PALOMA

El corazón me palpita. Otra noche en guardia. Otra noche en vela. Me cambio en los vestuarios sintiéndome mareada. Son más de las ocho de la mañana. Sin embargo, pese al cansancio, sé que no podré dormir cuando llegue a casa. Ya vestida, encamino mis pasos hacia la cafetería. Me acodo en la barra. La camarera jovencita me lanza una sonrisa tímida desde el otro extremo al reconocerme. Rauda y veloz, termina de echar leche al café de un enfermero y viene a mí, preguntándome qué tal la noche, mucho jaleo, ¿no? Si es que todos los sábados son iguales, los chicos beben demasiado y claro, pasa lo que pasa, claro, yo, como apenas salgo, estoy un poco alejada de esas historias, si me emborracho con pisar la chapa, te pongo un café con leche, ¿verdad? Asiento con la cabeza. Sí, un café que me mantenga en pie hasta que pueda llegar a casa. Se da la vuelta, carga la cafetera, me mira y vuelve a sonreírme. A veces me pregunto si esa amabilidad será natural. Me pregunto si es que le gustarán las mujeres. Siempre es encantadora conmigo. Y el otro camarero, pobrecillo, se ve que bebe los vientos por ella, parece resultarle invisible. Y mira que él hace esfuerzos por llamar su atención pero ella nada, como quien oye llover.

Bebo el café en dos tragos, aunque ardo por dentro. Abro mi monedero y deposito sobre la barra unas cuantas monedas. Ella me mira y menea con dulzura la cabeza, no, invita la casa. Reticente a volver a guardármelas deslizo las monedas hacia ella, pues para el bote. No espero hasta que las recoja, me despido de ella con una sonrisa cansada más que forzada y me doy media vuelta para salir de la cafetería, para salir al exterior. Atisbo cegadores rayos de sol antes de franquear la puerta y rebusco en mi bolso para coger las gafas. El día en pleno apogeo me golpea en la cara. Intento recordar dónde dejé el coche, sin darme cuenta, hasta pasados varios segundos, de que está aparcado en la acera de enfrente, a unos pocos metros de mí. Cruzo la calle sorteando el tráfico, abro la portezuela y me refugio en su interior ambientado a pino. Suelto el bolso en el asiento del pasajero y me masajeo las sienes cerrando los ojos, tratando de frenar el dolor de cabeza que, inevitablemente, se me viene encima. Luego meto la llave de contacto y pongo rumbo a una casa en la que nadie me espera.

Nadie me espera porque Juanjo habrá ido a jugar al golf con alguno de sus colegas y hoy es el día libre de la asistenta. Dejo el coche en el garaje y subo por las escaleras en penumbra hasta la cocina. Vislumbro sobre la encimera los restos de la lasaña precocinada que Juanjo debió de cenar anoche. Atravieso la cocina dirigiéndome al salón. Me dejo caer pesadamente sobre uno de los sofás de cuero. El sol se filtra por las persianas del ventanal que da al jardín. Miro a mi alrededor asqueada. Una estancia impoluta, como la foto de una revista de decoración. Con sus muebles de diseño perfectamente colocados y acordes con el espacio, sus aparatos de alta tecnología que apenas nadie disfruta, si acaso la asistenta cuando pasa la aspiradora al ritmo de Camela, que siempre me saca de la cama y me lleva a arrastrarme escaleras abajo con cara de niña del exorcista, Encarni, no me importa que ponga música pero baje un poco el volumen, por favor. Un hogar sin alma, un hogar que no es tal sino una amalgama de objetos de atrezzo, un decorado vacío y gélido. Sepulcral. Asilo de dos seres que dicen vivir juntos, compartir un proyecto de vida en común, binomio familiar que vive su vida por separado. Juanjo, atrapado gustosamente por su reputación de afamado psiquiatra, en congresos y convenciones nacionales e internacionales, viajes, comidas y cenas, habitaciones de hotel compartidas con amantes ocasionales o quizá no tanto. Su esposa, médico de urgencias, turno nocturno habitualmente, más por preferencia que por imposición, insomnio voluntario y elegido para no enfrentarse a un tiempo juntos cada vez más escaso, escatimando oportunidades al resurgir de un matrimonio muerto hace mucho tiempo ya.

Observo mi bolso, que yace inerte en mi regazo. Mi mano hace emerger la agenda de sus profundidades. Sólo para ver lo mil veces visto ya. Ese número de teléfono que me quema la visión cada vez que mis ojos se posan en él.

Ese nombre que parece elevarse desde el papel para recorrer todo mi cuerpo, deslizándose por él, acariciándolo, hiriéndolo, provocándome escalofríos, placer, dolor, sumisión, enajenación. Un nombre pronunciado en silencio dentro de mi cabeza durante años con el acento de la culpabilidad grabado en cada una de sus letras. Alguien que me amó en el pasado y que tuvo que salir por la puerta de atrás como una visita no deseada.

Subo al dormitorio. Entro en el baño para tomarme un par de pastillas que me ayuden a alcanzar el familiar sopor del sueño inducido y caigo en la cama sin molestarme en quitarme más que los zapatos.

La volví a ver por casualidad. Esa misma casualidad que a menudo desata tempestades interiores, recuerdos ya olvidados, noches de amantes que dejaron morir el corazón. Hacía años que no la veía, que no tenía la más mínima noticia de ella, fuese bulo o rumor. Ni siquiera sabía que había vuelto a la ciudad. Y verla de repente allí, tan cerca que casi podía tocarla, me hizo zozobrar. Verla, descubrirla, percibirla frente a mí tan radiante, tan feliz, tan igual a como la recordaba, de la mano de esa jovencita, mucho más joven que ella, seguro, al menos en apariencia, cuchicheándose al oído ternezas de amor que mis oídos antes, hace mucho, también escucharon, riendo como colegialas pícaras haciendo novillos una soleada mañana de primavera, pudo conmigo como un tornado que arrasaba mi cuerpo en un solo segundo, sin tan siquiera dejar restos de la catástrofe, llevándose todo consigo, dejándome vacía.

Nunca he podido dejar de pensar en ella. Ni un solo día en todos estos años. Aunque en un tiempo pretérito huyese de su lado, temiendo las represalias de un poder que se situaba muy por encima de mí y contra el cual me veía incapaz de luchar. Siempre ha estado presente en mí, a mi lado, materializándose para recordarme lo que cobardemente rechacé y no tuve el suficiente valor para volver a recuperar.

Juanjo llama mientras duermo. Voz seca, impersonal, me voy a Génova una semana. Ya ni pregunto si es que se va a un congreso o a joder con alguna secretaria o azafata o becaria. Me da igual. Vuelvo a dormirme. Al abrir de nuevo los ojos lo veo frente a mí haciendo la maleta. Por un momento casi espero que me diga no aguanto más, no te aguanto más, me voy, me voy para siempre, quiero el divorcio, ya tendrás noticias de mi abogado. Pero no es así. Recuerdo que dijo que se iría de viaje. Génova. Congreso. Joder. Me levanto de la cama, sonámbula, camino hasta el cuarto de baño anexo. Murmullo de mis orines cayendo en el agua del inodoro y murmullo de su voz que me habla sin decirme nada. Vuelvo al dormitorio y me siento en el borde de la cama. Miro el reloj de la mesilla, las cinco y veinte, y alargo el brazo para alcanzar el paquete de tabaco. Enciendo un cigarrillo. No me gusta que fumes en el dormitorio. A ti qué más te da, si apenas duermes aquí dos noches seguidas, pienso en voz alta. Estrello el cigarrillo en el cenicero y salgo de la habitación. Merodeo por la planta de arriba unos segundos para volver a entrar en ella. Me tumbo boca arriba en la cama, las piernas muy juntas, los brazos pegados al cuerpo, quieta, inerme, esperando un sacrificio que no llega nunca. Él coge la maleta, me mira, dice que se va. Y se va. Ni un beso de despedida, tan sólo el ligero portazo de la puerta principal, el motor de su coche encendiéndose y alejándose, vaharadas de su perfume aún flotan en la estancia provocándome arcadas. Se fue. Otra vez. Espero que no vuelvas.

Enciendo el ordenador de su despacho. Espero a que finalice el proceso de conexión a Internet y entonces abro el navegador. En la barra de direcciones tecleo el nombre del sitio de siempre, uno de los pocos sitios de Internet a los que entro de vez en cuando. Un chat. No es que sirva para mucho pero me ayuda a pasar el rato, a no pensar. Tampoco busco nada. Cada vez que entro lo hago con un nick diferente. Y me invento una vida diferente. En ocasiones soy una adolescente confundida. En otras soy una conocida escritora de quien nadie imagina su ambigüedad. O una periodista, una del montón, con grandes aspiraciones. O una universitaria cansada del ambiente, de sus padres y de su carrera. A veces soy simplemente yo, una historia anónima del chat, aunque quizá esa personalidad sea la más difícil de explicar.

Repaso la lista de gente conectada. Reconozco algunos nombres y otros me resultan vagamente familiares. Chicas que siempre utilizan el mismo mote, que se conectan a las mismas horas para ser reconocidas, para hablar con sus cyberamigas y cybernovias. O simplemente para conocer a alguien nuevo, excitante, interesante. A muchas les he caído bien en las conversaciones. A algunas incluso les doy una dirección de correo electrónico para seguir en contacto aunque, por lo general, suelen residir en otros puntos del país y, en consecuencia, es menos probable que quieran conocerme. Además, nunca prolongo los escasos contactos que mantengo con ellas.

Una vez hablé con una chica que vivía en Madrid. Nos caímos bien. Nos dimos los correos y comenzamos a escribirnos todos los días varias veces. Me atreví a pedirle el teléfono. Por una vez tenía ganas de conocer a alguien a través del chat. La llamé una mañana, una de esas mañanas en las que no puedo dormir a pesar de haber estado toda la noche en pie. Le dije que estaba en el trabajo, puesto que le conté que era periodista y trabajaba en una editorial. No hablamos mucho porque la pillé en un bar tomándose un café con una amiga. Por la tarde me escribió diciéndome que tenía una voz muy bonita. No volví a escribirle. Se llamaba Silvia, creo.

Antes de cenar vuelvo a mirar el número de teléfono. Las lágrimas llenan mis ojos pero ninguna llega a salir. En un arrebato descuelgo el teléfono de diseño del salón y marco los números uno tras otro. Antes de que me pueda dar cuenta estoy oyendo la señal de llamada. Una, dos, tres, cuatro,… De repente, salta el contestador y su voz grabada vuelve a hablarme desde la distancia. Esta vez sí, una lágrima silenciosa sale del lacrimal y comienza su andadura por mi mejilla. El mensaje es divertido, ingenioso, ella, como siempre ha sido ella. Antes de que acabe, avisa al interlocutor y le insta a tomar papel y bolígrafo para anotar su número de móvil por si es urgente ponerse en contacto con ella. Lo anoto debajo del otro y cuelgo antes de que suene la señal.

No está en casa. Por un lado lo prefiero. No sólo por la información sino porque el mensaje grabado en el contestador me ha permitido escuchar su voz durante más tiempo que si ella hubiera descolgado directamente. Si lo hubiera hecho no me habría atrevido a hablar, a decirle hola, soy yo, he conseguido tu teléfono, me preguntaba cómo estabas después de tanto tiempo, desde que… Bueno, no habría sido capaz. Dar la cara después de todos estos años, después de lo que pasó, después de lo que nos separó. Por otro lado, me enfermo de celos. Dónde estará, que estará haciendo. Habrá salido con esa jovencita. Seguro. Estarán en el cine, tomando algo en una cafetería del centro, en el Café Comercial, a ella le encantaba su aire decadente; charlando con amigos, paseando por las calles de esta ciudad, esquivando a toda la gente que, como ellas, opta por gastar la tarde del maldito domingo haciendo algo más que quedarse en casa. O estará en casa, haciendo el amor con ella, desoyendo los incómodos timbrazos del teléfono inoportuno, dejando que su sonido se entremezcle con sus gemidos, con sus gritos de placer. Pienso en ello y la imagen acude a mi mente, martirizándome. Las dos desnudas sobre la cama, la piel fundiéndose, los besos, las caricias, su lengua recorriendo el cuerpo de esa jovencita, haciéndole todo lo que a mí me hacía. Y lo que habrá aprendido. Qué destreza habrá adquirido. Con cuántas habrá estado en los últimos quince años. Me imagino múltiples amantes, mujeres que quizá la hayan perseguido, intentado seducir, tratado de enamorar; jovencitas requiriendo sus encantos y su simpatía y su cuerpo. Y ella dejándose hacer, llevar, desear. Dándose con facilidad, compartiendo su ser, esperando que supiesen apreciarla como merece, como siempre ha merecido. Anhelo de amar y ser amada, de querer y ser querida, de compartir la vida entre dos sabiendo que merece la pena, que no será un esfuerzo en vano.

Conseguí el teléfono a través de una conocida que trabaja en la compañía telefónica. En circunstancias normales no solemos dar el teléfono si no nos facilitan la dirección del particular pero aquí lo tienes. Debe de haberse mudado hace poco. Ha solicitado el alta hace un par de semanas y también una línea ADSL, coño, que parece que la gente ya no sabe vivir sin Internet…

¿Quieres que te dé también la dirección? Vive por… No, no quise la dirección. Sería demasiado tentador. Saber dónde vive habría acabado por llevarme a espiarla, a apostarme frente a su casa para robarle su imagen por unos instantes. Mejor no. Y ni siquiera sé para qué intenté averiguar el teléfono. Sé que no me atrevería a hablar con ella. Recordarle quién soy, lo que fui, el daño que le causé. Me falta valor, decisión, arrojo. Soy una maldita cobarde. Aunque, al fin y al cabo, ¿qué podría decirle? No he dejado de pensar en ti en todo este tiempo. En lo que sentía por ti, lo que nos unía, en cómo te quería. Podría decirle que en las escasas ocasiones en las que Juanjo y yo hacemos el amor, por llamar de algún modo a esos breves y fríos encuentros carnales, ha habido momentos en los que he tenido que pensar en ella para sentir algo que no fuera repulsión por ese cuerpo que se movía encima de mí con movimientos repetitivos, de autómata. O intentar explicarle que estoy casi convencida de seguir enamorada de ella porque nunca dejé de estarlo. ¿Y para qué decirle que aún la quiero?

¿Acaso espero que ocurra algo? Ella no volvería conmigo. ¿Volver con quien la abandonó, con quien la negó una y mil veces negándose a sí misma una realidad y una posibilidad de ser feliz junto a ella?

Turno de mañana esta semana en el hospital. No sé si alegrarme o lamentarme. Por las mañanas suele haber poco jaleo. Y poco jaleo supone ratos muertos. Ratos que paso en la sala de médicos, repasando historiales. O en la cafetería, charlando con la camarera jovencita. Me ha sugerido que nos vayamos a cenar uno de estos días, aprovechando que coinciden nuestros turnos. He aceptado sin mucha convicción, sin concretar nada, como quien dice ya nos veremos, sea mañana o dentro de dos meses.

Me vuelvo a refugiar en la sala de médicos. Cojo una pila de historiales por mantener la vista y las manos ocupadas, que no la mente. Porque mi cabeza no deja de dar vueltas. Mareada, confusa, viaja a la deriva entre una marea de recuerdos. Y saber que ella de nuevo habita la misma ciudad que yo, que respira el mismo aire enrarecido y contaminado que llena mis pulmones me enloquece. Y no me lo puedo sacar de la cabeza. Y no consigo dejar de pensar en ella. Y soy incapaz de impedir que mis dedos marquen su número varias veces al día para escuchar su voz grabada en el mensaje del contestador.

Aparto los historiales y me levanto de la silla, hastiada. Encamino mis pasos hacia la cafetería sin pensarlo demasiado.

Es casi de noche cuando vuelvo a estar conectada a Internet. Los restos ya fríos de una pizza descansan en su caja, sobre una esquina de la mesa. Varias ventanas están difuminadas por la pantalla del ordenador. Distintas chicas de distintas procedencias que me hablan desde su soledad. Jovencitas y maduras. Alguna que dice estar casada y harta de todo. Hoy yo soy la universitaria que vive con sus padres y cuento que acabo de dejar a mi novia. Que estoy triste porque la sigo queriendo. Mucho. La sigo queriendo como el primer día, cuando nos presentó un amigo común en un bar de Huertas y descubrimos que acudíamos al mismo instituto y presentí que aquella chica se convertiría en alguien muy importante para mí. Pero mis padres nos descubrieron. Estábamos en mi cuarto y ella me besaba con ternura. Yo cerraba los ojos y me dejaba llevar, hacer, besar, sintiéndola tan cerca… Mi madre entró. Mi cuarto no tenía pestillo, mi padre lo quitó cuando comenzó a sospechar de la amistad que me unía a aquella chica. Durante más de dos años, desde que íbamos al instituto, habíamos sido cautas, nos habíamos escondido, les habíamos eludido, aprovechando cada segundo que ellos se ausentaban de la casa para amarnos, para enredarnos entre las sábanas de mi cama, para ver la televisión abrazadas la una a la otra. Pasado el tiempo, mis padres habían bajado la guardia y el celo y nosotras los bajamos con ellos. Debí suponerlo, era arriesgado dejarse llevar mientras ellos estuvieran en el salón viendo la película de la tarde. Mi madre venía maliciosamente a preguntarnos si queríamos café.

Todo lo que pasó después lo recuerdo como una nebulosa, una pesadilla, un infierno. Mi madre se quedó en el umbral durante un momento, quieta, muda, sus ojos clavados en nosotras con más furia que asombro. Luego cerró la puerta. Mis piernas temblaban. Mi estómago se convirtió en una piedra. El corazón me latía tan deprisa que pensé que sufriría un colapso. Ella me miraba asustada, sorprendida, pillada en un delito que para nosotras no lo era. Le dije que se fuera. Ella se negó. Ella estaría conmigo, les haríamos frente juntas. No sé cómo logré convencerla. No, tú no sabes cómo son mis padres. Te insultarán, te amenazarán, te tratarán como me tratan a mí. No quiero que pases por esto. Finalmente accedió, cogió su abrigo y la acompañé hasta la puerta. Permanecí con ella mientras esperaba el ascensor. Sus tristes ojos me miraban, me imploraban, me pedían que fuera fuerte, que resistiera porque ella estaría esperándome, ella me recibiría con los brazos abiertos. Yo no podía moverme. La veía ahí, a un metro escaso de mí, y el corazón se me salía del pecho. No pude darle un beso de despedida, no pude hacer nada. Abrió la puerta del ascensor y se metió en él, no sin antes volver a mirarme, una mirada que sólo decía una cosa, que sólo lanzaba un único mensaje.

No olvides que te quiero.

Y yo seguí allí, plantada en la puerta. El ascensor ya debía haber llegado a la planta baja, a pesar de que vivíamos en el piso doce. A mi espalda sentía acercarse la tormenta y yo permanecía quieta, sin moverme, casi sin respirar; hubiera querido huir pero mis pies se negaban a separarse del suelo. Lentamente cerré la puerta. Respiré hondo, me armé de valor y penetré en el salón. Mis padres giraron a la vez la cabeza en mi dirección, era evidente que estaban esperando a que yo regresara. Mi padre se dirigió a mí, no quiero que esa chica vuelva a entrar en esta casa. Agaché la cabeza y comencé a andar hacia mi cuarto. Mi madre me detuvo. No quiero que la vuelvas a ver. Intenté abrir la boca para protestar. No me repliques. A partir del lunes yo te llevaré a la facultad y yo iré a buscarte. Las lágrimas iban saliendo de mis ojos. Las palabras se me atascaban en la garganta. Acabas de perder toda nuestra confianza. ¡Atreverte a hacer guarradas en esta casa! ¡Tú no eres así! ¡Tú nunca has sido así! ¡Esa guarra te ha convertido en una mocosa consentida! Yo no podía creerlo. Y ni siquiera podía contestar. De repente me había quedado sin voz. Sólo podía dejar que las lágrimas resbalasen por mis mejillas.

¡Desde este momento estás castigada! ¡Sólo saldrás para ir a clase! ¡Y no quiero enterarme de que vuelves a ver a esa… esa tortillera!

Con gran esfuerzo obligué a mi cuerpo a moverse. Caminé hacia mi cuarto, cada vez más deprisa, dejando atrás los gritos de mi madre que, cada vez más enfurecidos, sólo sabían insultarme.

Caí sobre mi cama. Sentí que me moría. No podía ver nada por las lágrimas que inundaban mis ojos pero es que tampoco quería ver nada. El mundo se me estaba cayendo encima. Todo me daba vueltas.

Pasa de tus padres, vete de casa, me dice una chica en el chat. Es la misma con la que hablé por teléfono hace tiempo, pero ella no lo sabe.

No es tan fácil, contesto.

No, no era tan fácil. Estábamos a mediados de los ochenta. Las cosas entonces no eran como ahora. De la noche a la mañana me convertí en una presa. Mi madre se levantaba todos los días antes que yo y supervisaba todo lo que hacía, revisaba mi mochila, controlaba mi horario de clases mejor que yo misma. Me dejaba en la puerta de la facultad y al acabar siempre estaba allí, esperándome, como un clavo. De haber podido, hubiera entrado conmigo. Era mi sombra y, al igual que una sombra, no me hablaba, se limitaba a estar ahí, tras de mí, recordándome que vigilaba todos mis pasos.

En casa era aún peor. Mi padre también dejó de hablarme. Me quitó las llaves de casa, me obligó a cancelar mi cuenta corriente, en la que había conseguido ahorrar algo de dinero que habría sido insuficiente si hubiera intentado marcharme. Mientras estaba en casa, la puerta de mi habitación debía permanecer abierta. Tenía absolutamente prohibido usar el teléfono. Aunque esa prohibición duró poco porque tres días después, ella llamó, intentando hablar conmigo. Sólo pude oír cómo mi madre decía: No vuelvas a llamar a esta casa. Al día siguiente el teléfono del salón desapareció. El otro teléfono de la casa estaba en el despacho de mi padre, siempre cerrado con llave.

No me dejaban nunca sola. Si salían, siempre iba por delante de ellos. Daba igual que yo tuviera diecinueve años y que ya hubiera rebasado la mayoría de edad. Yo era una cría, no sabía lo que quería y ellos se iban a ocupar de que yo fuese por el buen camino, sí, señor, vaya si lo vamos a hacer. Me sentía hueca, vacía, una triste marioneta en manos de dos vulgares titiriteros. Lo único que pude hacer fue escribirle una carta en horas de clase y hacérsela llegar a través de nuestro común amigo. Una carta en la que le contaba lo que estaba pasando y que era mejor que no intentase acercarse a mí. Te quiero con locura pero esto es más fuerte que tú y que yo. Tengo que pedirles permiso hasta para respirar. Ya no puedo más, van a acabar conmigo. Y no puedo vivir pensando que me esperas porque no sé cuándo podré salir de esta. Pasará mucho tiempo antes de que pueda ir hasta la esquina sin escolta. Será mejor que me olvides. Déjame atrás y sigue con tu vida.

Recibí su respuesta, por supuesto. Al día siguiente, nuestro común amigo me entregó su carta. No estoy dispuesta a olvidarte. Esperaré lo que haga falta. No pueden vigilarte durante toda tu vida. Se les pasará. Yo te quiero. Y quiero estar contigo. No puedo imaginarme mi vida sin ti. Yo lloraba en mitad de la clase. Yo también la quería. Yo tampoco me imaginaba la vida sin ella. Tus padres llamaron a los míos aquella tarde. Están al corriente de todo y me apoyan. Nos apoyan a las dos. No estás sola. También tienes su apoyo. Puedes venirte a mi casa. Escápate. Yo iré a buscarte si hace falta.

Creí morir. En ese momento hubiera dado cualquier cosa por tener el valor de levantarme, ir a buscarla a su facultad y haber huido juntas. El valor de enfrentarme a todo y a todos sólo por ella. No lo hice. Fui una maldita cobarde, aún lo soy. El miedo a mis padres era más fuerte que mi deseo. Tan sólo cogí un bolígrafo y escribí al final de su carta:

Será mejor que lo dejemos. Yo ya no te quiero.

Cuando acabaron las clases aquel día me dirigí como alma en pena a la salida, resignada a ser conducida de nuevo a la prisión en que se había convertido mi casa. Pero en la puerta de la facultad, en lugar de encontrarme a mi madre, me la encontré a ella que, con lágrimas en los ojos, aún sostenía la carta que contenía mi respuesta, esa mentira con la que intentaba acabar con el dolor de ambas. Me quedé petrificada. Nos miramos. Yo también empecé a llorar. Ella se dirigió hacia mí. Y en ese momento mi madre se interpuso entre las dos. La miró a ella con desprecio y a mí me agarró violentamente del brazo, arrastrándome hasta el coche. Volví la cabeza una sola vez para llevarme conmigo la imagen que me rompió el corazón. La persona a la que más había amado en toda mi vida me miraba con un amargo rostro de decepción, traicionada en sus sentimientos, herida en lo más hondo de su ser. Y la única culpable era yo. Sólo yo.

Dejé de mirarla y volví a llorar.

Sufrí una crisis nerviosa y me ingresaron. Ni siquiera recuerdo cómo pude aprobar ese curso. En mi memoria de aquella época se entremezclan exámenes y batas blancas, pasillos de hospital y de facultad, sopor, dolor y desesperanza. Si la vislumbraba por el campus, me alejaba rápidamente. Me acostumbré a estar sola. Perdí a todos mis amigos. Me endurecí por dentro y por fuera. Al curso siguiente fui trasladada a otra universidad. La vigilancia de mis padres se prolongó férreamente durante cerca de tres años. A partir de entonces comenzó a relajarse paulatinamente. Hasta que conocí a Juanjo.

Bueno, ya está bien de hablar de mí, le digo a la chica del chat, cuéntame algo de ti.

Es que a mí las cosas me van más o menos bien, me responde. Lo único malo es que estoy en paro pero, por lo demás, todo me va bien. Acabo de echarme novia.

¿Ah, sí? ¿Y qué tal?

Pues muy bien, es una chica fantástica. Muy guapa. Tiene treinta y cuatro años y es periodista.

¿Periodista?, preguntó con un ramalazo de nervios cruzándome el estómago. Qué interesante…

Sí, lleva un par de años en Madrid porque estuvo trabajando fuera y ahora se acaba de comprar un piso. Y bueno, de momento la cosa parece que va bien.

Oye, ¿cómo se llama?, me atrevo a preguntar.

¿Por qué?

No, por nada, es que a lo mejor la conozco.

La chica tarda en contestar. A mí me tiemblan las piernas ante lo que estoy leyendo. Podría ser una casualidad pero… Tengo una corazonada y raras veces fallo.

La chica me dice el nombre.

Y mis sospechas se confirman. Es ella.

¿Es quien creías?, me pregunta. No, no, me apresuro a contestar.

Resultaría obvio decir que no he podido pegar ojo en toda la noche. Las horas de descanso se han ido deslizando sobre mí mientras daba vueltas en la cama, me peleaba con sábanas y almohadas, me la imaginaba con esa chica. Y el tiempo iba pasando sin que yo pudiera cerrar los ojos ni un momento. Hasta que decidí levantarme y hacerle frente al día antes de su hora.

Me acerco a la cafetería como quien no quiere la cosa, aunque en mi interior sé que mis pasos tienen un destino concreto. ¿Cafetito?, me pregunta. Asiento decorando mi cara con la más amplia de las sonrisas. Ella me corresponde del mismo modo y en un santiamén tengo ante mí un humeante café con leche. Vierto el azucarillo en el líquido. ¿Tienes planes para esta tarde? ¿Para esta tarde?, me pregunta sorprendida. Sí, me refiero a si tienes planes para la cena. Podíamos ir a cenar a algún sitio a primera hora y luego tomar algo por ahí… Si te apetece, claro. Su rostro refleja una gran sorpresa. Supongo que no se lo esperaba por mucho que dijéramos el otro día. Aunque la sorpresa, sin duda, parece agradarle. Acepta con convicción. Sonrío y le doy un sorbo al café sin dejar de mirarla. Ella atiende a otros clientes lanzándome miradas cómplices cada pocos segundos. Termino mi café y dejo unas monedas sobre la barra. Luego paso a buscarte, le digo al marcharme, no sin antes dedicarle otra de mis encantadoras sonrisas.

Ahora mi camarera está frente a mí y por una vez es servida por un jovencito con bastante pluma y aún más desparpajo que nos ha hecho reír con ganas mientras anotaba nuestros pedidos. Un restaurante en Chueca, dos mujeres jóvenes, dos mujeres que nunca se habían visto fuera del recinto de trabajo de ambas y que intentan averiguar las intenciones exactas de la otra para que no las pille de sorpresa.

Aunque las intenciones parecen estar lo suficientemente claras como para no albergar demasiadas dudas al respecto. Hemos pasado del trato amable y cordial a las miradas sugerentes, los silencios insinuantes y la ambigüedad. Yo sé lo que quiero. Ella también parece saber muy bien lo que quiere. La docilidad y complacencia con las que actúa tras la barra han dado paso a un aplomo y una seguridad en sí misma que no se dejan ver mucho cuando está en la cafetería del hospital. Despliega todas sus dotes de seducción en un tremendo y amplio abanico que deposita ante mí para que yo elija lo que más me guste. Aún no ha adivinado que a estas alturas cuesta poco seducirme, que me basta un poco de interés, un breve cortejo para que yo acceda a los requerimientos de quien, a su vez, haya llamado mi atención. Y que, en respuesta, yo también seduzco, halago, lisonjeo para conseguir lo que las dos llevábamos tanto tiempo anhelando sin habernos parado a ponerle nombre a nuestro deseo mientras lo disfrazábamos de simpatía mutua.

¿Quieren tomar algún postre? Las dos negamos con la cabeza. ¿Café? Estoy a punto de asentir cuando ella me mira y me dice: te invito a tomar el café en mi casa. Tráiganos la cuenta, por favor. El camarero sonríe pícaro pero se abstiene de hacer ningún comentario. Nos trae la cuenta, que pago yo a pesar de sus protestas, y salimos. Camino del parking subterráneo, se engancha de mi brazo mientras me desgrana una divertida anécdota que les sucedió a ella y a unas amigas una noche que fueron a cenar al mismo restaurante del que acabamos de salir nosotras. No rechazo su contacto sino que lo agradezco. No me suelta hasta que nos detenemos junto al coche.

Al sentarnos nos miramos a los ojos sin llegar a decir nada pero diciéndonos mucho con las miradas. Por primera vez me doy cuenta del miedo que me embarga ante lo que voy a hacer.

Llegamos a Atocha, cerca de la Glorieta, porque aquí es donde vive mi gentil camarera. Aún es pronto, así que no me cuesta mucho encontrar aparcamiento. Dejo el coche casi en la puerta de su casa y nos dirigimos al portal. En el ascensor, mi miedo y mi incomodidad se hacen cada vez más patentes. Miro hacia el techo, donde hay un sinfín de círculos luminosos de diferentes tamaños. Lunas y estrellas que decoran un cielo artificial. El ascensor es lento y tardamos una eternidad en llegar al último piso. Cuando por fin se abre la puerta y salimos al rellano, veo que mi camarera se dirige a un nuevo tramo de escaleras. La sigo obedientemente y en silencio. Arriba, doblamos un pequeño recodo, puertas a ambos lados y al final del irregular pasillo, dos puertas en ángulo recto, casi tocándose, una colocación que haría difícil que los habitantes de los dos pisos abrieran y entrasen a la vez. Mi camarera se dirige a la puerta que está a la derecha y mete la llave en la cerradura. Tras abrir vuelve la cabeza para mirarme y me invita a entrar con una sonrisa y un movimiento de cabeza.

Mis pies avanzan contra mi voluntad cobarde.

Observo callada cómo prepara el café. Es una cafetera normal, de las de rosca, de las de toda la vida, nada de cafeteras eléctricas, nada de café de máquina, para eso ya está el trabajo, su empleo de camarera servicial y complaciente en la cafetería de un hospital donde todos los días me sirve un café automático, impersonal a pesar de que ella lo adorne con esa amabilidad y dulzura dedicada en exclusiva a mí. Pero es ahora cuando realmente me lo está preparando a mí y sólo a mí, en la intimidad de su cocina, llenando la cafetera de agua y mirándome y sonriéndome y hablándome de cosas sin importancia. Bien cargado, que sé que te gusta, me dice echando el café molido con ayuda de una cucharilla. Lo pone al fuego. Enciende otro fogón. La leche también caliente.

Saca dos vasos y dos cucharillas. Yo voy al salón a por mi bolso. Cojo el paquete de tabaco y un mechero. Enciendo un cigarrillo que ella me roba suavemente de los labios. Da una profunda calada con gran satisfacción antes de devolvérmelo. El café empieza a subir, la cafetera gime y expele vapor. Levanta la tapa para asegurarse de que ha subido del todo. Apaga el fuego, coge la cafetera por el mango y sirve los dos cafés. Añade la leche. ¿Cuántas de azúcar? Tres, por favor. Vierte tres cucharadas de azúcar en uno de los vasos y lo remueve. Me lo tiende. Lo cojo y le doy un sorbo, breve pero suficiente para quemarme los labios. Profiero un pequeño gemido y dejo el vaso sobre la encimera. ¿Te has quemado?, pregunta acercando su cuerpo al mío. Asiento con la cabeza llevándome la mano a los labios. Ella acerca aún más su cuerpo a mí, aparta mi mano y me acaricia los labios doloridos con sus dedos. Lo siento, dice. No pasa nada, tendría que haber esperado a que se enfriara. La caricia de sus dedos sobre mis labios se extiende a mis mejillas, a mi cuello, a mis hombros,… Su otra mano se une también a la exploración mientras un viejo y conocido calor se va apoderando de mí. Mis manos se acercan a su cintura hasta aferrarla, comienzan a pasearse por su espalda, atrayendo su cuerpo al mío para fundirse en uno solo. Entonces comienzan los besos y las manos buscan la piel bajo las ropas, comienza el deseo incontenible.

Dos mujeres desnudas sobre una cama deshecha dan vueltas sudorosas besándose, lamiéndose, mordiéndose. Yo siento que me deshago entre sus manos, que mi ser se licua entre gritos de placer, que se me escapa el alma por entre las piernas.

Años rememorando caricias, besos, placer, piel, labios, manos. Tiempo y más tiempo añorando el cuerpo de una mujer entrelazándose con el mío. La pasión, el ritmo de dos cuerpos femeninos haciendo el amor. Cuánto lo he deseado, cuánto, cuánto, cuánto,…

Y mi hábil camarera me sirve el placer en bandeja de plata. Y yo me deshago entre sus manos, cierro los ojos, me dejo inundar por su presencia, por su ser, su esencia, toda ella provocando, despertando sensaciones dormidas, que se levantan ansiosas de su letargo…

La observo mientras duerme. Su placidez satisfecha, su cuerpo extenuado pero tranquilo, profundamente dormido. Mirarla me llena de ternura pero a la vez de culpabilidad. No sé qué espera de mí, no sé qué soy para ella.

Y mientras ella me hacía el amor yo pensaba en otra persona… Siempre la misma persona…

Nos levantamos pronto, aún no ha amanecido. Me prepara el desayuno mientras me ducho. Me recibe con un beso y un café caliente cuando salgo del baño envuelta en su albornoz. Un albornoz que guarda su olor, al igual que mi cuerpo a pesar de la ducha. Aspiro la tela afelpada cuando no me mira para grabar su aroma en mi memoria. Para recordarme con quién estoy.

El día en el hospital se me hace eterno y me paseo por la cafetería más de lo habitual. Y los cafés que me tomo para justificar mi presencia allí, acrecientan la urgencia en las dos. La urgencia de dar por concluida la jornada laboral y poder refugiarnos de nuevo en su cama, seguir deshaciéndola con nuestros avances, seguir impregnándola con nuestro olor, seguir saciándonos la una de la otra. Seguir, seguir, seguir,…

Los días a su lado pasan fugaces, rápidos, casi sin darnos cuenta. Las horas se nos van entre suspiros y cafés, entre sábanas revueltas y miradas cómplices de un lado a otro de la barra. Luego, cuando me refugio en la sala de médicos para tener un momento de soledad, me pregunto qué estoy haciendo, quién es esta chica que ha irrumpido en mi vida y que, sin embargo, no me hace olvidar. Más bien al contrario, cada día que pasa tengo más presente en mis pensamientos a otra persona. La misma persona. Siempre ella…

Todo ha sido tan rápido que no puedo asimilarlo. Pasamos los días juntas en el hospital. Pasamos las noches juntas en su cama. El tiempo va pasando y yo sigo sin saber dónde estoy. Ni qué quiero hacer.

Me despierto antes que ella. Ya es de día. Hoy es sábado, hoy es su día libre y yo tampoco tengo que ir al hospital. Habíamos hablado de pasar el día juntas, de ir a comer fuera, de irnos al cine. Hacer vida de pareja, de pareja que está empezando, que se está conociendo, que tiene muchas cosas que contarse. Pero yo apenas hablo de mí. Ella no sabe casi nada de mi vida. Por no saber, ni siquiera sabe que en mi vida hay un marido y una casa en las afueras. Un matrimonio sin sentido que aguanto por inercia y una casa a la que no considero mi hogar. Ella cree que sigo viviendo con mis padres.

Me levanto de la cama con cuidado y voy hasta el cuarto de baño. Descargo mi vejiga agarrando mi cabeza con las manos. Culpable. Me siento culpable. Necesito marcharme de aquí. No puedo ser tan cruel con ella. Salgo del baño, recojo mi ropa desperdigada y voy vistiéndome mientras regreso al dormitorio. La despierto suavemente. Me tengo que ir, he llamado a mi casa y mi madre no se encuentra bien. Ella entreabre los ojos somnolientos. ¿Le pasa algo grave?, pregunta. No lo sé, mi padre quiere llevarla a urgencias. Voy a verla yo, a ver qué le pasa. Te llamo, ¿vale? Le doy un beso en la frente y salgo del dormitorio. Recojo mi bolso del salón y abro la puerta del piso.

Cuando salgo al descansillo me encuentro con que una chica también está saliendo del piso de al lado con cara de pocos amigos. Me resulta vagamente familiar. Mi camarera me ha comentado que su vecina también entiende, que se ha mudado hace poco y han hecho muy buenas migas. Pero sospecho que ésta no es su vecina, sino su novia, o su aventura, o su ligue de anoche. No cierra la puerta con llave ni actúa con la desenvoltura de un inquilino habitual. Bajamos juntas el trecho de escaleras para coger el ascensor y realizamos el lento descenso hasta la planta baja en silencio y con una palpable incomodidad. Al llegar abajo atravesamos el portal en penumbra y salimos a la calle. Ella se pone unas gafas de sol y se va calle abajo, supongo que en dirección al metro. Yo cruzo la calle en dirección a mi coche. Ya dentro no puedo soportar más y rompo a llorar escondiendo la cabeza en el volante.

Conduzco hasta casa aún con lágrimas en los ojos. No recuerdo si Juanjo volvía hoy o mañana. Deseo que no sea hoy porque no soportaría tener que ver su cara de perro pachón pululando por la casa. Necesito estar sola todo el tiempo que sea posible.

Sin embargo al llegar veo su coche en el garaje y todas mis esperanzas se vienen abajo. Entro por la cocina sigilosamente. La casa está en silencio. Tal vez haya salido a dar una vuelta, a hacer jogging. Pero no. A lo lejos oigo el repiquetear del teclado del ordenador. Temerosa me acerco a su despacho. ¿Has vuelto antes, no?, le pregunto. Sí, me contesta, me adelantaron el vuelo. Llegué anoche. ¿De dónde vienes?, me pregunta con acritud mirándome por primera vez desde que he llegado. Le cuento que salí anoche con unos compañeros del trabajo y que bebí demasiado y me dio miedo coger el coche. Así que me quedé a dormir en casa de una compañera. Muy bien, contesta indiferente encogiéndose de hombros. Ah, por cierto, mañana comemos en casa de mis padres, así que haz el favor de no irte muy lejos.

No me molesto en contestarle. Me doy la vuelta y subo arriba, encerrándome con prisa en el cuarto de baño del dormitorio. Echo el pestillo, mi bolso cae al suelo, abro el grifo del lavabo. Mojo mi cara para borrar los rastros del llanto. Observo mi rostro en el espejo para ver que el agua se mezcla con nuevas lágrimas.

Estoy aún encerrada en el baño, sentada en el suelo, cuando oigo que se marcha. Espero aún un rato más antes de salir. Entonces salgo y bajo hasta el despacho. Enciendo el ordenador y cojo el libro de poemas de Safo. Entro en la página de envío de mensajes a móviles y tecleo el breve verso que he escogido para hoy: «Te olvidaste ya de mí… ¿o es que más que a mí tal vez amas a alguna persona?».

Pincho con el cursor en el icono de enviar. Después apago el ordenador, subo al dormitorio y me tomo un par de pastillas para poder desconectarme del mundo por un rato.

Vamos en el coche. Juanjo conduce. Yo voy a su lado, las gafas de sol puestas, mirando por la ventanilla. No hay conversación, ni siquiera hay música, la radio está apagada. Avanzamos a gran velocidad por la carretera de Colmenar. Vamos a casa de sus padres. La comida familiar que hacen sin falta todos los meses para montar la comedia. Aparentar que somos una familia muy unida cuando, en realidad, no nos soportamos los unos a los otros. Llevo demasiados años aguantando la misma farsa. Desde que mi padre se empeñó en que tenía que casarme con ese muchacho tan prometedor, hijo de un amigo suyo. Y yo no me opuse. ¿Qué podía haber hecho? Ellos seguían con su férrea vigilancia aunque hicieran treguas. Pensé que si me casaba tendría más libertad. Al fin y al cabo, siempre podría divorciarme y entonces recuperar mi libertad completamente.

Pero no me divorcio, sigo casada con alguien a quien no soporto y al que sólo me une un contrato en el que figuran las firmas de ambos. Y mientras, sigo aguantando estas comidas familiares donde se exponen los logros personales y se machaca con la insidiosa pregunta de siempre: ¿Cuándo nos vais a dar un nietecito?

Espera sentada, vieja pécora. O pídele el nietecito a alguna de sus zorras.

El timbre del móvil me saca del letargo. Rebusco en el bolso aunque sé que ahora mismo sólo me podría llamar una persona. Y no me equivoco. Es ella, mi camarera. Rechazo la llamada y apago el móvil. Juanjo ni me mira mientras lo hago. Un momento después me pregunta: ¿quién era? No lo sé, me he quedado sin batería. Será alguien del hospital, no sé… La conversación termina ahí. A Juanjo le importa poco quien me llame. A veces me pregunto por qué seguimos manteniendo esta farsa.

Comida y más comida. Como si fuéramos un ejército que regresa de combate. Cuando el verdadero combate es este. El que entablamos cada vez que nos sentamos a esta mesa. O a otra similar. Mis padres, los de Juanjo y su hermano. El pobre Jesús, que tiene que cargar con el estigma de ser la oveja negra de la familia por haberse conformado, según ellos, con ser profesor de Historia en un instituto de secundaria de la periferia. En una familia de médicos y psiquiatras de éxito siempre lo han considerado como una auténtica deshonra. Mucho más que el hecho de que Jesús sea también la oveja rosa, la única persona de homosexualidad declarada en la familia. Aunque nunca se habla de ello. Los padres lo toleran pero hacen como si no existiese. Juanjo lo critica abiertamente aunque nunca en público ni delante de él. Las formas ante todo. Si mi hermano es maricón no es algo que se tenga que saber en una esfera diferente a la estrictamente familiar.

Lo peor de la comida: la sobremesa. Como si aún estuviéramos en una sociedad victoriana, los hombres se reúnen en un salón aparte, con brandy y habanos, a hablar de trabajo mientras que las mujeres nos juntamos en el saloncito con nuestros insípidos cafés con leche, a hablar de trivialidades de la prensa rosa y esos conocidos de los lugares comunes que frecuentamos. Hoy, más que nunca, se marca la diferencia que existe entre ellos y yo. Quizá sea la presencia de Jesús, tan poco habitual en este tipo de reuniones, la que hace más patente nuestra común disidencia del orden establecido. Le veo deambular por el jardín a través de los ventanales y decido que tengo que salir. Buscar su compañía. Porque tenemos más en común de lo que él se podría imaginar. Porque quién se podría imaginar que la hija perfecta, la mujer que a sus casi treinta y cuatro años tiene plaza fija en el hospital y se va haciendo un hueco y un nombre en la profesión, quién se podría imaginar que a ella lo que de verdad le gustaría sería dejar ese mundo, dejar a su perfecto marido para dedicarse a vivir la vida de verdad. Que lo que realmente le gustaría es tener a una mujer, no a un hombre, esperándola por las noches con la cena preparada. Al menos Jesús ha tenido la honestidad y la valentía de hacerle frente a la verdad. Yo sigo bajo el yugo de la convención. Aunque a veces me escape por los resquicios.

Me acerco a él por detrás. Se sobresalta porque no me esperaba. Le ofrezco un cigarro. Menea negativamente la cabeza. Se me había olvidado que no fuma. Me enciendo el cigarro mirando al infinito, como él. ¿Qué tal?, le pregunto. Bien, me contesta él. ¿Y en el instituto? Bien, estoy muy contento, mis chicos son un encanto, aunque hay cada uno que… Los dos nos reímos. Ya, las nuevas generaciones. Sí, hay gente muy válida pero hay otra a la que habría que sentar y explicarle que la vida es algo más que hacer lo que ellos quieran. Los dos estamos cortados. Nunca hemos tenido mucho contacto. Y a mí ahora me gustaría poder abrirme a él, decirle que entiendo exactamente cómo se siente cada vez que acude a una de estas reuniones familiares. Que yo también siento distinto aunque aparente lo contrario. Que a mí lo que me gustaría es compartir mi vida con una mujer que me quisiera en lugar de hacerlo con un afamado psiquiatra que la mayor parte del tiempo se olvida de mi existencia en su vida. Seguro que él me comprendería. Porque él es igual que yo. Siente lo mismo que yo. Aunque él no lo esconde, lo afronta, lo hace público y acarrea con las consecuencias. Él es valiente, es honesto y consecuente. Yo no.

¿Qué tal con…?, empiezo a preguntarle sin conseguir recordar el nombre del chico con el que sale. ¿Con Jose? me recuerda él. Bien, cada vez mejor, estoy empezando a pensar en pedirle que vivamos juntos. Aunque a estos les daría un patatús si supieran que quiero volver a vivir con otro tío. A veces me da la sensación de que aún están esperando que vaya por el buen camino y deje la fase de la ambigüedad. Agradezco la confianza y la confidencia. Sí, ya, aún pensarán que estás atravesando una fase que se te pasará en cuanto encuentres a la mujer adecuada. Me sonríe con complicidad y siento que quizá podría contarle la verdad, lo que nadie sabe, lo que incluso mis padres han olvidado. Me pregunto si él estará al corriente de lo que ocurrió hace años. Mis padres han hecho siempre como si no hubiera ocurrido pero nunca se sabe hasta dónde pueden llegar los rumores.

¿Te puedo hacer una pregunta?, me dice de repente, lo que confirma mis sospechas. Tú dirás, le contesto. No sé, es un poco violento, es algo que escuché hace tiempo, muy de pasada y no sé hasta qué punto es verdad. Le miro interrogante. Bueno, verás, cuando empezaste a salir con mi hermano, escuché en algún momento que antes de conocerle… bueno, que en la facultad tuviste una historia con… con una chica. Se me queda mirando, esperando una respuesta, la confirmación de sus sospechas de que estoy en su mismo barco. ¿Es verdad?, se atreve a preguntar. Yo le miro a los ojos. Sí, es verdad, le contesto. Él vuelve a perder la mirada en el infinito. Bueno, supongo que en tu caso sí que pudo ser una fase, me dice sin mirarme. Yo estoy helada, son muchas confesiones en muy poco tiempo pero sé que con él estoy segura, que él no dirá nada. Espero a que vuelva a mirarme, a que vuelva a posar su mirada sobre mí para que vea mi rostro, mis ojos vidriosos, anhelantes, ansiosos de destapar la verdad, aunque tan sólo sea ante él, y que me oiga decir, sin titubeos, con total seguridad, las palabras que llevo años diciéndome a mí misma.

No, no fue una fase. Soy así. Es lo que siento. Pero me he obligado a mí misma a ocultarlo.

Sus ojos buscan los míos a la hora de la despedida. Mi confesión nos ha unido y ahora las cosas son algo diferentes entre nosotros. Ya no sólo somos los cuñados que se limitan a saludarse cordialmente y hablar del tiempo porque no tienen nada en común que contarse. Nos apartamos instintivamente de los demás. Me abraza con fuerza, pegando su pecho al mío. Sé fuerte, me susurra al oído. Algún día harás frente a todo. Casi se me saltan las lágrimas al oírle. Me separo de él y cambio mi cara para poder despedirme de los demás sin que noten el estado de ánimo tan deplorable que me domina.

Salimos de la casa. Mis padres se dirigen a su coche, Juanjo y yo al nuestro. Jesús, con el casco colgado del brazo, se acerca a su enorme moto. Se monta en ella y, antes de ponerse el casco, me lanza una mirada llena de ternura. Asiento con la cabeza, intentando hacerle comprender. Él también asiente, se coloca el casco y arranca la máquina. Sale a toda velocidad antes de que ninguno de nosotros se haya puesto en marcha.

No sabía que fueras tan amiga de mi hermano, me dice Juanjo. Y no lo soy, simplemente he estado hablando un poco con él. ¿Sólo hablando? Y escuchando sus mariconadas, seguro. Mira, lo último que le hace falta a mi hermano es que le apoyemos en su estilo de vida… alternativo. A ver si se da cuenta de que así no se puede ir por el mundo. Le miro sorprendida. Y con rabia. Con furia. Me dan ganas de gritarle, de chillarle. De decirle: ¿y tú qué? ¿Sabes que estás casado con una jodida bollera? ¿Con alguien que a tus ojos es tanto o más abominable que tu hermano? Porque al menos tu hermano ha tenido los huevos suficientes de plantaros cara a todos mientras que yo sigo sin tener valor siquiera para dejarte. Me pregunto qué cara pondría al enterarse. Pero Juanjo sigue con la vista fija en la carretera, no me mira. Nunca me mira. Algún día querrá buscarme con la mirada y no me volverá a encontrar.

Me da miedo ir al hospital. Aunque esta semana nuestros turnos no coincidan. Siento que le debo una explicación. No por marcharme de aquel modo de su casa el sábado por la mañana. Le debo una explicación por todo lo que no le he dicho, por todo lo que le he ocultado, por todo en lo que he mentido. Pero siento que no puedo. No puedo, no puedo, no puedo,…

Me llama al móvil constantemente. Me manda mensajes escritos. Me deja otros tantos en el buzón de voz. Y yo no contesto, no contesto nunca. Hasta que deja de llamarme, de enviarme mensajes. Desaparece de repente. Aunque sigue en el mismo sitio de siempre. En el sitio en que la dejé.

Me la encuentro en el hospital. En un pasillo. Es obvio que me estaba buscando. La veo a lo lejos. Nuestras miradas se cruzan aunque yo intente fingir que no la he visto fijando mis ojos en unos informes que llevo en la mano. Se interpone en mi camino, entorpeciendo mis pasos. Me obliga a mirarla. Pero ella no dice nada, tan sólo me observa con unos ojos tristes y vidriosos. Después de un momento así me pregunta: ¿No tienes nada que decirme?

Casi no puedo creer a mi voz diciendo: No, no tengo nada que decirte.

Casi no puedo creer que mi cuerpo sea capaz de esquivarla y seguir su camino. Dejarla atrás.

No ha vuelto a llamar. ¿Acaso esperaba que lo hiciera? Nadie quiere ser el felpudo de nadie. Nadie viene tambaleándose a pedir más golpes.

Y por las noches, las dos acuden a mi mente. Se conjuran, se pelean por acaparar mis pensamientos. La primera y la última. Las únicas mujeres que han entrado en mi vida y en mi cama. Sus voces resuenan con ecos en mi cabeza. Sus miradas, sus cuerpos, sus sexos. Todo vuelve para martirizarme.

Los días pasan. Las noches son crueles. Cada vez más largas. Mi cabeza no puede más. Creo que estallará de un momento a otro. Igual que mi pecho inflado de angustia. Los turnos van cambiando, fomentando mi insomnio. Las ojeras crecen bajo mis ojos, sus órbitas enrojecen. Pierdo peso y mis costillas dibujan un bajorrelieve en la piel de mi torso. Quince años después vuelvo a perder el rumbo. También entre pasillos de hospital. Pero ahora nadie pensaría que yo puedo ser la enferma. Siempre soy yo la que cura las heridas pero ¿quién sanará las mías?

Tumbada en la cama, la habitación en penumbra, las luces de las farolas se cuelan por entre las rendijas de la persiana. Juanjo sigue abajo, encerrado en su despacho. Desearía que pasase toda la noche en él, que no viniera a esta cama, que no tuviera que sentir su contacto, su piel, su respiración. Desearía desaparecer, desintegrarme, que no quedase ningún rastro de mí sobre esta cama, ni en la vida de quienes me conocen. Me gustaría desaparecer y que nadie recordarse que alguna vez existí en el mismo mundo que ellos. Rota mi memoria, ahogado mi dolor. Flotar en un limbo de olvido. No ser. No sentir.

Oigo que Juanjo sale del despacho. Escucho sus pasos subiendo cada peldaño de la escalera y lo hago con temor, con el miedo de que el peligro acecha, se acerca, me atrapa. Asesino de mi vida emocional tanto como yo. Verdugo de un castigo que yo misma me impuse. Le veo entrar en la habitación. Finjo dormir. Él entra en el cuarto de baño. Orina, se lava los dientes, la cara, siempre tan insoportablemente metódico. Sale apagando la luz. Enciende la lamparita de la mesita de noche que hay en su lado de la cama. Coge el pijama y se lo pone con lentitud y parsimonia. Se mete en la cama y apaga la lamparita. Pero esta noche no me da la espalda como todas las noches. Esta noche no.

Se pega a mí. Rodea mi cintura con su brazo, introduce la mano por debajo del elástico de mis bragas. Noto su sexo duro creciendo contra mis nalgas. Continúo intentando fingir que estoy profundamente dormida. Pero él sigue avanzando. Le rechazo sin convicción, como entre sueños. No sirve de nada.

Empieza a intentar quitarme la ropa. Dejo de fingir que duermo y me revuelvo violentamente en la cama. El corazón me late a mil. Él se sorprende, casi se asusta.

¿Qué coño te pasa? ¡No me toques!, le chillo. ¡Suéltame! ¡No me toques! ¡Pero bueno, soy tu marido, tengo derecho a follar contigo! ¡Fóllate a alguna de tus zorras! ¡A mí déjame en paz! ¡No me toques! Me levanto de la cama y enciendo la luz. ¡No me toques más! ¡No quiero que me toques más! Juanjo me mira incrédulo, ridículo con el pene erecto emergiéndole por la abertura del pantalón del pijama. Luego se vuelve cruel. ¿Pero qué te pasa? ¿Te has vuelto loca? Mírate, eres una histérica, una desquiciada. Se levanta de la cama. El miedo me hace salir de la habitación y correr escaleras abajo.

Me encierro con llave en el despacho. Me siento en el suelo, tras la enorme mesa, abrazándome las piernas. Oigo sus gritos cada vez más lejanos, sus golpes en la puerta resuenan muy débiles en mi cabeza. Sin embargo, mis lágrimas salen con más fuerza. Me siento morir con cada una de ellas. Creo que estoy gritando.

Los golpes cesan, los gritos también. Mi llanto no. No puedo parar. No puedo moverme. Sé que Juanjo sigue al otro lado de la puerta. Tengo miedo. No quiero salir. No quiero salir. No quiero salir.

Me incorporo casi a rastras. Dejo caer mi cuerpo agarrotado sobre el sillón de cuero. Alargo mi mano hasta que alcanzo la caja de kleenex que hay en una esquina de la mesa. Seco mis ojos, mis mejillas, mi boca. Descargo mi nariz. Miro a mi alrededor sin acabar de reconocer lo que veo. Todo me resulta tan extraño… Esta no es mi casa. Esta no es mi casa.

Veo mi mano descolgar el auricular del teléfono. La veo pulsar un número tras otro. Las nueve cifras memorizadas a golpes de recuerdo y ansiedad. Mientras oigo como suena cada llamada vuelvo a llorar, más desesperada, más cansada, más desgarrada que nunca…

Al otro lado descuelgan. Su voz somnolienta pero asustada por lo extraño de la hora contesta: ¿Sí? Dígame. ¿Quién es?

Y yo sólo lloro.

¿Quién es? vuelve a preguntar.

Y mi llanto desconsolado por toda respuesta.

¿Quién es? ¿Quién es? ¿Quién es? La pregunta resuena, se amplifica, me culpabiliza más todavía.

¿Quién es? ¿Quién es? ¿Quién es? Ojalá lo supieras. Ojalá pudieras adivinarlo. Ojalá pudieras recibirme de nuevo en tu vida.

Cuelgo el teléfono sin dejar de llorar. Soy yo, cariño. Te quiero.

Aún te quiero.