Cuando sonó el teléfono yo ya sabía que era él. La víctima siempre sabe cuándo el enemigo se acerca, lo nota por ciertas vibraciones, lo descubre por instinto, como el animal a la hierba venenosa. Me desperté en mitad de una pesadilla, empapado de sudor, y me incorporé jadeante, con el corazón latiendo a un ritmo frenético. «Es él —me dije—. Ya está aquí y yo aún no estoy preparado». Aguardé unos segundos y luego descolgué el auricular.
—¿Dígame?
Tino no respondió. Estaba ahí, pero no se atrevía a hablar o sencillamente no sabía qué decir.
—¿Dígame? —insistí.
—Eh, tío, ¿qué pasa? —dijo por fin, al cabo de unos segundos, con su tono más afable. Parecía que hubiésemos estado tomando copas juntos la noche anterior o que hubiésemos acordado una cita para aquel día. Ni siquiera dijo quién era. ¿Para qué? Sólo había un Tino.
—¿Eres tú? —pregunté—. ¿Tino?
—Sí. Soy yo.
—Hola —dije. No va a pedirme perdón, no va a mostrarse arrepentido por todo lo que me hizo. Si al menos lo intentara…
—¿Qué hay?
—Tino, Tino… —suspiré. Si al menos lo intentara.
—¿Cómo lo llevas?
—Mal.
—¿Por qué? —Tú, ¿qué crees?
—Ya ves. ¡Te he echado tanto de menos!
—Tú te fuiste, ¿no?
—Sí. ¿Qué podía hacer?
—No sé, pero eres tú el que… —en su tono se detectaba aún cierto reproche. No le convenía ser desagradable conmigo, pero tampoco tenía la menor intención de disculparse. No era ése su estilo.
—Lo pasé tan mal —dije—. Te habías distanciado tanto de mí en los últimos tiempos, Tino. No tuve más remedio que irme.
—Bueno, yo…
—Pues tú no es que te portaras demasiado bien, que digamos.
—Todo eso son tonterías. Yo…
—Te quería tanto, Tino. ¡Y aún… aún te sigo queriendo! —Tino no tenía nada que decir y permaneció callado. Los narcisistas saben que a veces lo que mejor les sienta es estar callados—. Ya te dije, cuando te conocí, que me harías mucho daño, ¿recuerdas?
—Esto se va a acabar —me apremió él—. Sólo me queda otra moneda de cien.
¿Qué pasa? ¿Quiere acaso que le envíe dinero o qué? ¿Me habrá llamado para eso?
—Me voy de Benidorm —dijo—. Te he llamado para decírtelo. Estoy harto de esto.
Claro, claro. Nadie lo soporta. Todos se han acostado con él y ya nadie lo soporta.
—¡Ah!, ¿sí? —dije—. ¿Y adónde vas?
—A Madrid.
—¿A Madrid?
—Sí. Contigo.
—¿Conmigo?
—Llegaré allí mañana. Ahora voy de tranqui, ¿sabes? He dejado todos los malos rollos —¿es eso una disculpa? ¿Pretendes decirme que te arrepientes del daño que me hiciste? ¿Por qué no lo dices claramente? Tal vez te perdone.
—¡No, no! —exclamé—. ¡No puede ser!
—¿Cómo?
—¡No puedes venir a mi casa! Tengo familia viviendo aquí, un sobrino… —realmente, Tino, no puedes venir aquí. No voy a permitírtelo.
—¿Qué sobrino? ¿De qué hablas? —no me cree, pero ¿qué otro rollo le cuento?
—Sí. Y mi hermana viene aquí también muy a menudo.
—No me cuentes rollos, tío.
—No son rollos. Mi hermana está siempre en mi casa, ya que estoy enfermo, enfermo por la paliza que me diste, Tino. ¿O no te acuerdas ya del último día? ¡Casi me matas! ¡No puedes venir aquí, Tino, no puedes venir!
—¡Pues voy a ir! —¡Idiota! ¡Te estoy dando una oportunidad!
—Entonces, quedaremos en algún otro sitio cuando vengas y ya buscaremos alojamiento —tú lo has querido—. ¿De acuerdo?
—¿Dónde quedamos?
—No sé. ¿En Atocha? ¿Vendrás en tren o en autobús?
—En autobús.
—Te esperaré en el Invernadero de la estación de Atocha. ¿Has estado en Madrid? ¿Conoces Atocha? Desde la estación Sur puedes ir en metro. Queda cerca.
—Sí, ya sé. Allí estaré —o sea, que conoce el lugar. ¿Habrá estado haciendo la carrera en los servicios?
—Quedamos a las seis. No puedo antes. Estaré ocupado.
—Te advierto que, si no te veo allí, iré a tu casa.
—Estaré allí, pero he cambiado mucho, ¿sabes? A lo mejor, cuando me veas, ni me reconoces.
—Yo también he cambiado —dijo Tino.
—¡Ah!, ¿sí? ¿En qué sentido?
—Estoy más delgado. Pero mejor. Todos… todo el mundo dice que así estoy mucho mejor —todavía no sabe que está enfermo. ¿A cuánta gente habrá contagiado el sida?— Estoy harto de Benidorm. Esto ya no es como antes —claro, ¿qué creías, que todo el mundo te iba a soportar como yo?
—¿Y Astrid? —¿Qué pasa con esa puta?— ¿Sabe ella que vienes a Madrid?
—No la veo desde hace días. ¡Y no me hables más de esa tía!, ¿vale? —dice lo que él cree que yo quiero oír. Debe pensar que me halaga oír eso. Incluso Astrid le ha abandonado. Nadie le quiere. Nadie le soporta.
—Tino —dije con voz débil y cansada—, ¿por qué no lo dejas? ¿Por qué no te vas a otro sitio y te olvidas de mí? ¡Déjame tranquilo!, ¿vale? —¡Déjame morir en paz!
—¿Qué dices?
—Lo que has oído. Me has hecho sufrir demasiado y ya es bastante. ¡Por favor, no vengas! ¡Te lo ruego: olvídate de mí!
—Ya hablaremos de eso mañana.
—¡Te lo pido por favor, Tino, no vengas! —grité—. ¡Por tu bien y por el mío!
—Estaré en Atocha a las seis de la tarde —amenazó Tino—. Si no te veo, iré a tu casa. Ya lo sabes.
—¡Por favor! —grité—. ¡No vengas!
—Esto se acab…
—¡No vengas, Tino, no vengas!
Las dos de la madrugada y aún estoy deambulando por la casa. ¿Qué hago asomándome por las ventanas? ¿Qué hago mirando hacia las aceras, hacia esas sombras que se mueven debajo de los árboles? Tino no ha venido todavía y no está ahí espiándome. Las casas, con sus luces apagadas, tienen un aspecto tan extraño. Ya ni siquiera pasan coches. Ha debido llover hace un rato pues se ven charcos de agua y el asfalto brilla como en una acuarela. Tengo que prepararme. Tengo que hacer un último ensayo. También tengo que echarle un último vistazo a la escopeta. No puedo dejar nada al azar. No abulta mucho con los cañones recortados. Podré meterla dentro de una bolsa y parecerá que vengo de comprar algo, una bolsa nueva de esas que me dieron en aquella boutique. Por fin ha llegado la hora de la verdad, por fin. Pero estoy tan cansado. ¿Y por qué siento ahora estos escalofríos? ¿Por qué? Un nuevo ensayo, debo hacer un nuevo ensayo. Pero antes de nada, correré las cortinas o bajaré las persianas para que no me vea nadie de los edificios próximos. También apagaré algunas luces. Debo ser minucioso y metódico en todos mis actos, debo recordar que estoy solo y que tendré que vivir ya siempre con mi secreto. No puedo permitir que nadie sospeche nada de mí, no puedo permitir que ningún vecino me vea en una actitud extraña. No puedo cometer ninguna indiscreción, ningún error. Más que un acto de venganza, debo convertir todo esto en un juego. La venganza es primitiva y vulgar, algo propio de seres inferiores. Por eso yo debo convertir la muerte de Tino en un juego, un juego de la inteligencia, como son siempre los verdaderos juegos, un juego en el que me divertiré yo solo, un juego en el que acaso Fernando será mi único cómplice, mi único espectador. ¡Ah, Fernando, Fernando! ¡Mi único amigo, mi único amor perfecto!
Las cuatro de la tarde. Debo comenzar a prepararme. Ya no puedo demorarme más. Esperaré a que pase alguien por la escalera. Si es posible, alguien de la misma planta, algún vecino que se fije en mí, que vea cómo voy vestido. Iniciar tal vez algún tipo de conversación, aunque no necesariamente, sólo si se presta la ocasión: «Ya están aquí las fiestas de Navidad. Hace un frío tremendo este año. Un compromiso los regalos. Qué se le va a hacer. Yo llevo dos y aún tengo que comprar más para mis sobrinos». Las cuatro. Tal vez es demasiado pronto. No tenía previsto empezar a prepararme hasta las cuatro y media, pero es preferible que me sobre tiempo. Estaré pendiente del ascensor, de cualquier puerta que se abra, de cualquier paso que oiga en la escalera. Mientras tanto, tomaré un sorbo de whisky, sólo un sorbo. No es que me sienta inseguro, no. Nada de eso. Tampoco estoy nervioso. Simplemente necesito entrar un poco en calor, combatir de una vez este frío que se me ha metido dentro de los huesos.
Una ducha de agua bien caliente, otro sorbo de whisky y, a pesar de todo, me castañeteaban los dientes. Había colocado todas las prendas sobre la cama y comencé a vestirme metódicamente, con la parsimonia de un divo de la ópera. Cogí primero los pantalones vaqueros de segunda o tercera mano que le había comprado a la mujer gorda y me los puse. Bien, muy bien. Me apretaban un poco en la cintura, pero no importaba. También me quedaban un poco cortos y estaban demasiado desgastados, pero no importaba. Cuanto peor, mejor. Busqué los guantes. Los saqué con delicadeza de su bolsa y los introduje en un bolsillo de la parte de atrás. Ya antes les había cortado la etiqueta. A continuación cogí los pantalones anchos de pana que había usado el invierno anterior y me los puse encima de los vaqueros. Después le tocó el turno a la camisa de franela. Era gruesa y suave. Olía bien. Uno a uno fui abrochando todos sus botones. La acaricié con las yemas de los dedos. Lástima que sólo sirviera para una vez. Encima de la camisa me puse la sudadera gris que había usado para estar por casa antes de irme a Benidorm. Bien, muy bien. Era ancha y podía ponérmela o quitármela con rapidez. Los zapatos. Saqué los zapatos italianos que había colocado previamente debajo de la cama. No eran muy apropiados para aquella época del año, pero se quitaban mejor que los otros. Además, llevaba calcetines gruesos. Qué importaba un poco de frío. Me desprendí de los zapatos sin tener que agacharme y volví a ponérmelos, también sin agacharme. Perfecto. Ya sólo quedaba la cazadora. El lado verde. En el lado naranja estaban adheridos los parches y los pins. Me la puse con cuidado para no engancharme con los pins. Un poco grande, sí, pero no hasta el punto de hacer el ridículo con ella. Yo siempre había llevado prendas grandes. Precisamente tenía otra de un color parecido. Bien, muy bien. ¿Qué más? La bolsa. Revisar su contenido: la gorra, la coleta, el bigote, los zapatones viejos, las gafas… Lo envolví todo con el papel que había comprado adrede, un papel rojo con motivos navideños. Aparte, envolví la bolsa en la que había metido la escopeta con el mismo papel. Finalmente até ambas envolturas con lazos de seda y me dispuse a salir a la calle. Pero antes tenía que telefonear a mi hermana Carmen y decirle que iba a ir esa misma tarde a llevar los regalos de los chicos. Mi hermana ayudaba a mi hermano en la boutique, de modo que no estaría en casa hasta las nueve o nueve y media. Mi hermana dijo que contaba conmigo para cenar.
—De acuerdo —dije—. Mientras tanto, echaré un vistazo por ahí para comprar las últimas cosas que me faltan.
Mi hermana argumentó que era absurdo que les comprara regalos a sus hijos, ya que, según ella, tenían de todo y no sabían disfrutar de nada.
—Además —añadió—, no quiero que gastes tu dinero en ellos, pues lo necesitas tú.
Yo dije que, al menos una vez al año, quería ejercer de tío, que me gustaba hacer regalos y todo lo demás. Era una discusión retórica, previsible, y supe salir airoso de ella. Esperé a que subiera alguien por la escalera, vigilando de vez en cuando por la mirilla, y, cuando oí unos pasos, cogí los dos paquetes, me los puse debajo del brazo y salí al corredor. Era un señor mayor, viudo, que vivía solo, como yo, en una gran casa. Metía la llave dentro de la cerradura de su puerta cuando pasé junto a él y le saludé con un escueto «Buenas tardes». El anciano me reconoció enseguida y dijo: «Buenas». No era muy sociable y no creí necesario expandirme más, así que seguí de largo y bajé las escaleras. El portero se hallaba dentro de su garita leyendo el periódico. Levantó la vista al verme pasar y respondió a mi saludo con un movimiento de cabeza. Yo me detuve ante él (quería que observara bien mi ropa y mis paquetes) y dije:
—No parece que vaya a llover, ¿verdad?
El portero hizo un gesto de duda (era hombre de gestos más que de palabras), mirando hacia la calle.
—No he sacado el paraguas, pero como llovió anoche… No quisiera que se me mojaran los paquetes… son los regalos de mis sobrinos… —el portero asintió con una sonrisa, pero no hizo ningún comentario—. Aún debo comprar más cosas. ¡Una ruina!
Recordé de pronto que aún no le había dado su propina de Navidad, como era mi costumbre. Busqué en mis bolsillos un billete de mil y se lo di a través de la ventanilla.
—Gracias —dijo él sin mucho énfasis. Cualquiera diría que esperaba más, pensé cuando salí a la calle.
Un escalofrío recorrió de pronto mi cuerpo al sentir el aire helado en mi rostro. De nuevo empezaron a castañetearme los dientes. Respiré hondo, aceleré el paso, apreté con fuerza los dos paquetes debajo del brazo y no tardé en entrar en calor.
Cuando llegué a Sol eran las cinco menos cuarto. Iba un poco retrasado, según mis cálculos, aunque en realidad tenía tiempo de sobra hasta las seis. Me dirigí al edificio en el que había ensayado días atrás y avancé por el largo portal. Al fondo estaban, a la izquierda, los ascensores y, a la derecha, la garita del portero. Éste contemplaba con aburrimiento a la gente que entraba o salía constantemente del edificio. Tampoco él parecía muy expresivo y sólo saludaba a las contadas personas que conocía. Llegó un ascensor y entramos en él una chica y yo. Ambos nos quedamos en la tercera planta y traspasamos, uno detrás de otro, la puerta en la que había un letrero que decía: «Fotocopias». Aguardé mi turno junto al mostrador y luego encargué dos fotocopias de mi carnet de identidad. Pagué y me dirigí de nuevo al ascensor. Éste subía y yo indiqué a las personas que lo ocupaban que iba para abajo. El otro ascensor llegó vacío. Rápidamente me introduje en él, pulsé el botón de un piso cualquiera, abrí las puertas interiores entre dos plantas y lo bloqueé. Ya sabía que no podía permanecer mucho tiempo en esa situación, que alguien podía llamar al portero e informarle de la avería, así que deshice mis dos paquetes y me puse manos a la obra. En unos segundos me quité la cazadora, la sudadera, los zapatos y los pantalones de pana. Le di la vuelta a la cazadora por el lado naranja y me la puse directamente sobre la camisa de franela. A continuación me calcé los viejos zapatones que había comprado en la chamarilería del Rastro. Me quedaban un poco grandes, pero podía andar con ellos perfectamente si ajustaba bien los cordones. Luego me fijé el bigote y la coleta. Amarré ésta fuertemente a mi cabello con dos horquillas y una goma elástica, como había hecho tantas veces en casa. Después me puse el zarcillo de plata en el lóbulo de la oreja derecha y ya era el Hippy Pasado de Moda, el Chulo Sentimental de la Vieja Guardia o el Gilipollas con Instintos Asesinos. Me observé detenidamente en el espejo y pude comprobar que todo estaba en orden. Por si acaso, ajusté un poco más la coleta y moví unos milímetros el bigote hacia la izquierda. Ya sólo tenía que colocarme la gorra y las gafas. Así lo hice. Después recogí del suelo las prendas que me había quitado y las metí dentro de la bolsa donde estaba la escopeta, procurando que ésta quedara en la parte de arriba. También guardé los dos trozos de papel, bien doblados para que no se arrugaran, ya que iba a necesitarlos más tarde, y los lazos de seda. Me eché un último vistazo en el espejo y, cuando quedé satisfecho, agarré la bolsa y cerré las puertas del ascensor. Éste me dejó en la cuarta planta, donde no había nadie. Desde allí bajé andando hasta la planta baja. El portero le lanzó una mirada de desaprobación a mis pantalones pero no dijo nada. Me dirigía, entre la multitud, por San Jerónimo, hacia la plaza de Neptuno, y no detectaba ninguna mirada extraña. Después de todo, la gente está harta de ver tipos raros en el centro de Madrid, me decía. La indiferencia ajena me producía cierta sensación de impunidad. ¿Quién, conociendo mi tradicional forma de vestir, hubiera podido relacionarme con aquel Hippy Pasado de Moda o con aquel Gilipollas con Instintos Asesinos? «Tino, Tino —me burlé—, te he echado tanto de menos». Y solté una carcajada. Un hombre se cruzó conmigo por la acera y me miró con indisimulada curiosidad. Hay tantos locos sueltos en esta ciudad, supuse que debió pensar. ¿Quién está loco? ¿Yo? Ja, ja, ja. Pasé por delante de las Cortes y seguí caminando hacia la plaza de Neptuno. ¿No se me caerá la coleta? ¿No se me moverá el bigote? ¿Y los guantes? ¿Están en el bolsillo? Sí, sí. No te pongas nervioso. ¿Quién se pone nervioso? ¿Yo? Ja, ja, ja. Ya no tengo frío. Navidad, puta Navidad (¡no sonrías así, capullo!). En todas partes el ambiente de la Navidad. ¡Qué bonita es la Navidad! Ja, ja, ja. Te he echado tanto de menos, Tino. Ja, ja, ja. Hay tantos locos sueltos en esta ciudad. ¿Te echará alguien de menos, Tino? ¡Navidad, maldita Navidad!
Bordeé la plaza de Neptuno, crucé el paseo del Prado, avancé por detrás del museo del Ejército, salí a Alfonso XII y me interné en el Retiro. Todo estaba en orden. Ninguna entrada cerrada, el banco en su sitio, también los suficientes testigos: un montón de maricas pululando entre los árboles (¡Tino, tu público!), la hora del crepúsculo, perfecta, aunque eso era algo que había decidido el propio Tino, y, por si fuera poco, un terreno blando, después de las últimas lluvias, donde dejar bien marcadas las huellas de mis zapatones. Me senté durante algunos minutos en el banco y me dispuse a esperar.
Las seis menos cuarto. Ya era la hora de ir a la estación de Atocha. Me levanté del banco, avancé hacia el final del parque y bajé por la cuesta de Moyano. Tino no estaba en el Invernadero cuando llegué. Podía esperarle en la cafetería, en algún banco o dando vueltas en torno al estanque de los nenúfares, pero preferí subir por las escalerillas eléctricas y aguardarle en las galerías de arriba, desde donde tenía una buena panorámica y podía observarle cuando llegara. ¿Habría ido a los servicios? ¿Estaría ligando con los maricas en las galerías del fondo? Después de algunos minutos de tensa espera, Tino apareció en el paseo central. Miraba nervioso en todas las direcciones. Estaba un poco delgado, sí, pero en general era el mismo Tino de siempre. Llevaba puestas unas gafas oscuras, una chaqueta negra de cuero, un jersey claro y unos pantalones vaqueros. Sí, era el mismo Tino de siempre, el mismo chulo de siempre. Pero ahora parecía un tanto cansado y aburrido. Casi sentí por él un poco de pena. «Tino, Tino…». Tino dio una vuelta en torno al estanque, buscándome. Luego levantó la vista hacia arriba y me miró, pero no me reconoció. Avanzó hacia el fondo y yo, temeroso de que se impacientara y se marchara, bajé corriendo hacia su encuentro. Cuando llegué al final del paseo, sin embargo, Tino había desaparecido. ¿Habría regresado por un paseo paralelo? ¿Habría ido a la cafetería? Varios homosexuales iban de un lado para otro, a la caza desesperada de sus víctimas, y por un momento temí que alguno de ellos le hubiese atrapado y estuviese flirteando con él. Pero no, ahí estaba Tino. Venía de frente hacia mí y yo me quedé clavado en el sitio, lívido de la impresión, igual que aquel primer día en Cuenca. Tino me miró dubitativo durante unos segundos y luego siguió andando. Yo di la vuelta y avancé detrás de él.
—Tino —susurré a su espalda. Tino volvió la cabeza y me miró de arriba abajo, sin reconocerme—. Tino, soy yo, Eduardo…
—¿Tú?
—Sí, yo… ¿No me reconoces? Ya te dije que había cambiado un poco.
Tino me escrutó en silencio. Su naturaleza primitiva le decía que aquel cambio no era bueno para él y su instinto de supervivencia le aconsejó, quizá, que desconfiara de mí. Pero yo era más listo que su naturaleza primitiva o que su instinto de supervivencia. Le tendí la mano, con una amplia sonrisa, y le dije al oído:
—Tino, Tino… ¡Cuánto me alegro de verte, Tino! —el contacto con su mano me trajo de pronto el recuerdo de aquellos deliciosos días de primavera en que habíamos ido a bañarnos a la playa, antes de que apareciera Astrid, la imagen de su cuerpo tendido al sol, con los codos apoyados en la arena y una lata de Coca-Cola en la mano, la imagen cálida y sensual de una playa muy lejana.
—¿Vamos a tu casa? —me preguntó Tino cuando nos dirigíamos a la salida de la estación.
—No, a mi casa no. De momento, no. Tal vez cuando pasen las fiestas. Ya te conté que hay gente allí. Pero te he encontrado un buen alojamiento en casa de un amigo. También es… ya sabes. Estará encantado de tenerte durante un par de semanas. Le he hablado muy bien de ti. Es rico, tiene una verdadera mansión y, sin duda, se portará bien contigo…
Tino no dijo nada, pero quedó satisfecho con mi explicación. «Un homosexual rico… —pensaría—. ¡Justo lo que yo estoy buscando! ¡Y que a este gilipollas que le den por…!».
—Vamos por aquí —añadí, dirigiéndome hacia el Ministerio de Agricultura—. Él vive muy cerca, junto al Retiro, la zona de los ricos… Le llamé esta mañana y me pidió que le esperáramos enfrente de su casa, en el parque. Tiene un compromiso, una visita por motivos de negocios o algo así, y no estará libre hasta las siete. ¿Cómo te encuentras?
—Bien —dijo Tino.
Cruzamos el semáforo y comenzamos a subir por la cuesta de Moyano. No había apenas gente en la Feria de Libros. La mayoría de las casetas estaban cerradas y las que aún quedaban abiertas estaban cerrando.
—Pues yo, fatal —dije entre irónico y cínico—. Me destrozaste con aquella paliza. Nunca te hubiera creído capaz de darme así. ¡Qué barbaridad! ¡Casi me matas!
—Tú te lo buscaste. Ya sabes que yo no me ando con bromas.
No, por supuesto, Tino nunca se andaba con bromas. Nunca tuvo el menor sentido del humor.
—Y, sin embargo, ya ves… —dije—. No te guardo ningún rencor. No sé qué haces para seducir a la gente. Creo que estoy más loco por ti desde aquel día. ¡Y eso que no soy masoquista!
Tino, sin duda, creyó lo que le dije a pies juntillas. Me lanzó una mirada de burla, aderezada con unos toques de desprecio, justo lo que yo me merecía por un comentario tan estúpido.
—¿Queda muy lejos eso? —me preguntó Tino cuando nos encontrábamos ya en Alfonso XII, a la entrada del Retiro.
—No, sólo unos cinco minutos andando. Nunca te gustó mucho andar, ¿verdad?
—¿Y esa pinta? —dijo de pronto Tino, mirándome con curiosidad—. ¿De qué vas?
—Ya sabes —dije con una sonrisa tan amplia que casi se me despega el bigote—: vida nueva, imagen nueva. Pensé que cambiando mi forma de vestir cambiaría también mi forma de ser. Después de lo que ocurrió, la verdad es que necesitaba un cambio —traté de desviar la conversación hacia temas más operativos y añadí—: Espero que mi amigo no sea desleal y quiera atraparte para toda la vida.
—A mí no me atrapa nadie y menos para toda la vida —dijo Tino entre orgulloso y ofendido.
Llegamos por fin al Retiro y caminamos por el sendero de la izquierda, paralelamente a Alfonso XII. Era casi de noche y el frío se hacía más intenso con la presencia de los árboles y la cercanía del lago. Caminamos en silencio durante un rato y luego me detuve junto al banco, tal como tenía previsto.
—Esperaremos aquí hasta que venga mi amigo —dije frotándome las manos—. Él vive ahí, en ese edificio, en la cuarta planta. Tiene unas magníficas vistas al parque. No hay una cafetería próxima, así que me pidió que le esperáramos por aquí.
Tino bostezó, me observó durante unos segundos y luego se apoyó en el respaldo del banco. Yo permanecía de pie, algo distanciado de él, mirando furtivamente a mi alrededor e intentando situarme: la salida, a diez o quince metros, el paso de cebra que me servía de enlace con Felipe IV para llegar a Cibeles, donde había una parada de taxis, la gente (los posibles testigos visuales), no muy numerosa a esa hora, aunque suficiente, que iba y venía por las aceras o deambulaba por el parque. Todo, decidí, estaba en orden.
—¡Qué frío hace! —exclamé, y aproveché la oportunidad para ponerme los guantes. Tino me miró con suspicacia.
—Tino —dije, sin poder evitar que me temblara la voz—, me gustaría tanto que te quitaras las gafas.
—¿Para qué?
—Para verte los ojos. Sólo para eso.
Tino se quitó las gafas de mala gana.
—Gracias —dije, y me acerqué a él.
Tino volvió a ponerse las gafas. Yo le rogué que se las quitara y permaneciera un rato más sin ellas. Fue un error. Un error que me acercara a él y le mirara fijamente a los ojos. Yo lo había planeado todo, yo lo había previsto todo científicamente, pero me había olvidado de un detalle, me había olvidado del factor humano. Al ver sus ojos, ay, sentí que todavía le amaba. Comprendí que no iba a ser capaz de matarle.
—Tino, Tino… —dije poco después con lágrimas en los ojos—. Te he querido tanto… Te quiero todavía tanto… ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de nosotros? Tengo miedo, Tino, mucho miedo. Te necesito, pero no puedo vivir contigo. Tampoco sin ti… Dime algo, Tino, dime alguna palabra de consuelo. Si dices cualquier cosa, te perdonaré y lo olvidaré todo.
—¡Tú estás loco! —dijo Tino con un gesto de fastidio. No era exactamente lo que yo esperaba oír de él, así que le di otra oportunidad.
—Tino, por favor… No quiero… ¿Me entiendes? Ayúdame, te lo suplico.
—¿Qué te pasa a ti ahora?
—Nada, nada —dije retrocediendo.
—¿Y qué llevas ahí, en esa bolsa? ¿Por qué la pones así?
Sin darme cuenta, había agarrado ya la escopeta desde dentro de la bolsa y apuntaba hacia él con el dedo en el gatillo.
—Nada, no es nada.
—Déjame ver.
—No —dije apartándome un poco más—. Pero, si quieres saberlo… No, no puedo decírtelo. ¡No te lo diré!
—¿Qué llevas ahí? —insistió Tino, aproximándose.
—Está bien, pero no te acerques. Si quieres saberlo…
—¿Qué llevas ahí?
—De acuerdo. Te lo diré. Si quieres saberlo, te lo diré —tomé aire, le miré fijamente a los ojos y dije—: Llevo una escopeta con los cañones recortados. Eso es lo que llevo.
—No te creo —dijo Tino, con cautela, como si comprendiera por fin lo que estaba pasando.
—Pues créeme. La he traído expresamente para matarte. ¿No me crees? Era de mi padre. La usaba para ir de caza y la he estado preparando. Le he recortado los cañones…
—¡Muéstramela!
—¿Para qué? ¿Crees que soy tonto? Tu problema, Tino, es que siempre has creído que soy tonto. Pero soy más listo que tú. Ya la verás cuando te dispare y te mate.
Tino me miró de soslayo. De pronto me recordó a Bruce Lee cuando se va a lanzar sobre su enemigo y se queda quieto, mirando con ojos felinos a su alrededor, para calcular los riesgos y las ventajas de la situación. Probablemente Tino pensaba en Bruce Lee y trataba de imitarle, ya que sentía por él una gran admiración. Pero yo no era un contrincante a su medida, aun cuando tenía un arma en la mano, y mi figura enfrente de la suya, con la mano metida en la bolsa, debía de ser un tanto grotesca. Estaba triste. No quería matar a Tino y, sin embargo, no tenía elección.
—Esto se acabó, Tino —dije con una seguridad en mí mismo que no sentía—. Te advertí que no vinieras, ¿verdad? No quería matarte, pero tú… Todo tiene un límite, Tino, y yo ya he llegado al mío. Además… además, Tino, debes saber una cosa: Me has contagiado el sida, pues estás enfermo de sida, ¿sabes? Alguno de aquellos maricones con los que te acostaste te lo pegó y tú me lo pegaste a mí. Te mate o no te mate, tampoco tardarás demasiado en morir.
—¿Que yo tengo el sida? —gritó Tino, fuera de sí—. ¡Yo no tengo el sida! ¡Y si lo tuviera, sería porque me lo has pegado tú!
—¡Nada de eso! —dije, enojado, moviéndome con precaución en torno a él—. ¿Por qué siempre tienes que culparme a mí de todo? ¡Y no trates de escapar porque será inútil! ¡Voy a matarte y nada te salvará, ni siquiera aunque te arrepientas de verdad por todas las putadas que me hiciste! De hecho, debes saber que todo esto que llevo es un disfraz. El bigote no es mío, ni la coleta… He planeado una coartada perfecta. Confundiré a la policía de tal modo que nunca podrán asociarme con tu cadáver…
Tino me miraba desconcertado. Ya no se parecía a Bruce Lee en absoluto, sino a cualquier tipo vulgar acorralado. Me apiadé de pronto de él y dije:
—¡Huye! ¡Aún estás a tiempo! ¡Te daré otra oportunidad!
Sin embargo, Tino no quiso huir. Era valiente. Debo reconocerle, al menos, ese mérito. Vi que se movía sinuosamente hacia mí, emulando de nuevo a Bruce Lee, y dije:
—¡No te acerques, Tino! ¡No quiero matarte! ¡La verdad es que no quiero matarte! ¡No me obligues a hacerlo!
Tino se quedó de pronto quieto, como ausente, y yo pensé que, estando él así, no iba a pasar nada, que todo se quedaría así eternamente, como en la imagen congelada de un póster de Bruce Lee. Yo le miraba fascinado: los ojos inescrutables, las piernas abiertas, dispuestas para dar el salto, las manos extendidas hacia el frente, en las que no se detectaba ningún temblor, el pelo de su flequillo mecido apenas por el viento… No recordaba haberlo visto nunca tan hermoso. De algún modo, cuando Tino saltó por los aires, con el pie derecho en dirección a mi cabeza, fue como si hubiese saltado Bruce Lee. Pero, aunque yo no era un contrincante a su medida, sí tuve los suficientes reflejos para apartarme a un lado, sacar la escopeta de la bolsa y apretar el gatillo. El sonido de aquel impacto fue el sonido más horrible que yo he escuchado jamás en mi vida. Miré hacia el suelo y vi a Tino completamente destrozado. Sus ojos, vivos todavía durante algunos segundos, me miraron protervos.
—¡Tino, Tino…! —lloré. Quería abrazarlo, quería taponar sus heridas. Pero era la hora de huir. Debía ponerme a salvo.
Un muerto indocumentado siempre es más inofensivo que un muerto documentado, así que busqué en sus bolsillos y, cuando encontré la cartera, la guardé dentro de la bolsa, junto con la escopeta. Luego miré por si se me había caído alguna cosa que pudiera comprometerme y vi el casquillo. Lo eché también dentro de la bolsa. No encontré nada más y salí corriendo. Varias personas habían oído el impacto y me miraban desde diversos ángulos de la calle y del parque, pero temerosas de que pudiera alcanzarles el fuego, se dispersaron rápidamente y me dejaron la vía libre.