Jose barría el suelo de la tienda con desidia. Tenía ganas de salir ya, quitarse aquella maldita bata blanca y no volver hasta el lunes. Esperaba que a su jefe no le diese por hacerle quedarse más tiempo. Ya había echado comida en todos los acuarios, alpiste en los comederos de las jaulas, pienso para perros, gatos y conejos, agua en los recipientes. Todo estaba en perfecto orden.
Unos golpes sonaron en el cristal. Tras él le esperaba Chus. Una abierta sonrisa de blancos dientes decoraba su rostro. El casco le colgaba del brazo. La moto esperaba tras él, junto a uno de los árboles de la calle. Asintió con la cabeza y le correspondió con otra sonrisa. Ahora mismo salía. Recogió la basura y guardó cepillo y recogedor en el almacén. Se quitó la bata, se puso su cazadora y se acercó al cuartito que hacía las veces de despacho. Su jefe estaba inclinado sobre la mesa, mirando absorto unos papeles. La única luz que iluminaba la estancia, proveniente de un pequeño flexo, se reflejaba en su calva haciéndola brillar.
—Hilario, que me voy —anunció tras dar un par de golpes en el marco de la puerta abierta.
Su jefe miró el reloj de pulsera como si no creyera que fuese ya la hora de irse, cuando en realidad hacía rato que la habían sobrepasado con creces.
—Ah, vale —le dijo en tono indiferente—. Mañana tú no vienes, ¿no? —le preguntó, a sabiendas de que la respuesta sería negativa. Parecía que los jefes siempre se olvidaban de los días libres que concedían cuanto más se acercaban.
—Bien —dijo ya sin mirarle, volviendo a fijar la vista en sus importantes papeles—. Hasta el lunes.
—Hasta luego —respondió Jose dándose la vuelta. Salió por la puerta del almacén. Al otro lado estaba Chus, que le recibió con un fuerte abrazo.
—Feliz aniversario —le dijo con su cara de niño bueno y su franca sonrisa mirándole a los ojos con dulzura.
—Dos años —respondió él.
—Sí, dos años —suspiró sin dejar de mirarle.
Se quedaron así unos instantes, disfrutando del momento. Dos años juntos. Los mejores de su vida.
—Bueno, vamos —dijo Chus moviéndose hacia la moto, conteniendo a duras penas la emoción mientras se ponía el casco.
Jose se puso el otro y arrancaron. En diez minutos llegaron a su casa. Brando les recibió con sus habituales saltitos. Enfilaron el pasillo en dirección al salón, Jose delante, Chus detrás haciéndole cucamonas al perro, que estaba cada vez más entusiasmado de que alguien le prestase atención.
Encontraron a Silvia cenando frente al televisor. Chus se acercó a ella a darle un cariñoso beso en la mejilla mientras le revolvía el pelo.
—¡Buenas! —saludó—. ¿Qué tal tu primera semana de curro? ¿Cómo sienta eso de volver al tajo después de estos meses de asueto? —preguntó sentándose en el brazo del sofá. Silvia resopló divertida.
—¡Horrible! Creo que he perdido la costumbre de madrugar. Pero vamos, en general bien. Y será mejor cuando cobre el primer sueldo —rio—. ¿Vosotros qué tal?
—Bien, bien. Ya te ha dicho Jose que nos vamos a una casa rural de la sierra a pasar el finde, ¿no?
—Sí, sí. ¿Lleváis vosotros el champán o habéis llamado para que os lo vayan metiendo en un cubo de hielo?
—Seguro que lo compramos por el camino, conociendo su despiste… —gritó Jose desde el pasillo. Chus asintió con la cabeza riendo por lo bajo.
—¿Y el pedazo de mujer que tienes por novia dónde anda? —preguntó a continuación.
—Debe de estar al llegar. Hemos quedado para tomarnos una copa con Inma y Marga.
—Pues nosotros sólo venimos a por las cosas de este capullín, que ha olvidado llevárselas esta mañana al trabajo.
—Otro despistado. No, si al final va a ser cierto lo de que sois tal para cual —bromeó.
—¡Niña! ¿Acaso lo dudabas? —le siguió el juego Chus poniéndose en pie y fingiendo ofenderse.
—Yo ya estoy —anunció Jose desde la puerta—. ¿Nos vamos?
—Sí, venga —Chus se inclinó a darle un beso a Silvia, Jose se acercó para hacer lo mismo—. Pásalo bien.
—Eso. Y no hagas nada que yo no hiciera —añadió Jose.
—O sea, que tengo vía libre, ¿no? —soltó ella junto a una gran carcajada.
—Claro, cielo —le contestó—. Venga, muévete —apremió a Chus—. ¡Ciao!
—Adiós.
Salieron del piso y comenzaron a bajar las escaleras.
—Oye, ¿tú cómo ves a Silvia? —le preguntó Jose a su novio.
—Bien, ¿por qué? —respondió Chus sin entenderle.
—Es que estoy un poco preocupado por ella.
—¿Y eso?
—No sé, toda su historia con Ángela… No sé si te lo conté, el viernes pasado salió con ella, bueno, como siempre. Yo pensé que no vendría a dormir y a eso de la una llega a casa con cara de haber llorado. Creí que había pasado algo entre ellas, que lo habían dejado o algo así…
—¿Y qué pasaba?
—Pues nada, resulta que venía pedo. Se sentó a mi lado y me abrazó llorando. Le pregunté qué pasaba y lo único que decía era: «No quiero enamorarme, Jose, no quiero enamorarme».
—Buenooo —respondió Chus alargando la o—. Eso es que ya lo está.
—Eso pensé, que ya son muchos años con ella… —Abrió la puerta del portal—. El caso es que no sé yo cómo acabará esto. Conociendo a Silvia sé que terminará explotando tarde o temprano.
—Estará asustada. A la gente le pasa. Cuando ven que no pueden controlar sus sentimientos les da el ataque de pánico. Y teniendo en cuenta cómo lo pasó por culpa de la otra zorra es normal que tenga miedo. Ha sido mucho tiempo de estar muy jodida…
Alguien venía hacia ellos. Era Ángela. Los dos se sorprendieron y se miraron el uno al otro, no muy seguros de cuánto podía haber escuchado.
—Hola, chicos —les saludó y se acercó para darles un par de besos a cada uno—. ¿Qué tal? ¿Os vais ya de celebración?
—Sí —le respondió Chus—, a ver si no llegamos muy tarde.
—Vas a subir, ¿no? Espera que te abro —repuso Jose sacando las llaves del bolsillo y acercándose al portal.
—Gracias, Jose —le respondió Ángela adelantándose hasta él y entrando—. Bueno, pues nada, no os entretengo más. Pasadlo bien. Ya nos vemos otro día.
Ángela penetró en el portal encendiendo la luz. Ambos la observaron mientras se perdía escaleras arriba.
—Joder, la verdad es que entiendo a Silvia —apuntó Chus—. Si yo fuera lesbiana también me enamoraría de ella.
Jose se rio y le dio una colleja.
—Anda, vámonos, que no vamos a llegar nunca.
Tardaron un par de horas en llegar a su destino. Cuando se bajaron de la moto les dolían los riñones y las piernas de haber estado manteniendo el equilibrio sobre ella durante tanto tiempo. No obstante el dolor desapareció en cuanto entraron en la casita que habían alquilado. La mesa estaba puesta y dos candelabros enarbolaban sus correspondientes velas a la espera de ser encendidas. Jose miró a su novio sin poder ocultar la sorpresa de su rostro.
—He venido esta tarde antes de ir a buscarte —anunció. Luego se acercó hasta una cubitera metálica y sacó una botella que goteó irremisiblemente—. El hielo se ha derretido pero el champán aún está frío. Y tomaremos una cena fría también, lo siento, pero no se me ocurría qué otra cosa hacer —le explicó algo compungido.
Jose se acercó a él pegando los labios de Chus a los suyos con fuerza.
—Te quiero —fue lo único que dijo.
Unas horas después, ya en la cama, se miraban con ojos tiernos. Chus, tumbado sobre el costado, se apoyaba en su brazo para poder ver mejor a Jose. Las velas aún estaban a medio consumir y les quedaba por delante todo el fin de semana para disfrutar el uno del otro.
—Aún no te he dado tu regalo —anunció Chus con una sonrisa.
—¿Nos los damos ahora? —preguntó Jose con apuro haciendo ademán de levantarse—. El tuyo lo tengo en la mochila.
Chus le cogió de la muñeca y le retuvo en la cama.
—Espera, luego —dijo conciliador—. Yo lo tengo aquí. Se giró hacia la mesita de noche y abrió el cajón. Jose se maravilló de nuevo. Lo había preparado todo hasta el más mínimo detalle. Cuando Chus se volvió hacia él, vio que sostenía un pequeño estuche de terciopelo negro en la mano. Por el tamaño pensó que podría ser un reloj. Lo cogió con ilusión y curiosidad. Al abrirlo y ver lo que había dentro no supo cómo reaccionar. A decir verdad, durante un momento casi no pudo creer que aquello significara lo que parecía. El estuche contenía un juego de llaves prendidas en un llavero con dos símbolos masculinos entrelazados. Miró a Chus esperando que dijera algo. Éste sonreía con timidez.
—Sabes lo que quiere decir, ¿no? —le preguntó.
—Sí… —respondió nervioso—. Yo… Imagino que tú…
—Jose, quiero que te vengas a vivir conmigo —dijo Chus solemnemente. Al ver que no decía nada, prosiguió—. No espero que me contestes ahora mismo. Ya sé que es algo que tienes que pensar. Tómate tu tiempo. Mientras, quiero que te quedes con las llaves. Así no tendrás que esperar en la calle cuando vengas a casa y yo me retrase…
Jose asintió y tragó saliva.
—No sé qué decir… No me lo esperaba… —balbuceó visiblemente emocionado cogiendo el manojo de llaves.
—Me lo imagino —sonrió—. Piénsatelo, no hace falta que me des una respuesta ahora. Quiero que estés seguro. A mí no me importa esperar el tiempo que haga falta.
Aún con las llaves en la mano, Jose le abrazó con fuerza. La emoción le oprimía el pecho y se sabía a punto de llorar.
—Eres lo mejor que me ha pasado nunca —le susurró al oído.
El domingo por la noche volvieron a la ciudad. No habían vuelto a hablar del tema de vivir juntos. Chus, como dijo, no quería presionarle, y Jose aún estaba digiriendo la proposición. Se sentía como en las nubes. Tenía veintiocho años y un trabajo en el que cada vez estaba más a disgusto y que sólo aguantaba porque estaba fijo, situación cada vez más difícil de encontrar en el mercado laboral. Su vida no difería mucho de la de la gente de su edad, de la de muchos de sus amigos. Tenía un trabajo, compartía piso y tenía pareja. Todo normal. Y ahora, de repente, se le planteaba la posibilidad de completar esa normalidad con la convivencia en pareja.
No es que no supiera qué hacer. No se trataba de eso. Quería a Chus como jamás había querido a ningún otro hombre y sabía que vivir con él sería fantástico. Lo sabía. Lo había visto en cada minuto que había pasado en su casa junto a él. Pero aún así estaba asustado. Eran muchos los fantasmas que se cernían sobre él.
Y es que la razón de que Jose hubiera acabado con sus huesos en Madrid tenía mucho que ver con la decisión que debía tomar ahora. Una relación que acabó antes de consolidarse y que le dejó solo y desamparado en una gran ciudad.
Jose había nacido en Gijón. Su vida había transcurrido apaciblemente y sin sobresaltos. A pesar de no residir en una gran ciudad, nunca tuvo problemas para vivir su homosexualidad de un modo normal. Con su primer novio empezó a salir a los diecisiete. Y tras esa primera relación hubo otras dos más, todas estables, aunque también hubiera algunas relaciones esporádicas a las que nunca concedió demasiada importancia debido a su brevedad. Entonces, a los veintidós su vida dio un vuelco.
El verano estaba acabando y se empezó a encontrar mal. Fue a urgencias. Una extraña infección le afectaba. Le hicieron algunas pruebas rutinarias y se encontraron con algo que Jose no se hubiera esperado jamás. Las pruebas del VIH habían dado positivo.
No podía creerlo. Él siempre había tomado precauciones, siempre había usado condón las pocas veces en las que había tenido sexo anónimo; no había tenido prácticas de riesgo jamás. Y lo que era peor: siempre había intentado mantenerse lejos de las personas con sida. Si sabía de alguien que lo tuviera le rehuía, le evitaba, le esquivaba. Sabía que era una hipocresía, que era algo que no estaba bien, sin embargo, nunca había podido evitar sentir ese rechazo. Pensaba que si se habían contagiado era por su mala cabeza y su temeridad, por no haber tomado las medidas oportunas, por vivir demasiado al límite. Si habían estado follando a diestro y siniestro y habían pillado el bicho, ellos se lo habían buscado.
Y ahora él se había dado de bruces con lo que siempre había temido, odiado y repudiado. Un retorcido giro del destino. Quizá el también se lo hubiera buscado en cierto modo… Huyendo de lo que más le atemorizaba había acabado siendo otra de sus víctimas.
La pregunta más obvia que se le planteó, aún en estado de shock, fue la de saber cómo demonios se había contagiado. O, mejor dicho, quién le había contagiado. Si descartaba los ligues esporádicos —muy pocos, de todas formas— con los que siempre, siempre, siempre había utilizado preservativo, tan sólo quedaban tres opciones. Sus tres novios. Sus tres relaciones estables con las que, pasado un tiempo prudencial, había dejado de usar protección pensando que la fidelidad era la mejor opción para protegerse del virus. Y estaba claro que la fidelidad que le había profesado a alguno de ellos (o puede que a los tres pero ¿para qué pensar en cuernos de rey muerto en esos momentos?) no había sido correspondida. Pero ¿quién?
No le hizo falta pensar mucho. La respuesta estaba en Ramón, su última pareja hasta la fecha. Durante el año que había durado su relación se comportó siempre de un modo huidizo y misterioso. En muchas ocasiones, a Jose se le pasó por la cabeza que tal vez tuviera otras relaciones al margen de la que mantenía con él; pero cuando se lo preguntaba, Ramón lo negaba con una tremenda y convincente candidez. Jose, enamorado a pesar suyo de alguien tan oscuro, le creía a pies juntillas e intentaba apartar la sospecha de su mente.
Hacía más de un año que no le veía, aun así trató de localizarle para hablar con él. Fue en vano, parecía que la tierra se lo hubiera tragado. Las personas con las que habló, lo máximo que le pudieron decir es que creían que se había marchado de Gijón pero desconocían su paradero actual. Lo dejó por imposible. Al fin y al cabo, ¿qué le importaba Ramón, si había sido él o no? Y lo que es más, probablemente a Ramón le diese igual lo que pudiese contarle. La realidad era que Jose era seropositivo y saber quién le había contagiado el virus no iba a hacer que las cosas fueran distintas.
En ese momento empezó a tomar conciencia de que su vida había cambiado para siempre.
Durante los dos años siguientes se empapó de toda la información relativa al virus del sida que pudo, leyendo cada libro, documento, folleto informativo o página web de la que tuviera noticia. Acudía regularmente al hospital para hacerse pruebas, para tener a raya al virus que se había instalado tan cómodamente en su interior, para saber de él y conocer las formas en que podía atacarle cuando menos se lo esperase. Y lo hacía con tal vehemencia y energía que le quedaba muy poco tiempo para lamentarse.
Sin embargo, a pesar de ese exagerado optimismo con el que enfrentaba su nueva situación, algo se había transformado en su interior. Desde que supo el resultado de aquellos malditos análisis, se había convertido en un ser completamente asexuado, incapaz de tener un pensamiento cercano a lo erótico y, mucho menos, de sentir deseo hacia otro hombre. Y es que había asumido como algo natural que a partir de ese momento el sexo era un aspecto que no volvería a tener cabida en su vida jamás.
Y, por supuesto, que había renunciado para siempre al amor era algo que caía por su propio peso.
Así que prosiguió su vida de un modo pretendidamente normal. Trabajaba, estudiaba, hacía cursos de todo tipo, se seguía documentando sobre el VIH y apenas tenía un momento para respirar. Durante una larga temporada tan sólo disponía de la tarde del domingo como único momento de ocio. Tarde que dedicaba a ir al cine o a tomar un café con algún amigo. Nada más.
¿Para qué?
Aparentemente era feliz. Casi todo el mundo sabía de su condición de seropositivo y, afortunadamente, aún nadie le había dado la espalda, más bien al contrario, se había encontrado con sólidos hombros en los que apoyarse en personas de las que jamás se lo hubiera esperado. Se acostumbró a esa nueva vida, a esa nueva rutina en la que todo había cambiado y todo seguía igual que siempre. O casi.
Cumplió los veintitrés. Y los veinticuatro. Por fuera era un joven como cualquier otro, con sus estudios, su trabajo, sus amigos y familiares. Su salud disfrutaba de una situación envidiable. La medicación y la vida sana que llevaba habían conseguido mantener la carga viral a niveles indetectables y, al mismo tiempo, mantener unas defensas altísimas. Probablemente estaba más sano que muchas de las personas que le rodeaban. En cambio, por dentro sentía que había envejecido décadas. La desbordante agenda a la que se sometía tan sólo era una máscara que se colocaba por pura inercia. Empleaba la rutina de un horario planificado al milímetro para hacerse creer que todo iba bien cuando, en realidad, se sentía una persona incompleta. Le faltaban alicientes, ilusiones, sueños. Por mucho que se empeñara en llenar su tiempo de actividades, no era bastante para llenar su vida.
A finales de 1998, a punto de cumplir veinticinco años, le invitaron al cumpleaños del amigo de un amigo de otro amigo que se celebraba en Oviedo. Acudió con el resto de la gente, sin ganas ni emoción. Aunque en su rostro se dibujase una resplandeciente sonrisa en todo momento, tan sólo era una invitación a la que iba por cumplir y porque todo su grupo de amigos iba a quedarse durante diez días en plan vacaciones de Navidad. La fiesta era como tantas otras: un piso compartido, litros de alcohol, música que nunca acababa de gustar a todo el mundo y que se cambiaba a cada momento y gente que no siempre se conocía entre sí. Nada del otro jueves. Una forma como cualquier otra de pasar el fin de semana.
Entonces lo vio.
Estaba hablando animadamente con el anfitrión. En el momento en que Jose posó sus ojos en él, el otro pareció darse cuenta de que estaba siendo observado y paseó su mirada por toda la estancia hasta encontrarse con los ojos de Jose que lo seguían mirando fijamente. Era guapo, pensó Jose, pero ni más ni menos que cualquier tío con el que hubiera estado anteriormente o que los que se encontraban en aquella fiesta. Sin embargo tenía algo que le atraía sin remedio. No se supo explicar a sí mismo qué era. Sólo supo que algo en su interior se estaba despertando y que no iba a resultar fácil hacer que volviese a su letargo. Continuó mirando al desconocido que, aunque seguía hablando con el homenajeado, echaba furtivos vistazos en su dirección. Cuando dejaron de hablar y el objetivo de sus miradas se quedó solo con su copa en la mano, Jose se acercó a él, guiado por una fuerza que no podía controlar. Demasiado tímido o demasiado inexperto en esas lides, nunca le había entrado a nadie en su vida. Siempre habían venido hacia él, atraídos justamente por su timidez o por haber confundido su introversión con esa altivez que tan atractiva encuentran algunas personas por lo que de inaccesible tiene la persona que la destila.
El desconocido le recibió con una abierta y franca sonrisa que desarmó a Jose durante un breve instante. Pero enseguida recuperó ese valor que le había asaltado cuando se dirigió hacia él.
Comenzaron a hablar animadamente. Se llamaba Luis y era de Madrid. Había venido con unos amigos porque conocía a Víctor, que era quien estaba celebrando su cumpleaños. El cortejo siguió sus pasos habituales y Jose se dio cuenta de que se estaba dejando llevar sin preocuparse de nada más. Sin recordar siquiera que en algún momento tendría que informarle del pequeño detalle de su seropositividad. Porque siempre lo hacía. Porque a cada persona que conocía y con la que supiera que iba a tener trato se lo contaba casi inmediatamente para que, si había rechazo, fuese al principio y no le doliese perder a nadie querido.
Salieron al patio. A causa del frío no había nadie en él. Buscaron refugio en un rincón. El aliento se escapaba de sus bocas en nubes de vapor. Luis estaba cada vez más cerca de él. Jose sabía lo que estaba a punto de ocurrir. Y ocurrió. Luis acercó su boca a la suya para besarle. Jose no pudo, ni quiso, rechazar ese beso. El primero en mucho, quizá demasiado tiempo. Cuando se separaron, Jose le miró y pensó que todo había acabado allí. En cuanto le dijera lo que le ocurría, el poseedor de ese magnetismo que tanto le había atraído y que le había hecho incluso olvidar por un momento su incapacidad de amar, se daría la vuelta, entraría en la casa y no volvería a mirarle más. No, al menos, con el interés que le estaba demostrando en ese momento.
—Oye, Luis… —comenzó Jose—. Antes de que sigas… Bueno, verás… Hay dos cosas que tengo que decirte…
Luis sonrió extrañado y bebió un sorbo de su copa.
—Tú dirás —le dijo expectante.
—Bueno, lo primero decirte que soy gay —le dijo con una pequeña carcajada. Era una forma de romper el hielo. Y también de preparar el terreno para lo verdaderamente importante.
—Hombre, eso espero —le contestó Luis siguiéndole la broma.
Jose se mordió el labio, preparándose mentalmente para el rechazo que vendría a continuación.
—La otra cosa es que soy seropositivo.
Luis se quedó callado y le miró a los ojos de un modo que Jose no pudo descifrar. O quizá sí. De seguro que en ese momento Luis estaría pensando en el mejor modo, el menos doloroso, de quitárselo de encima educadamente.
—Bueno —dijo al fin—. Yo siempre uso condón así que no creo que eso sea un gran problema.
Jose abrió los ojos desmesuradamente. Pero no le dio tiempo a decir nada porque Luis le volvía a besar, quizá con más vehemencia que antes.
—Oye, esta fiesta me está empezando a aburrir —le dijo un momento después—. Yo estoy en casa de unos amigos que no viven lejos de aquí. ¿Qué te parece si nos vamos para allá? Así estaremos más tranquilos.
Le cogió de la mano. Entraron de nuevo en la casa, se despidieron de la gente y se encaminaron a la casa de los amigos de Luis.
Por el camino, Jose fue incapaz de abrir la boca. Luis hablaba por él. Le contaba cosas de Madrid, de su trabajo, de las personas con las que se movía por allí. Jose le oía pero no le escuchaba. Incluso llegó a dudar de que Luis le hubiese oído bien cuando le soltó la bomba. No era posible que no se hubiese asustado, que no hubiera salido corriendo despavorido. Es lo que hubiera hecho él mismo años atrás si se hubiera encontrado en la misma situación. Pero no. Luis caminaba junto a él, seguía aferrando fuertemente la mano de Jose en la suya y no daba muestras de estar incómodo. Más bien al contrario, parecía encantado de estar a su lado. Se le veía hasta emocionado.
¿Podría ser verdad lo que muchos de sus amigos le habían dicho? ¿Podría ser verdad que él también tuviera de nuevo la oportunidad de encontrar a alguien que le quisiera?
Aquella noche Jose volvió a sentir. Se suponía que sólo debía ser un encuentro fortuito, después del cual, probablemente, no habría más. Pero Jose no folló con Luis. Jose hizo el amor con Luis. Y hablaron. Hablaron mucho, hasta el amanecer, hasta rozar el mediodía. Pasaron el resto de la semana juntos, saliendo por Oviedo, volviendo a hacer el amor siempre que podían. Se estaban enamorando. Y no era un sentimiento que inundase únicamente a Jose. Luis parecía estar tan obnubilado con lo que ocurría como él. Y no estaba fingiendo. Jose veía que lo que sentía y lo que decía era sincero.
Luis tenía previsto regresar a Madrid el día de Reyes. Jose, a pesar de sus planes iniciales de pasar en Oviedo más tiempo, sin Luis no tenía demasiados motivos para quedarse, así que prefirió volver a Gijón entonces. Sería lo mejor. Cada uno volvería a su ciudad y así ninguno de los dos se sentiría abandonando en el lugar que vio nacer su breve relación.
La noche anterior, la pasaron juntos en la habitación de la casa de los amigos de Luis, apurando los últimos momentos. Jose lo hacía con la desesperación de quien sabía que todo había acabado ya y que lo que pudieran hacer en el tiempo que les quedaba tan sólo provocaría más decepción después, cuando Luis tomase el tren de regreso a la capital y saliera de la vida de Jose, quién sabe si para siempre.
Tumbados en la cama, los cuerpos aún sudorosos, Luis miraba a Jose con ojos brillantes y un poso de tristeza alojado en ellos.
—No quiero volver a Madrid solo —gimió.
Jose le miró sin entender.
—Vente conmigo a Madrid —añadió—. No puedo dejarte atrás. No quiero. Ahora estás sin trabajo. Vente conmigo, busca trabajo en Madrid. Si nos va bien, de aquí a un par de meses podríamos irnos a vivir juntos.
A Jose le dio vueltas la cabeza. ¿No era eso demasiado precipitado? Se acababan de conocer y él, hasta hacía una semana estaba convencido de que jamás podría volver a enamorarse. Y ahora este tío entraba en su mundo y le pedía que dejase todo lo que tenía en Gijón para emprender una vida juntos en Madrid. Todo había ocurrido demasiado rápido para que él pudiera asimilarlo.
—¿No crees que puede ser muy arriesgado? —le preguntó Jose—. Tú tienes tu vida en Madrid, yo la tengo en Gijón. ¿Y si no saliera bien?
—Pero ¿y si sale bien? ¿No prefieres pensar que lo intentaste, aunque saliera mal, a no hacer nada y preguntarte después qué habría pasado si lo hubieras intentado?
—Ya, es la pregunta de siempre… —Jose se quedó callado.
Sabía que cualquiera de las dos posturas tenía sus pros y sus contras. Irse con un tío al que acababa de conocer era una auténtica locura pero ¿y si no volvía a ocurrirle nunca lo que le había ocurrido con Luis? ¿Y si esa era su última oportunidad de ser feliz? En una semana se había acostumbrado a estar junto a él como nunca lo había hecho con nadie. Durante toda esa semana había temido el momento de la despedida porque significaba el fin de sus ilusiones recién recuperadas. Y ahora se encontraba con que Luis no quería una despedida. Quería estar junto a él. Quería compartir su vida con él. En Madrid, en una nueva ciudad.
—¿De verdad quieres que vaya? —le preguntó—. ¿Estás realmente seguro de lo que conlleva vivir con un seropositivo?
—Yo sólo sé que quiero estar contigo. El resto me da igual —le contestó Luis besándole.
Al día siguiente ambos viajaban en el tren rumbo a Madrid, con la sonrisa de dos niños que acaban de abrir sus regalos el día de Reyes.
El primer mes fue una auténtica vorágine. Como Luis aún vivía con sus padres, Jose se alojó en el apartamento de Samuel, un buen amigo del que ya era su novio. Se pasaba las mañanas haciendo entrevistas y las tardes visitando pisos. Y todas las semanas intentaba volver a Gijón por un par de días para coger cosas, darles la noticia a unos cuantos amigos y dejar el papeleo bien atado. A finales de mes seguía sin empleo pero había encontrado habitación en un piso compartido con otra chica, Silvia, y un perrillo saltarín que hacía fiestas a todo el que entraba por la puerta. El primero de febrero, con dos maletas con ropa y pocas cosas más, se instaló en el piso. Y la suerte llamó a la suerte: tres días después encontró empleo como dependiente en una tienda de animales y productos agrícolas.
Los tres meses siguientes fueron tan idílicos que parecieron un auténtico sueño. La relación con Luis se afianzaba por momentos. En el trabajo, a pesar de no entusiasmarle, se encontraba bastante a gusto. Con Silvia, su compañera de piso, había congeniado desde el primer momento. A la tercera noche de estar allí, hablaron hasta altas horas de la madrugada y se contaron media vida. Silvia también acababa de conocer a una chica, Carolina, y llevaban un mes saliendo. Lo mismo que él con Luis. Y acababa de encontrar trabajo como auxiliar administrativa en una pequeña editorial. Así que los dos se encontraban pletóricos, llenos de energía, ilusionados y anhelantes de que esa felicidad recién estrenada durase el máximo tiempo posible.
Durante esos tres meses, su vida parecía perfecta. Jose, Luis, Silvia y Carolina se acostumbraron a salir juntos. Cenaban en casa los cuatro y luego salían al cine o a tomar una copa. A veces, incluso regresaban juntos al piso, donde cada pareja se metía en el cuarto que le correspondía a disfrutar de su amor. También organizaban fiestas en las que Jose pudo conocer a todos los amigos de Silvia: Inma, Marga, Cristina, María y, por supuesto, Chus, su mejor amigo, que por aquel entonces vivía con un chaval diez años más joven que él llamado Toño.
Todos parecían estar representando una versión gay de Melrose Place. Jóvenes, guapos, con buenos trabajos y una vida social envidiable. No contaban con que a veces, la felicidad tiene fecha de caducidad. Y Jose y Silvia eran los que menos se lo esperaban.
Y aquellos tres meses fueron los que el destino les permitió disfrutar. El distanciamiento entre Jose y Luis comenzó casi a la vez que los problemas entre Silvia y Carolina. Los dos compañeros de piso se volcaron el uno en el otro, buscando refugio ante el muro infranqueable en el que se habían convertido sus respectivas parejas. Luis estaba empezando a dudar de que realmente quisiera vivir con Jose, y Carolina, por su parte, estaba siendo presa de sus volubles dieciocho años y había comenzado a putear a Silvia de todas las maneras posibles.
Un viernes de finales de abril, Luis conminó a Jose a tomarse un café después del trabajo, como muchas otras veces. Quedaron en el Café Comercial, en la Glorieta de Bilbao, como muchas otras veces. Y, mientras Jose veía pasar, como todas esas veces anteriores, a los transeúntes que llenaban la calle a esas horas de la tarde, oyó cómo Luis le decía que creía que era mejor que lo dejaran antes de empezar a hacerse daño. Argumentó que no tenía claro si estaba realmente enamorado de él.
Aunque más tarde conocería que la verdadera razón de la ruptura era que Luis había empezado una relación con Samuel, el amigo en cuya casa había estado alojado Jose al llegar de Gijón, aquella tarde le bastó la explicación que le acababa de dar para levantarse de la mesa y dejar a Luis plantado, allí con su descafeinado con leche y la Coca-Cola light que él no pudo terminar. Al salir creyó ver a Silvia y Carolina en una de las mesas pero no tuvo ánimos suficientes para cerciorarse. Sólo quería estar solo.
Deambuló el resto de la tarde por las calles del centro, sin rumbo fijo. Bajó hasta Plaza de España y se sentó un rato en uno de los bancos del Templo de Debod. El sueño se había roto. Cuatro meses después de haber recuperado su esperanza, esta se había roto en mil pedazos que yacían desperdigados a su alrededor. Se arriesgó alocadamente creyendo que iba a ganar y resultaba que había perdido. Y ahora se arrepentía. Puede que más que si se hubiera quedado en Gijón. Al fin y al cabo, ¿qué había conseguido después de todo? No merecía la pena haber arriesgado tanto, haber depositado tantas esperanzas en algo que ahora le dejaba ese amargo sabor de boca. No era justo. No, no, no…
Ya era noche cerrada cuando echó a andar camino a casa. Hizo todo el trayecto andando, Gran Vía, Cibeles, calle Alcalá arriba, hasta Ventas y más allá, rumiando su dolor y su tristeza.
Cuando llegó a casa se encontró a Silvia sentada en el sofá con la luz apagada. Al pulsar el interruptor e iluminarse el salón vio que tenía los ojos anegados en lágrimas. Tanto como los suyos. No le hizo falta preguntar. Carolina también la había dejado. Eran ellas a las que había creído ver saliendo del Café Comercial.
Ni que decir tiene que ninguno de los dos había vuelto a pisar aquel lugar.
Al cabo de un mes de llorar mucho, a dúo con Silvia y en solitario, Jose sólo tenía una cosa clara. Su contrato de trabajo era de un año. Cuando finalizase se volvería a Gijón, a su vida tranquila y a su certeza de que esta transcurriría siempre en soledad. Con entereza, con resignación. Al fin y al cabo, hasta hacía cuatro meses había sido así.
La reacción de Silvia, en cambio, no fue tan buena. Comenzó a estar muy deprimida, no sólo por lo de Carolina, sino porque a la ruptura se le añadieron problemas en el trabajo. Lo veía todo negro, no tenía ganas de nada, se pasaba las noches en vela conectada a Internet perdiendo el tiempo inútilmente. Apenas comía, apenas salía si no era para ir a trabajar, fumaba más de dos paquetes diarios y las botellas de whisky desaparecían al poco de ser compradas. Jose empezó a estar muy preocupado. La animó a ir a un psicólogo e intentó ayudarla en todo lo que pudo. Aunque era una misión difícil. Silvia podía ser muy exasperante cuando se aferraba a su mala suerte.
De todas formas las tragedias siempre acaban quedando atrás y las heridas se cauterizan por sí solas. Hacia finales de año a ambos les inundaba una calma resignada. Jose se había convertido en una piedra. Frívolo y superficial, trabajaba, salía de copas y, de vez en cuando, tenía algún ligue con el que nunca quería pasar del primer polvo (aunque el otro quisiera más, aunque tampoco le importase su seropositividad). Silvia parecía la estampita de una virgen dolorosa. Trabajaba doce horas diarias para mantenerse ocupada. El resto del tiempo se dedicaba a ejercer de ama de casa, limpiando y preparando ingentes cantidades de comida para los dos. Afortunadamente, la terapia psicológica había conseguido que no fumase de una forma tan compulsiva y dejase de beber para olvidar. Incluso algunas noches lograba dormir de un tirón unas pocas horas.
Jose seguía decidido a marcharse en cuanto finalizase su contrato, por mucho que ya le hubiesen dicho que era más que seguro que le renovasen y le hicieran fijo. Sabía que no había nada ni nadie que le retuviera allí. En última instancia, la única persona por la que podría quedarse era Silvia. Porque sabía que aún no estaba bien y que podía recaer en cualquier momento. Pero, al fin y al cabo, Silvia tenía muchos amigos. Y por encima de todos esos amigos tenía a Chus que, según ella misma se hartaba de afirmar, siempre había sido como su hermano mayor.
Y fue justamente Chus el siguiente en dar la campanada. Una semana antes de Nochebuena descubrió que Toño, que se había acostumbrado a salir solo cuando Chus tenía que quedarse en casa a corregir exámenes o estaba demasiado cansado tras una semana de mucho trabajo, le estaba poniendo los cuernos con medio Chueca. Al enterarse, le puso las maletas en la calle, rompió todas las fotos y los recuerdos de los dos años de vida en común y limpió la casa tan a fondo que más bien parecía que quisiera realizar un exorcismo.
Jose y Silvia se enteraron cuando, el viernes que empezaban las vacaciones de Navidad, como habían quedado para salir con ambos, se pasaron por su casa a buscarles. Al subir al piso encontraron la puerta abierta. Entraron y vieron un montón de bolsas de basura, todas llenas, en cualquier rincón y a Chus, en medio del cuarto de estar, lavando el colchón de la cama.
—Lo estoy desinfectando. Me repugna tanto que no soy capaz de soportar su olor —fue la explicación que les dio sin dejar de frotar.
—¿Pero qué ha pasado? —le preguntó Silvia alarmada.
—He echado a Toño de casa —respondió Chus escuetamente sin mirarles.
Jose y Silvia se miraron el uno al otro sin acabar de entender lo que oían. Chus seguía limpiando con una energía exagerada. De repente cesó todo movimiento. La cabeza gacha, los ojos huidizos.
—Hijo de puta… —murmuró sollozando—. Se follaba a medio Madrid y luego venía a acostarse conmigo y a decirme que me quería…
Sensibilizados como estaban porque lo habían vivido en sus carnes hacía tan poco tiempo, Jose y Silvia hicieron piña alrededor de Chus. Durante los dos meses siguientes fueron muchas las tardes en las que compartieron cafés, cigarrillos, lágrimas y alguna que otra esperanza de volver a ser los que habían sido. Y muchas las noches en las que salieron de copas, cantando hasta desgañitarse el I will survive de Gloria Gaynor, intentando creer que realmente podrían hacerlo.
La mayoría de esas noches, Silvia, todavía demasiado empeñada en sentirse hundida, les dejaba al poco rato porque decía no poder fingir que se lo pasaba bien cuando por dentro sentía tanta tristeza. Así que se quedaban Jose y Chus solos, hablando de sus ex, contándose las penas y conociéndose realmente, después de casi un año de estar viéndose todas las semanas.
Era normal, incluso previsible, que acabara ocurriendo lo que finalmente ocurrió. Jose y Chus se acabaron enrollando una de esas noches en las que Silvia, cual cenicienta moderna, se iba a casa antes de medianoche. Cuando una mañana de domingo, Silvia se levantó y se encontró a Chus saliendo del cuarto de baño, lo encontró tan lógico que lo único que se le ocurrió decir, con una sonrisa cómplice en los labios, fue:
—Mucho estabais tardando vosotros…
Así que Jose y Chus comenzaron su relación casi al mismo tiempo que la primavera de ese supuesto inicio del milenio que nos vendieron como año 2000. Con calma, sin prisas, cada uno en su casa, sin compromisos adquiridos con demasiada rapidez. Jose aceptó que le renovasen el contrato de trabajo. Aceptó quedarse en Madrid por un tiempo indefinido. Al menos tenía dos buenas razones por las que no quería marcharse.
* * * * * *
Durante toda la semana, mientras estaba en el trabajo, Jose tuvo las llaves de la casa de Chus en el bolsillo de la bata. De vez en cuando, en momentos en los que no había clientes a los que atender, las cogía y las sostenía en la palma de la mano, preguntándose cómo era posible que un objeto tan cotidiano le estuviera trastornando tanto.
Cada vez tenía más claro que iba a aceptar, que se iría a vivir con Chus. Lo que también le había preocupado durante esos días era Silvia. Llevaba más de tres años viviendo con ella. Habían vivido muchas cosas juntos. Dejarla en la estacada tanto a nivel emocional como a nivel práctico le parecía injusto. A nivel emocional porque intuía que, a pesar de haber empezado a trabajar de nuevo y de su relación con Ángela, no estaba bien. Estaba firmemente convencido de que, a pesar del tiempo transcurrido, su depresión seguía latente y a la espera del más mínimo atisbo de conflicto para volver a la carga. A nivel práctico, porque se tendría que buscar un nuevo compañero de piso y sabía que podía resultar muy complicado. Y era cuestión de suerte dar con alguien que no fuera un bicho raro y no acabara creándote más problemas de los que ya tenías.
Según iba asumiendo que la respuesta que le daría a Chus sería afirmativa, se iba acercando el momento en que tendría que decírselo a su amiga y ese momento le llenaba de pavor. ¿Sentiría ella que la estaba dejando sola? No tendría por qué. La amistad no tenía por qué romperse. Sin embargo uno nunca sabe la reacción que puede tener una persona ante algo inesperado. Los celos no sólo se dan entre personas que mantienen una relación de pareja.
Había estado evitando todo lo posible coincidir con Silvia en casa. Sabía que era un bocazas y que, si estaba con ella, no iba a poder evitar contarle la noticia que ocupaba su cabeza desde el viernes por la noche. No. Esperaría un poco más. Hablaría con Chus, verían cuando sería el mejor momento para hacerlo, para la mudanza, para cambiar todas las cosas. Y cuando todo estuviera planeado y seguro, cogería a Silvia, la sentaría y se lo contaría.
El fin de semana volvieron a salir todos los del grupo. Él y Chus, Silvia y Ángela, Inma, Marga y la cada vez más omnipresente Marta. Esta última era la que más conseguía incomodar a Jose. En la época post-ruptura, cuando tanto Silvia como Jose se envalentonaban pensando que lo mejor era adoptar una pose de fría y calculada indiferencia hacia los asuntos del corazón, los tres, Silvia, Marta y él mismo, habían sido muy amigos. Salían juntos de marcha, como solteritos recalcitrantes, entrando en los bares en busca de compañía fácil. Por su carácter, Silvia y él habían sido más tranquilos, pero Marta desbarraba demasiado para su gusto. Era exageradamente generosa puesto que, con el sueldo que tenía, mayor que el suyo y el de Silvia juntos, podía permitírselo. Pagaba cenas y copas, y todas las noches compraba coca que se iba metiendo cada poco rato en los servicios. Generalmente ella sola, aunque en alguna ocasión ellos habían aceptado el ofrecimiento.
La cuestión era que, a ojos de Jose, Marta fue perdiendo el norte, y dejó de apetecerle salir con ella de copas. Silvia siguió a su lado pero, en ocasiones, cuando salía el tema estando los dos a solas, Jose comprobó que ella compartía su opinión.
A finales de ese año, mientras la relación de Chus y Toño daba sus últimos coletazos, Marta conoció a Laura, una chica encantadora y sencilla que apenas salía. Afirmaba no entender ese afán de pasar los fines de semana teniendo en la mente, como único objetivo, coger una melopea mayor que la anterior. Marta pasaba mucho tiempo con ella. Remitieron sus salidas nocturnas y sus jugueteos con las drogas. Parecía casi enamorada. Tanto cambió su actitud que Silvia y él creyeron que, tal vez, estar con esa chica podría redimirla lo suficiente como para que su vida dejase de girar en torno a la noche y sus aditivos.
La aparente tranquilidad no llegó a durar más de tres o cuatro meses. Marta y Laura salían en plan tranquilo, a solas o a veces con amigos, iban al cine, a cenar o a tomarse una o dos copas pero sin apurar la noche hasta el amanecer. El esfuerzo por comportarse así debió agotar a Marta. Comenzó a salir sola, a ver menos a Laura, a llegar colocada cuando quedaba con ella. Laura no aguantó mucho. Estaba saliendo con alguien que realmente no estaba allí, así que tomó la decisión de dejarla.
Jose sabía que a Marta le había dolido mucho aunque fuese consciente de que había hecho sobrados méritos para lograr el resultado que finalmente consiguió. Lo pasó mal o, al menos, eso entendió él en uno de sus delirios alcohólicos de la noche del sábado.
Se centró en el trabajo. Aunque eso no fue óbice para dejar de salir desenfrenadamente durante los fines de semana. Hasta que un buen día llegó con la noticia de que la trasladaban a Barcelona. Y en cuestión de un mes, además. Pareció ilusionarse mucho. Decía que podría empezar de cero y todas esas cosas que se dicen en situaciones parecidas pero que ni uno mismo se llega a creer. Así que desapareció. Cogió sus bártulos y se largó a la ciudad condal.
Y el hecho de que apenas seis meses después hubiera regresado mosqueaba. Mosqueaba mucho. Y más viéndola todos los días bajo el efecto de toda clase de sustancias.
Bailaban animadamente, todos con todos. Lo pasaban bien. Marta incluida, a pesar del cuelgue. Jose pensaba que, en aquel momento, no podría pedirle nada más a la vida. Un novio que le quería y a quien quería, un trabajo que, si bien no era el de sus sueños, le daba para vivir tranquilamente, buenos amigos a su lado y la imperante sensación de que todo estaba en su sitio.
Miraba a Chus y se le iluminaba la cara. Tan guapo y apuesto. Y tan poco parecido a esos gays que tanto abundan, a los que sólo les importa echar un polvo cada noche y cuanta más variedad haya, mejor que mejor. Conocerle había sido una de las mejores cosas que le habían pasado en la vida, ya se lo había dicho.
Siguió bailando y moviéndose alrededor de su grupo de amigos. Echó un vistazo a la gente que llenaba el bar. Silvia le había pegado esa manía desde que la niñata la dejó e intentaba evitarla a toda costa las pocas veces que ponía el pie en Chueca. Por aquel entonces le pedía que estuviera atento por si la veía para así esquivar la posibilidad de un encontronazo. Pero como cada vez Silvia salía más, era cada vez más probable que se encontraran con la dichosa Carolina, cosa que acababa ocurriendo y que siempre conseguía alterar el humor y el ánimo de Silvia, tornándolo contrariado y triste.
Y esa noche no iba a ser la excepción. Jose fue el primero en avistarla entrando en el local. Se cercioró de que era ella y luego volvió la vista hacia Silvia, que estaba mirando en la misma dirección en la que había estado mirando él hasta ese momento. Su amiga asintió con la cabeza, haciéndole saber que ya la había visto. Él se acercó hasta donde estaba en un acto instintivo de protección.
Marta también se acercó.
—Oye, ¿esa de ahí no es tu Baby Boom? —le preguntó con la risa tonta de los borrachos. Baby Boom fue como Marta bautizó a Carolina cuando su amiga comenzó a salir con ella. Ya no sólo por la diferencia de edad (tres años no son nada) sino por la carita de niña buena e inocente que gastaba Carolina y su aspecto de yogurín recién salido de la nevera. Tras la ruptura no volvió a llamarla de otra forma al ver cómo trató a Silvia y el modo pueril que tuvo de comportarse.
Silvia asintió con la cabeza.
—¿Tú te has fijado con quien va? —dijo Marta.
—No, ¿por qué?
Marta señaló con la mirada al grupo de gente con el que iba Carolina, que parecía no haberles visto a ellos.
—Esa peña son los pastilleros mayores del reino… —explicó—. Joder con la Carolina. Y parecía modosita cuando la compramos…
—Que haga lo que quiera —declaró Silvia tajante—. Ya es mayorcita para saber lo que hace. —Y se dio la vuelta para acercarse a Ángela, decidida a olvidarse del tema.
Jose agradeció esa reacción. Quería decir que la niñata ya no tenía poder sobre ella y le alegró comprobar que así fuera al fin. Ella tenía a Ángela y un nuevo trabajo, no debía preocuparse por nada que no fuera eso. Y mucho menos por una tía como Carolina.
No eran ni las tres cuando Jose y Chus decidieron irse a casa. Se despidieron de todos y fueron en busca de la moto. Jose se puso muy nervioso de repente. Creía que había llegado el momento de aclarar las cosas. Dos años le habían bastado para perder algunos miedos y había llegado el momento de superarlos del todo. Quiso esperar hasta que hicieran todo el trayecto hasta casa de Chus, aparcaran la moto y se encaminaran al portal.
—Oye, Chus —le dijo mientras este buscaba las llaves de casa en sus bolsillos. Se giró hacia él.
—¿Qué? —preguntó.
—He estado pensando… Ya sabes, acerca de tu proposición —le dijo con una débil sonrisita.
—¿Y? —le apremió Chus, que se había puesto nervioso de repente.
Jose sonrió más abiertamente y extendió los brazos y las palmas de las manos al tiempo que se encogía de hombros.
—¿Tú qué crees?
—¿Sí? ¿Que sí? ¿Me estás diciendo que te vendrás?
Asintió enérgicamente con la cabeza.
—Sí —declara.
Chus le alza en brazos riendo y besándole. Y Jose también ríe. Feliz. Pleno. Empezando una nueva etapa de su vida con la persona que quiere.