CAPÍTULO SÉPTIMO

I

Por supuesto, no tenía la menor intención de despedirme de Tino. A él se la iba a jugar. Pensaba meter todas sus cosas en unas cuantas bolsas de plástico del supermercado (ni siquiera maletas o bolsas deportivas), lo que para él sería bastante humillante, aprovechando una de sus ausencias, y bajárselas al portero. Luego cambiaría la cerradura, entregaría las llaves al propietario del estudio y, cuando Tino regresara, se encontraría tirado en la calle. Tenía que permitirme siquiera aquella pequeña venganza.

Pero Tino salía ahora muy poco de casa y yo me preguntaba cuándo se ausentaría siquiera medio día para darme la oportunidad de ejecutar mi plan. Yo, por el contrario, salía más de lo habitual. Antes lo hacía normalmente cuando él estaba dormido o sencillamente cuando no se hallaba en casa, pero ahora me iba de todas formas, aunque él estuviera despierto, lo que era una forma de rebeldía, y yo notaba que Tino me miraba con fría indiferencia, como disimulando su sorpresa, pero a la vez con un gesto de burla.

—Tráeme tabaco cuando vuelvas —me decía, o bien—: Saldré más tarde. Grábame la película de las diez.

—No sé si estaré a esa hora. Mejor, programaré el vídeo ahora.

—No. Ahora no. Voy a poner una película.

—Está bien —aceptaba yo—. Vendré antes de las diez.

Seguía siendo su siervo, pero no me importaba. Pronto me liberaría de él.

A veces, cuando lo veía tranquilo, me preguntaba si no habría exagerado, si no sería para tanto. Después de todo, Tino me daba un poco de pena. Verle tumbado en el sofá, con el mando a distancia en la mano, tan absorto ante la pantalla de televisión, casi me enternecía. ¿Realmente Tino me había dado motivos para odiarle tanto?, me preguntaba. Aún estaba a tiempo, si cambiaba de idea, de recuperar mi puesto en el Bahía. Pero no, me decía, la decisión ya estaba tomada y yo debía ser coherente conmigo mismo. Nunca es bueno volverse atrás. Mejor, seguir adelante y correr con todas las consecuencias. No podía dejarme llevar por falsos sentimentalismos. De sobra sabía yo quién era Tino. Lo conocía muy bien. Era un drogadicto y un loco, además de un prostituto. Por otro lado, últimamente me cogía el dinero por la fuerza. Ya ni siquiera me lo pedía como antes. ¿Qué comportamiento era ése? ¿Quién podía permitirlo? Tino no sentía la menor conmiseración por mí. ¿Por qué habría de sentirla yo por él? Además, la primera idea es la que vale, me decía. La vida no se acababa en Benidorm. El mundo era grande y estaba lleno de posibilidades.

Debía cobrar la liquidación en las oficinas centrales, que estaban en la calle Ruzafa, así que al día siguiente de acabar en el Bahía me personé allí. Aún no estaba preparada la liquidación, me dijeron. Por otro lado, el cheque debía firmarlo el Tío Pepe y éste no firmaba cheques todos los días. Menos aún, cuando estaba de viaje, como ocurría ahora. Deduje, por tanto, que la cosa se iba a postergar unos cuantos días, Tino se fue una tarde con Astrid, después de que ambos comieran en casa, y no volvió hasta el día siguiente por la mañana. Ésa hubiera sido mi oportunidad, pero sin dinero yo no podía hacer nada. Para no despertar las sospechas de Tino, le dije que me habían dado unos cuantos días festivos adeudados (más adelante, si la cosa se prolongaba, hablaría de vacaciones o incluso de despido), pero él no hizo ningún comentario. No le interesaba mi vida en absoluto. Mentalmente iba haciendo ya los preparativos del viaje e iba seleccionando todo aquello que debía dejar y todo aquello que podía llevarme. Cada vez que cogía o veía algo me decía a mí mismo: «Esto sí» o «Esto no». Tenía verdadera obsesión por prepararme, ya que, cuando llegara el momento decisivo, no quería perder el tiempo con dudas ni encontrarme luego con imprevistos que obstaculizaran la huida. La idea de abandonar a Tino, de dejarle tirado en la calle, de burlarme de él, era algo que me provocaba auténtico delirio. Pero tenía miedo de que algo fallara y por eso quería ser tan precavido. Nada saldría mal, me decía, si yo actuaba calculando todos mis pasos, si no dejaba nada al azar. No sabía todavía adónde ir. No me importaba mucho el lugar, aunque imaginaba vagamente un tren o un autobús en dirección al Sur, imaginaba un trayecto muy largo, de forma que yo dormía toda la noche, mientras viajaba, y despertaba al amanecer, en alguna ciudad de Andalucía. No había tren directo de Benidorm a ningún sitio, sólo uno comarcal de vía estrecha, así que tendría que tomar un autobús para no andar luego con trasbordos. Un autobús, pero ¿con qué destino? ¿Cádiz, Granada, Sevilla? No, no quería una gran ciudad donde hubiera mucha gente, donde hubiera turismo. De momento, necesitaba tranquilidad, necesitaba dormir, descansar, olvidarme de la horrible pesadilla. Soñaba con un lugar remoto, perdido en el espacio y en el tiempo: una pequeña ciudad pobre y cálida, tal vez un pueblo de pescadores, donde la gente fuese amable, donde yo no necesitara mucho dinero para sobrevivir y donde mis heridas morales se fuesen restañando poco a poco. Tendría que visitar una agencia de viajes para informarme. Madrid, no. No sólo porque Tino podía ir allí a buscarme, sino sencillamente porque Madrid era también otra etapa de mi vida que quería superar.

Sin obligaciones ni horarios que cumplir, los días se me hacían cada vez más largos y aburridos. Seguía yendo al Grease por inercia, pero lo hacía menos veces que antes y mis visitas eran más breves. De algún modo, quería ir rompiendo lazos sentimentales con Tomás para que el último día no me resultara demasiado traumático, ya que sabía que cuando me fuera no volvería a verlo nunca más.

Trataba de mantenerme ilusionado con mi viaje a ninguna parte, aunque me inquietaba la idea de irme a vivir a un sitio donde no me conocía nadie, donde no me esperaba nadie. Cada día, nada más levantarme, me dirigía andando por la playa de Levante hasta el centro del pueblo, tomaba luego la calle Ruzafa y subía a las oficinas centrales de la cadena hotelera, donde preguntaba por mi liquidación. Unos días no estaba por unas cosas y otros días no estaba por otras. Al cabo de una semana estaba preparada, pero el Tío Pepe, por lo visto, seguía todavía de viaje, de modo que yo no podía cobrar mi dinero hasta que él regresara y firmara el cheque. Incluyendo los quince días trabajados del último mes, la liquidación superaba las trescientas mil pesetas y a mí me parecía una cifra más que suficiente para sobrevivir hasta que encontrara mi siguiente empleo.

No había pagado el alquiler del estudio (lo ingresaba cada mes en una cuenta bancaria), pero como tenía entregado un mes de depósito, me consideraba en paz con el casero. A éste, un gallego jubilado que vivía en la avenida de Europa, no le había informado de mi decisión. El último día, cuando tuviera las maletas en el taxi, me acercaría a su casa y le dejaría las llaves dentro de un sobre con una nota. No quería entrevistas con él. No quería que viniera a husmear por el estudio a ver cómo lo dejaba todo, lo que inevitablemente me delataría ante Tino. No quería, en fin, darle explicaciones. Le dejaba el televisor, además del sillón, el vídeo, la cadena de música y un montón de libros. No se podía quejar. Al portero del edificio le informaría también el último día, por los mismos motivos, cuando le bajara las bolsas con la ropa de Tino. Mientras tanto, algunas pequeñas cosas iban ocupando su lugar en la maleta: cosas mías personales que Tino nunca hubiera echado en falta y cuya ausencia no podían hacerle sospechar. Todo, absolutamente todo, estaba controlado. Sólo necesitaba cobrar la liquidación y que Tino se ausentara una mañana o una tarde de casa.

Por fin, un día, el Tío Pepe regresó de viaje, firmó mi cheque y yo pude cobrarlo en efectivo. Hacía tiempo que había cancelado mi cuenta bancaria para evitar que Tino pudiera ver el saldo en los estadillos que me mandaban por correo y también para evitar que pudiera usar mis tarjetas de crédito, una de las cuales me desapareció una vez. Sea como fuere, el caso es que me vi de pronto con un montón de dinero, lo que me asustó un poco, ya que no sabía qué hacer con él, dónde ponerlo. Lo guardé en un lugar del armario que consideré inexpugnable. Ya sólo tenía que esperar una oportunidad para largarme, pero Tino apenas salía ahora de casa. Las noches las pasaba viendo vídeo hasta el amanecer y luego dormía durante casi todo el día. La situación me desesperaba, pero no podía hacer nada. A veces Tino salía por la tarde o por la noche, pero sólo durante un rato. Volvía inesperadamente en cualquier momento, lo que me impedía realizar la fuga con la suficiente seguridad, de modo que aguardaba una ausencia más larga.

Mi odio hacia Tino no había dejado de crecer. Sabía que se prostituía con hombres y eso era algo que yo no podía perdonarle. Entre él y yo ya no había la menor relación humana. No salíamos juntos, no hablábamos, no nos mirábamos y tampoco hacíamos el amor. Tino sólo me dirigía la palabra, y de un modo despectivo, cuando quería comer o cuando necesitaba dinero. Poco a poco, nos habíamos ido convirtiendo en dos extraños que deambulaban como dos fantasmas por la casa. De algún modo, yo disimulaba mi odio y mi resentimiento hacia él. Tino, sin embargo, no trataba de disimular nada. Me despreciaba y hacía ostentación de ello en cada gesto y en cada mirada. Me despreciaba, no como un ser humano puede despreciar a otro ser humano, sino como un ser humano desprecia a un reptil o a un animal de aspecto repugnante, y yo me preguntaba qué motivos le había dado para que me despreciase así, qué era lo que había hecho mal para que nuestra relación se hubiese deteriorado hasta tal punto, en qué había fallado, pues de algún modo me consideraba el culpable.

II

Llegó por fin el momento deseado. Tino se iba de viaje con Astrid, o eso parecía: los encontré a ambos en el aparcamiento, dentro del coche de ella, al regresar a casa, después de mi visita matinal al Grease.

—¿No vas a comer hoy? —le pregunté tímidamente. Tino buscaba una cinta dentro de la guantera y no me oyó o no quiso contestarme. Astrid, sentada al volante, miraba un mapa de carreteras. Yo repetí la pregunta.

—¡No lo sé! —gritó Tino de pronto, malhumorado—. ¿Qué te pasa a ti hoy? ¿Desde cuándo tengo que darte explicaciones? Pon ésta —le dijo a Astrid dándole una cinta. Ella la metió dentro del casete y puso el motor en marcha.

—Sólo quiero saber si vas a venir para tener comida preparada —dije, pusilánime. Vi que Astrid sonreía.

—Puede que sí y puede que no.

—Bueno, por si acaso, tendré comida preparada.

Tino no respondió. De pronto comenzó a sonar la cinta. Bacalao. Tino aumentó el volumen. Astrid se ajustó el cinturón de seguridad. El coche se alejó sin que ninguno de los dos me dijera una sola palabra de despedida. Era justo la oportunidad que yo había estado esperando.

Subí corriendo al estudio, saqué las maletas y me puse a recoger las cosas desesperadamente, como loco. Pero de pronto me di cuenta de que lo más importante no eran las maletas sino la cerradura. Las maletas, a fin de cuentas, podía hacerlas en un rato, pero la cerradura tenía que cambiarla y para ello debía buscar a un cerrajero. Días antes, previendo el asunto, había estado hablando con uno inglés que tenía un puesto en el Mercaloix y me había dicho que la tarea le llevaría sólo unos minutos, pero ahora eran más de las dos y el Mercaloix, por lo tanto, estaba cerrado. Debía esperar a que abrieran a las cinco y eso era demasiado tiempo. No tenía más opción que recurrir a Juan, el técnico del Bahía. Juan era un buen tipo. Siempre se había mostrado amable conmigo y no dudaba de que se prestaría a echarme una mano, pero ¿qué horario tendría Juan? ¿Cuándo podría venir?

—Tu dirección —me preguntó, cuando le llamé por teléfono.

Yo se la di y le rogué que viniera deprisa.

—A las seis —dijo él con su habitual laconismo.

—¿A las seis? —exclamé con desaliento. Para entonces sería demasiado tarde. Casi me convenía esperar a que abrieran el Mercaloix y viniera el cerrajero inglés. Pero éste podía tener algún compromiso inmediato, pensé, y tampoco era probable que viniera enseguida—. ¿No puedes venir antes? Es muy urgente.

—Salgo a las seis —dijo Juan.

—De acuerdo. Te espero a las seis.

Como tenía tiempo de sobra, me preparé algo de comida y luego estuve haciendo las maletas. Había reunido tantas cosas durante aquellos meses que no sabía por dónde empezar. Hice una selección de lo importante, pero tampoco cabía todo ello en mis maletas, de modo que hice una segunda selección con lo muy importante. Era doloroso tener que dejar tantos libros y discos, pero no tenía más remedio. Debía irme. La decisión estaba tomada y aquél era el momento. No era cuestión de lamentar nada.

Juan se presentó a las seis y cuarto. Echó un vistazo a la cerradura y dijo que no era preciso cambiarla toda, sino sólo el cilindro. Sacó éste de la caja, se lo echó en el bolsillo del mono como si fuera un tornillo y dijo que iría al hotel a buscar uno del mismo diámetro. Si no lo encontraba allí, tendría que ir a una ferretería a comprarlo. Yo no quise presionarle recordándole que tenía prisa. Él sabía muy bien lo que tenía que hacer. Cuando Juan se marchó, casi era de noche y entonces tuve deseos de abandonar. Las cosas se demoraban y yo presentía que algo iba a salir mal.

Juan tardó media hora larga en volver. Traía una cerradura nueva de la ferretería, ya que en el hotel no había conseguido encontrar ningún cilindro de las características adecuadas. ¡Pero la cerradura no encajaba en la perforación abierta en la madera! Era algo que Juan se había temido, me dijo, ya que hacía tiempo que no se fabricaban cerraduras como aquélla y era difícil encontrar una parecida. No obstante, decidió bajar de nuevo a la ferretería con las medidas exactas para encontrar la que más se le aproximara. Regresó al cabo de cuarenta minutos. Por lo visto, había tenido que ir a dos o tres ferreterías hasta dar con la que buscaba. La nueva cerradura afortunadamente encajaba en la perforación, pero no cuadraba con la caja adherida a la jamba, que Juan, sin embargo, prefería no quitar, ya que tenía tornillos muy largos y gruesos, mientras que los tornillos de la otra eran más cortos y finos y podían bailar en el hueco dejado por los anteriores. Juan pensaba que limando un poco en la muesca conseguiría que entrara el pestillo y a ello se dedicó muy concienzudamente. Todo se complicaba demasiado, el tiempo pasaba y yo comenzaba a desesperarme. Juan limaba y limaba y los minutos se hacían interminables. Hasta que, por fin, el pestillo entró en la muesca y la puerta pudo cerrarse por dentro y por fuera. Eran las ocho y cuarto de la noche cuando Juan terminó definitivamente su trabajo. Le pregunté qué le debía y me cobró sólo el importe de la cerradura. No quiso coger ni una peseta más y le despedí con un apretón de manos al borde de la escalera, después de darle las gracias por su generosa ayuda.

Regresé rápidamente al interior y me dispuse a cerrar las maletas. Antes, sin embargo, eché un vistazo por aquí y por allá temiendo olvidar alguna cosa verdaderamente importante. Sólo dejaba libros, discos, ropa y cosas así. ¡Rápido, rápido!, me dije. Tino podía regresar y sorprenderme en el último instante. Cada segundo que pasaba allí se me hacía ya insoportable. Me tanteé en el bolsillo y me aseguré de que llevaba el sobre con las llaves del casero. También me cercioré de que llevaba el carnet de identidad, la agenda y la cartilla de la Seguridad Social. Sí, todo estaba en mi bolsillo. Sólo tenía que bajar las cosas de Tino, que ya había metido en tres bolsas de plástico, entregárselas al portero y pedir un taxi. ¿Tenía suficientes monedas para llamar? Sí, sí. Dejar a Tino tirado en la calle con las humillantes bolsas de plástico del supermercado llenas de ropa arrugada, zapatillas y calcetines sucios iba a ser mi pequeña y dulce venganza por tanta ingratitud. ¡Rápido, rápido! Ni siquiera sabía todavía adónde ir. Cogería simplemente el primer autobús que viajara hacia Andalucía y al día siguiente despertaría en cualquier pueblo blanco y cálido, cerca del mar. Lo único importante ahora era salir de Benidorm. Me tanteé de nuevo los bolsillos. Tenía la sensación de dejarme algo. No sabía qué. Luego recordé de pronto el dinero de la liquidación. ¡Aún estaba en el armario! ¿Cómo me había olvidado de algo así? Más que nerviosos, estaba ya histérico. Fui a por el dinero y… ¡Estaba, estaba! ¡Por un momento temí que Tino se lo hubiera llevado! Me lo metí en un bolsillo del pantalón y me dispuse a bajar las bolsas al portero. Descendía ya por la escalera cuando oí el motor de un coche que entraba en el aparcamiento. No tenía importancia. Coches entraban y salían constantemente y ése no iba a ser precisamente el de Astrid. Busqué al portero, pero éste no estaba. ¡Claro, a las ocho terminaba su turno de trabajo y ya se había ido a casa! ¿Qué hacer? ¿Dejar en su garita las bolsas con una nota? ¿No las quitaría nadie? Estaba meditando sobre eso cuando oí que alguien salía del coche. No obstante, el motor seguía en marcha. Al parecer, el coche se iba. ¿Sería un taxi? No, yo conocía muy bien el sonido de los taxis. También creí reconocer entonces fatalmente el sonido de aquel coche. Lleno de alarma, me asomé a la puerta y vi a Tino, ¡Tino hablando a través de la ventanilla con Astrid! ¡No! ¡No podía ser!

Eché a correr escaleras arriba. No sabía qué hacer. Cualquier cosa, desde luego, antes que pasar una noche más con Tino, me dije. Tal vez todavía tenía tiempo de sacar mis maletas; tal vez, si ellos seguían hablando un rato, podía cerrar la puerta del estudio y ocultarme en la galería de otro piso hasta que Tino se marchara. Subí de dos en dos los escalones; mientras, iba buscándome las llaves dentro del bolsillo. Intenté abrir con una llave equivocada, probé de nuevo sin resultados. Por fin encontré la llave nueva y abrí. Cuando entré en el estudio arrojé de golpe las bolsas de Tino por el suelo, agarré mis dos maletas y las arrastré hasta la galería. No tenía tiempo para dejarle sus cosas al portero. Qué se le iba a hacer. ¿Pero tendría tiempo para cerrar la puerta y llevarme las maletas a algún lugar seguro? Durante un segundo pensé en la posibilidad de quedarme encerrado dentro del estudio hasta que Tino se marchara. No, no quería sufrir la tensión de oír cómo me insultaba ni cómo golpeaba la puerta cuando descubriera que me había burlado de él. ¡Yo sólo quería huir y aún estaba a tiempo!

Con una energía que a mí mismo me asombraba, conseguí subir en cuestión de segundos una de las maletas (las dos juntas pesaban demasiado) a la galería del tercer piso. Desde allí podría tomar el ascensor para cualquier otra planta sin ser visto por Tino o esperar a que éste se fuera del edificio para bajar a pedir un taxi. Luego fui a por la segunda maleta. Ya no oía el coche y no sabía si seguía en el aparcamiento. Fuera como fuese, nadie parecía subir por la escalera. Agarré la maleta y avancé hacia los escalones. Dos o tres segundos más y estaría a salvo. Pero entonces se abrió la puerta del ascensor y apareció Tino.

—¿Qué haces? —me dijo, mirándome con aire de sospecha.

Yo me quedé paralizado por el terror, incapaz de articular una sola palabra. De mi mano se escurrió la maleta y cayó al suelo.

III

—¿Qué pasa aquí? —me preguntó Tino cuando vio que no podía abrir la puerta.

Yo no respondí. Simplemente me saqué la llave nueva del bolsillo y se la di. Tino le echó una mirada fría a la maleta. «Ya lo sabe todo», pensé. Cuando abrió la puerta tuve tentaciones de correr, pero permanecí inmóvil. De pronto había perdido la voluntad.

—¿Qué pasa con mi ropa? —gritó Tino nada más entrar—. ¿Por qué está tirada por el suelo?

«Lo mataré —pensé—, ahora lo mataré. Ya no puedo esperar más. Éste es el momento. Yo no quería matarlo, he intentado no matarlo, pero él se lo ha buscado. Es mi destino matarlo y lo mataré». Me dirigí con paso firme hacia el interior del estudio. Los ojos de Tino me perforaron cuando me acerqué a él.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Qué hacías con la maleta?

Yo le lancé una mirada insolente y permanecí callado. Tino me dio la espalda y avanzó hacia el fondo. Tenía que golpearle con algo romo y pesado, tenía que golpearle deprisa para ahorrarme las explicaciones. Una escena más no, por favor. Se acabó. Ahora se acabó. Miré la botella vacía de whisky que había encima del frigorífico. Sólo tenía que agarrarla por el cuello y golpearle. Su cabeza estaba ahí y el golpe de momento le dejaría inconsciente. Después decidiría si lo remataba o no. Fui a cogerla, ya estaba decidido a cogerla, cuando Tino se volvió de pronto y me empujó contra la pared. Rocé con la espalda El atleta cósmico, de Dalí, que estuvo a punto de caer al suelo.

—¡Mi camisa! —gritó Tino—. ¡No pises mi camisa!

Entonces, mostrando una gran serenidad, coloqué El atleta cósmico en su sitio, me volví hacia Tino y le dije con voz retadora:

—¡No vuelvas a ponerme las manos encima!

—¿Qué dices? —me preguntó con el ceño fruncido.

—He dicho que no vuelvas a ponerme tus sucias y asquerosas manos encima. Lo has oído muy bien, así que no me pidas que lo repita, ¿o estás sordo? Esa camisa no es tuya. La compré yo con mi dinero y tengo derecho a pisotearla si quiero. ¿Me has entendido o tengo que repetírtelo?

Tino, naturalmente, volvió a ponerme sus sucias y asquerosas manos encima (¡y de qué manera!), yo le lancé a continuación un puñetazo en la barbilla y él me devolvió otros dos en el estómago que me dejaron sin respiración.

—¿Quieres pelea?

—Sí —dije con voz ronca—. A vida o muerte. ¡Mátame, cabrón, o te mataré!

Estas últimas palabras las dije ya en el suelo con el labio partido y el pie de Tino golpeándome las costillas. Yo me revolví salvajemente y le mordí en la pierna. Tino comenzó a darme patadas indiscriminadamente por todo el cuerpo, mientras yo me cubría la cabeza y el pecho, intentando protegerme los órganos vitales. Me daba por muerto, cuando de pronto cesaron los golpes. Entonces noté las manos de Tino hurgándome en los bolsillos. Descubrí mi rostro levemente, abrí un ojo encharcado en sangre y vi cómo se guardaba mi fajo de billetes.

—Así que querías irte y dejarme tirado, ¿no es eso?

Yo hice inútiles esfuerzos por moverme.

—¡Pues vete! Ya me pasaré por Madrid para arreglar cuentas contigo.

Traté de incorporarme reptando por la pared. Quise asirme a algo y derribé el cuadro de Dalí. Era una lámina adherida a un cristal por cuatro pinzas y el cristal se hizo mil añicos. Me caí, puse una mano sobre los cristales y me corté. Tino me dio otras cuantas patadas, que yo recibí sin oponer resistencia.

—¡Mátame! —dije tenebrosamente—. ¡Mátame o te mataré!

Caí de nuevo sobre el suelo y los golpes llovieron sobre mí con especial virulencia.

—Te crees muy valiente, ¿verdad? —dije echando espumarajos sanguinolentos por la boca, mientras seguía recibiendo patadas—. Pues sólo eres un cobarde y un puto maricón de mierda. ¡Eso es lo que eres!

Sentí entonces un golpe fuerte en la cabeza. Todo se hizo de pronto oscuro y quedé inconsciente.

IV

Cuando desperté estaba solo en el estudio. Me arrastré por el suelo, abrí la puerta y salí a la galería. Tenía que ir a por mis maletas. Hallé una junto al ascensor. Nadie, al parecer, la había tocado. Pero tampoco sabía si habían pasado varias horas o sólo unos pocos minutos. No podía ver la hora porque tenía el reloj roto y manchado de sangre. Llevé la maleta hasta el estudio y luego subí renqueando hasta la planta del tercer piso. La otra maleta también se hallaba intacta donde la había dejado. La arrastré como pude hasta el estudio y luego cerré la puerta. Me dejé caer de nuevo sobre el suelo y noté debajo de mí el ruido de los cristales. No quería dormirme, no quería quedarme inconsciente. Sólo quería descansar durante un rato, tomar aliento y pensar, pensar, pensar…

Cuando me incorporé del suelo, una hora después, había decidido un plan.

Pasé al cuarto de baño y lavé mi rostro y mis manos. Luego me cambié de ropa, ya que la que tenía puesta estaba toda sucia y ensangrentada, me puse tiritas y busqué unas gafas oscuras con las que trataría de ocultar mis heridas y cardenales cuando saliera a la calle. Conté todo el dinero que había en mis bolsillos y, entre billetes y calderilla, descubrí que aún tenía unas cuatro mil pesetas. Era suficiente para pagarme el billete de autobús para Madrid aquella misma noche.

Pero antes de irme quería borrar cualquier rastro de pelea en el estudio. Así que recogí la ropa de Tino y la metí en el armario, barrí los cristales, fregué concienzudamente las manchas de sangre del suelo y de las paredes y tiré al contenedor la bolsa de la basura.

Tino se había llevado la llave de la nueva cerradura, pero yo tenía la copia del casero dentro de un sobre, así que podía cerrar al salir. En el sobre metí una nueva nota en la que le explicaba al casero que días antes había perdido la llave, por lo que me había visto obligado a cambiar de cerradura. Me iba de Benidorm por motivos profesionales. Un amigo mío seguiría en el estudio hasta finales de mes. En caso de que deseara quedarse más tiempo, sería él quien correría a partir de entonces con los gastos. Añadía que había intentado verle personalmente varias veces, pero que nunca le había localizado en su casa, por lo que optaba por dejarle la llave en el buzón.

Al portero le escribí una nota más breve en parecidos términos y se la dejé en su apartado particular para que la encontrara al día siguiente.

Todo era perfectamente normal y lógico. Por si acaso, quería ir preparando mi coartada.