Epílogo

—¿Cómo va? —pregunta Ángela desde el asiento del conductor.

El coche avanza a gran velocidad en dirección al hospital. Son casi las cinco y la madrugada se ha teñido de urgencia.

—Bien, creo… —responde una voz atrás.

—Pellízcale en los hombros y en el cuello. Bien fuerte, no te cortes —ordena Silvia desde el otro asiento, el del copiloto—. No dejes que pierda la poca consciencia que tiene.

También ha sido coña que se trajeran el coche. Por lo general lo suelen dejar en el garaje. Total, para ir al centro, si estamos aquí al lado, podemos ir andando. Pero hoy han estado de compras en unos grandes almacenes de las afueras, así que llegaron pronto a Chueca y lograron aparcar muy cerca de la plaza. Lo que luego ha resultado providencial para salir corriendo. Ninguna de las dos se fía de las ambulancias. Tardan demasiado en llegar.

Chus y Jose les siguen detrás con la moto. Silvia vigila que no se pierdan de vista a través de los espejos retrovisores y girando la cabeza de vez en cuando. Toda una comitiva para llevar a urgencias un caso más de abuso de drogas y alcohol que engrose la estadística que luego esgrimirán gobierno y psicólogos para implantar su propia ley seca.

Llegan a la entrada de urgencias del hospital. Ángela para el coche y deja que salgan todas.

—Yo voy a aparcar el coche, ahora entro —les comunica cuando ya están todas fuera arrastrando el cuerpo semiconsciente hasta la puerta.

Silvia toma el mando de la situación, la engancha por el costado y junto con las otras dos chicas que han venido con ellas consiguen meterla dentro. La sientan en una silla y se acercan al mostrador.

—Buenas noches —dice apurada pero con médicos y enfermeras la educación ante todo, que ya son bastante puñeteros por sí solos, sin necesidad de alentarles a ello—. Es nuestra amiga, no está bien.

—¿Ha bebido? —pregunta con gesto indiferente la enfermera sentada tras el mostrador.

—Sí. Pero no sé cuánto.

—¿Otras drogas?

—No lo sé. Es posible.

—Está bien. Voy a pedir una camilla —dice al ver que el cuerpo inerme acaba de caerse al suelo y Chus y Jose corren a levantarlo—. ¿Cómo se llama la paciente?

—Carolina Montero —responden a la vez Silvia y la otra chica. La enfermera toma nota mirando a Carolina y a Marta, luego a Silvia y a la otra chica con cara de querer preguntarles si no prefieren ingresar a las dos.

—¿Edad?

—Veintiuno —vuelven a decir a coro.

—¿Sufre algún tipo de alergia?

El rostro de la otra chica adopta expresión de no saber nada. Silvia abre la boca para hablar.

—Creo que es alérgica a la aspirina.

—¿Lleva documentación?

Silvia deja que la otra chica se haga cargo del interrogatorio al ver que Ángela entra en ese momento en la sala de espera.

—¿Qué ha pasado? —le pregunta.

—De momento nada. Le están tomando los datos.

Ángela mira a Carolina, sostenida entre Chus y Jose.

Marta está a su lado con la cabeza gacha mirando al suelo. Hablando con la enfermera está la novia de Carolina, pero no recuerda cómo se llama.

—Bueno, vamos a sentarnos. Estas cosas siempre se hacen eternas.

Ya la han pasado a una sala de observación. Su estado es estable. Le han hecho algunas pruebas y aún esperan los resultados. Fuera ya es de día. Jose apoya la cabeza en el hombro de Chus como si quisiera dormir sabiendo que allí no podrá hacerlo. De repente ve que Silvia se pone en pie de un salto.

—O me tomo un café o me quedo sopa aquí mismo —dice estirándose—. ¿Por qué no vamos a la cafetería a desayunar algo? Si salen y no nos encuentran, ya esperarán. Cuando volvamos, preguntamos. Además, no creo que Carolina esté en condiciones de salir por su propio pie de aquí.

—Yo me quedo —anuncia la novia de Carolina. ¿Cómo demonios se llamaba?

—¿Te quedas sola? —le pregunta Jose—. Vente con nosotros, no creo que vayan a salir ahora mismo.

—No, no, prefiero quedarme aquí —asegura.

Jose se encoge de hombros. Los demás se levantan de las sillas.

—¿Estará abierta la cafetería? —pregunta Chus.

—Espero que sí —le respondió Silvia con un gran suspiro.

—Y a ver si está la vecina… Trabaja aquí pero no sé si le tocará hoy —añade Ángela.

Jose observa cómo Silvia mira a Ángela y señala con la cabeza a Marta. Ángela parece caer en la cuenta de algo en ese momento. Silvia se acerca a Marta para hablar con ella. Se pregunta que le irá a decir su amiga. Pero la única reacción de Marta es encogerse de hombros.

Mi turno ya ha acabado. Estoy en el vestuario, ya vestida de calle, haciendo acopio de fuerzas para lo que quiero llevar a cabo. Sé que ha pasado mucho tiempo y una parte de mí misma me dice que lo deje como está, que ya no voy a solucionar nada. Pero siento que le debo una explicación a Laura. Sólo una explicación. Contarle lo que de verdad ha pasado entre nosotras. Contarle lo que ha ocurrido desde que dejé de verla. Iré a la cafetería y le pediré verla cuando acabe de trabajar. Entonces nos podremos ir a tomar algo y se lo contaré.

Me encamino hacia la cafetería. Mi mirada se cruza con la de alguna enfermera que me mira aviesamente. En las últimas semanas, los rumores sobre mí han corrido como la pólvora por el hospital, seguramente gracias a la lengua viperina de Juanjo. «¿Y qué me dices de esa? Se está divorciando». «¿Ah, sí? ¿Y eso? ¿El marido la pega o algo?». «No, tiene una amante». «¿El marido tiene una amante? ¡Qué cabrón!». «No, no, él no. Es ella quien tiene una amante». «¿Ella? ¿Me estás diciendo que es una tortillera?». «Sí, hija, ahí donde la ves, tan elegante y refinada, es de la acera de enfrente». Diálogos como ese o muy similares que he escuchado murmurar a mi paso. Miradas que me desafían o me esquivan cuando se cruzan con la mía. Que piensen lo que quieran. Ya estoy harta de todo. Probablemente en cuestión de poco tiempo ni siquiera esté ya en este maldito hospital.

En la cafetería, Laura charla animadamente con todo el grupo. Apenas hay gente, así que se ha sentado con ellos a la mesa.

—Hija, también es mala pata que vengáis por aquí a tomaros algo y sea por lo que ha sido —les está diciendo Laura.

—Bueno, Laura, es una cafetería de hospital, si venimos aquí es porque hemos venido al hospital —le contesta Ángela riendo—. Pero bueno, tampoco creo que sea nada grave. Se ha pasado bebiendo y ya está. ¿A quién no le ha pasado? El caso es que su novia se asustó mucho y, de paso, nos asustó a todos. Pero ya ves, llevamos aquí desde las cinco de la mañana, la muy pedorra estará durmiendo la mona y nosotros esperando a que se despierte.

—Pero ¿qué es lo que ha pasado? Si tú me dijiste que no te hablabas con ella, ¿no, Silvia?

—Y no me hablo. Pero es que lleva una temporadita que cuando me ve, se acerca a hablar conmigo. Y esta noche ha vuelto a hacerlo…

—Y mientras balbuceaba, se le ha caído encima —explica Ángela riendo—. La verdad es que ha sido cómico. No en el momento, claro. Pero es que ahora que me acuerdo… —Se sigue riendo, los demás también lo hacen al recordarlo.

—Sí que ha sido gracioso, sí. Yo sujetándola como podía y gritándole: «Carolina, Carolina» y ella sin ser capaz de articular palabra, así: «Mmmppppddddggggggg».

ves a laura reírse con ellos. la única que no lo hace eres tú, que te has sentado en una esquina de la mesa y miras el café como si fuera cicuta. después de tanto tiempo acordándote de laura, te has reencontrado con ella y no has podido sentir nada que no fuera indiferencia. después de casi dos años sigue igual que cuando te dejó o cuando la dejaste tú. qué más da. igual de guapa e igual de aburrida. con su vida responsable y perfectamente ordenada. la observas hablar con silvia y ángela y de vez en cuando te das cuenta de que te mira de reojo con un brillo de reprobación en las pupilas. joder, ni siquiera ahora te puede dejar en paz, que se meta en su puta vida, coño. chus y jose también parecen sentirse de lo más cómodos dentro de esta improvisada reunión de amigos. todos hablan animadamente y tú no te enteras de mucho, la verdad, no podrías ni repetir la última palabra que han dicho. les miras y les sientes tan lejanos… entre ellos y tú se abre un abismo que hoy por hoy se te antoja insalvable. piensas que deberías irte. pero no tienes fuerzas para moverte. esperarás un poco por si ángela y silvia te pueden llevar a casa. sí, eso harás, quedarte donde estás con cara de lela y esperar a que te lleven a casa.

De repente, el rostro de Laura, que está sentada frente a la puerta de entrada, se ensombrece. Al darme cuenta, me doy la vuelta para ver qué o quién ha podido provocar esa reacción.

Mis ojos no dan crédito a lo que ven entrando en la cafetería. Al principio me cuesta reconocerla. Han pasado quince años y eso cambia la fisonomía de las personas. Pero ahí está, como si fuera un fantasma del pasado. Paloma, mi novia en el instituto y en la facultad. La persona que más daño me hizo y por la que en su momento estuve a punto de perder la cabeza.

Ahora lo entiendo. Todo está claro. La reacción de Laura no deja lugar a dudas. Ésta es la famosa médico con la que tuvo aquella breve aventura. Esa mujer que luego resultó estar casada. Esa persona que estuvo esquivando a Laura como si fuera la peste sin atreverse a decirle la verdad.

Y Laura tenía razón. La primera pista es la que vale. Lo mismo que la primera impresión. Todas las piezas encajan ahora. Fue Paloma quien me estuvo enviando mensajes al móvil. Fue ella quien me dejó la canción de Amaral en el contestador sin saber lo que significaba para mí. Recuerdo incluso una llamada telefónica intempestiva que recibí una noche. Nadie contestó al otro lado. Tan sólo escuché un sollozo en un determinado momento. Luego colgaron. Pensé que se trataba de una equivocación y volví a la cama. Ahora veo que ninguna de esas llamadas, ninguno de esos gritos desesperados ha sido fortuito. Paloma está frente a mí, mirándome con ojos asombrados. Es fácil suponer que soy la última persona a la que esperaba encontrar aquí a estas horas.

Y es que después de los últimos meses que he pasado, cuando por fin me he hecho a la idea de que aferrarme a un espejismo resulta inútil, el espejismo se materializa y cobra forma justo en el momento en que pretendo enmendar mis errores con la persona a la que he estado utilizando para olvidarlo definitivamente. La vida es una gran hija de puta.

Ahí está. Por fin puedo verla de cerca. Observarla. Ver cómo los años han cambiado su rostro, cómo lo han curtido, cómo lo han madurado dando lugar a la serena belleza de quien ha visto ya suficiente en esta vida pero sigue luchando para conseguir lo que quiere.

Y a su lado Laura, a quién herí, con quién jugué, mirándome con ojos acusadores, y a la vez sin entender qué está pasando. Me pregunto si Ángela le habrá hablado alguna vez de mí. Me pregunto si ahora Laura estará atando cabos, sacando conclusiones, viendo las cosas claras después de todo este tiempo de ocultamiento.

—Hola, Ángela. —Es lo primero que se me ocurre decir.

—Hola, Paloma —me responde ella con frialdad. A su lado está esa chica, la jovencita con la que la vi la primera vez. ¿Cómo no me di cuenta de que era la misma que salía del piso de al lado aquella mañana? Sin saberlo he estado tan cerca de ella…

Y lo más sorprendente de todo: con ellas está mi cuñado Jesús, que me mira con la misma sorpresa que el resto.

—Hola, Paloma —saluda también Chus con tono de circunstancias.

—¿Cómo? —pregunta Laura ya casi desquiciada—. ¿Os conocéis?

Todos se miran unos a otros. Jose sin entender nada, Chus devanándose los sesos por tratar de unir las pocas piezas que tiene del rompecabezas. Marta observa la escena con su mirada perdida pero nadie podría asegurar que lo hace porque le intriga o tan sólo porque la está mirando sin verla realmente. Laura y Silvia miran a Ángela, como esperando que les aclare la situación. Ángela mira fijamente a Paloma y luego se dirige a Laura.

—Sí —dice Ángela—. Nos conocemos. Aunque hace mucho tiempo que no nos veíamos.

Las ideas de Laura en ese momento son un auténtico caos. Si Ángela y Paloma se conocen… Si Paloma está casada… Los mensajes que Ángela recibía en el móvil… Todo es demasiado retorcido. Pero podría ser cierto justamente por eso. Cuando más retorcido más verosímil. Así es la vida. Una gran hija de puta.

—¿Qué quieres? —me pregunta Laura agresiva.

Dudo antes de hablar. Miro hacia las personas que se reúnen en torno a la mesa, deteniéndome al final en Ángela y en Laura.

—Bueno, yo… Verás, quería hablar contigo… A solas —añado—. Te venía a decir que si quieres me paso cuando salgas de trabajar y así podríamos hablar… —digo temerosa—. Creo que te debo una explicación.

Laura me mira fijamente.

—Bueno, si sólo es eso, está bien. Ven a buscarme. Ya sabes a qué hora salgo.

Asiento con la cabeza. De nuevo paseo mi mirada por los ocupantes de la mesa. No pinto nada entre estas personas. Aunque conozca a la mayoría, aunque aquí estén dos de los mayores motivos de mi desazón, de mi actual crisis nerviosa.

—Pues nada. Luego te veo —le digo a Laura—. Ahora me tengo que ir —me dirijo a Ángela—. Supongo que ya nos veremos.

—No estoy muy segura —me espeta ella.

Encajo el golpe como puedo. Aunque a estas alturas, ¿qué puede importar? Hago un leve asentimiento con la cabeza, me doy media vuelta y salgo de la cafetería.

El estupor es la nota general del grupo ahora. Imagino que todas sus cabezas bullen de preguntas sin respuesta que no siempre se atreven a formular. Laura y yo nos miramos. Para nosotras está muy claro lo que ha pasado.

—Creo que ha llegado el momento de irnos a casa —anuncio.

Se levantan como impulsados por un resorte. Todos parecen estar súbitamente de acuerdo con mi afirmación. Recogemos móviles y paquetes de tabaco y comenzamos a despedirnos de Laura.

—En cuanto llegues a casa, dame un toque, ¿de acuerdo? Así hablamos un poco de esta locura —le digo a Laura en el oído. Ella asiente.

Salimos de la cafetería y volvemos a la sala de espera. La novia de Carolina sigue sentada en la misma silla. Sola. Nos dirigimos a ella.

—¿Han dicho algo? —le pregunta Silvia.

—Sí, les he estado preguntando. Está bien, sólo está durmiendo la mona.

—Bueno, entonces nosotros nos vamos a ir. Todos estamos muy cansados. Ha sido una noche muy larga —dice con ironía. Por un momento duda qué decirle a continuación. ¿Que ya llamará para ver cómo se encuentra Carolina? No está segura de que lo ocurrido pueda estrechar los lazos entre ella y su ex novia. No le interesa saber nada de ella. Si esta noche la ha traído hasta urgencias es porque no es capaz de dejar a nadie en la estacada, lo hubiera hecho por cualquiera—. Nos vemos —es lo que dice finalmente, ambiguo, inconcreto, algo que exime del compromiso.

Los demás lanzan diversas frases de despedida y todos juntos salen fuera. La luz del día les sorprende más de lo que pensaban. Varios de ellos se ponen las manos sobre los ojos a modo de pantalla.

—En fin… —dice Jose metiéndose las manos en los bolsillos.

—Sí —le secunda Silvia—, en fin…

Ambos ríen tímidamente. Marta les observa con la mirada vacía. Es la primera en moverse.

—Yo me voy —les anuncia.

—Espera, que te llevamos nosotras —le dice Ángela. Marta dice que no con la cabeza.

—No, tranquilas, prefiero caminar. Un paseo me vendrá bien para despejarme. Nos vemos, ¿vale?

Se da media vuelta y echa a andar. Los demás se miran encogiéndose de hombros.

Ahí salen. Veo sus figuras borrosas a través de mis lágrimas. Observo todos sus movimientos parapetada tras el volante de mi coche, la cabeza casi oculta, no por temor a que me descubran (¿qué puede importar ya nada?) sino porque a cada minuto que pasa me voy sintiendo más pequeña, más vulnerable, más indefensa. Debería arrancar el coche de una vez, alejarme de aquí, de este hospital, huir, huir a cualquier lugar donde no me esperen padres llenos de reproches y de odios ni maridos sádicos dispuestos a dejarse la piel sólo por hundirme un poco más cada vez. Un lugar donde mi pasado no vuelva por sorpresa para recordarme los errores que cometí.

Ya está. Ya se marchan. Veo cómo Jesús se monta en la moto con su novio. Seco las lágrimas de mis ojos con el dorso de la mano. Ángela rodea con el brazo la cintura de su novia, suavemente, como si así deslizara su cuerpo hacia un lugar más seguro. La besa en la sien, ella sonríe y cierra los ojos por un momento. Es la primera en entrar en el coche. Ángela rodea el vehículo, abre la puerta del conductor. Antes de sentarse pierde la mirada en la lejanía, abstraída en algún pensamiento. Sin saberlo está mirando en mi dirección. Sé que no me ve. Sé que no sabe que estoy aquí. Ahora sólo soy una espectadora más, un personaje que asiste al final de la función sabiendo que ya no le queda ninguna escena por interpretar. Ella se mete al fin en el coche y arranca. Yo también. Nuestros coches comienzan a alejarse. En direcciones opuestas.

el sol de junio hiere tus pupilas. avanzas por las aceras de esta maldita ciudad sintiendo que la huida no acaba nunca. piensas que caminar te despejará, que te ayudará a aclararte cuando sabes que alcanzarás tu momento de mayor lucidez justo antes de volver a caer. al fin y al cabo, ¿qué puede cambiar?, ¿qué puedes cambiar tú? el mundo es así. la vida es así. cada uno juega con las piezas que tiene y estas son las tuyas. seguirás jugando y tirarás los dados esperando que la fortuna vuelva a sonreírte. y mientras tanto sigues caminando. pasas por delante de tu casa y sigues caminando. estás demasiado lejos de cualquier sitio y sigues caminando. y sigues. y sigues. y sigues. caminando. viviendo. cayendo. hasta que desfallezcas. o no.

—Nosotros también nos vamos —dice Chus.

—Toma y nosotras —le responde Silvia con una sonrisa mordaz—. Aquí nos vamos a quedar…

—Nos llamamos, ¿vale? —apunta Jose con tono de preocupación—. Y así nos contáis qué coño ha pasado ahí dentro.

—Es una historia muy larga, Jose, te aburriría —le explica Ángela con las llaves del coche en la mano.

—Y un poco retorcida si lo que me imagino es cierto —apunta Chus. No cree que sea el momento de decir que Paloma es su cuñada. Aunque, por lo que él sabe, lo será por poco tiempo.

—Bueno, ya nos vemos.

—Sí, adiós.

—Ciao.

—Hasta luego.

Chus y Jose se montan en la moto. Ángela y Silvia hacen lo propio en el coche. Ambas parejas arrancan casi a la vez y enfilan la calle. Al llegar al primer cruce sus caminos se separan. Jose levanta la mano en señal de despedida. Ellas le responden del mismo modo.

La verdad es que no entiende muy bien lo que ha pasado en la cafetería. Ha sido una noche muy larga y Jose está muy cansado. Sólo puede pensar en caer sobre la cama y dormir durante horas. Ya le preguntará después a Chus qué pintaba su cuñada en la historia de Ángela y Laura, por qué parecía conocer a todos los que estaban allí, por qué su cara estaba invadida por tanta tristeza.

Rodea firmemente la cintura de su novio. Se siente seguro así, detrás de él, abrazado a él, a lomos de la enorme moto que les lleva hacia su casa —la casa que ya es de los dos—. Después de todo hay cosas que sí merecen la pena. Merece la pena arriesgarse, merece la pena intentarlo aunque pueda salir mal. Porque ahora tiene más de lo que pudo soñar años atrás. Su novio, sus amigos, su vida. Su felicidad.

Silvia saca el frontal del radiocasete y lo conecta. Pulsa el botón de play y sube el volumen.

—Necesito dormir —dice sin dirigirse a nadie—. Por Dios, vaya nochecita…

—Sí, ya es hora de irse a casa.

Transitamos en silencio por las calles, cansadas, muy cansadas, pero ya tranquilas, disfrutando de la música, de la soleada mañana de domingo. Llegamos a Atocha y metemos el coche en la plaza de garaje que tengo alquilada. Salimos del parking subterráneo con andares cansinos, las gafas de sol puestas, cogidas de la mano. Entramos en el portal y nos metemos en el ascensor. Mientras subimos Silvia apoya la cabeza en mi hombro. Una pequeña vaharada de su perfume llega hasta mi nariz. La estrecho fuerte contra mí.

Al llegar a la planta del ático y empezar a resonar nuestros pasos en el pasillo escucho gemidos tras la puerta según nos vamos acercando a casa. Silvia saca sus llaves y abre la puerta del piso. Brando salta hacia nosotras meneando el rabo frenéticamente.

—Hola, hola, hola chiquitín. Sí, sí, ya estamos en casa —le dice Silvia al perro mientras le acaricia la cabeza—. Ya hemos llegado a casa.

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