Mi hermana Carmen, a quien había llamado a las pocas horas de llegar a Madrid, me obligó a meterme en la cama nada más verme. Después, bajó al supermercado a por comida, encendió el frigorífico, puso la lavadora con mi ropa sucia, preparó sopa, limpió el polvo, abrió algunas ventanas para que se ventilara la casa y luego volvió a cerrarlas, enchufó la calefacción y en un momento creó una auténtica atmósfera de hogar. Finalmente se sentó a mi lado y me contempló con gesto preocupado.
—Te lo contaré todo, todo… —dije yo, sin aliento, con la voz rota—. Gracias por venir. Ya estoy mejor. Gracias… —sin embargo, nunca me había sentido peor en mi vida. Callé intentando contener un acceso de tos.
—¡Dios mío! Pero ¿qué te ha pasado? —me preguntó—. ¿En qué líos te has metido? ¿Y por qué no quieres que llame a un médico? Creo incluso que deberías ir a un hospital.
—¿Un hospital?
Aquella palabra actuó en mí como un resorte. Me incorporé de pronto sobre la cama, esbocé una sonrisa imposible con mis labios rotos, cogí cariñosamente la mano de mi hermana Carmen, puse toda la jovialidad que pude en mi voz y dije, ay, que no se le ocurriera hablarme de hospitales porque estaba perfectamente.
—Prométeme que no llamarás a ningún médico ni me llevarás a ningún hospital sin mi consentimiento —insistí.
—Pero si estás fatal. ¿Qué te ha ocurrido? ¿En qué líos te has metido? Tú, que eras una persona tan tranquila, ¿cómo has podido…? ¡Ay, Dios mío!
—Por favor, querida hermana. La cosa no es tan horrible como te parece. Sólo tengo unos pequeños rasguños. Presiento que he sido contigo algo alarmista al llamarte. Te lo ruego, corre las cortinas de la ventana. Quiero ver la triste luz de esta ciudad. Ponme algo de Brahms o de Mendelssohn. De paso, tráeme una taza de té y te lo contaré todo. Pero has de prometerme que no llamarás a ningún médico. Lo más seguro es que me contagie alguna enfermedad. Yo sólo necesito dormir bien unas cuantas horas, comer bien, verte a ti deambular un ratito por la casa y pronto estaré completamente recuperado.
—Si tú lo dices…
Carmen puso la Sinfonía número 5 de Mendelssohn, que era justo lo que yo necesitaba, algo suave y melancólico, y a continuación trajo el té.
—Ya le falta poco a la sopa —dijo.
—¿De qué es? Déjame adivinar. Debe de estar deliciosa. Desde aquí huele tan bien. Realmente eres una magnífica cocinera. Has heredado el estilo de mamá. Cada vez que me preparas algo de comer me acuerdo de ella.
—La sopa es de bote —dijo mi hermana brutalmente—. No pretendas halagarme. Dijiste que ibas a contármelo todo y estoy impaciente por escucharte.
—De acuerdo, de acuerdo —dije quemándome los labios con el primer sorbo de té. Soy de los que nunca saben esperar a que se enfríe el té.
—¡Dios mío! —exclamó mi hermana—. ¡Pero si has manchado la taza de sangre!
—No es nada, no es nada —la tranquilicé—. Tengo el labio partido. Eso es todo.
Bebí un segundo sorbo de té, acomodé mis doloridos huesos a la almohada doblada detrás de mi espalda, tomé aliento, hice un esfuerzo de imaginación y le conté a mi hermana lo siguiente:
—Pues verás, compartí con alguien el apartamento donde vivía… un chico que decía estar buscando trabajo… Parecía buena persona e hicimos amistad. Pensé que podíamos pagar el apartamento a medias y que yo no estaría tan solo… —bebí otro sorbo de té y eludí la mirada de mi hermana—. Pero luego ocurrió que ese chico estaba metido en líos y que se relacionaba con gente muy peligrosa. A veces tenía mucho dinero y yo no sabía cómo lo conseguía sin trabajar. Le visitaban tipos extraños y yo me ausentaba antes de que ellos llegaran. El propio Tino me lo pedía, pero yo tampoco quería saber nada de ellos, no quería conocerlos siquiera. Tenía miedo de que me implicaran a mí, de que la policía, si Tino se metía en problemas serios, me implicara a mí también, ya que un día llevó un alijo de droga a nuestra propia casa…
Mi hermana parecía verdaderamente alarmada con mi relato. Yo aproveché una exclamación suya de espanto para proferir otra mía de dolor. Cambié ligeramente de postura, bebí otro sorbo de té y proseguí:
—Comprendí que debía marcharme de allí, alejarme de Benidorm antes de que fuera demasiado tarde. Podía haberme ido a vivir a un apartamento yo solo, pero en realidad la cosa no era tan fácil. Hubiera vuelto a ver a Tino y no habría sabido qué explicación darle. Además, un día me propuso que participara en un negocio… un negocio de falsificaciones o algo así. Yo tenía que llevarles a él y a sus amigos los recibos de las tarjetas de crédito con que algunos clientes pagaban en el hotel para robarles y, naturalmente, me negué. Tino se enfadó y dijo que irían sus amigos a hablar conmigo para convencerme. Imagínate. Yo estaba muerto de miedo. Me di cuenta de que sabía demasiadas cosas sobre ellos, de que tal vez no se fiaban de mí y de que, si querían, podían hacerme daño —nuevas exclamaciones de horror de mi hermana—. Tino no era mala persona. Nos llevábamos bien, pero estaba enganchado a la cocaína, dependía de ella y probablemente hacía todo lo que aquellos tipos le pedían con tal de conseguir dinero. Insistió con lo del negocio, pero me negué en rotundo. Si te metes en algo así, luego ya no puedes salir, como le pasaba a él. Le dije a Tino que a mí nadie me podía obligar a ser un delincuente. Así se lo dije y se enfadó muchísimo. A un delincuente nunca se le puede decir que es un delincuente, como a un drogadicto tampoco se le puede decir que es un drogadicto. El caso es que le comunicó mi negativa a sus amigos y un día noté que me espiaban y me seguían en un coche. Fue entonces cuando decidí que debía marcharme de Benidorm y pedí la cuenta en el hotel sin informar de ello a Tino, por supuesto. Pero ni siquiera él estaba libre de problemas, como descubrí después. Un día llamó un tipo a la puerta del apartamento y me preguntó por él. Yo le dije que no estaba y no le abrí. Me dio un mensaje para Tino. Era una amenaza de muerte o algo así. Cuando se lo dije a Tino se puso muy nervioso. El tipo aquel se quedó más tiempo de la cuenta junto a la puerta. Pensó que Tino estaba dentro y que yo le protegía. Tal vez supuso que ambos trabajábamos a medias, que éramos socios. Imagínate. Probablemente les debía dinero o se había quedado con parte de la cocaína. En esos negocios, ya sabes, nunca se juego limpio… El caso es que comprendí que un día a Tino le iba a pasar algo horrible y que yo podía verme implicado, por lo que hacía bien en largarme cuanto antes. Aproveché para escapar un viaje que hizo Tino con una amiga suya, otra que también estaba metida en sus negocios, pero he aquí que, cuando ya estaba a punto de salir, llamaron a la puerta, abrí y me encontré con varios tipos que preguntaban por Tino. Les dije que no sabía adónde había ido ni cuándo pensaba volver, como así era en realidad. Ellos creyeron que yo le protegía y me presionaron con amenazas para que hablara. Como no pude decir nada, comenzaron a golpearme y esto que ves es lo que dejaron de mí. Dijeron que aquello era sólo una advertencia y prometieron volver. ¿Comprendes ahora por qué no quiero que me vea un médico? Si viene uno aquí o si voy a un hospital, tendré que explicarlo todo, tendré que poner una denuncia y esos tipos me matarían porque piensan que puedo reconocerlos. Creen tal vez que sé demasiado y en realidad yo no sé nada. ¿No lo entiendes? Esos tipos son así. Están locos. Más adelante, cuando se me quiten todos estos morados, iré a hacerme un chequeo, te lo prometo, por si se me ha formado un tumor o algo parecido. Pero no te preocupes. Sobreviviré. Soy de una naturaleza fuerte, mucho más fuerte de lo que yo mismo creía.
¡Mi pobre hermana nunca hubiera podido imaginar que yo la estaba utilizando como conejillo de Indias, que trataba de experimentar con ella las posibilidades de mi coartada! Acabé con mi té, oí diversas exclamaciones de horror y me quedé medio adormecido, mientras Carmen iba a echar un vistazo a la sopa.
—Por favor —le dije—. Cuando acabe ese disco, no pongas ningún otro. Me cansa la música. Sin embargo, vuelve. Aún tengo que decirte algo más sobre un asunto práctico.
—La sopa ya está —dijo Carmen cuando regresó al cabo de un rato—. ¿De qué tenías que hablarme?
—Pues verás. En primer lugar, no quisiera que le contaras a nadie nada de lo que te he dicho. En segundo lugar, como me despedí yo mismo del hotel, antes de acabar el contrato de seis meses que tenía firmado, resulta que estoy sin dinero y sin trabajo y tampoco puedo cobrar el paro. Me peguntaba si podríais encontrarme un empleo o hacerme en la boutique un contrato como contable o algo así, para poder reunir las cuotas que me faltan de la Seguridad Social, ya que no quiero volver a la gestoría, si puedo evitarlo.
Carmen dijo que no pensaba contar nada a nadie (de lo que yo estaba completamente seguro). En cuanto al otro tema, no vio inconveniente y prometió hablar de ello con mi hermano Alberto.
Apoyándome en sillas, cómodas y mesas (prácticamente había quedado convertido en un paralítico), deambulé por la casa, buscándola en cada uno de los rincones. Yo sabía que estaba allí y no pararía hasta encontrarla. Pero luego se hizo de noche. Me di cuenta de que estaba muy cansado y desistí a mitad de la búsqueda.
El segundo día decidí ser más paciente y sistemático. Me levanté temprano y comencé mirando debajo de las camas y en cada uno de los cajones y armarios, pero luego se presentó mi hermana y abandoné la búsqueda sin llegar a muchos lugares de la casa.
El tercer día por la tarde, un poco más recuperado físicamente, me dirigí renqueando por el largo pasillo a la alcoba de mis padres, cuya puerta permanecía cerrada desde hacía varios años. Después de intentarlo, sin éxito, con varias llaves oxidadas que había colgadas de un gancho en el recibidor, logré abrir la puerta con una de las llaves y penetré a oscuras hasta el fondo. Esquivé el bulto de la cama y avancé a tientas hacia las cortinas, que corrí a ambos lados, dando torpes sacudidas. Luego subí la persiana y abrí el balcón de par en par. Era una tarde gris, sin luz, y llovía monótonamente. De pronto una oleada de aire frío invadió la habitación, acompañada del sordo ruido del tráfico. Pero nada podía desalojar de allí por completo la antigua tristeza, la rancia melancolía que me producían las cosas de mis padres. Después de permanecer un rato con las manos en la barandilla (que me manché de hollín), contemplando las vistas de la calle y llenando de aire húmedo mis pulmones, regresé al interior. Todo en aquella habitación estaba exactamente igual que lo había dejado mi madre el día de su muerte. Mi hermana, hipocondríaca y sentimental, nunca se había atrevido a entrar allí para cambiar o quitar nada y yo (que había heredado la casa), por pereza, tampoco.
En el armario, colgadas de sus correspondientes perchas, se hallaban, a un lado, los vestidos de mi madre y, al otro, los trajes de mi padre. En los cajones, cuidadosamente doblados, los pañuelos bordados, los pijamas, las toallas y la ropa interior. Busqué en los cajones de la cómoda y del armario, busqué en las grandes cajas de cartón atadas con cintas de seda, donde mi madre guardaba sábanas y prendas todavía sin usar, busqué en el recio y polvoriento baúl, donde había entre otros muchos objetos heterogéneos, una caja con fotos, cartas y documentos de identidad antiguos, un par de pasaportes y un permiso de caza…
Ya había decidido bajar la tapa, cuando me detuve impactado por la imagen. ¡Allí estaba! Mi padre la tenía cogida por la boca del cañón, sin mucha gracia, con la culata rozando el lomo de un jabalí, que seguramente no había matado él, sino alguno de aquellos hombres del antiguo régimen, de grandes bigotes y rostros bobalicones, que posaban a su lado en la vieja fotografía en blanco y negro de los años cincuenta. Pero ¿dónde estaba ahora aquella escopeta, una escopeta que mi padre había usado muy raramente en aquellas cacerías franquistas a las que él había acudido más por motivos sociales que cinegéticos? ¿Se la habría llevado mi hermano después de su muerte? No lo creía probable. Mi hermano Alberto era un hombre de acción y había practicado en su juventud todo tipo de deportes, pero, que yo recordara, nunca había sido aficionado a la caza. Nadie quizá en la familia se acordaba ya de aquella escopeta. No obstante, yo tenía la seguridad de que debía estar en algún lugar de la casa, así que, con paciencia, debía seguir buscando hasta encontrarla.
Mi hermano Alberto dijo que no tenía ningún inconveniente en hacerme un contrato de trabajo, pero expresó su temor de que, por tratarse de una empresa familiar, no me concedieran luego las prestaciones de desempleo. No era, sin embargo, un sueldo fraudulento lo que yo quería, sino la acreditación de un trabajo, así que me quedé un tanto decepcionado con su explicación.
—Ahora bien —dijo Carmen que había dicho Alberto—, si realmente quiere trabajar…
—¡Naturalmente! —exclamé.
—Alberto cree entonces que podría encontrarte algo.
Días después mi hermana me dio la noticia: Había conseguido para mí un puesto de contable en un almacén de abastecimiento. El propietario, Ramírez, era un antiguo amigo de mi hermano. Una sobrina suya se ocupaba de los pedidos y la facturación, mientras que la contabilidad la llevaba un empleado de banca que trabajaba cuatro horas por las tardes. Pero la empresa crecía y el trabajo se le acumulaba. Por otro lado, Ramírez no se fiaba de aquel tipo. Lo había reclutado precisamente de la misma oficina bancaria donde tenía las cuentas su empresa y temía que hiciera alguna operación poco clara y le robara. Todo estaba en sus manos y ahora, si yo quería, podía pasar a las mías.
—¡Estupendo! —dije entusiasmado—. Pero avísale a Ramírez que estoy con la gripe y que tendrá que esperar algunos días. No quiero darle explicaciones por los moratones, ¿comprendes?
Eso ocurría diez días después de mi regreso a Madrid. Una semana más tarde me hicieron un contrato de seis meses y comencé a trabajar.
Disponía de un despacho para mí solo en el sótano, junto al almacén, y desde allí veía, a través de un ventanuco con rejas a la altura del techo, las piernas de la gente que pasaba por la calle. No me daba apenas la luz del sol y Carmen me decía, cada vez que iba a visitarme, que tenía mala cara. Sólo por tranquilizarla, le prometí que iría a hacerme un chequeo.
Encontré la escopeta después de varios días de búsqueda. Estaba en un altillo, entre el dintel de una puerta y el cielo raso, al fondo del pasillo. Era el sitio donde mi padre había guardado siempre las herramientas de bricolaje y las maletas. Su puerta había sido empapelada igual que la pared y yo ni siquiera me acordaba ya de la existencia de aquel altillo.
La escopeta estaba embutida en su funda, metida ésta a su vez dentro de una bolsa de viaje de tipo militar. Encontré, además, una caja con cartuchos, al parecer en perfecto estado. Y, husmeando en la caja de herramientas, encontré también una sierra para cortar hierro, justo lo que yo necesitaba.
—Colaboro con un grupo de teatro de aficionado —dije a la empleada de la tienda, una mujer con el pelo rojo— y necesito algunas prendas para una obra de Ibsen. ¿Tienen pelucas y bigotes?
—Tenemos casi de todo —respondió la mujer, abriéndose paso fatigosamente entre un montón de vestidos que la noche anterior debieron causar furor en el castillo de Drácula—. De segunda mano, claro.
—Sí, por supuesto. ¿Tendría una peluca con calva? Debo representar a un tipo calvo de unos cincuenta años.
—Busque en el stand del fondo —dijo la mujer con desgana mientras colgaba del techo un vestido de terciopelo morado con festones blancos en el cuello—. Creo que sí.
Era un local oscuro y polvoriento, donde todo parecía amontonado y en eterno desorden. Otros tipos (actores, sin duda, de compañías marginales) hurgaban, como yo, entre las pesadas prendas decimonónicas de complicado diseño. La atmósfera era opresiva y asfixiante.
—Gracias. Echaré un vistazo —dije.
Al fondo, sobre una destartalada mesa de madera con ruedas, estaban las pelucas, diversas en tamaños, tipos de cabellos y colores.
Me llevé una con calva y un bigote.
—Colaboro con un grupo de teatro de aficionados —dije al empleado de la tienda, un tipo alto y amanerado— y necesito algunas prendas para una obra realista de los años sesenta o setenta. ¿Tendría una de esas cazadoras reversibles de género sintético que se llevaron entonces?
—Déjeme ver —dijo el empleado, abriéndose camino por uno de los pasillos laterales. Se detuvo, pensativo, al borde de una escalera de caracol metálica—. Creo que quedaban un par de ellas en el almacén, pero…
—Sería estupendo —dije—. La verdad es que necesitamos dos cazadoras, pero de esta forma nos arreglaríamos con una sola. Somos un grupo incipiente y no tenemos mucho presupuesto.
—¿Es para usted? ¿Cuál es su talla?
—No lo sé. Nunca supe mis tallas.
—Creo que son bastante grandes —dijo el dependiente mientras desaparecía por el techo, al final de la escalera.
—No importa.
—Son bastante grandes, aunque no están muy deterioradas —dijo el dependiente, ya de vuelta, con una cazadora en la mano—. Verde por un lado y naranja por el otro.
—Prefiero que sea grande, antes que pequeña —dije mirando la cazadora con decepción.
—Fueron el último grito en los setenta —dijo el dependiente con una sonrisa—. Seguro que yo mismo llevé una de éstas, igual que llevé los dichosos pantalones campana.
—¿Puedo probármela?
—Naturalmente.
—¡Vaya! —dije—. No me queda tan grande. Con un jersey grueso casi me sentará bien. Verde y naranja…
—Sí —rio el dependiente—. Es un poco hortera.
—Quisiera un par de zapatos parecidos a éstos del cuarenta y dos —dije al hombre de la chamarilería, un viejo con una larga bufanda de lana con los colores de la bandera republicana enrollada al cuello—. Sólo veo del cuarenta o del cuarenta y tres.
—Eso es lo que hay —dijo el viejo—. Sólo tengo pares sueltos.
—Me probaré entonces los del cuarenta y tres.
El viejo no hizo ningún comentario. Cogió la novela que había abandonado al verme entrar y continuó leyendo. Yo me probé el zapato del pie derecho. Me quedaba un poco grande, quizá, pero podía valer. Si la talla no correspondía con la mía, mejor. Total, sólo los utilizaría una vez.
—Me los quedo —dije.
El viejo volvió a dejar la novela sobre la caja de madera que le servía de mesa y se acercó.
—No tengo bolsa —dijo—. Si quiere, se los envuelvo con una hoja de periódico.
—De acuerdo. ¿Cuánto es?
—Quinientas, como marca el cartel.
—¡Ah!, no había visto ningún cartel. ¿Tienen pantalones vaqueros de segunda mano? No me importa si están viejos o raídos. Voy a pintar en mi casa y, cuando acabe, en un par de días, los tiraré.
—Estos le pueden valer —me dijo la mujer gorda.
—Sí, puede ser…
Los pantalones eran demasiado viejos y dudé.
—Son de su talla, seguro —dijo la mujer gorda—. Si sólo los quiere para eso…
—Sí, sólo para eso.
—Hay otros un poco mejores, pero son más caros.
—No, gracias. Creo que me llevaré éstos.
—¿Quiere algo más?
—No, sólo los guantes.
—La caja está al fondo, junto a las escalerillas eléctricas.
—Prefiero el de plata, siempre y cuando se pueda adherir al lóbulo sin necesidad de perforarlo. Quiero sorprender a mis amigos en una fiesta y no me gustaría tener que hacerme el agujero.
—No hay ningún problema. Pruébeselo y verá.
—Está bien. Si, estupendo. Me lo quedaré.
—¿Quiere pagar en efectivo o con tarjeta?
—En efectivo. Creo que llevo dinero suficiente.
—¿Algo más?
—No, sólo la camisa de franela.
—¿Pins? Sí, tío, todos los que quieras.
—No son para mí. Quiero regalárselos a un sobrino, un chico de tu edad, más o menos.
—Ahí los tienes, tío, tú mismo.
—Bueno, cogeré unos cuantos. Espero que le gusten. También quiero dos o tres parches de esos que se ponen en las cazadoras, ¿cómo se llaman? Son de paño o algo así, están bordados y los llevan los heavies cosidos en la espalda y en los brazos de las chupas…
Las calvas artificiales son siempre calvas artificiales y ésta se ve claramente que es una calva artificial. Tal vez de noche y con poca luz… Pero se nota demasiado el corte en la frente. No hay manera de disimular el corte, ni siquiera con las gafas de montura gruesa. Además, brilla demasiado. O sea, que no. Eliminado el Tipo Calvo Cincuentón. Volvamos a ensayar entonces el Misterioso Hombre de Negocios con cierto toque de mafioso. De la peluca podemos sacar una magnífica coleta e incluso unas patillas. Así que el tipo tendrá coleta. Ajá. Perfecto. Cortando un poco por aquí y otro poco por allá… Y si añadimos al conjunto un bigote, una gorra, unas gafas y un pendiente, además de los pantalones raídos y la cazadora reversible por el lado naranja (con los pins y los parches heavies), habremos conseguido una especie de Hippy Pasado de Moda o un Chulo Sentimental de la Vieja Guardia, pero también un Loco, un Colgado o simplemente un Gilipollas con Instintos Asesinos. Algo tan distinto de lo que soy que ni siquiera Tino me reconocerá. Ni siquiera él, a no ser que le hable o le mire fijamente a los ojos. Pero ¿cuándo? Ésa es la pregunta, ¿cuándo? Sin duda, cuando se quede sin fondos, cuando necesite más sangre. Pues necesitará más y más, ya que es un vampiro, un asqueroso vampiro, y los vampiros nunca se sacian. Así que debo estar preparado. Cerraré todas las ventanas. No puedo permitir que nadie me vea desde el edificio de enfrente. Tengo que hacer bien las cosas. Nada de nervios. Debo mantener la cabeza fría y estar siempre alerta.
El doctor me recibió de pie, con una amplia sonrisa, y me ofreció asiento. Era uno de esos jóvenes entusiastas, recientemente incorporados a la Seguridad Social. La enfermera, por el contrario, era una mujer madura y antipática. Estaba sentada a una mesa anexa a la del doctor y me lanzó una mirada fría a través de sus gafas.
—¿Cómo se encuentra? —me preguntó el joven y guapo doctor, sentándose enfrente de mí, al otro lado de la mesa.
«Doctor V. Sevilla», leí en el bolsillo de su sobretodo blanco.
—Bien —dije—. Gracias.
—Así que bien…
—Bueno, relativamente bien —rectifiqué.
—Relativamente bien… —repitió el doctor manoseando, nervioso, lo que supuse sería mi informe—. ¿Qué le pasa? ¿Se cansa? ¿Tiene fiebres, mareos?
—Más o menos —tanto el doctor Sevilla como la enfermera me contemplaron durante unos instantes en silencio e inmóviles desde la atalaya de su asepsia—. Hace unas dos semanas me mandó hacer unas radiografías y unos análisis… —añadí recordando el motivo de mi visita.
—Exacto —dijo el doctor Sevilla.
—¿Tiene ya los resultados?
—Sí, sí —dijo él sin mirarme—. Ya han llegado.
Sin embargo, el joven doctor seguía sin reaccionar y yo me pregunté cuántos años tendría (calculé unos veinticinco) y si llevaría mucho tiempo ejerciendo su profesión.
—Doctor —dije eludiendo la fría mirada de la enfermera y buscando, sin conseguirlo, la cálida mirada de él—, hábleme claramente. ¿Me ha encontrado algo? ¿Un tumor o…?
El doctor Sevilla continuó callado.
—¿Tengo alguna enfermedad?
—Bueno, el caso es que…
—¿Cree que tengo el sida? Conozco los síntomas de esa enfermedad y… Además, el verano pasado tuve ciertas experiencias con una persona un tanto promiscua y no me extrañaría nada que…
—Pues verá… —dijo el doctor levantando la vista, aunque sin mirarme directamente a los ojos—. La verdad es que…
—Soy fuerte y puedo resistir cualquier cosa. Le ruego que me hable claramente.
—La prueba ha dado positivo —dijo finalmente, recobrando su aplomo y tendiéndome una hoja de papel, pero habría que hacer otras pruebas que lo confirmen.
—Positivo… —dije con una sonrisa forzada—. Eso quiere decir negativo, ¿no?, muy negativo.
Miré hacia la enfermera en busca de complicidad, pero su expresión seguía siendo fría, distante, casi inhumana. Ella no es así realmente, pensé. Debe de ser una mujer sensible y agradable, aunque no lo parezca. Tal vez está inmunizada contra el dolor. Tal vez ha visto demasiados enfermos incurables.
—Aunque tiene los anticuerpos del sida —prosiguió el doctor—, pueden pasar muchos años sin que desarrolle la enfermedad. Tal vez se encuentre pronto un remedio, una vacuna… —intentó esbozar una sonrisa—. Tendrá que llevar un tratamiento especial, pero podrá hacer una vida completamente normal.
—Bueno —dije levantándome de mi asiento—, ¡qué se le va a hacer!, ¿no? No se preocupe por mí. No voy a armar ninguna escena. Yo no soy de esos. No me pondré a gritar ni a llorar. Soy fuerte, ¿sabe? ¡Soy muy fuerte!
—No lo dudo —dijo el doctor Sevilla levantándose también y acercándose a mí.
—¡Muy fuerte! —insistí.
Ya me dirigía hacia la puerta cuando de pronto decidí regresar y estrechar su mano, pero entonces pensé que tal vez él no querría tocarme, pues, a fin de cuentas, yo tenía una enfermedad contagiosa. Retiré la mano en el último instante, pero él vino hacia mí, me la atrapó bruscamente y la apretó con tanta energía que me dejó paralizado.
—Lo siento —dijo.
En ese momento sentí más pena por él que por mí y casi estuve a punto de abrazarle para consolarle.
—Soy valiente —dije, apartándome de él—. Además, ¿sabe una cosa? No estoy preocupado. Todavía no. Tal vez mañana… tal vez mañana lo entienda. Hoy, no. Ahora mismo me da igual. Me siento como si estuviera sobre una nube.
—Tendrá que cuidarse. Tendrá que seguir un tratamiento. Nos mantendremos en contacto. Además, aún debemos hacerle más pruebas. Pero ¿adónde va? —dijo al ver que me dirigía hacia la puerta—. Vuelva a sentarse. ¿Cree que necesitará la asistencia de un psicólogo?
—¿Un psicólogo yo? No, gracias, doctor —dije con una carcajada—. Soy valiente, ¿sabe? Ahora ya no me asusta nada. Soy más valiente que otros que conozco.
—Venga, siéntese. Aún no hemos terminado.
Le hice caso y me senté dócilmente.
—Veamos… —dijo el doctor Sevilla hojeando de nuevo mi informe.
La enfermera nos miraba alternativamente a uno y a otro distante e impertérrita.
—Soy muy valiente —dije con una sonrisa que a punto estuvo de convertirse en carcajada—. ¿Lo ve, doctor? No pienso llorar. No pienso preocuparme por nada.
—Tranquilícese, tranquilícese. Aquí estamos para ayudarle.
Así que tengo eso. Vaya, vaya. Sí que tiene gracia la cosa. Bueno, ¡qué se le va a hacer! Parece una broma. Me dan ganas de reír. ¿Yo con sida? ¿Yo? Así que lo tengo. Vaya, vaya. Es como si me hubiesen dicho de pronto que soy un alienígena, uno de esos monstruos con apariencia de seres humanos que salen en las películas. Es como si me hubiesen dicho que soy un muerto viviente, algo raro, algo… Bueno, la vida es diferente ahora. La cerveza ya no me sabe igual. Así que lo tengo. Así que tengo eso. Yo. ¿Yo? Sí, yo, yo. Yo lo tengo. Yo tengo el sida. La vida es diferente, me parece diferente. Ya lo creo. Todo tiene otros perfiles, otros colores, otro significado. La vida es incluso más hermosa, más dulce, ahora que la siento tan frágil. Un lujo. Eso es, un lujo. Lo tengo, lo tengo. Pero soy valiente y no lloraré. ¿Soy valiente? ¿Me pondré a llorar aquí, en este bar? Les diré a todos: «Eh, tengo el sida, no os acerquéis a mí, os puedo contagiar mi enfermedad, fregad bien este vaso cuando me vaya». No, no soy valiente, ¿o sí? Pero no voy a llorar. Pediré otra cerveza y seguiré aquí durante horas y horas viendo pasar a la gente por la calle. ¡Idiotas! ¿Por qué os afanáis tanto por las cosas inútiles? ¿Quiénes creéis que sois? Dignidad humana, valores humanos ¡Una mierda! ¡Todo es una mierda! ¿Por qué os afanáis? Ni siquiera sabéis sonreír. ¿Cuesta tanto sonreír? ¡Idiota, no sonrías así! Así, no. Coge el autobús. Sí, lárgate ya por ahí. Bésala y lárgate por ahí. Pero todo eso es sexo. No hay amor, sólo sexo, sexo manchado de sida. Ahora todo lo veo mejor, sí. Una cerveza más y lo veré aún mejor. Estoy por encima de todo, por encima de la vida y de la enfermedad. Es como si yo mismo fuese Dios y observara, magnánimo, el destino del mundo y me divirtiera con las miserias humanas. Yo os perdono, yo os indulto. Vivid, vivid. No, no os odio, no os envidio. También vosotros moriréis. Alguno tal vez incluso antes que yo. Por eso os perdono. Porque no sois nada. Yo tampoco. Nada. Pero no voy a llorar. No voy a llorar. Lo tengo, lo tengo. Tengo el sida. Ese cabrón me lo ha pegado. Bueno, pero no voy a llorar. Soy valiente. He descubierto que soy valiente. Pero tampoco reiré. Estoy aquí, pero nadie me ha mirado y es como si no estuviera, como si ya me hubiese muerto. Pediré otra cerveza, una cerveza más. Así el camarero sabrá que existo. Luego me iré a casa. Sí, me iré a casa y pensaré en Fernando. Debo aferrarme a él, debo volver a él. Pondré una sinfonía de Chaikovski. La Patética, porque me siento patético. Mejor la Quinta, que es aún más patética. Cogeré una foto de Fernando y me iré a la cama. Pronto, muy pronto, me reuniré con él. Pero no debo ponerme patético y triste. Debo mostrarme elegante. Es importante mantener el tipo en los últimos momentos. Me reuniré con él, sí. No en el cielo ni en el infierno, sino en cualquier otro lugar adonde van los ateos. Me reuniré con él y entonces… Entonces estaremos de nuevo juntos y por fin haremos el amor. Hablaremos de tantas cosas, beberemos, nos reiremos, nos abrazaremos y haremos el amor. Fernando, Fernando, mi único amigo, mi único amor verdadero. Pediré por ti otra cerveza, sólo una cerveza más y luego me iré a casa.