasó hace más de quince años. Es imposible. En las películas puede que pase pero no en la vida real. El tiempo lo cura todo. Nadie puede estar quince años sin dejar de pensar en una única persona, por mucho que le haya querido. Y más si no la ve. Y yo he estado fuera del país durante varios años…

—¡Uy, que no! —ríe Laura—. Encajaría a la perfección. El primer amor marca mucho. Y el matrimonio gasta y desgasta. Las bollos casadas están de un frustrado que ni te cuento. Que me lo digan a mí, que acabo de sufrir a una en mis propias carnes.

—Hablando de eso, ¿la has vuelto a ver? —pregunto para cambiar de tema.

—Sí, algún día, siempre a lo lejos pero ¡bah! —Hace un gesto de barrido con la mano.

—¿Y tú cómo estás? Al respecto, quiero decir.

—Bueno —dice con resignación—, ya lo tengo asumido. Otra muesca más en el cabecero de mi cama…

Se queda callada. A mí no se me ocurre nada que pudiera decirle. Me imagino cómo se siente y sé que cualquier cosa que yo diga caerá en saco roto.

—¿Y tú con Silvia qué tal? Porque hija, lo vuestro también es de culebrón.

Doy un leve resoplido echando la cabeza hacia atrás.

—Ya… Pero ahora parece que volvemos a estar bien. Ella está mucho más receptiva y se muestra mucho más sensible que antes. ¿Cómo te diría yo…? Desde lo que pasó estoy viendo que tiene mucho miedo a perderme.

—¿Sigues pensando en que se venga a vivir contigo? —me inquiere con una mirada interrogante.

Le sostengo la mirada sospechando de la retórica de su pregunta. Ella conoce la respuesta tan bien como yo.

—Sí —declaro tajante—. Quizá tenga más miedo que antes —añado—, pero en cierto modo puede que ahora lo desee más.

—¿Y ella qué opina?

—No se lo he vuelto a plantear. Quiero dejar que pase un poco el tiempo.

El timbre de la puerta suena en ese momento. Laura pone cara de extrañada.

—Debe ser ella. Le he dicho que estaría aquí.

—¡Aaaah! —exclama complacida—. ¿Así que por fin voy a poder tener el placer de conocerla?

Sonrío y me levanto a la vez que ella. Tras la puerta, efectivamente, encontramos a Silvia.

—Pasa, cielo —le digo—. Mira, esta es Lau…

—¡Laura! —exclama.

—¡Silvia! —exclama también Laura.

—¿Me he perdido algo? ¿Ya os conocíais? —pregunto sin entender nada.

—Coño, claro —me dice Silvia—. Nos conocimos hace un par de años. Laura estuvo saliendo con Marta.

A Laura se le ensombrece el rictus al oír ese nombre.

—¿Conoces a Marta? —me pregunta.

—Sí, de cuando salimos por ahí todos juntos pero no sabía…

—Bueno, bueno —corta tajantemente Silvia cerrando la puerta y entrando en el piso—. Dejemos a un lado los malos recuerdos… Tía, Laura, ¿qué tal te va? Hacía mogollón que no sabía nada de ti…

—Pues como siempre, sigo currando en la cafetería del hospital…

—Ya veo que has dejado la cochamba inmunda…

—Sí —ríe Laura—. La verdad es que es lo mejor que pude hacer. Cualquier día se me hubiera caído encima. Bueno, ¿quieres un café?

—Sí, claro —responde Silvia desenvuelta. Luego se dirige a mí—. Quítate esa cara de sorpresa, cariño, te he dicho muchas veces que conozco a medio Madrid —me dice riendo.

Laura se va a la cocina mientras Silvia me da un beso. Luego se quita el abrigo, dejándolo sobre una silla. Le cojo del brazo y la arrastro conmigo hasta el sofá. Mi cara aún mantiene una expresión de divertida sorpresa ante la casualidad de que mi novia y mi vecina ya se conocieran.

—Vaya, vaya, vaya, vaya, vaya… —comienza a decir Laura regresando a la salita con el café para Silvia—. Si es que vivo en los mundos de Yupi… Mira que no caer que la Silvia de la que me hablaba la petarda esta eras tú…

—Mujer, tampoco te he dado muchas pistas…

—Pero no te creas que es porque no habla de ti —le dice a Silvia con un guiño cómplice sentándose en el sillón que está frente a nosotras.

—¿Ah, sí? ¿Y qué cuentas tú de mí? —me pregunta Silvia insinuante cogiendo el café y dándole el primer sorbo.

—Todo bueno, tranquila —explica Laura conciliadora. Luego adopta una expresión más seria—. Bueno, ¿y qué tal le va a Marta?

Silvia y yo nos miramos repentinamente incómodas. Tardamos algo más de un segundo en reaccionar y es Silvia la que por fin rompe el silencio.

—Pues… como siempre. Estuvo trabajando en Barcelona un tiempo pero volvió en febrero… y, bueno, pues ahora está buscando un nuevo curro…

—Ya —asiente Laura con tono circunspecto—. O sea que se sigue poniendo hasta las cejas de pastillas. Y de lo que no son pastillas, claro.

Silvia y yo volvemos a mirarnos sin saber qué decir.

—Tranquilas, no os preocupéis, sólo tenía curiosidad… Lo de Marta hace tiempo que se quedó atrás —dice desenvuelta.

—Ya… —responde Silvia con vaguedad.

—En serio, chicas. No pasa nada… En fin, cambiemos de tema, ¿vale? —Hace una pausa para coger un cigarrillo, Silvia le da un sorbo a su café, yo me remuevo inquieta en el sofá—. ¡Ay! —dice exhalando el humo—. ¿Os habéis enterado de que hay chicas que entienden en la casa de Gran Hermano?

Me echo a reír, aliviada de que la conversación vaya por derroteros más inofensivos.

—¿Que si nos hemos enterado? Aquí la moza me hace tragarme todos los resúmenes de por la noche. Y ya no digamos las expulsiones. El día que echaron a la de Móstoles casi le da algo. Se pilló un cabreo…

—Es que fue una injusticia —se defiende Silvia. Observo cómo Silvia y Laura hablan animadamente.

Enciendo un cigarrillo y me recuesto en el sofá. Todo vuelve a fluir con normalidad. Y presiento que podría acostumbrarme a esto, que me gustaría que se convirtiese en algo habitual. La joven pareja yendo a tomar café a casa de la vecina y a hablar del tiempo y de la vida.

Silvia me mira y me sonríe, apretuja su cuerpo contra el mío.

Eso me basta.