A partir de ahí todo se enturbia y se mezcla en mi mente. Recuerdo que corrí hacia la salida del parque, que tropecé con un niño al que casi derribé, lo que produjo el consiguiente histerismo de su madre, que avancé por Felipe IV, después de cruzar Alfonso XII, sin percatarme del tráfico, con peligro de que me atropellara un coche (oí un toque de claxon) y que, ya en el paseo del Prado, cerca de Cibeles, aflojé el paso para no llamar la atención. Había una parada de taxis junto al palacio de Telecomunicaciones, pero era vísperas de Navidad, todo el mundo había salido hoy de compras y (¡oh, fatalidad!) no quedaba ningún taxi. ¡Y no era cuestión de esperar en la parada, donde ya había dos o tres personas delante de mí! Nunca salen las cosas como se planean. Yo había pensado coger un taxi hasta Sol haciéndome pasar por ciudadano francés (pog favog, ¿me llevaguía a Sol?). Los taxistas son seres muy curiosos, bastante aficionados a escuchar la radio, y suelen estar bien informados de lo que ocurre en su ciudad. El taxista que me llevara a mí, más tarde o más temprano, se enteraría de lo sucedido en el Retiro y acabaría asociando a aquel personaje estrambótico que él había recogido en Cibeles con el asesino, corroborando a la policía los detalles de su indumentaria y aportando un dato de valioso interés: su acento francés. Pero lo cierto es que no había taxis y que debía prescindir de tal testigo. Tenía, sin embargo, todos los que me habían visto disparar a Tino en el Retiro y con ellos debía conformarme. Lo peor era que me veía de pronto sin algo tan esencial como un vehículo con el que huir y necesitaba alejarme de allí cuanto antes. Eché un vistazo a la plaza, desesperado, en busca de un taxi libre, pero todos los que pasaban estaban ocupados. Entonces reparé por casualidad en la estación de metro y, sin pensármelo dos veces, me dirigí hasta allí. No había nadie en la taquilla cuando llegué y bajé solo al andén (la estación de Banco no suele ser muy frecuentada, sobre todo por la tarde). Recuerdo que eso me tranquilizó un poco. Si no venía nadie más, pensé, era porque nadie me había seguido. Aunque, si alguien me seguía finalmente, aquel lugar podía convertirse en una ratonera. Aparte de eso, la luz excesiva del andén me molestaba y casi —temía yo— me delataba. Tenía miedo de que alguien descubriera que llevaba un bigote y una coleta falsos, de que alguien descubriera que mi extravagante indumentaria era un puro disfraz. Pero los tres o cuatro jóvenes y las dos personas adultas que había en el andén apenas se dignaron mirarme (la gente no suele mirar abiertamente a los tipos raros o de aspecto dudoso para evitar susceptibilidades y reacciones desagradables). Llegó el tren casi a continuación y, justo en el último momento, antes de que éste partiera, oí entrar un par de personas en el vagón de al lado. Si eran policías, entrarían en mi vagón por la puerta de comunicación entre vagones, pensé, lo que no ocurrió. De todas formas, no me sentía tranquilo y me quedé junto a la puerta, agarrado a una barra, mientras observaba por el cristal a los demás viajeros. Conseguí llegar sin incidencias hasta la estación de Sevilla y, ya en la calle, en la penumbra del crepúsculo, mezclado entre la gente, comencé a perder el miedo y a sentirme fuera de peligro.
De nuevo en el edificio de Sol donde había estado cambiándome anteriormente, avancé por el largo portal hasta el hall de los ascensores. Recuerdo la mirada del portero y una expresión como de prevención o de rechazo, aunque no me dijo nada. Si lo hubiera hecho, tenía previsto decirle que iba a hacer unas fotocopias y no hubiera tenido más remedio que dejarme entrar. Si me preguntaba algo al salir, le mostraría las fotocopias que había hecho de mi carnet. De un modo o de otro, mi presencia en aquel edificio estaba justificada. Todo vuelve a nublarse de nuevo en mi mente. Ya no sé si aguardé allí mismo, detrás de un hombre y de una mujer, intentando ignorar al portero, o si subí andando al primer piso y fue allí donde aguardé detrás de dos hombres o un chico y una chica. Sea como fuere, de pronto me veo metido en un ascensor con dos personas más. Esas dos personas, sin duda un hombre y una mujer, bajan en la tercera planta. Es mi oportunidad de quedarme solo y de experimentar una nueva metamorfosis, pero he aquí que llega un anciano, al cual no tengo más remedio que franquearle la puerta. Va hacia abajo, así que yo me quedo en la segunda planta y aguardo a que llegue el otro ascensor. Éste no tarda en abrir sus puertas, pero está ocupado. Va para arriba y yo digo que voy para abajo. Sigo esperando en el rellano. Luego llega el anterior ascensor, también ocupado. Va para abajo y yo digo que voy para arriba. Empiezo a ponerme nervioso. Son cosas que pasan, me digo. Lo peor ya está hecho. Ahora sólo tengo que rematar el trabajo. ¡Navidad, maldita Navidad! Varios empleados de una oficina salen en aquel momento y se arriman a mí para esperar el ascensor. Un hombre joven me mira fijamente y yo trato de eludir su mirada (¿se habrá dado cuenta de que mi bigote es postizo?). Tengo que mantener la calma, me digo. No se va a estropear ahora todo por una tontería. Finalmente decido subir andando hasta la cuarta planta (estaba demasiado visto en la segunda) y esperar allí mi oportunidad. Tuve suerte. Unos minutos más tarde llegó un ascensor vacío. Me metí dentro, pulsé un botón cualquiera y, cuando se puso en marcha, abrí las puertas interiores entre dos plantas. Zapatones fuera, gorra fuera, bigote fuera, zarcillo fuera, guantes fuera, gafas fuera, cazadora fuera… Busqué en la bolsa los pantalones anchos de pana y me los puse encima de los vaqueros; a continuación cogí la sudadera gris y me la planté de un tirón encima de la camisa de franela. Los zapatos italianos me los puse mientras le daba la vuelta a la cazadora por el lado verde. ¿Qué más? Me miré en el espejo y descubrí alarmado que aún llevaba la coleta. La arranqué de un tirón y me aplasté con saliva el pelo de la nuca. Acto seguido comencé a recoger las cosas (la escopeta aún estaba caliente, ¡Tino, Tino!, ¿por qué tuviste que venir, Tino?), las metí en dos bolsas separadas y luego las envolví con el papel rojo y las até con las cintas de seda. Estaba tardando demasiado y oía rumores tanto en el piso de arriba como en el de abajo. Si tardaba más, acabarían llamando al portero. Eché un último vistazo y decidí que todo estaba en orden. Entonces cogí los dos paquetes, me los puse debajo del brazo, cerré las puertas y el ascensor comenzó a bajar. El portero me estaba esperando muy enfadado.
—¿Qué le pasaba al ascensor? —preguntó con aire de sospecha—. ¿Por qué estaba retenido?
—No lo sé —dije—. Yo lo he cogido en la tercera planta, pero he oído decir que un tipo bastante raro, con una coleta, lo tenía bloqueado.
—¡Ah!, ¿sí? ¿Y dónde está?
—No lo sé. Yo no lo he visto.
—Ya, ya. Creo que sé quién es. Ahora, cuando baje… Lo vi subir antes y no me gustó ni un pelo.
—¿No será un yonqui? —barruntó alguien.
—Se habrá estado inyectando heroína —dijo una mujer gorda.
—Eso es lo que he oído —añadí yo.
—¡Un yonqui inyectándose heroína en el ascensor! —gritó la mujer gorda—. ¿Adónde vamos a ir a parar?
—Ahora, cuando baje… —amenazó el portero.
—Esto es el colmo. ¿Adónde vamos a ir a parar? —volvió a quejarse la mujer gorda.
Salgo del edificio aprovechando la confusión y me veo a mí mismo cruzando Sol en dirección a la calle de Preciados, temblando de terror o de escalofríos y diciéndome que debo tomar cuanto antes una copa de coñac o un té bien caliente. Llevo el pavor reflejado en los ojos (soy un asesino, me digo, he matado a Tino, ¡no puede ser!), creo ver policías a mi alrededor por todas partes, me siento observado por todo el mundo y yo trato de no ver nada ni de oír nada mientras avanzo entre la multitud, agarrando con fuerza la bolsa donde aún me quema la escopeta (¡Tino, Tino!). Después, sin saber cómo, me veo de pronto en medio de un grupo de miembros de Hare Krishna que cantan y bailan cansinamente, formando un círculo en una esquina. Salgo de allí torpemente, provocando las risas de alguien, y me dirijo al supermercado de El Corte Inglés, donde dejo mis dos paquetes en consigna. Libre ya de ese peso, aunque inseguro, subo a las plantas superiores, donde compro los regalos de mis sobrinos, que pago con tarjeta para dejar constancia en el ticket del día y la hora…
Después me veo en casa de mi hermana cargado de paquetes, sonriendo y abrazando a mis sobrinos: Susana, una niña de diez años (quien me ha abierto la puerta e inmediatamente se ha lanzado a mi cuello), Jorge, un chico de quince, quien después de besarme pasa al interior avisando que ya estoy aquí, y finalmente Pury, una niña rubia de sólo cuatro o cinco años, quien me pregunta si me voy a quedar a dormir… Pero antes he estado en una cafetería próxima a El Corte Inglés, donde me atendió una camarera joven, con la que traté inmediatamente de iniciar algún tipo de conversación (sin éxito, ya que estaba muy ocupada). No tuve más remedio, pues, que hacer alarde de mala educación y pedir una cosa tras otra, obligándola a realizar varios viajes a mi mesa: primero un té, luego una copa de coñac, más tarde un vaso de agua y una aspirina, a continuación una tarta de chocolate («Perdón, que sea de manzana; ahora que recuerdo no me sienta muy bien el chocolate»); luego otro té y otra copa de coñac… Así, hasta que tuve la seguridad de que aquella pobre chica acabó odiándome con toda su alma (hasta que tuve la seguridad de que no se olvidaría de mí). Y ahora atravieso la casa dando besos y abrazos a todos (¡es Navidad y aquí está el tío preferido con los regalos!), incluso beso y acaricio al gato siamés que, indiferente a todo, permanece medio adormilado en una butaca. Saludo a mi cuñado, quien fuma y ve la televisión en el salón, y luego llego a la cocina donde sorprendo a mi hermana con un guante en la mano, trasteando en el horno, quien, antes de que yo tenga la oportunidad de hacer nada, me dice con una sonrisa: «¡Ven aquí, tonto!», y me estampa un sonoro beso en la mejilla. Mi hermana, mi pobre hermana, quien tanto sufre y se preocupa por mí (sobre todo, desde la muerte de mis padres), ¿podría ella imaginar que acabo de matar a alguien? Y los demás, me digo, ¿podrían los demás adivinar que esta persona sensible y bondadosa que soy yo puede maquinar y ejecutar a sangre fría un asesinato? Me veo a mí mismo interpretando el papel que me corresponde en esta escena familiar, me veo a mí mismo excesivamente alegre, sobreactuando quizá, como los malos actores, para compensar o para disimular la angustia y el terror que me invaden por dentro. Reparto los regalos con desprendimiento y naturalidad, pero cuando digo: «Ésos no. Son para unos amigos. No los toquéis, por favor», me veo exagerando el tono. Noto en ese momento que todos miran fríamente hacia los paquetes envueltos con el papel rojo, atados de un modo burdo con las cintas de seda. «Son cosas muy frágiles», añado intentando disculparme. Lamento mi torpeza, pero no he podido evitarlo, pues me preocupa que alguien, por error o por curiosidad, pueda abrirlos y ver lo que hay dentro, o que se caiga el paquete en el que va la escopeta y que ésta se dispare, ya que no creo haberle puesto el seguro. Así que coloco ambos paquetes a la vista y no les quito ojo de encima hasta que finalmente regreso a casa en un taxi.
Bajo del taxi en la esquina y camino con precaución hasta la puerta del edificio donde vivo, mirando en todas las direcciones. Aún temo encontrarme con Tino. Todavía no he asimilado que Tino ha muerto y que ya no vendrá a molestarme. Nunca más me llamará o me importunará, me digo. Nunca más. Pero quizá es a la policía a la que temo. Mas ¿cómo van a saber que soy yo quien ha matado a Tino? Tal vez ni siquiera saben todavía a quién pertenece su cuerpo. No debo preocuparme, me digo, mientras introduzco la llave en la cerradura y abro la puerta. Cerrarla me causa un profundo terror y encontrarme solo en el portal, subir las escaleras y luego abrir la puerta de mi casa me causa verdadero pánico. Debo marcharme de aquí —me digo—, debo irme cuanto antes a un lugar pobre y cálido. No me siento seguro ni tranquilo hasta que reviso una a una todas las habitaciones de la casa. Miro debajo de las camas y dentro de cada uno de los armarios. No dejo ningún rincón sin explorar, incluso visito la alcoba de mis padres. Pero, aún así, sigo teniendo miedo de Tino, sigo teniendo miedo de que aparezca de un momento a otro, miedo de que me llame por teléfono o de que golpeé la puerta de mi casa. Y, sin embargo, me digo casi con pena, eso no sucederá jamás. Pero aún debo terminar esto, no vaya a ser que venga la policía, me digo. Debo destruir todas las pruebas. Así que enciendo la vieja estufa de carbón y, mientras el fuego se aviva, me preparo una copa doble de whisky. Siento ganas de llorar. Quisiera sentarme a llorar. Pero de momento no, me digo. Lo primero es lo primero.
La cartera de Tino no contenía, como yo ya suponía, ningún documento identificativo de su persona, pero sí un billete de autobús Benidorm-Madrid, además de los habituales nombres y números de teléfonos de todos sus clientes y amigos, anotados en recortes de periódicos, posavasos de papel blando, tarjetas de visitas, etcétera, entre los que se hallaban mi propio nombre y número de teléfono. Encontré también en la cartera un trozo de hachís, dos o tres hojitas de papel para hacer porros, la foto de Tino cuando era casi un niño y unas tres mil pesetas, con las que prometí pagarme al día siguiente una borrachera. Eché todo ello al fuego, junto con el papel de envolver y las cintas de seda. El hachís, por su parte, fue a parar al inodoro, envuelto en un trozo de papel higiénico, y lo mismo le ocurrió al zarcillo de plata, el cual aplasté y machaqué previamente. Luego me senté junto a la estufa e hice mil jirones con la gorra, los guantes, la camisa de franela, los pantalones vaqueros y la cazadora reversible y fui arrojándolos en montoncitos a un fuego cada vez más voraz. Finalmente le tocó el turno a la coleta, al bigote y a los zapatones. El olor a pelo y a cuero quemado se hizo de pronto intenso y nauseabundo, así que abrí las ventanas y los balcones para que se aireara la casa. Pero eso duró poco y al cabo de un rato el olor fue desapareciendo. No tenía miedo de que ningún vecino captara el olor. Ya era tarde, todo el mundo debía estar durmiendo y tanto las ventanas como los balcones de las casas próximas estaban herméticamente cerrados a causa del intenso frío de la noche. Yo, después de la cuarta o quinta copa de whisky, no sentía ya frío ni calor. Esperé pacientemente a que ardiera todo y luego, cuando no quedaba realmente nada por quemar, apagué las cenizas con un poco de agua, las recogí meticulosamente y las eché directamente al cubo de la basura, junto con los restos orgánicos del día. A continuación bajé la bolsa de la basura al contenedor, el cual afortunadamente todavía no había sido vaciado. Después subí a casa, metí en la lavadora la otra ropa y me di una ducha de agua muy caliente para arrancar de mi cuerpo el olor y el recuerdo de aquel día.
La escopeta y el casquillo no tuve más remedio que esconderlos durante dos días dentro de la casa (algo que no tenía mucho sentido, pues la policía hubiera podido encontrarlos, de todas formas, si hubiera realizado un registro) y, cuando llegó el sábado, hice una excursión a la sierra y los arrojé al fondo de un pantano, donde deben reposar todavía bajo un manto de lodo y cieno.
Tino había desaparecido para siempre de este mundo, sin dejar rastro de su pasado, y se había convertido en una entelequia. Aquellas notas con los nombres y números de teléfonos que yo había destruido eran en realidad los únicos signos válidos de su existencia, de modo que con su desaparición todo se volatilizaba en torno a él. ¿De dónde venía? ¿A qué se dedicaba? ¿Dónde o con quién vivía? Ésas eran preguntas a las que la policía, sin testigos, jamás podría dar respuesta. Por otro lado, el mismo afán de Tino por ocultar su identidad, sus mentiras (que él mismo se creía a veces), las pistas falsas que lanzaba a unos y a otros, sus secretismos y su deambular errático de ciudad en ciudad habían contribuido también, de algún modo, a sumir su muerte en el misterio y en la impunidad.
Luego fue muy triste leer, cuando apareció el equipaje de Tino en la consigna de la estación de Atocha, todas aquellas cosas sobre su vida, muy triste conocer, por fin, su verdadero nombre, su origen familiar y todo eso, además del crimen de aquel homosexual por el que estaba inculpado…
Yo traté de olvidarme de todo y, cuando acabé el contrato de seis meses que había firmado con Ramírez, S.L., me negué a firmar una prórroga y pedí la liquidación, ante el asombro y el disgusto de mis hermanos, y, con el dinero que había ahorrado, cogí un tren de medianoche y me dirigí hacia el Sur, con el propósito de pasar aquí, entre gentes agradables y en un clima cálido, los pocos años que aún me quedan de vida.