Comprendí que estaba muy enfermo, que había comenzado a delirar. ¿Cómo había sido capaz de planear un asesinato a sangre fría?, me dije horrorizado. ¿Cómo iba a matar a Tino? ¡Yo no era capaz de matar a Tino ni a nadie! Un crimen a sangre fría… Sencillamente era algo que no entraba en mi cabeza. Ni siquiera había pensado en ello en serio, me dije. Todo había sido una pura elucubración motivada por la esquizofrenia y la desesperación. Tenía que dejar de pensar, pues, en tales disparates.
Sin embargo, lo cierto era que la presencia de Tino despertaba en mí inevitablemente instintos asesinos y que no podía hacer nada por evitarlos. El odio y el resentimiento eran tales que incluso estando él despierto, tenía impulsos de atacarle. Cuando se agachaba, cuando me daba la espalda, cuando le llevaba la botella de vino o cuando agarraba el cuchillo de cocina para trocear la cebolla o la carne sentía unos deseos irresistibles de lanzarme sobre él y atacarle. Me había vuelto incluso íntimamente arrogante y, contra toda lógica, me creía capaz de vencerle en una pelea cuerpo a cuerpo. Él había practicado kárate y taekwondo, me decía, tenía músculos duros y elásticos, pero yo, por mi edad, tenía los músculos y los huesos aún más duros, tenía el peso, la solidez y la resistencia de un hombre de treinta años, mientras que él sólo era un muchacho destrozado por la droga.
Sin embargo, yo no podía convertirme en un asesino, me decía a mí mismo en las horas de lucidez. Eso luego no se puede borrar jamás. Cuando matas a alguien, aunque sea por causas bien justificadas, ya eres un asesino para toda tu vida. Sabía, además, que iría a la cárcel, que, por muy buenas coartadas que me hubiera preparado, al final siempre surgiría algo imprevisto, alguna huella insignificante, que me relacionaría con el crimen.
Así, pues, no quería matar a Tino, pero tampoco estaba dispuesto soportarlo ni un día más. Él, por su parte, era obvio que no tenía la menor intención de marcharse, aunque yo se lo pidiera con mejores o peores modos. ¿Qué podía hacer? Sólo me quedaba una opción: huir, huir no de él, sino de mí mismo. Huir del asesino que había descubierto dentro de mí.
—¿Sabes? —me dijo Conchi—, hasta el último momento todos hemos estado esperando que cambiaras de idea y te quedaras.
—Bueno —dije desviando la mirada—, ya han buscado a otro para sustituirme.
Sobre la mesa estaban los restos del desayuno que, por deferencia del chef, nos habían preparado en mi último día de trabajo en el Bahía y que apenas habíamos tocado: jamón serrano, queso manchego, tarta de manzana, croissants, miel, confitura de ciruelas y fruta.
—No importa. Después del verano todo el mundo comienza a tomar vacaciones y los dos hacéis falta. Si por fin te vas, aún tendrán que buscar a otro. Estoy segura de que Díaz se alegraría si cambiaras de idea y te quedaras. Todavía estás a tiempo.
—Ya me gustaría quedarme —dije—, pero no puedo.
Intenté cambiar de tema y pregunté por su ex marido, de quien ambos hablábamos (y nos burlábamos) muy a menudo. Por lo visto, el domingo anterior se lo había encontrado casualmente en un restaurante, bastante lejos de su casa, y él le había pedido permiso para compartir la mesa con ella y con su hijo, ya que no había otras mesas libres.
—¿Qué te parece? —dijo Conchi riendo.
—Por supuesto, te iba siguiendo.
—Sí, pero ¿qué me dices del hecho de que no hubiera mesas libres en el restaurante? Ya había ido otras veces y siempre estaba casi vacío. ¿Crees que contrató a toda aquella gente para que se llenara el local y pudiera sentarse conmigo?
—No me extrañaría.
—De eso, nada. Tú no le conoces. Él es demasiado tacaño para dar de comer a tanta gente. Y ni siquiera creo que se le ocurriera la idea. No tiene tanta imaginación. Aunque eso de seguirme sí que sería propio de él.
—Entonces deberías tener cuidado —le dije, asustado—. Ese tipo comienza a actuar como un loco. Sigue enamorado de ti, sin duda, y no se resigna a perderte.
—¡Bah, ése es incapaz de querer a nadie! Nunca me quiso. Lo que ocurre es que le fastidió que yo lo dejara. Eso es lo que le pasa. El muy machista se sintió muy humillado cuando lo dejé y no puede perdonármelo.
—Pero eso es muy peligroso. Un tipo que no olvida ni puede perdonar es muy peligroso. Debe tener, quizá, una especie de paranoia.
—Ése no tiene ninguna clase de paranoia —se rió Conchi—. Ése sólo es un gilipollas. Si tuviera una paranoia, como tú dices, sería un hombre misterioso e interesante. ¡Bah, no te preocupes! Le tengo a distancia y muy bien controlado.
—No sé. Yo no estaría tan seguro.
—Lees mucha prensa tú, ¿verdad? No todos los hombres abandonados matan a sus mujeres. ¿Sabes que volvió con su madre? ¿Y tú crees que un hombre que vuelve con su madre puede tener alguna clase de paranoia? Un hombre que hace eso no es ni más ni menos que un gilipollas. Además, ni siquiera es capaz de valerse por sí mismo: no sabe cocinar, no sabe fregar un plato, no sabe hacerse la cama… ¡Paranoia! ¡Qué cosas tienes, Eduardo!
—No hay que ser especialmente culto e interesante para tener una paranoia. Los gilipollas también pueden tener paranoias. Precisamente tienen paranoias porque son gilipollas. Yo creo que no deberías fiarte. No es que quiera meterte miedo, pero tal vez te convenga hablar con él, quedar como amigos. Deberías resarcir su orgullo de alguna forma para que supere su trauma y te deje en paz.
—¡Trauma! Ese gilipollas tampoco sabe lo que es un trauma.
—Puede no saberlo y tener un trauma.
—Vamos, Eduardo. Le conozco muy bien y sé que no tiene ningún trauma. Tampoco me persigue. Se hace el encontradizo porque está aburrido y no aguanta a su madre, que, dicho sea de paso, es una bruja. Sabe que no encontrará a otra tonta como yo y por eso se dedica a darme la lata. Bueno, y volviendo a lo de antes. ¿Por qué no te quedas, si tanto te gusta esto? ¿Qué te lo impide? Tú sí que eres misterioso. Ahora que me doy cuenta, apenas sé nada de ti. ¿Por qué viniste de Madrid? Eso nunca me lo has contado. Y ahora, ¿por qué tienes tanta prisa por marcharte? ¿No estarás tú huyendo de alguien?
—¿Por qué lo dices? —pregunté totalmente anonadado.
—¡Jacques! —grité—. ¿Eres Jacques?
—Sí —dijo Jacques desde la ventanilla de una furgoneta—. ¿Y tú…? Tú eres…
—Sí, Eduardo.
—¡Eduardo! ¿Cómo estás? ¡Cuánto tiempo!
—¡Eh, pero si hablas español! ¿Y qué haces dentro de esa furgoneta?
—Trabajo.
—¡Vaya! ¡Cuánto me alegro! Baja, vamos a tomar algo.
—De acuerdo —dijo Jacques—. Espera un momento.
Aparcó la furgoneta en una esquina y regresó sonriendo.
—¡Cuánto tiempo!
Jacques era ahora un joven alto y fuerte (lo recordaba más pequeño y delgado), con el pelo castaño, los ojos claros y la piel tostada por el sol. Llevaba unos pantalones vaqueros manchados de harina y una camiseta blanca, muy ancha, con el anagrama de una discoteca estampado en el pecho. Nos acercamos a la barra de una cafetería próxima.
—¿Cerveza? —pregunté.
—No. Cuando conduzco, no bebo. Una Coca-Cola, Juanito, por favor —dijo dirigiéndose al camarero.
—¡Vaya! —dije contemplándole de arriba abajo—. ¡Sí que has cambiado!
—¿Verdad? —dijo Jacques riéndose.
—Eso está muy bien. Has aprendido español muy deprisa, por lo que veo.
—Un poco. Comprendo más que hablo.
—¡Cómo me alegro de verte! —continué ya en francés—. Le pregunté a Astrid por ti, pero sólo me dijo que estabas en El Albir o algo así. No sé si te daría recuerdos de mi parte.
—Yo también me alegro de verte —dijo Jacques—. ¿Astrid? Bueno, mejor no hablar de ella. Sigue con la cocaína, creo… Sale con tu amigo, ¿no? ¿Tú vives aún con él?
—Sí —dije, dubitativo—, pero no por mucho tiempo. Me voy de Benidorm —añadí en voz baja, como si temiese que pudiera oírme Tino.
—¿Por qué? ¿Adónde?
—No lo sé.
—¿Qué ha pasado?
—Nada. Que es un drogadicto. Está loco y me hace la vida imposible. Yo no puedo seguir así. Eso es todo.
Jacques asintió con la cabeza y ambos nos quedamos callados durante un momento. No hacían falta más explicaciones.
—Tengo una novia española —dijo Jacques de pronto, muy ufano, con una amplia sonrisa, una sonrisa de enamorado.
—¡Vaya! Por fin podrás formar una familia española con un montón de niños y la suegra en tu casa todo el día. Serás feliz.
—Sí —dijo Jacques, sin captar la ironía—. Mi suegra es muy amable. Me obliga a comer en su casa todos los sábados y domingos. Hace muy bien las paellas.
—Me alegro, me alegro de veras de que seas tan feliz.
—Aprendo español muy deprisa con Margarita —añadió Jacques en español—. Sus padres y hermanos la llaman Marga, pero a mí me gusta más llamarla Margarita.
—Es un nombre muy bonito. ¿Y qué tal tu trabajo?
—Estoy en una pastelería. Hacemos croissants, tartas y todo eso y yo reparto por las cafeterías. El patrón también es belga. Lo pasé mal al principio, pero ahora…
—Sabía que lo conseguirías. Te lo dije, ¿verdad?
Sonreímos. Jacques me palmeó la espalda afectuosamente.
—Nunca olvidaré lo que hiciste aquella noche por mí —dijo.
—¿Qué hice? No me acuerdo.
—«Tómate algo», dijiste. «La noche es muy larga…».
—¡Ah!
—Nunca lo olvidaré. Con aquel dinero pude comer dos días. Dejé de repartir propaganda y poco después empecé a trabajar en la pastelería. Parece que me trajiste suerte.
—Estupendo —dije y ambos nos quedamos callados.
Fue un momento emotivo. Pensar que sólo nos conocíamos de haber coincidido durante un rato en una discoteca, hacía meses, y que ahora estábamos aquí los dos como dos viejos amigos… Recordé la frase de Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo: «Quienquiera que seas, siempre confié en los desconocidos».
—Es una pena que te vayas ahora —dijo Jacques—. Me hubiera gustado presentarte a Margarita.
—Yo también lo siento.
Oímos de pronto el toque de un claxon y Jacques se asomó a la calle.
—He aparcado mal y tengo que irme —dijo rematando de un sorbo su Coca-Cola—. ¿Nos vemos antes de irte?
—Sí.
—Llámame a la pastelería y quedamos —dijo tendiéndome una tarjeta.
—De acuerdo.
Intenté pagar, pero no me dejó. Después nos estrechamos las manos muy efusivamente y Jacques salió corriendo hacia su furgoneta.
—¡Llámame antes de irte! —gritó desde la puerta.
—De acuerdo. Te llamaré —dije. Sin embargo, yo sabía que no lo llamaría y que aquélla era la última vez que lo veía.
—Juanito —dije cuando se marchó Jacques—, ¿hace mucho tiempo que conoces a Jacques?
—Sí. Unos meses. Nos trae la bollería. ¿Y tú?
—Le conocí cuando era un turista, el año pasado, y no hablaba ni una palabra de español. ¡Cuánto ha cambiado!
—Ya lo creo. Parece un buen muchacho.
—Sí. ¿Te queda más cerveza, Juanito?
—Claro. Acabo de poner un barril.
—Pues haz el favor de llenarme este vaso. Y tómate tú también otra cerveza. A ver si entre los dos vaciamos el barril.
—No —dije atrapando la botella de vino cuando se fue el camarero—. Déjame que te sirva yo a ti esta noche. Olvídate de que eres camarero, ¿vale?
Tomás dejó la botella bruscamente sobre la mesa y desvió la mirada en una actitud distante.
—¡Vaya! ¿No te habrás enfadado?
—¿Quién? ¿Yo?
—Lo siento. Sólo pretendía que estuvieras cómodo.
—Estoy cómodo. Ni siquiera me acordaba de que era camarero.
—Estoy muy torpe esta noche. Lo siento.
—No pasa nada. Olvídalo.
—Quizá sea debido a que me pones nervioso. No esperaba que vinieras, ¿sabes?
—¿Por qué?
—No sé. Prejuicios o algo así. Pensé que te arrepentirías o que cambiarías de idea. Vete a saber.
—Dije que vendría y aquí estoy.
—Sí, claro. Tú eres uno de esos hombres que cumplen siempre con su palabra, ¿verdad? Por cierto, estás muy elegante esta noche. Nunca te había visto tan guapo.
—Tomás sonrió forzadamente. Parecía incómodo o molesto por mi comentario.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Es que no me gusta que me digan esas cosas. Yo no soy guapo.
—Sí que lo eres.
—Si tú lo dices.
—De todas formas, no quiero que pienses que estoy intentando seducirte, ya me entiendes. Sólo quería que cenáramos juntos esta noche, que charláramos tranquilos en un sitio agradable y… En fin, te ruego ahora que sirvas el vino, tal como ibas a hacer antes. La verdad es que ha sido un bonito detalle por tu parte ofrecerme vino.
—Sí que eres complicado —dijo Tomás echando vino en ambas copas con tanto ímpetu que algunas gotas cayeron sobre el mantel—. Que si sirves tú el vino, que si lo sirva yo… ¿Qué más da quién lo haga?
—Son símbolos. La vida humana está llena de símbolos. Sólo los símbolos dan belleza y significado a la existencia. Sin símbolos no seríamos más que animales. ¿Qué sería de la vida sin esos símbolos? Estar aquí juntos tú y yo esta noche también es un símbolo. Podíamos haber comprado pan y embutidos en un supermercado y haber comido sentados en el banco de un parque, pero estamos aquí, en un sitio elegante, ante un bonita vista de la bahía, y eso es un símbolo.
—¿Símbolo de qué?
—De belleza, de trascendencia. Queremos trascender la simple animalidad, hacer poesía con la vida.
—¡Joder! —dijo Tomás, riéndose.
—¿Lo ves? De estas cosas podía hablar con Fernando y sacar un montón de conclusiones. Pero tú haces que me sienta cursi. Tú te ríes, pero también practicas los mismos símbolos que yo. Cuando has tenido el detalle de ofrecerme vino estabas creando un símbolo.
Tomás me miró con una sonrisa escéptica.
—¡Sí! El momento lo exigía y si yo no lo hubiese estropeado… Imagino el cuadro desde aquella esquina. Te imagino a ti, preocupado por ser agradable conmigo (lo que se notaría en tus gestos, en tus miradas), cogiendo la botella de vino y sirviendo primero en mi copa. Has servido primero en mi copa, ¿verdad? ¿Por qué no primero en la tuya? Porque no hubiera sido elegante, no hubiera sido bello. Ahí tienes otro símbolo.
Un camarero se acercó a poner dos platos, otro vino con la sopa, el maître nos preguntó poco después con una sonrisa untuosa si todo estaba en orden y finalmente un tercer camarero se acercó a servirnos más vino.
—¿Eso también es un símbolo?
—Ya lo creo. Todo en la vida está lleno de símbolos. Y no sólo hacemos símbolos con la vida. A veces también los hacemos con la muerte.
—¿Cómo tu amigo?
—Claro.
—¿Qué clase de símbolo?
—Pues, verás, en ese caso fue un símbolo más ético que estético. Con su muerte, Fernando quiso hacer un gesto de desdén al mundo y a la realidad. Él era un extranjero en el mundo. Estaba fuera de la realidad.
Terminamos la sopa y poco después vino un camarero a llevarse los platos. Luego vino otro con platos y cubiertos nuevos.
—Cuéntame algo de tu vida, Tomás —dije.
—¿Qué quieres que te cuente?
—Cualquier cosa. ¿Cuántos hermanos tienes? ¿Te llevas bien con tus padres? Quiero conocerte un poco, situarte en el mundo.
—Bueno, tengo dos hermanas.
—¿Y bien?
—Una vive en el pueblo y está casada…
—Sigue.
—La otra vive aquí y estudia.
—¿Es más joven o mayor que tú?
—Mayor. Yo soy el más pequeño. Le dieron un premio el verano pasado en una discoteca, Miss Costa Blanca o algo así.
—O sea, que es guapa.
—Sí.
Llegó el camarero con el segundo plato: entrecot para Tomás, lubina para mí.
—¿Y qué más? —dije, cuando se fue el camarero.
—Mi madre murió cuando yo tenía diez años… Mi padre se volvió a casar… —cortó un buen trozo de carne y se lo llevó a la boca—. ¿Para qué quieres que te cuente todo eso?
—Sigue.
—Se casó con una tía mía, una hermana de mi madre.
—¿Te llevas bien con ella? ¿Y con tu hermana?
—Sí, muy bien —dijo atacando de nuevo el entrecot—. Con mi hermana también. Me llevo bien con todos.
—¿Y con tu padre?
—Sí, muy bien.
—No puede ser. A tu edad es difícil llevarse bien con los padres. ¿Y qué hace tu padre?
—Trabaja en un hotel, de cocinero. En el pueblo era albañil. ¿Qué más quieres saber? Ya te lo he dicho todo.
—¿Realmente te llevas bien con él?
—Sí.
—¿Tenías amigos en el pueblo, antes de venir a Benidorm?
—Sí, claro, un montón.
—Todo bien entonces, ¿verdad?, si exceptuamos la muerte de tu madre. Eres un muchacho sano y feliz. Un ejemplar muy poco habitual del género humano.
Tomás me miró inexpresivo. Tenía las mejillas y los labios rojos a causa del vino.
—¿Qué más quieres que te cuente? No se me ocurre nada más. ¿No comes?
—Después. Cuéntame algo más. No puede ser lo que me cuentas. No puede ocurrir nada así.
—Si tú lo dices… Cuéntame ahora algo sobre ti.
—¿Sobre mí? No sé si debería. Mi vida es horrible. No quiero estropearte la cena.
—No será para tanto.
—He sufrido muchísimo, Tomás. Nunca pude aceptar lo que soy. Nunca pude realizarme. Siempre con sentimientos de culpa y de vergüenza. De adolescente iba a visitar a los psicólogos, a escondidas de mi familia, para curarme. Pero era inútil. Uno de ellos me dijo un día que no había solución, que tenía que aceptarme como era. Durante un montón de años estuve perdiendo el tiempo, quiero decir sin tener relaciones sexuales con nadie. Los mejores años de la vida desperdiciados. Y luego, cuando por fin encuentro a alguien, cuando por fin consigo vivir con un chico, me veo metido en un infierno del que no sé cómo salir.
—¡Joder! ¡Tira a ese tío de tu casa! Dile que se largue y ya está.
—No es tan fácil. Se lo he dicho ya y no se va. Soy yo quien tendrá que irse. No encuentro otra solución. Y es cruel marchase de un trabajo que te gusta, de una ciudad que te gusta, romper con todo sólo porque alguien te hace la vida imposible. En fin, no es por compadecerme de mí mismo, pero yo nunca he sido feliz, nunca, nunca. Por eso me resulta tan inverosímil tu historia. Ni siquiera, cuando Fernando vivía, era feliz. Tampoco entonces. Le deseaba horriblemente y nunca me atreví a confesarle que yo… Cuando no lo veía, sufría de un modo atroz, pero cuando lo veía y estaba a su lado, sufría todavía más. Nunca he sido feliz. Mi infancia fue un infierno. Los niños eran tan crueles. No sé cómo la gente puede adorar a los niños. Si son horribles. Unos monstruos. Siempre estaban metiéndose conmigo por mi timidez. No tenía amigos. Nunca tuve amigos realmente, hasta que conocí a Fernando, ya con veintitrés años. Pero Fernando tenía su propia vida. Los fines de semana se iba a una urbanización de la sierra y yo me quedaba solo. Me entretenía ayudando a mi madre. También él sufrió. Sufrió mucho. Quizá más que yo. Supongo que se suicidó porque no podía soportar más el dolor. Su madre le hacía la vida imposible, controlándole cada segundo de su existencia. Era una mujer histérica, una enferma. Estaba enamorada de su hijo. Figúrate si te digo que prefería que él fuese homosexual, antes que amara a otra mujer. Pero, aparte de eso, estaba también su propia y peculiar manera de ver la vida. Yo creo que padecía de un exceso de inteligencia y de sensibilidad. Intentó suicidarse varias veces. La última y definitiva fue por una chica, una tal Sandra. Sandra se enamoró locamente de Fernando siendo una chiquilla. Durante un tiempo le estuvo persiguiendo y acosando. Él no le hacía mucho caso al principio, pero luego acabó aceptando su compañía. Supongo que, de algún modo, se acostumbró a ella. La toleraba más que la quería, confiando en que ella misma se cansara algún día de él y lo dejara. Y así pasaron dos años. Al cabo de ese tiempo Sandra se había vuelto una chica celosa e insoportable. De tal forma que Fernando llegó a replantearse su relación con ella y le propuso que se tomaran un período de descanso para reflexionar. Recuerdo aquellos días, recuerdo lo alegre y contento que vi entonces a Fernando. Era libre, decía. Trasnochaba, iba a las discotecas, hacía nuevas amistades y, sobre todo, no se sentía vigilado por nadie. Su madre, encantada, ya que odiaba a Sandra, como había odiado a cualquier chica que tuviera la menor relación con su hijo. Él estaba irreconocible. Pero luego volvieron a reencontrarse, después de los dos meses de tregua, y ocurrió algo absurdo y paradójico, algo por completo inesperado: Fernando había comprendido que estaba enamorado de Sandra, mientras que ella, por el contrario, ya no le quería. Así que ahora los papeles se invirtieron. Aunque con una diferencia: si antes Fernando había sido paciente y amable con Sandra, aceptando de buen grado su compañía, ahora ella se mostraba cruel y desaprensiva con él, negándose incluso a verle o a saludarle. Fue algo terrible, algo para lo que Fernando obviamente no estaba preparado.
—¿Y por eso se suicidó?
—Sencillamente él no podía creer que Sandra hubiese cambiado en tan poco tiempo y sin ningún motivo aparente. Él era así. Muy idealista. En su vida no había sitio para la versatilidad, la frivolidad, la ambigüedad y todas esas cosas, ¿comprendes? Fernando no podía entender que los sentimientos cambiaran. Fernando no podía entender tampoco la crueldad y, menos aún, si ésta era intencionada. ¿Cómo era posible que aquella chica hubiese dejado de sentir lo que había sentido por él durante dos años? ¿Cómo era posible que lo hubiera querido tan apasionadamente antes y que ahora sólo mostrase desprecio y rechazo por él? Esos cambios de sentimientos son humanos y, aunque parezcan ilógicos, tienen también su razón de ser. Cualquier persona acaba entendiéndolos y aceptándolos, por más terribles y dolorosos que sean, al cabo de algún tiempo, pero no Fernando. Fernando no vivía en la realidad, sino en su propia realidad. No podía resignarse a aceptar los hechos. Pensaba que había habido algún malentendido, que había cometido algún error y que todavía podía enmendarlo. Llamaba a Sandra por teléfono, le escribía cartas, provocaba nuevos encuentros con ella para aclarar las cosas, pero para Sandra no había nada que aclarar. Simplemente ya no le quería. Durante aquellos dos meses había conocido a otros chicos, se había divertido mucho sin él y, en definitiva, había superado su primer amor de adolescencia. Eso era todo.
Serví vino en ambas copas y bebimos en silencio, mirándonos a los ojos.
—Pasaron semanas —continué—, pasaron meses y Fernando iba cada día a esperar a Sandra a la puerta de su casa. Rogaba, insistía, se humillaba, pero ella lo rechazaba siempre sin contemplaciones. No quería verle o hablar con él y su situación se hacía cada día más penosa. Fernando y yo nos veíamos a menudo entonces. Él me lo contaba todo y yo trataba de tranquilizarle. Pensaba que acabaría superándolo. Sin embargo, él seguía obsesionado con ella y, bueno, un día cogió la pistola que su padre tenía escondida en algún lugar supuestamente secreto, un lugar que sólo él y su madre conocían…, y se dirigió a esperar a Sandra a la puerta de su casa. Por lo visto, estuvo allí aguardando a que saliera o entrara bastante tiempo, según los vecinos, y, cuando por fin la vio salir o llegar (no lo sé), se acercó a ella y le pidió una última oportunidad. Sandra ni siquiera quiso escucharle, así que él se sacó entonces la pistola del bolsillo y, sin añadir una palabra más, se pegó un tiro. Eso es todo.
—¡Joder! ¡Vaya historia!
—Sí, pero al final el hecho más trágico se convierte siempre en una anécdota, algo que contar a los amigos, algo curioso que a nosotros nunca nos ocurrirá.
—¿Y no le disparó a ella?
—No, claro que no. Para Fernando no era un asunto de odio o de venganza, ¿comprendes?, sino de coherencia consigo mismo y con la realidad. Cómo te lo diría: Fernando nunca pudo entender la realidad. Él estaba fuera de su hábitat natural, ¿comprendes?, y su hábitat natural era otro mundo. Por eso creció y se desarrolló un tanto monstruosamente y acabó autodestruyéndose. Ya te lo he dicho: con su muerte sólo quiso hacer un gesto de desdén al mundo y a la realidad.
—Por mí, puedes decir lo que quieras —concedió Tomás—. Pero hablas como si estuvieras enamorado de mí y eso me resulta muy raro.
—Es que estoy enamorado de ti —dije.
Tomás bajó la mirada, ruborizado.
—No puedo evitarlo. Lo siento.
—Pero ¿por qué? Si yo no…
—Porque sí. El amor no se puede razonar. El amor es estúpido y loco. Pero lo siento, lo siento. No he debido decirte nada.
—No, no importa.
—Dije que no te propondría nada, pero ya ves. Soy débil, soy humano. Me odio a mí mismo a veces, pero ¿qué puedo hacer? Al menos tenía que intentarlo, ¿no crees? No estaba dispuesto a perder otra oportunidad. ¿Qué puedo hacer si me gustas?
—Yo no entiendo cómo a un hombre le puede gustar otro hombre.
—¡Ya estamos otra vez con lo mismo! Pues yo sí entiendo cómo a un hombre le puede gustar una mujer. Los sentimientos son universales. No intento que cambies de tendencia sexual, aparte de que eso no se puede cambiar. Sólo trato de ser sincero contigo, aunque tampoco eso, tal vez, conduzca a nada, ya que no hay ninguna esperanza, ¿verdad? ¿Te halaga al menos que te quiera?
—No sé. Tal vez un poco.
—Pero ¿no hay nada que hacer?
—No. Yo no soy así.
—Vaya —dije con un suspiro.
El camarero se acercó en aquel momento mirándome con una sonrisa insolente.
—¿Desean tomar café los señores? —preguntó mientras retiraba los platos del postre.
—Sí —respondí aguantando su mirada.
El maître vino a tomar la comanda y pedimos café y licores.
—Luego te invito yo la última copa en la playa —dijo Tomás—. No me molesta que sientas por mí eso que dices, pero…
—Olvídalo, por favor. Es mejor así. Te quiero demasiado y no podría hacerte daño en ningún sentido.
—Lo siento —dijo Tomás con un gesto de pena—. Tal vez algún día. Pero hoy, no. No me entra en la cabeza, ¿comprendes? No estoy preparado.
—Cállate, por favor —dije yo casi con lágrimas en los ojos—. No lo estropees. No me des esperanzas. Deberías saber que adoro las cosas imposibles.
—Pero podemos ser amigos, ¿no?
—Sí, sí, amigos.
El camarero vino con los cafés y los licores y, mientras lo depositaba todo sobre la mesa, permanecimos callados.
—Veo —continué cuando se marchó— que, a pesar de tu edad, eres todo un hombre, un hombre que sabe lo que quiere. Si hubiera muchos así, el mundo funcionaría mejor, aunque nos fastidiáramos unos cuantos homosexuales.
—Eres un tío raro —dijo Tomás mirándome con curiosidad.
—¿Por qué? Estoy acostumbrado a perder, si es a eso a lo que te refieres.
—Es que nunca sé lo que vas a decir a continuación.
—Creo que me has dado una lección de decencia —dije chocando mi copa contra la suya—. ¡Salut!
—¿Por qué?
—Yo, como puedes ver, no soy nada decente. He faltado a mi palabra. Dije que no te propondría nada y ya ves… Pero la culpa la tiene esa ropa que te has puesto esta noche y tu sonrisa y tu hermoso rostro saludable…
—Bueno, vale ya.
—Lo siento.
—No me gusta que me hables así.
—Pero somos amigos, ¿verdad?
—Claro, buenos amigos —dijo Tomás tendiéndome su mano. Era la primera vez que yo tocaba su mano: una mano grande, recia y hermosa, de piel cálida y suave, la mano de un muchacho trabajador, la mano de un muchacho honrado.