Se levantó a media mañana. Por una vez había conseguido no vegetar en la cama hasta la hora de comer. Entonces decidió no hacer caso al estado depresivo que llevaba varios días dominándola. Se dio una ducha y cambió las sábanas de la cama. Recogió un poco la casa y preparó café. Encendió el ordenador mientras se servía una taza. Su perro le imploraba con la mirada para que le bajase a la calle. Hizo caso omiso a sus ojos suplicantes y abrió su correo electrónico. Ningún mensaje. Sintió una punzada de vacío en el estómago. Últimamente todo el mundo parecía haberse olvidado de ella. Luego comprobó el estado de su cuenta corriente sin saber muy bien por qué, aún faltaba mucho para que le ingresasen el dinero del subsidio del paro. Su estómago se inundaba de decepción al ver cómo la cantidad que había ahorrado iba menguando día tras día. A pesar de sus esfuerzos por animarse, las circunstancias no se lo ponían nada fácil. Apagó el ordenador y buscó la correa del perro.
Ya en la calle, sintió deseos de fumarse un cigarrillo. Sabía que era inútil. Había decidido dejar de fumar para recortar gastos. Y aunque en alguna ocasión había comprado cigarrillos sueltos, en esencia, superando con mucho esfuerzo la ansiedad creada por la falta de nicotina, se podría decir que lo estaba consiguiendo. Para alguien que llegaba a fumarse casi dos paquetes diarios era todo un logro.
Sí, su vida había dado un giro radical en los últimos dos años. Primero fue la ruptura con su novia lo que le sumió en un continuo estado de dolor del que llegó a creer que no saldría jamás. Luego fue lo que ella veía como el distanciamiento de algunos de sus amigos, siempre inmersos en sus trabajos, en sus fantásticas parejas y en innumerables quehaceres que no solían incluirla a ella. Y, para acabar de rematar la faena, se había quedado sin trabajo. Finalización de contrato sin posibilidad de renovación y un exiguo paro que apenas si le llegaba para cubrir gastos. ¿Quién no se hundiría ante una situación así? Le hacía gracia que algunos de los amigos que había logrado conservar le restaran importancia a lo que le estaba ocurriendo. Daría su brazo derecho por verles a ellos en su situación. Debía de resultar fácil, desde un pedestal construido sobre un buen trabajo, pareja estable y bonanza económica, decir lo que marchaba mal en una vida que sólo veían desde fuera. Ella nunca había disfrutado de esa situación tan cercana a la felicidad que parecía regir la existencia de sus amigos. Siempre había fallado algo. Y ahora se le acababa el dinero, se le acababan las ilusiones, se le acababan las fuerzas. ¿Que tenía que salir de todo aquello? Ya lo sabía, no hacía falta que se lo recordaran a cada momento. Pero tampoco necesitaba que le dijeran que su pesar no tenía razón de ser.
Tiró de la correa para que el perro dejase de husmear en los arbustos del parque y ambos iniciaron el camino de regreso a casa. Al subir al piso le rellenó el comedero con pienso y agua fresca. Miró su reloj de pulsera. Era demasiado tarde para ir al gimnasio, mejor lo dejaba para última hora. Comenzó a preparar la comida.
Comió sin ganas, más que nada por obligarse a meter algo en el estómago. Recogió los platos, fregó toda la loza acumulada en el fregadero y se sentó frente al televisor. Aún no eran las cuatro y sentía que ya había agotado el día. ¿Qué hacer hasta que llegase la noche, hasta que llegase el momento de acostarse, de dar por finalizado un día más, otro día desperdiciado y tirado por el desagüe de su vida? Había decidido ir al gimnasio a última hora para cansarse lo suficiente como para llegar a casa, ducharse, comer algo rápido y meterse en la cama antes de que el insomnio volviese a hacer acto de presencia. A ver si así mañana podía levantarse más temprano. Pero, más temprano, ¿para qué?
En televisión no había nada interesante y tampoco le apetecía poner alguna película que, seguramente, ya se sabría de memoria. El ordenador quedaba descartado porque navegar por la red durante horas para llenarse la cabeza de información inútil le resultaba una actividad alienante en ese momento. Tampoco tenía la suficiente calma como para leer un libro. En verdad no tenía ganas de nada. Se sentía como un animal enjaulado, un ave a la que le han cortado las alas y sólo puede dar pequeños saltos en busca de una salida.
Le hubiera gustado no estar tan pendiente de los gastos e irse al cine o a cenar algo más apetitoso que la repetitiva pasta que tomaba últimamente para llenar el estómago. O correrse una buena juerga y quizá acabar en la cama con alguna chica. Sin embargo sabía que nada de eso era posible. Sin dinero no hay placeres.
Pero tenía que salir de aquellas cuatro paredes como fuera. Necesitaba estar acompañada. Y su compañero de piso no llegaría hasta bien entrada la noche. Pensó en tirar de agenda y llamar a alguien. Un rápido vistazo le disuadió de hacerlo. No le apetecía ver a nadie de los que se encontraban en ella. Aparte de que ponía en duda que alguno de ellos tuviera tiempo para verla.
En un arrebato repentino, se puso una chaqueta, cogió las llaves y se lanzó a la calle.
Fue en metro hasta el centro y se bajó en Callao. Bien, ya estaba en la calle, ahora ¿qué hacía? Comenzó a andar lentamente, con un aire dubitativo que contrastaba enormemente con los andares nerviosos y acelerados de los transeúntes que llenaban aquella tarde la Plaza del Callao. Caminó distraídamente calle del Carmen abajo, mirando escaparates, hasta llegar a la Puerta del Sol. Ya allí, se quedó un momento apoyada en la estatua del Oso y el Madroño fingiendo que esperaba a alguien. Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y miró con indiferencia hacia el reloj recordando la cantidad de veces que había venido a este lugar a tomar las uvas en Nochevieja. Durante diez minutos mantuvo su posición, observando a la gente que iba y venía. Una vez transcurrido ese tiempo, dio media vuelta y comenzó a desandar el camino que había recorrido un rato antes. Esta vez sus pasos la condujeron al interior de la Fnac. Sabía por experiencia que era decepcionante entrar en un sitio como aquel en un momento en que su cuenta corriente estaba sometida a la restricción de las vacas flacas, pero estaba tan aburrida que pensó que nada tenía que perder por entrar.
Hizo la primera parada en la planta de discos. Puesto que en esta ocasión no tenía intención de comprar nada, se dijo a sí misma que era una buena oportunidad para mirar discos con calma. Escuchó varios de ellos, tomando nota mentalmente de los que luego podría intentar bajarse de Internet. Pasó un largo rato mirando los cofres y las ediciones especiales y sus exorbitantes precios. Tras media hora allí, decidió que era el momento de cambiar de planta y se dirigió a la de libros.
Estaba a punto de empezar a subir por las escaleras mecánicas cuando una chica que venía por detrás chocó con ella y, a causa del tropiezo, estuvo a punto de caérsele una bolsa de la Casa del Libro que llevaba en la mano.
—Perdona —dijo ella con voz neutra y apenas audible, como en todas las ocasiones que le ocurría algo parecido. Mascullaba alguna fórmula de cortesía y procuraba desviar la mirada hacia otra parte rápidamente.
—No, perdóname tú a mí —dijo la chica de manera desenvuelta—. Siempre voy sin mirar.
Entonces Silvia volvió a posar la vista en la desconocida. No pudo por menos que mirarla con admiración. Era muy guapa. Llevaba el pelo rubio cortado a medio camino entre el estilo garçon y el look que Meg Ryan impuso hacía tres o cuatro temporadas. Pero el parecido con la actriz terminaba ahí. Sus ojos eran redondos y castaños, enmarcados en un rostro anguloso que imprimía dureza y decisión a una expresión inicialmente dulce.
Llegaron a la tercera planta y al ver que, en lugar de echar a andar y perderse entre los estantes, la mujer giraba, igual que ella, a la derecha para seguir ascendiendo, descubrió, no sin cierta alegría, que —era obvio— iban al mismo sitio. El último tramo de escaleras se le hizo incómodo. Le lanzó una tímida sonrisa de circunstancias y cuando las escaleras llegaron al nivel de la cuarta planta, casi suspiró aliviada.
Se detuvo ante el mostrador de novedades observando cómo la desconocida se dirigía con paso decidido hacia el fondo. Manoseó algunos libros sin mirarlos realmente al tiempo que lanzaba furtivas miradas en la dirección por la que se había encaminado la mujer. Pronto la perdió de vista. La buscó con disimulo hasta volver a avistarla mientras iba deteniéndose en cada nuevo mostrador que se cruzaba en su camino. Cogía un libro, le daba la vuelta, leía por encima la contraportada y lo volvía a dejar en su sitio. Así una y otra vez. Notó que miraba a la desconocida con demasiado ahínco y trató de disimularlo. Siguió avanzando hasta encontrarse en la sección de los libros de bolsillo, a pocos metros de donde se encontraba el objeto de sus miradas. Bien, al menos no parecía haberse percatado de su interés. Le dio intencionadamente la espalda y cogió un libro al azar. Cuando posó la vista en él sintió una punzada en el estómago. Era un libro de Patricia Highsmith titulado Carol. Carol. El nombre de su ex novia. Aunque por alguna de sus innumerables manías nunca permitía que nadie la llamase así. Ni siquiera ella. Carol, no. Carolina, como la canción. Al darle la vuelta y leer la contraportada comprobó, no sin cierto estupor, que el argumento de la novela giraba en torno a la historia de amor que surgía entre dos mujeres. Increíble. ¿Cómo es que nunca había oído hablar de él?
—¿Lo has leído? —le preguntó una voz a su lado. Tardó varios segundos en reaccionar. Desvió la mirada del libro para dirigirla hacia el rostro de la autora de la pregunta. Que no era otra que la mujer desconocida que llevaba un cuarto de hora observando furtivamente.
—¿Eh? No, no. No lo he leído. La verdad es que nunca había oído hablar de él.
—¿No? —pareció sorprendida—. Está muy bien. Al menos a mí me gustó mucho cuando lo leí. Aunque hace años de eso. —Soltó una breve carcajada—. Cuando estaba en el instituto, creo.
—Sí, la verdad es que tiene buena pinta —afirmó con toda la intención de dejarle claro que le interesaba mucho el tema del que hablaba la novela.
—¿Sabes —comenzó a decir cogiendo otro ejemplar— que este fue uno de los primeros libros de temática gay que tenía un final feliz? Se publicó en los cincuenta. —Miró el libro con aire ausente—. En esa época no era tan fácil como ahora decir lo que pensabas. Ni lo que sentías.
—Ya —dijo ella pensando automáticamente que estaba quedando como una completa imbécil.
—Me parece que me lo voy a comprar. Hace mucho que lo leí y me gustaría releerlo. Me trae buenos recuerdos.
Ella asintió y no abrió la boca. La desconocida la miró a los ojos como si quisiera desentrañar algún misterio en su fondo.
—Te lo recomendaría pero como no conozco tus gustos… Tus gustos literarios, ya me entiendes, pues no me atrevo…
«Vaya forma más directa de averiguar si entiendo», pensó Silvia. Decidió ponérselo fácil.
—Me llama la atención pero, la verdad, un libro que lleva en la portada el nombre de mi ex me tira un poco para atrás.
¿Fue satisfacción lo que sugería la abierta sonrisa con la que había recibido la confirmación de sus sospechas?
—¿Tu ex novia se llamaba Carol? —preguntó la desconocida.
—Carolina —puntualizó ella—. No soportaba que la llamasen Carol.
—Carolina —repitió la desconocida asintiendo con la cabeza—, como la canción.
—Sí, como la canción —afirmó ella con un deje irónico.
—¿Otro recuerdo doloroso? —preguntó temerosa.
—Más bien. Pero hace tiempo que dejó de importarme.
La desconocida hizo un gesto de barrido con la mano, como si corriera un tupido velo sobre la conversación anterior.
—Bueno, dejemos a un lado los temas desagradables. Me llamo Ángela.
Y le tendió la mano. Ella se sintió un tanto contrariada ante ese gesto tan formal y típicamente anglosajón. Se la estrechó con firmeza al tiempo que decía su nombre.
—Yo me llamo Silvia.
—Bueno, Silvia —comenzó Ángela. Silvia pensó que ahí acabaría todo, se despedirían y cada una se iría por su lado. O quizá no. Ojalá que no—. ¿Te apetece un café? Llevo todo el día currando y me apetece un poco de compañía y una conversación que no tenga que ver con el trabajo… —La miró directa, inquisitivamente a los ojos—. ¿Qué me dices?
A Silvia casi se le sale el corazón del pecho. Claro que quería. Tenía unas pocas monedas en el bolsillo y, a pesar de su disciplina de recortar gastos, no se le ocurría mejor modo de emplearlas que tomando un café con aquella mujer que se le acababa de aparecer.
—Buena idea. Yo también necesito un poco de compañía.
—Estupendo. Vamos a pagar esto y mientras tanto decidimos dónde lo tomamos.
Ambas se dirigieron con paso firme hacia las escaleras mecánicas de bajada. Silvia no podía creer lo que le estaba pasando. No podía ser tan fácil. Sin embargo parecía que el interés que la desconocida había despertado en ella había sido mutuo. Y era extraño que a ella le sucediesen esas cosas.
Silvia propuso ir al Underwood, una de sus cafeterías preferidas. En el camino que iba de la Fnac hasta allí hablaron de cosas generales. Supo que Ángela era periodista, que había pasado varios años como corresponsal en Londres y que hacía apenas dos decidió volver a España y buscar un trabajo en Madrid. Ahora trabajaba en un conocido portal generalista de Internet y se acababa de comprar un piso en Atocha, un auténtico chollazo que consiguió gracias a un amigo. Y como estaban haciendo algunas reformas en él, mientras esperaba que acabaran, vivía temporalmente en casa de su hermana. Por su parte, Silvia le explicó que había estado trabajando durante casi tres años en una pequeña editorial que en los últimos tiempos atravesaba graves problemas económicos y que, por esa razón, cuando finalizó su contrato no hubo posibilidad de renovarlo. De eso no hacía aún ni dos meses y de momento prefería cobrar el paro y dedicarse a buscar otro trabajo con calma.
—¿Y has encontrado algo? —le preguntó Ángela.
—Pues, no… —Silvia dudó—. Bueno, la verdad es que tampoco he buscado demasiado. He estado un poco depre desde que empezó el año.
—Pues eso no puede ser, niña —le reprendió cómicamente—. No te puedes dormir en los laureles, el trabajo es importante.
—No, si ya… —dijo ella con vaguedad.
Ángela abrió su bolso y buscó algo en él. Su mano emergió portando una pitillera de piel. La abrió y entresacó un cigarro para ofrecérselo.
—¿Fumas?
Silvia se lo pensó. Hacía varios días que no fumaba ni siquiera un cigarrillo suelto para calmar la ansiedad. Y, siendo sincera, no lo había echado de menos. Sin embargo, ver a Ángela ofreciéndoselo le hacía desearlo. Extendió la mano hacia la pitillera, lo sacó y se lo puso en los labios. Cuando Ángela acercó el mechero para encendérselo, hizo pantalla con una de sus manos rozando levemente la de ella. Sintió cómo un escalofrío le recorría toda la espalda de principio a fin.
—Gracias —dijo exhalando el humo. Ángela se encendía el suyo y hacía lo propio.
—¿Y hace mucho que lo dejaste con tu novia? —atacó Ángela de repente.
A Silvia le pilló por sorpresa. ¿Era esa la clase de pregunta que se le hacía a una desconocida? Por mucho que ella hubiera tocado el tema un rato antes, no había entrado en detalles, ni tampoco creía haber dado pie a esa familiaridad con la que Ángela lo estaba abordando en aquel momento. De todas formas, le interesaba dejar claro ese aspecto cuanto antes para que supiera que el camino estaba libre.
—Sí. Hace casi dos años. Pero, bueno, ahora ya no me importa.
—¿Ahora —enfatizó la palabra— ya no te importa? Lo pasaste mal, entonces. ¿Lo dejó ella?
—Sí, lo dejó ella.
—¿Por qué?
Aquello ya rozaba el interrogatorio. Si Ángela estaba interesada en Silvia le bastaría con saber que no tenía novia y que a la última ya la tenía olvidada y enterrada.
—Bueno, una de sus explicaciones fue que me dejaba porque yo la quería demasiado. No tuvimos un final feliz.
—¿La agobiabas?
—No. La verdad es que nos veíamos bastante poco. Ella vivía con sus padres.
—Pues vaya tontería.
—Bueno, ella era muy joven. Tenía dieciocho años. No creo que supiera muy bien lo que quería o lo que no.
—¿Y tú cuántos tienes?
—Veinticuatro. Y ya que estamos, ¿cuántos tienes tú? —contraatacó Silvia, ya era hora de que fuese otra quien contestase a las preguntas.
—De momento treinta y tres, pero me queda poco. En un par de semanas cumplo treinta y cuatro —anunció.
—¿Cuándo?
—El día de San Valentín —sonrió—. Pero nunca he creído que la edad sea un problema.
—¿Un problema para qué? —preguntó Silvia siguiéndole el juego.
—Para nada —dijo ella con complicidad antes de darle un sorbo a su café.
Hacia las nueve, Ángela se ofreció a llevarla hasta su casa. Había venido en coche porque su hermana vivía en las afueras y lo tenía aparcado en el parking de Santo Domingo. Mientras caminaban hacia allí, volvieron a hablar de cosas sin importancia, abandonado ya el tono de interrogatorio que Ángela había adoptado en la cafetería. Se montaron en el coche y Silvia le indicó cómo ir hasta su casa. Cuando llegaron, Ángela paró el coche en doble fila y puso el intermitente.
—Así que aquí vives tú —dijo Ángela mirando a los edificios que se encontraban a la derecha.
—Sí —rio Silvia—. Pero en ese portal de allí —explicó señalando hacia el otro lado de la calle.
—¡Ah! —sonrió.
Se hizo un silencio incómodo en el interior del coche. Silvia estaba nerviosa. No sabía qué decir ni qué hacer.
—Bueno, pues nada, ya nos vemos —fue lo único que se le ocurrió.
Y abrió la portezuela para salir.
—Sí… Ya nos vemos —repitió Ángela un tanto cortada.
Silvia salió del coche y cerró la puerta. Hubiera dado lo que fuera por haber continuado hablando, por haber tenido el suficiente valor como para haberla invitado a subir a su casa a tomar algo o a cenar. Pero la timidez y el nerviosismo la paralizaban. Aparentando normalidad, comenzó a bordear el coche. Estaba a punto de cruzar la calle cuando Ángela la llamó.
—Silvia, espera.
Una súbita alegría le recorrió el cuerpo por entero. Tuvo que hacer esfuerzos para no darse la vuelta con la estúpida sonrisa que se acababa de apoderar de su rostro.
—¿Sí? —preguntó volviendo a dirigirse al coche.
Vio que Ángela se había girado y buscaba algo en el asiento de atrás. Cuando volvió a mirar hacia Silvia le tendió un libro. Era el libro de Patricia Highsmith.
—Toma. Léetelo y así me dices qué te parece.
Silvia cogió el libro como una autómata. Se había quedado sin palabras. Otra vez.
—Ah… Bueno, vale… Me lo leeré enseguida para devolvértelo cuanto antes.
—Tranquila, sin prisas. Espero que te guste —quitó el intermitente—. Bueno, ahora sí que me tengo que ir. Ya hablamos, ¿vale?
—Vale —contestó Silvia.
Y se dio la vuelta para dejar de mostrar su estúpida cara de felicidad. Sintió alejarse el coche tras de sí justo en el momento de darse cuenta de que no se habían intercambiado los teléfonos ni nada. Busco el coche con la mirada pero ya había desaparecido de su campo de visión. ¿Cómo iban a volver a verse? ¿Qué iba a hacer Ángela para encontrarla? ¿Ir puerta por puerta por todos los bloques de su calle hasta dar con ella?
Subió dándole vueltas a todo lo ocurrido esa tarde. Se sentía confundida y mareada. Había conocido a una tía interesante pero ahora parecía bastante difícil que la volviera a ver.
Al abrir la puerta de su piso comprobó que su compañero ya había llegado. «Menos mal —pensó—, porque necesito contarle todo esto a alguien». Llegó hasta el salón mientras su perro brincaba y hacía fiestas alrededor de ella. Jose estaba comiendo una especie de tallarines, sentado frente al televisor.
—¡Buenas! —saludó—. ¿De dónde vienes?
—Si te lo cuento, no te lo vas a creer.
—Pues empieza a contármelo, ya veré si me lo creo o no.
Silvia se sentó a horcajadas en una silla apoyando los brazos en el respaldo, el libro aún en la mano.
—He conocido a alguien.
—¡Uy! Esto se pone interesante —bajó el volumen del televisor—. A ver, empieza desde el principio y con todo lujo de detalles, por favor.
—Bueno, pues nada, esta tarde me fui al centro a dar una vuelta. Y me metí en la Fnac a pasar el rato. Y justo cuando estaba subiendo las escaleras, una chica muy guapa se tropieza conmigo…
—Si te ha regalado flores ha sido impulso… —bromeó Jose a carcajada limpia.
—Calla, idiota… El caso es que llegamos a la planta de libros y cada una se va por su lado pero yo sin perderla de vista. En estas que me pongo a mirar un libro, aparece a mi lado y empieza a hablar conmigo. Del libro, claro. Y el libro es de una historia de amor entre chicas, con lo que enseguida quedó claro que entendíamos. Y ya creía yo que la cosa acababa ahí cuando me dice que si me apetece un café. Así que nos vamos a Chueca y nos pasamos el resto de la tarde hablando. Hasta ahora, que me ha traído a casa.
—¿Y? —pregunta Jose, pícaro.
—Y nada. Yo estaba supernerviosa, me he despedido y me he bajado del coche, y justo cuando estaba cruzando, me llama y me da esto —Silvia mostró el libro—, que es por lo que empezamos a hablar en la Fnac.
—A ver —le pidió Jose. Ella se lo tendió.
—El problema —comenzó de nuevo con aire abatido levantándose de la silla— es que no nos hemos dado los teléfonos ni nada, así que no creo que nos volvamos a ver.
Jose hojeaba el libro con curiosidad.
—¿Y esto? —exclamó.
—¿El qué? —preguntó ella.
Jose le mostró la primera página con gesto triunfal.
—Me parece que sí puedes volver a verla —sonrió alzando las cejas cómicamente.
Silvia cogió el libro. En la primera página había una dedicatoria: «Aunque parezca que los finales felices sólo existen en la ficción, no desesperes. Hay ocasiones en que la vida real también puede tenerlos. Inténtalo. Ángela». Debajo había escrito la fecha y un poco más abajo:
«Llámame cuando lo termines», junto a un número de móvil.
—¡Hostias! Lo debió escribir cuando fui al servicio. ¡Joder…!
—¡Niña, esa boquita! —se rio Jose—. Me parece que le has interesado tanto como ella a ti.
Silvia no podía creerlo.
Se leyó el libro de un tirón aquella noche. Sin embargo fue dejando pasar los días sin atreverse a llamar a Ángela. Para cualquiera hubiera resultado obvio que debía llamarla. Le había regalado un libro y en él había escrito una dedicatoria lo suficientemente explícita. «Inténtalo», decía en ella. Ángela debió adivinar el miedo que tenía a iniciar una relación, un miedo que no era sino una muy poco hábil manera de disfrazar el deseo que tenía de enamorarse. Y Ángela le decía que lo intentara. Arriesgándose más se podría incluso afirmar que le estaba instando a intentarlo con ella. ¿Por qué dudaba entonces? En un par de ocasiones había cogido el móvil y había marcado los números de su teléfono. Sin embargo no llegó a pulsar el botón para iniciar la llamada.
Fue Jose quien le dio la idea. ¿Por qué no montaban una pequeña reunión para el sábado e invitaban a unos cuantos amigos y, entre ellos, a «la chica de la Fnac», que era como su compañero de piso había bautizado a Ángela?
—Pues si te parece tan buena idea, ¿a qué esperas para llamarla? Ya estamos a jueves, como te descuides, cuando la quieras llamar tendrá otros planes… —le espetó Jose.
—Es que…
—Ejque, ejque, ejque,… —repitió Jose con acritud saliendo del salón.
Cuando regresó, Silvia vio que tenía el libro de Patricia Highsmith abierto en una mano y en el otro un móvil.
¡Joder! ¡Era su móvil!
—¡Jose! ¿Qué coño haces? —preguntó alarmada levantándose de un salto del sofá.
—Hacerte un favor. Toma, está dando señal… —le tendió el teléfono.
—¡Te voy a matar! ¡Eres un…! —No pudo continuar, al otro lado habían descolgado.
—¿Sí? —respondió una voz femenina. Silvia fulminó a Jose con la mirada.
—¿Ángela? —preguntó temerosa.
—Sí, soy yo —dijo ella. Pero no dijo nada más, se limitó a permanecer a la espera.
—No sé si te acuerdas de mí, soy Silvia… Nos conocimos el otro día en la Fnac…
La voz de Ángela cambió del tono impersonal a uno mucho más alegre.
—Claro que me acuerdo de ti. ¿Qué tal estás?
—Bien, bien,…
—Vaya, ya pensaba que no me ibas a llamar. Creí que te había asustado con lo del libro…
—No, no, tranquila, no me asustaste… Oye, mira, te llamaba porque, bueno, no sé, supongo que ya tendrás planes pero este sábado vamos a hacer en casa una pequeña fiesta con algunos amigos y había pensado que si quieres te podías pasar y…
—Y así comentamos qué te ha parecido el libro, porque te lo habrás leído, ¿no? —le dijo en un divertido tono mordaz.
—Sí… Claro —respondió Silvia pillada un poco por sorpresa.
—Me parece bien. Me tendrás que dar tu dirección exacta. Sé más o menos cómo llegar hasta allí pero no sé ni el portal ni el piso.
Silvia le dio la dirección bajo la mirada expectante y sonriente de Jose, que no se había perdido ni una sola palabra de la conversación.
—Bueno, pues el sábado nos vemos. ¿Sobre qué hora quieres que vaya?
—No sé, sobre las ocho más o menos.
—Sobre las ocho, vale… ¿Éste es tu número?
—Sí.
—No, es por si me retraso o algo, aunque no creo, aún no había hecho planes, siempre lo dejo para el último momento.
—Pues nada, nos vemos el sábado entonces.
—Venga, nos vemos. Un beso, ciao.
—Adiós.
Silvia colgó el teléfono con una sonrisa alucinada.
—¡Va a venir!
—Ya me he dado cuenta, niña, no creo que le estuvieras dando la dirección para el censo.
—Pues ya puedes ir llamando a la gente para que venga el sábado, que no tengo ganas de que luego no venga nadie y se piense que le he montado una encerrona.
—Uhmmmm, ya quisiera yo que me montara una encerrona alguien con una cama como la tuya… —le dijo juguetón.
Silvia le empujó sin mucha convicción mientras salía del salón.
—¡Idiota!
—Ya verás cómo al final vas a tener que agradecérmelo… —le gritó riendo.
El sábado por la mañana, Silvia se levantó inusualmente temprano. Puso música a todo volumen para animarse y, armada de cepillo, recogedor, aspirador, trapos y fregona, se dispuso a hacer zafarrancho de combate en el piso, que buena falta le hacía. Hacia las once, Jose apareció por el pasillo en calzoncillos y camiseta, con el pelo revuelto y frotándose los ojos.
—¿Se puede saber qué coño pasa?
—Nada. Estoy limpiando.
—Ya, eso ya lo veo. ¿Y a qué viene ese frenesí limpiador? Los sábados no te levantas hasta que no ha acabado el telediario…
—Quiero que la casa esté presentable para esta noche… —Señaló los cristales del salón—. ¿Sabías que se puede ver la calle a través de ellos? —le dijo en tono mordaz.
—¡Acabáramos! Hoy es la gran noche… —Y se dio la vuelta para volver a su cuarto.
—¡Eh, espera! ¿Quién va a venir al final?
—Pues… De momento Chus, Inma y Marga. Y Fede me dijo que le llamara después de comer, aunque no creo que venga. ¿Tú has llamado a alguien?
—Sí, a Cristina y María. Me dijeron que sí, pero ya sabes cómo son, a lo mejor a última hora me mandan un mensaje diciendo que no pueden venir.
—Ya… —Y reinició su camino hasta la habitación, dejando a Silvia sacando brillo a los cristales.
Como no tenía apetito, a la hora de comer se acercó al supermercado a comprar algunas cosas para la noche. Al volver al piso, Jose estaba acabando de comer. Cuando entró en la cocina a dejar el plato en el fregadero, husmeó en las bolsas con curiosidad.
—¿Qué piensas hacer?
—No mucho. Unos sándwiches, cosas de picar… No sé. Tenemos vodka y martini, ¿verdad?
—Sí.
—Iba a comprar whisky, pero ya se me salía del presupuesto…
—Si no te lo hubieras bebido todo cuando estuviste depre, tendrías, porque a mí no me gusta…
—Ya…
El perro permanecía entre los dos, sentado y atento a las bolsas de comida, por si le podía caer algo. Pero las cosas compradas se fueron colocando en los armarios y la nevera sin que nada cayera hacia él. Jose hizo ademán de salir de la cocina.
—¡Che! —le dijo Silvia—. ¿A dónde vas? —Señaló el fregadero—. Friega eso.
—Joder, hay que ver cómo te pones cuando viene alguien…
Todo el mundo había llegado ya, incluso Cristina y María, mundialmente conocidas por su impuntualidad. Los sándwiches empezaban a desaparecer, los platos se iban vaciando, el hielo tintineaba en los vasos y las botellas iban menguando.
—No va a venir, Jose —gimió Silvia en el oído de su compañero.
—Niña, tranquilízate. Sólo son las ocho y media.
—Las nueve menos veinticinco —le corrigió.
—Vale, las nueve menos veinticinco, tranquila, estará aparcando o le habrá pillado un atasco.
—No creo…
—¿Un sábado por la tarde? A estas horas Madrid tiene más coches que habitantes.
El timbre del telefonillo les interrumpió.
—¿Ves? Ahí la tienes —le dijo Jose con condescendencia. Silvia esbozó una tímida sonrisa y se dirigió hacia el telefonillo, que estaba junto a la puerta del piso. Brando ya estaba allí gimiendo, nervioso ante lo que entendía acertadamente como la llegada de nuevas víctimas a las que lamer y en torno a las cuales poder saltar reclamando atención. Silvia abrió sin preguntar y el escaso minuto que Ángela (porque era ella, no podía ser otra) tardó en subir se le hizo eterno. El timbre de la puerta sonó, alborotando a Brando aún más si cabe. Abrió con él en brazos, agitándose desesperadamente para hacerle fiestas a la recién llegada.
—Hola… No te había dicho que tenía perro —dijo a modo de presentación—. Espero que no te den miedo ni alergia ni nada parecido.
—No te preocupes, la verdad es que me encantan… —sonrió mientras le acariciaba la cabeza a un Brando cada vez más cerca de zafarse del abrazo de su dueña—. ¿Cómo se llama?
—Brando… Deja, trae que te guardo el abrigo.
Ángela se quitó el abrigo y se lo tendió a Silvia, que, desistiendo en su intento de controlar al perro, había acabado por soltarle. De modo que Brando ahora daba saltitos alrededor de Ángela y le olfateaba toda la ropa con gran emoción. Entraron en el dormitorio de Silvia. Allí dejó el abrigo de Ángela sobre la cama, junto al de los demás.
—¿Esta es tu habitación?
—Sí.
—¡Vaya! —silbó admirativamente mirando una de las estanterías y sus más de ochocientos discos—. ¿Te gusta la música?
—No, qué va… —rió Silvia divertida—. ¿Por qué lo dices?
—He traído una botella de whisky —dijo Ángela sacando una botella de Ballantine’s de una bolsa del Vips—. Como no me dijiste qué clase de fiesta era, no sabía si comprar whisky, vino o qué.
—No tenías que haber comprado nada, mujer. Salieron de la habitación de Silvia y se dirigieron al salón. Allí presentó a Ángela al resto de la gente.
Esperaba que Jose no diera la nota, como solía hacer. Pero era pedir demasiado.
—Así que tú eres la chica de la Fnac… —De nada sirvió que Silvia le dedicara una de sus miradas más asesinas—. Ya tenía yo ganas de conocerte. —Le dio dos besos—. Vaya, creo que voy a ir a la Fnac más a menudo… ¡Y has traído whisky! Mira, Silvia, ya vas a poder echarle algo a la Coca-Cola. Hasta ha acertado en tu marca favorita… ¿Quieres tomar algo, cielo?
—Sí. Whisky con coca, por favor.
—Pues vamos a estrenar tu botella, porque nos habíamos quedado sin whisky…
—Y hay que traer más hielo —dijo Silvia agarrando la cubitera con una mano y a Jose con la otra—. ¿Me acompañas, por favor?
Ya en la cocina, cerró la puerta y abrió el congelador.
—Joder, tía, es muy guapa… No me extraña que te guste.
—Ya lo sé… Y creo que hasta el vecino del tercero se ha dado cuenta, por no decir que si a ella le quedaba alguna duda, tú se las has disipado todas… —dijo volcando la bolsa de hielo en la cubitera.
—Pero bueno, de eso se trata, ¿no?
—Sí… Pero, joder, sé más sutil, no quiero que piense que estoy desesperada.
—Vale, vale, indirecta captada, no abriré la boca.
—Eso espero —dijo abriendo la puerta.
Ambos regresaron al salón con sonrisa de circunstancias.
—Ya estamos aquí —dijeron a coro.
Silvia agarró dos vasos y echó hielo en su interior. Luego cogió la botella de whisky y derramó la bebida sobre los cubitos. Mientras tanto, Ángela ya había cogido la botella de Coca-Cola. Tras servir ambos vasos, Silvia le dio un buen trago a su copa. Agarró un paquete de L&M Lights que andaba por allí y cogió un cigarro. Lo estaba encendiendo cuando Cristina le espetó divertida:
—¡Pero Silvia! ¿Tú no estabas dejando de fumar?
—Sí —sonrió forzada tras exhalar el humo—. A ratos.
Ángela le sonrió con complicidad bebiendo un sorbo de su copa.
Silvia estaba nerviosa. No sabía muy bien qué hacer. No sabía de qué hablar con Ángela. Y lo peor era que Ángela permanecía a su lado correcta y formal pero esperando algo.
—Oye, muchas gracias por el libro —dijo al fin—. Me ha gustado mucho.
—¿Sí? Me alegro. Ya te dije que estaba muy bien.
Ambas callaron. ¿Sería posible que a lo largo de la noche mantuvieran una conversación que fuese más allá de dos frases? Comenzaba a dudarlo.
—Oye, Silvi, reina —le dijo Jose colgándose de su cuello—. ¿Vamos a irnos luego de marcha?
—No sé, pregunta a la gente a ver qué quiere hacer.
—Si salimos te vendrás con nosotros, ¿no, Ángela?
—Claro, vais por Chueca, ¿no? —respondió la aludida.
—Supongo que sí pero podemos ir a donde tú quieras —le contestó guiñándole un ojo, luego se alejó para ir a hablar con Chus.
—Parece simpático —comentó Ángela cuando Jose ya se había ido.
—Sí, aunque a veces se pasa de simpático.
—¿Llevas mucho viviendo con él?
—Tres años por estas fechas…
—Entonces os tenéis que llevar muy bien.
—Sí… La verdad es que es muy divertido vivir con él. Siempre me está haciendo reír… Mis padres están convencidos de que es mi novio, y mira que les he dicho mil veces que no, pero nada, que no se apean del burro.
—¿No saben que entiendes?
—No —negó con la cabeza—. Nunca se los he dicho. Ni ganas tengo, la verdad.
—¿Crees que no lo aceptarían?
—No es eso, es que me niego a entrar en el rollo ese de sentarles y contarlo en plan confesión o hacer un drama. Si mis hermanos no han tenido que decir que son heterosexuales no veo por qué yo tendría que decirles con quién me acuesto o me dejo de acostar…
—Una visión coherente, pero por desgracia todavía se espera que montemos el numerito.
—¿Tus padres lo saben? —le preguntó Silvia animada al ver que se mantenía la conversación.
—Sí. Pero no porque yo se lo dijera. —Al ver que Silvia alzaba las cejas con expresión interrogante prosiguió—. Verás, cuando estaba en la facultad salía con una chica. Un día sus padres nos pillaron besándonos en su habitación y llamaron a los míos para darles el parte de noticias. Supongo que esperaban que se pusieran de su parte pero mis padres les contestaron que no veían dónde estaba el problema. Tuve que dejar de salir con mi novia pero al menos descubrí que a mis padres nunca les parecería mal que yo saliera con chicas.
—Joder, qué suerte… —dio un sorbo a su copa—. No sé, mis padres parecen abiertos pero hasta ese punto… —Meneó ligeramente la cabeza—. Prefiero no arriesgarme, al menos de momento.
—Siempre he pensado que salir del armario es algo muy personal. Y además, es difícil hacerlo en todos los frentes. Hay veces en que te puedes destapar en tu familia y con tus amigos pero no en el trabajo. O viceversa.
—¿En tu trabajo lo saben?
—Uy, sí, ya sabes cómo son ciertos mundillos. Y en el periodismo hay mucha loca suelta.
—En el mío también lo sabían. Pero porque el director entiende, es amigo mío y me metió. Casi toda la plantilla era homosexual…
—¿Ves lo que te decía? Tu familia no lo sabe pero en tu trabajo sí…
La conversación se quedó estancada ahí. Silvia miró nerviosa la punta de sus botas. Vio que los zapatos de Jose se acercaban a ellas.
—Bueno, chicas, habrá que ir pensando en mover un poco el esqueleto, ¿no?
—Pues sí —respondió Ángela antes de que Silvia pudiera abrir la boca—. Vamos para Chueca, ¿no? Yo he traído coche, ¿vosotros…?
—Inma y Marga también han traído, y Chus la moto. Así que todos estamos motorizados y movilizados… Lo digo por los móviles, para no perdernos.
—Muy bien, pues cuando queráis nos vamos. ¿Recogemos esto un poco?
—No, reina. Déjalo como está que mañana Silvia y yo lo dejamos como los chorros del oro —dijo Jose.
—Pero… —intentó protestar Ángela.
—¡Chist! Que no y punto —ordenó cómicamente Jose—. Nuestros invitados no se pueden ensuciar las manos.
Poco a poco todos fueron desfilando por el cuarto de Silvia para recoger los abrigos. Silvia notó que Inma, Marga, Cris y María hacían corrillo y murmuraban algo entre risas. Supuso que estarían hablando de Ángela. Los nervios le recorrieron el estómago mientras miraba hacia ellas esperando que captasen que más les valía estarse calladitas. Se colocó el cuello del abrigo y fue hasta la cocina para comprobar si Brando tenía agua y comida en su escudilla. Al darse la vuelta vio que Ángela la miraba desde el quicio de la puerta. Tuvo la impresión de que iba a decir algo pero no abrió la boca. En cambio fue Silvia quien habló.
—Estaba mirando si tenía agua y comida —explicó.
—Ya…
Dio un par de pasos para salir de la cocina y estiró el brazo para apagar la luz. Ángela no se había movido, por lo que ambas se quedaron a pocos centímetros una de otra. Durante un segundo Silvia no supo qué hacer. Notaba que se había creado cierta tensión entre Ángela y ella. Y por lo poco que la conocía no podía discernir si se trataba de una tensión provocada por la incomodidad o por un posible deseo. Sus miradas se cruzaron justo en el momento en que Jose les gritaba desde el final del pasillo:
—¡Venga, chicas, moveos!
Silvia apagó finalmente la luz y ambas se pusieron en movimiento. Al llegar a la puerta del piso vio que todos menos Jose habían salido ya mientras él contenía a Brando, que parecía haberse enterado de que no estaba invitado a la excursión y ladraba en señal de protesta.
Bajaron hasta el portal donde Chus y las dos parejitas reían y hablaban animadamente. Vio que Inma y Marga habían aparcado justo enfrente y que Chus había dejado la moto unos metros más allá. Antes de que pudiera preguntar cómo se repartían, todas las chicas se estaban metiendo en el coche y Chus ya se encaminaba a la moto.
—Bueno —comenzó Jose—, nos encontramos en la plaza en lo que tardemos en llegar.
—Que no será poco teniendo en cuenta que tenemos que aparcar —apuntó Ángela con una sonrisa.
—Tú te vienes con nosotras, ¿no, Jose? —preguntó Silvia a la desesperada viendo que ni haciéndolo adrede sus amigos le podían haber preparado una encerrona mejor.
—No, cielo, yo me voy con Chus en la moto —le dijo con media sonrisa burlona antes de darse la vuelta y encaminarse hasta donde estaba Chus ya arrancando—. ¡Hasta ahora!
Las portezuelas del coche se cerraron y Marga puso en marcha el motor. Silvia se giró hacia Ángela con una mirada interrogante de cejas alzadas.
—Mi coche está aparcado por allí —dijo Ángela señalando un punto inconcluso en la lejanía.
Comenzaron a andar en completo silencio. A Silvia no le gustaban nada esa clase de situaciones. Su timidez innata la bloqueaba. No se atrevía a hablar. Y siempre tenía la sensación de que estaba quedando como una imbécil. Si a eso se le añadía el creciente interés que sentía por su acompañante, la cosa se complicaba por momentos.
—Tus amigos parecen majos —dijo Ángela de repente, rompiendo el molesto silencio.
Silvia tardo un momento en contestar.
—Sí, sí que lo son aunque…
—¿Aunque qué?
—No sé, a veces se hace un poco difícil ser la única del grupo que no tiene pareja. Es como si fuese su mascota.
Ángela rió con ganas.
—¿Su mascota? No seas así, no creo que te consideren su mascota.
—No sé —suspiró Silvia—. Siempre me están diciendo que me eche novia y que salga con alguien y que me enrolle con fulanita o con menganita y…
—¿Y?
—Bueno, si no ha aparecido nadie en todo este tiempo es porque no tenía que aparecer, ¿no?
—Es posible… ¿Tú tienes la puerta abierta? —le preguntó—. Aquí está el coche.
Se detuvieron frente al 206 rojo de Ángela. Los intermitentes lanzaron un destello cuando su propietaria pulsó el mando a distancia de la llave para abrirlo. Silvia rodeó el coche para abrir la puerta del acompañante. Mientras, Ángela se quitaba el abrigo y lo dejaba en el asiento de atrás.
—¿Que si tengo la puerta abierta? —prosiguió Silvia poniéndose el cinturón de seguridad—. Sí, supongo que sí. Pero también voy con mucho cuidado.
—¿Tienes miedo de que te vuelva a pasar lo mismo que con tu última novia?
—Sí, claro que tengo miedo pero…
—¿Lo tienes superado? —le preguntó mirándola inquisitivamente mientras arrancaba.
—¡Claro que lo tengo superado! —dijo elevando la voz.
—No te pongas a la defensiva —contestó con calma Ángela maniobrando para salir—, pero a mí no me lo parece.
Ángela volvió a mirarla esperando tal vez una nueva respuesta por su parte que no llegó. Silvia se quedó en silencio. Sí que tenía superado lo de Carolina pero también era lógico que tuviese miedo, ¿no? Había conocido a Ángela de un modo peculiar y le había gustado mucho desde el primer momento. Sin embargo, ahora que estaba intentando iniciar algo, el miedo le estaba echando para atrás y le hacía ir con pies de plomo. Era normal. No pensaba volver a lanzarse a la piscina así por las buenas. No sin antes haber comprobado su profundidad, desde luego. Era algo comprensible. Nadie podía condenarla por ello.
Se mantuvieron en silencio mientras salían de la calle de Silvia para subir la calle Alcalá. Al llegar a un semáforo, Ángela estiró la mano hacia la guantera para sacar el frontal del radiocasete. Lo encajó en el hueco y lo encendió.
—¿Te gusta Amaral? —le preguntó.
—Sí, me gusta mucho —respondió Silvia aliviada ya de la tensión anterior—. Tengo todos sus discos, menos el último. O sea dos —rió.
—Aquí sólo tengo el último, me lo compré ayer —explicó subiendo un poco el volumen—. Oye, no te enfades por lo que te he dicho. A veces hablo demasiado.
—No, si puede que tengas razón y yo no me quiera dar cuenta.
—La verdad —comenzó— es que preferiría no tenerla —añadió mirándola a los ojos.
Pero el semáforo se puso en verde y Ángela volvió la vista al tráfico. Eva Amaral iba desgranando la primera canción del disco: «Me siento tan rara… Las noches de juerga se vuelven amargas… Me río sin ganas con una sonrisa pintada en la cara…».
—¿Pero ni un besito ni nada? —le preguntó Jose con cómica afectación.
Silvia, hecha un ovillo en el sofá, negó con la cabeza al tiempo que esbozaba una sonrisa tímida escudada tras el libro que estaba leyendo.
—Que no, pesado —dijo al fin.
—¡Hija, cómo sois las bollos! El otro día os tirasteis toda la noche hablando y nada. Quedáis el jueves para tomar un café, ¡sólo para tomar un café, por favor! ¡Y además el día de San Valentín, pero bueno…! Y tampoco… ¿A qué aspiras, Silvi, cielo? A hacer encaje de bolillos, imagino, porque al paso que vas…
Silvia meneó la cabeza divertida.
—Tranquilo, las cosas con calma. Esto será algún tipo de penitencia que tengo que cumplir para compensar todas las veces que me he ido a la cama con una chica tres horas después de conocerla.
—Que no han sido muchas, dicho sea de paso. Además, ¿qué penitencia ni qué coño frígido? Niña, que aún queda mucho para Semana Santa y tú no es que seas muy habitual en la iglesia del barrio que digamos… ¿Y ayer?
Silvia le miró extrañada.
—¿Ayer qué?
—Ayer era viernes, ¿por qué no quedasteis?
—Tenía una cena con gente de su trabajo.
—¡Uy, niña, mal vamos…!
—¡Pero bueno! —rió con ganas—. ¿Esto qué es? Si tiene que irse a cenar que se vaya a cenar con quien quiera…
—¿Y si esa «quien quiera» te la quita?
—Pues entonces es que no era para mí —respondió desenvuelta intentando retomar la lectura.
—¡Hija, qué derrotista eres! —le espetó Jose. Luego se quedó un momento callado mirando fijamente el televisor encendido y sintonizado en el canal de vídeos musicales—. Habréis quedado hoy, ¿no? —volvió a la carga.
—Aún no. Dijo que me llamaría.
Jose consultó su reloj y adoptó una mueca de espanto.
—¡Pero si son más de las siete y media! ¿A qué hora te piensa llamar? ¿Cuando tengas el pijama puesto y te estés lavando los dientes para irte a la cama?
—Que llame cuando quiera —respondió Silvia pasando la página.
—¿Y por qué no llamas tú? Silvia le miró de soslayo.
—¿Yo? ¿Llamar? ¡Ja! Yo ya estoy harta de ir detrás de la gente. Si quiere algo tiene mi teléfono y sabe dónde vivo.
—¡Hija, pero qué reina te pones algunas veces…!
—Reina no, Jose. Yo ya le he dejado claro mi interés. Lo que no voy a hacer es lanzarme a su cuello desesperadamente.
Jose pareció darse por vencido. Se levantó del sofá dejando el mando a distancia donde había estado sentado.
—De verdad, Silvia, no sé qué voy a hacer contigo… —Silvia alzó los ojos por encima del libro y le miró con una inocente cara en la que se dibujaba una gran sonrisa—. Ya, ya, tú ríete, ríete, ya te arrepentirás cuando veas a ese pedazo de tía entre las garras de alguna de las lobas del Escape.
—No creo, no le gusta ir al Escape —se burló Silvia.
—Tienes salida para todo, ¿verdad? —le reprendió—. Bueno, yo me voy.
—¿A casa de Chus?
—Sí. Hoy la cosa va de cenita íntima… Y teniendo en cuenta que a Chus le cuesta diferenciar el apio del perejil, me llevaré un par de sobres de Almax por si acaso…
—Ya será menos…
—¡Ja! Alma cándida… Cómo se nota que no fuiste tú quien estuvo encadenada a la taza del water la última vez que al niño le dio por emular a Arguiñano… —Jose recogió su móvil y su cartera de encima de la mesa—. Pues eso, que me voy.
Se acercó al sofá a darle un beso.
—Llámala —le dijo en tono paternal mirándola a los ojos.
—Que no —volvió a espetarle ella riendo—. ¡Y vete de una vez, anda!
Jose salió del salón. Silvia le oyó ir a su habitación, seguramente para coger su abrigo. Luego cerró la puerta de su cuarto. Dio un nuevo grito de despedida y abrió la puerta del piso. Brando aguzó las orejas y miró en dirección al pasillo. Un leve gemido surgió de su garganta al oír cerrarse la puerta. Viendo que no sucedía nada más, saltó al sofá e imitó a su dueña haciéndose también un ovillo a su lado.
Silvia cerró entonces el libro dejándolo sobre su regazo. Miró hacia la calle a través de los ventanales del balcón y perdió la mirada en el cielo. Ya era completamente de noche.
Y no había llamado.
Y claro, ella no pensaba llamar. No quería ceder. No quería asumir tan pronto el papel de débil.
Aunque estuviera deseando volver a verla.
Las cosas habían ido mejorando desde el sábado anterior. Habían conseguido romper la incomodidad del principio y, al hacerlo, la conversación había fluido como un gran torrente entre ambas. El sábado (más bien domingo) habían acabado, ya solas las dos, desayunando a las ocho y pico de la mañana en el Vips de Gran Vía. Durante toda la noche habían sido un satélite independiente del resto del grupo, hablando con ellos tan sólo para decidir cuál sería el siguiente local que visitarían y donde, de nuevo, se volvería a repetir la misma escena. Según pasaban las horas, los demás iban cayendo como moscas y se despedían de ellas, no sin antes dirigirle una mirada pícara a Silvia o susurrarle al oído algún comentario de ánimo. Sin embargo nada ocurrió cuando las dejaron definitivamente a solas. Y nada ocurrió tampoco cuando, tras el copioso desayuno al que Ángela la invitó en el Vips, decidieron irse al Rastro aprovechando que ninguna de las dos tenía ni pizca de sueño.
Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para controlarse, había que reconocerlo. Cuando estaban apretujadas en unos escaloncillos de la Plaza de los Carros tomando cañas y viendo tocar a la banda de músicos creyó que no podría soportarlo, que iba a saltar sobre ella y la iba a devorar entera. Porque era eso lo que estaba sintiendo en aquel momento. Lo que también sentía ahora. El deseo de tenerla, el ansia de besar cada milímetro de su piel, de morderla, de lamerla, de sentirla tan cerca que se fundieran la una con la otra. Si se hubiera dejado guiar por sus instintos más primarios le hubiera hecho el amor allí mismo, bajo el radiante e inusual sol de un domingo de febrero, en una plaza abarrotada de gente que aún no sé había acostado y mataba el tiempo bebiendo cerveza y escuchando jazz.
Pero se contuvo.
Ni siquiera se atrevió a besarla. Y sabía que Ángela no le hubiera puesto ninguna objeción. Raras veces tenía algo tan claro a ese respecto. Sabía que Ángela también la deseaba. La sentía desearla allí, a su lado, muda, contenida, con las gafas de sol puestas para protegerse del sol mientras sostenía un vaso de cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra. La sentía irradiar ese deseo. No eran imaginaciones suyas como tantas otras veces, estaba segura de ello. Esta vez era real. Y sin embargo, se mantenía quieta, obstinada en no ser la primera que abriese fuego. Por mucho que lo deseara, por mucho que se muriera por tenerla entre sus brazos. No sería ella quien iniciara la guerra.
El sol y la cerveza, junto con el cansancio y la noche sin dormir, acabaron por hacer mella. Hacia las tres de la tarde se metieron en el metro para ir hasta Banco de España puesto que Ángela tenía aparcado el coche en las calles aledañas al edificio de Correos. La volvió a llevar a casa y ya allí en su calle, frente a su portal como el día que se conocieron, pudo haber puesto el broche de oro a una noche y una mañana que habían rozado la perfección. Y faltó poco. Y Silvia casi estuvo a punto de ser quien diera ese paso a pesar de todo. Con lo que no contaba era con que su amiga Inma la llamaría al móvil para tener la exclusiva de lo que pudo haberse perdido cuando a las tres de la mañana Marga y ella decidieron irse a casa a dormir. Silvia puso cara de circunstancias mientras atendía la llamada y a la vez le decía a Ángela que la llamaría en cuanto hubiera dormido un poco.
Y la había llamado. Y habían estado hablando sin parar como la noche anterior. Silvia notó que estaba bajando la guardia y decidió que esperaría a que fuese Ángela quien la volviese a llamar. Porque ella no iba a llamarla. No iba a hacer como en anteriores relaciones. Esperaría lo que hiciera falta. Ella no sería la primera en iniciar la fase de las llamadas.
No esperó mucho. Al día siguiente, Ángela ya la estaba llamando. Y al siguiente. Y al otro. El jueves la llamó para proponerle que quedasen a tomar un café por su cumpleaños. Y la volvió a llamar el viernes un par de veces. No es que Silvia siguiera con su decisión de no ser ella quien llamara sino que Ángela no le daba tiempo. Mientras Silvia aún se preguntaba qué momento del día sería el más apropiado para llamarla, su móvil ya sonaba anunciando una nueva llamada de Ángela.
Toda la semana llamando y el sábado, el día que secretamente Silvia esperaba volver a verla, salir con ella, pasar más tiempo juntas, su móvil permanecía mudo. No lo entendía. Empezaba a hacerse tarde.
Justo en ese momento oyó la musiquilla que llevaba todo el día esperando oír. Intentó localizar el lugar del que provenía el sonido porque no recordaba dónde había dejado el teléfono. Venía de su habitación, por lo que corrió hacia allí. Agarró el aparato con ansia y vio que en la pantalla aparecía un número que le resultaba desconocido, tal vez fuera una cabina.
—¿Sí? —dijo tratando de no denotar su nerviosismo.
—¿Silvia? ¿Qué tal, tía?
Reconoció la voz de su amiga Marta y un gran pozo de decepción se alojó en su estómago.
—Marta, ¿cómo estás? ¿Estás en Madrid? Lo digo por el número que me salía…
—Sí, he vuelto. Bueno, he dejado el trabajo.
—¿Que has dejado el trabajo? ¿Y eso? ¿Qué ha pasado?
—Ya te contaré… Es una larga historia. Sólo llamaba para decirte que ya estoy en Madrid y que a ver si quedamos para contarnos cómo nos va la vida… ¡Ah, por cierto! He perdido el móvil, así que si me quieres localizar, llama a casa de mis padres.
—¿Has vuelto con tus padres?
—De momento sí. Tengo muchas cosas que contarte y…
La comunicación se cortó. Silvia supuso que se habría quedado sin monedas. Esperó de pie un momento a que volviera a llamar. Joder con la peña… Ella sin curro y Marta se permitía el lujo de dejar un trabajo de puta madre. Había cosas que no conseguía entender. Si ella tuviera la suerte de Marta, podría vivir de maravilla. Viendo que su amiga no volvía a llamar, dejó el móvil sobre su escritorio y regresó al salón.
Aún no había entrado en él, cuando el teléfono sonó de nuevo. Se dio la vuelta con la intención de decirle a Marta que mejor la llamase al fijo. Cuál no fue su sorpresa al ver en la pantalla el nombre de Ángela.
Sus rodillas se convirtieron en gelatina.
—¡Hola, Ángela! —dijo desenvuelta intentando que no notase su nerviosismo.
—Hola —contestó ella en tono serio, circunspecto. Silvia oyó de fondo ruido de tráfico—. Oye, ¿estás en casa?
—Sí, estoy en casa, ¿por? —preguntó extrañada ante su tono de voz.
—Vengo de casa de mi hermana y estoy muy cerca… ¿Te importa que me pase un momento? Me gustaría hablar contigo.
A Silvia le sorprendió. ¿Que quería hablar con ella? Bueno, intuía el motivo, sin embargo le asustaba la forma tan solemne en que lo estaba planteando.
—Vale, vente cuando quieras —le dijo.
—Bien. Estoy allí en un rato.
Colgó el teléfono notando que su corazón latía a mil por hora. Se puso aún más nerviosa de lo que ya estaba y comenzó a dar vueltas por el piso fumando un cigarrillo. En ese momento agradeció haber vuelto a fumar pese a su disposición de dejarlo. Brando, tumbado en el sofá, la miraba con expresión curiosa. Pero cuando sonó el timbre del portal abandonó su cómoda postura para preceder a Silvia en la carrera hasta el telefonillo.
Abrió sin preguntar y esperó a que subiera. Sintió sus pasos cercanos en la escalera y abrió la puerta antes de que pudiera haber llegado a ella. Mientras contenía a Brando agarrándole por el collar. Ángela llegó al umbral. Venía apurada y parecía mantener la actitud sería que tanto le había sorprendido por teléfono.
—Hola —le dijo.
—Hola —le contestó Silvia cerrando la puerta y soltando a Brando que, como era de prever, comenzó a saltar alrededor de la recién llegada—. ¿Qué tal? —añadió en tono de circunstancias.
—Bien… —dijo Ángela con una sonrisa forzada—. Bueno, no tan bien… —Pareció que iba a decir algo más, en cambio sólo se quitó su abrigo.
—Trae, que lo pongo en mi cuarto —le dijo Silvia cogiéndoselo y entrando en su habitación. Ángela la siguió—. ¿Qué es lo que te pasa? —preguntó con extrema inocencia a sabiendas de que era seguro que ella tendría algo que ver en el motivo.
Ángela pareció reírse por lo bajo ante su pregunta. Miró las puntas de sus pies y entrelazó las manos con nerviosismo.
—La verdad es que no sé ni por dónde empezar…
—Bueno, pues empieza por donde tú quieras —contestó Silvia. Estuvo tentada de sentarse en la cama pero pensó que era mejor no hacerlo. Ambas permanecieron de pie.
—No sé, Silvia. No sé, porque puedo estar equivocándome. —La miró directamente a los ojos, esa mirada que desarmaba a Silvia y que siempre intentaba esquivar. Esta vez no lo hizo—, pero por otro lado creo que no me equivoco… Y llevo toda la semana dándole vueltas al asunto. Ya sé que hace muy poco tiempo que te conozco pero es que no estoy acostumbrada a este tipo de cosas; en mi vida todo sucede siempre muy rápido, más que en estos días, y nunca me da tiempo a plantearme nada sino que las cosas empiezan y luego me las planteo… Quiero decir, que no sé qué es lo que está pasando aquí, lo que pasa entre tú y yo. Y me gustaría saberlo antes de meter la pata, o para disfrutarlo, o para lo que sea…
Silvia se estaba poniendo muy nerviosa. Sabía a lo que se refería Ángela. Era exactamente lo que le venía sucediendo a ella desde el día que se encontraron en la Fnac. Aunque hubiera una fuerza dentro de ella empeñada en complicarlo todo.
—¿A dónde quieres ir a parar? —le preguntó con candidez, incapaz de evitar la tentación de hacerse la tonta.
Ángela exhaló un breve suspiro.
—Joder, Silvia… Sé que nos acabamos de conocer, que nos hemos visto tres veces pero me gustas. Me gustas mucho. Y una parte de mí me dice que a ti te pasa lo mismo, mientras que otra me dice que soy tonta; y entre una y otra, la verdad es que no sé qué hacer con esta historia… Y creo que lo mejor es decírtelo cuanto antes y dejar las cosas claras.
Ángela había hablado tan rápido y de un modo que a Silvia se le antojaba tan cómico que su primera reacción fue la de echarse a reír. De puro nerviosismo, además. Porque también deseaba echarse a llorar. De nerviosismo también. Al verlo, Ángela se puso aún más seria.
—Perdona… —le dijo Silvia quitándose unas lagrimillas de los ojos—. Perdona, no es que me esté riendo de ti…
—Es que no le vería la gracia —le espetó duramente. Silvia se acercó a ella un par de pasos.
—No, Ángela —volvió a reír—. Joder, ahora yo sí que me siento ridícula… —Ángela la miraba expectante—. Es que a mí… Es que yo… Me estaba pasando lo mismo… Y llevaba todo el día preguntándome por qué coño no me llamabas… Y encima tengo a Jose todo el día diciéndome que a qué espero para hacer algo y… joder… —Silvia no podía contener la risa. Ángela terminó por contagiarse y al poco estaban las dos riéndose a carcajadas.
—O sea que tú también… —le decía Ángela entre risas e hipidos sentándose en la cama.
—Sí… —reía Silvia—. Y Jose todo el día: «¡Pero llámala! ¡Pero queda con ella! ¡Pero haz algo!» —dijo imitando a su compañero de piso.
—Joder, vaya dos…
—Pues sí…
Las risas se fueron transformando en un silencio calmado. Silvia se sentó junto a Ángela.
—Sé que esto suena a comedia romántica pero tú también me gustas. Mucho —puntualizó.
—Vaya, es un alivio… Pensaba que estaba escribiendo el guión yo solita…
—Pues ya ves que no.
Silvia la miró. Un tremendo alivio se había apoderado de ella. La miraba y sentía que todo estaba bien, en su sitio. Sentía calma, tranquilidad. Sin embargo, poco a poco, también iba sintiendo una nueva urgencia, un nuevo nerviosismo. ¿Qué debían hacer ahora? ¿Sellarlo con un beso? ¿Seguir como si nada y dejar que todo surgiera? Ángela tampoco dejaba de mirarla. Pareció leerle el pensamiento.
—¿Y ahora qué? —le preguntó.
—¿Ahora? No sé, a ver qué pasa, ¿no? —fue la única respuesta que se le ocurrió.
—Sí, a ver qué pasa.
Pero Silvia no pudo más. Su cuerpo recorrió los escasos centímetros que le separaban del de Ángela y acercó sus labios a los suyos para besarla.
Y lo que hubiera sido un casto beso con el que sellar el inicio de su relación se convirtió en un beso apasionado y voraz. Parecía que Ángela estaba tan ansiosa como ella. La abrazaba y la besaba hasta dejarla sin aliento.
—Me parece que aquí sobra alguien —dijo parándose de repente.
Ambas miraron a Brando que intentaba subirse a la cama y las miraba apoyando en el colchón sus patitas delanteras al tiempo que meneaba el rabo frenéticamente. Se echaron a reír mientras Silvia se levantaba para sacarle fuera de la habitación.
—Apaga la luz —le ordenó Ángela con voz sugerente mientras cerraba la puerta.
Cuando se volvió hacia ella vio que había encendido las velas de su mesilla. Esas velas que hacía tanto tiempo que no encendía porque no tenía con quien compartirlas. Velas que pasaron de ser un objeto de uso cotidiano a un simple elemento decorativo. Ángela se había recostado sobre la cama y la miraba desde ella dejándose bañar por el resplandor de la luz de las velas que hacía resaltar su cabello rubio.
—Ven aquí —le volvió a ordenar.
Silvia obedeció y se recostó junto a ella. En ese momento no habría podido separarse de ella. Sólo era capaz de besarla, de acariciarla, de atreverse a deslizar las manos bajo su ropa. Hacía mucho que no sentía a nadie tan cerca. Había olvidado lo que era dejarse llevar por el deseo, sentir el peso de otro cuerpo sobre el suyo, dejar que la fueran desnudando poco a poco mientras iban cubriendo su piel de besos, de caricias. Había olvidado los nervios, la inseguridad que otra vez sentía ante esa nueva persona que había decidido acercarse a ella y a su vida.
Cuando las dos estuvieron desnudas, volvió a sentir. Sus cuerpos cálidos, enmarañándose, provocándose placer, gimiendo ante los avances de la otra le hicieron revivir una sensualidad que llevaba dormida mucho tiempo. Pero había algo más. Y es que sabía que no era sólo sexo, que no era sólo una mera atracción física pasajera. Había algo más. Sabía que había sentimientos de por medio. Y eso era lo que luego lo complicaba todo.
Y era justo eso lo que le preocupaba. Lo que le asustaba.