—¿Qué pasa con mi cinta? —me preguntó Tino al día siguiente, mientras cortaba trozos de un sanguinolento filete de ternera poco hecho—. ¿No me la vas a devolver o qué? ¡No creas que me he olvidado de esa cinta!
—Tino —dije con voz torpe e insegura—, yo no he visto nunca esa cinta, yo…
Tino dio un golpe tan inesperado en la mesa con el cuchillo trinchero que me asustó.
—¿Dónde está esa cinta? ¡Quiero saber dónde está esa cinta! ¿Me has oído? ¡A mí no me vas a tomar el pelo! ¡De mí no se burla nadie!
Acabó de comer y yo me acerqué a retirar el plato.
—¿Quieres postre? —le pregunté tratando de ocultar el cuchillo de su vista. Tino no respondió.
—¿Té? —le pregunté desde la cocina.
—Tengo algo para ti, un negocio… —le oí decir, un poco más tranquilo, cuando ponía el agua para el té.
—¡Ah!, ¿sí? —dije tratando de mostrar naturalidad—. ¿Qué clase de negocio?
—Un negocio.
—¿De qué se trata? —insistí, mientras recogía el resto de las cosas de la mesa.
—Es un buen negocio —dijo, sin mirarme, pendiente sólo de la televisión—. Tú no tendrás que hacer nada, casi nada.
—¡Vaya! —dije con una sonrisa. Debe de ser idiota si no se da cuenta de lo hipócrita que soy cuando sonrío.
Regresé a la cocina. Mientras, Tino probaba en los diversos canales sin encontrar ningún programa de su gusto. Era la hora de las noticias. Debo ocultar todos los cuchillos, pensé. No me ha gustado la manera con que ha empuñado ese cuchillo. Ya empiezo a verle las intenciones.
—¿De qué se trata? —dije cuando llevé el té. Té para dos. Yo no había comido. Últimamente era incapaz de comer en su compañía. Solía comer en el hotel. Pero los dos allí, juntos, tomando el té a media tarde, parecíamos realmente una pareja bien avenida.
—Ese negocio nos puede dar mucho dinero, ¿me oyes? —gritó innecesariamente Tino, mientras echaba montones de azúcar en su té—. Tú no tienes que hacer nada —repitió—. ¿Me oyes? Otros se ocuparán de hacer lo que haya que hacer.
—O sea —dije—, que tendremos socios. —¿Qué locura irá a proponerme y cómo me negaré sin que se enfade?
—Es un buen negocio —dijo Tino. Cambió de canal y lo dejó en uno donde estaba el anuncio de un coche: una carretera desértica, cactus, una chica rubia haciendo autostop…
—¿Pero de qué va ese negocio? —insistí un tanto nervioso—. Tendré que saberlo, ¿no? ¿Y cuál será mi tarea?
—No preguntes tanto. Cuando te metas en eso, no vas a poder contárselo a nadie. Mejor que no sepas nada de momento.
—De acuerdo, de acuerdo —dije con resolución. Para qué perder más el tiempo. Al final la respuesta sería no y la bronca no me la iba a quitar nadie—. Entonces, mejor nos olvidamos de ese negocio, ¿vale? No sé de qué va, pero no me interesa.
—Si quieres, te explico algo… —dijo Tino extrañamente conciliador. ¿Tan importante es mi función en ese negocio que tolera mis insolencias?, pensé.
—No, no lo hagas.
—Tú sólo tienes que traer del hotel los papeles, esos papeles que arrojáis a la papelera… Eso es todo.
—Vaya, conque es eso.
—Sí. Ya lo sabes.
—¡Qué negocio tan raro!
—No te puedo decir nada más.
—Estoy de acuerdo. ¡Ni yo quiero saber nada más!
—¿Por qué? Tú sólo tienes que traer los papeles. Está bien, te explicaré de qué va la cosa.
—No, mejor no me expliques nada. No quiero saber nada. Si luego pasa algo, si hay un chivatazo o algo así, me culparás a mí y yo… ¡No, no quiero saber nada!
—¿Qué pasa contigo? ¿Me quieres escuchar? Sólo queremos los recibos de las tarjetas VISA. La gente paga en tu hotel con tarjetas VISA, ¿no?
—A veces, pero no me expliques nada más. Ya sé de qué va el negocio y no me interesa.
Tino me miró con rabia e incredulidad. No había esperado mi negativa a entrar en un negocio en el que, tal vez, había confirmado mi participación.
—Yo tengo un trabajo —continué—. No necesito más para vivir. Tú puedes hacer con tu vida lo que quieras, pero a mí déjame tranquilo, ¿vale? Por supuesto, no diré nada. Nunca diré nada sobre ese «negocio». Olvidaré incluso que me lo has propuesto, pero no cuentes conmigo, ¿vale?
Tino perdió de pronto la compostura y se lanzó sobre mí, furioso, con los ojos inyectados en sangre. Está con el mono y no he escondido bien los cuchillos, pensé.
—¿Qué pasa contigo? ¿Te niegas a traer unos cuantos papeles? ¿De qué vas tú? Te crees muy listo, ¿verdad? ¡Pues si te digo que los traigas, los traerás!
—¡No, no lo haré!
—Eso ya lo veremos. Y ahora suelta la pasta.
—¿Qué pasta?
—Cinco talegos.
—No tengo cinco talegos. ¿Para qué los quieres?
—Eso a ti no te importa.
—Te digo que no los tengo.
—¡Ah!, ¿sí? —se acercó a mí y, de un tirón, me sacó del bolsillo trasero la cartera. A continuación extrajo de ella tranquilamente los últimos billetes que me quedaban para acabar el mes. Qué valiente, pensé, pero espera a estar dormido y verás—. Conque no tenías, ¿eh? ¡Siempre has sido un mentiroso!
—Yo sé para qué quieres ese dinero.
—¿Eh? ¿Qué dices? ¡No te pases ni un pelo!
—Mañana querrás comer, ¿no?, y también necesitarás tabaco.
—Si trajeras los papeles del hotel, tendríamos dinero de sobra. ¡Ya hablaremos de eso más tarde!
Así estaban las cosas ahora. A Tino no le bastaba con haberme convertido en su esclavo ni con asaltarme en medio del salón, sino que, además, quería hacer de mí un delincuente.
—Mañana vendrán mis colegas para hablar contigo y explicarte el negocio —dijo—. Uno de ellos lee tantos libros como tú.
—¡Ah!, ¿sí? Entonces hablaremos de literatura —dije con sorna.
—¿Qué clase de gente te crees que son?
—No me interesa quiénes sean ni cómo sean. Que no vengan porque no voy a hablar con ellos. No tengo nada de qué hablar con ellos. ¡A mí nadie me puede obligar a ser un delincuente!
—¡Un delincuente! ¿De qué hablas?
Tino, al parecer, no creía que aquel negocio tuviera nada que ver con la delincuencia.
—A propósito —dije acercándome a él cuando se peinaba; ya sabía que no iba a servir de nada, pero al menos debía intentarlo; ahora mismo, si le agarrara por el cuello…—, ¿qué pasa con ese apartamento que estabais buscando tú y Astrid?
—¿Qué apartamento? —preguntó, mientras se alborotaba el pelo y después le daba unos toques rápidos con el peine.
—Bueno, tú dijiste que te irías con ella cuando encontraras un apartamento. Creo que era eso lo que dijiste.
Tino ni siquiera me miraba a través del espejo. Me consideraba poco menos que una mierda. Contuve la respiración y apreté los puños con rabia. Un golpe ahí…
—¿De qué hablas?
En el fondo de mi alma no puedo perdonarle. No, ya no. No puedo perdonarle que lo haga con otros hombres en mi propia casa. Tampoco que sea tan amable con todos, excepto conmigo. Yo podría soportar su egoísmo, su tiranía, incluso su locura, pero no que me humille de ese modo. Cada persona tiene sus límites y estos son mis límites.
—No sé. Eso es lo que tú dijiste —un golpe ahí, ahí…
Tino me lanzó una breve mirada desde el espejo, una mirada que me desarmó. Debo aprender a luchar contra esa mirada, pensé.
—Tú estas chaveta. ¿Cuándo dije yo eso? Además, para que me vaya yo de aquí, tendría que venir a tirarme otro más chulo que yo, ¿me has entendido?
—Nadie va a tirarte de aquí —dije sintiéndome cobarde y estúpido.
Yo puedo perdonarle grandes cosas, pero tal vez no puedo perdonarle algunas pequeñas cosas. Aún recuerdo el miedo que tenía de perderlo. ¡Cómo era posible! Sufría terriblemente por eso. Ahora, sin embargo, trato de imaginar el resto de mi vida a su lado y la sangre se me hiela de terror.
—El tipejo este —le oí murmurar entre dientes cuando salía a la calle—, ¿quién se cree que es? Luego se pone a lloriquearme.
Mírale, qué tranquilo y confiado. Se cree el dueño del mundo o algo así. Me ignora y me desprecia, pero no sabe hasta qué punto yo le odio y le desprecio a él. No sabe que soy capaz de matarle, que cada vez que le miro siento unos impulsos irresistibles de matarle. No, ya no tengo ninguna duda. Lo mejor es un golpe en la cabeza, un golpe certero con algún objeto contundente. Pero ¿y si no muere al momento? ¿Y si se revuelve contra mí? ¿Y si fallo y es él el que me mata? Podría clavarle un cuchillo en el corazón, podría cortarle la yugular mientras duerme, podría pegarle un tiro (en caso de que tuviera una pistola, que además debería ser con silenciador), pero se pondría todo esto hecho un asco con la sangre y yo no quiero que haya sangre. Nunca se borran las huellas de sangre y yo no estoy dispuesto a dejar ningún tipo de huellas. Por otro lado, está el cuerpo. No sabría qué hacer con el cuerpo. ¿Sacarlo a media noche, meterlo en un coche, arrojarlo en medio del campo y prenderle fuego? ¿Trocearlo y meterlo en una maleta? Demasiado engorroso, demasiado macabro. Sea como sea, lo cierto es que tendría que desprenderme del cuerpo. Ése es el problema: el cuerpo. Ya que no voy a permitir que me asocien con el crimen y me lleven a la cárcel, eso lo tengo muy claro. Mírale, qué simpático, cómo se ríe de esa tontería que ponen en la tele. ¿Habrá en el mundo alguien que le eche de menos? Nadie, salvo unos cuantos maricas. ¿Y su familia? Tendría que dejarlo irreconocible para que nadie viniera luego a reclamar su cadáver. Qué tranquilo, qué pacífico parece ahora viendo la televisión. Eh, ¿qué hay de comer? ¡Tráeme una cerveza! ¡Dame cinco talegos! ¡Devuélveme la cinta! ¡Tengo un buen negocio para ti! Muy pacífico, sí, pero ya despertará la fiera y enseñará sus fauces. No, no me deja otra opción. Parece pedirme a gritos que lo mate. El problema no es si lo mato o no, sino cómo y cuándo. Tengo que pensar en ello con calma. No puedo permitirme ningún error.
¡Todos somos asesinos en potencia, todos! Basta con que se den las circunstancias adecuadas que nos induzcan a desarrollar la simple idea de matar. Después, ya sólo será preciso dar el pequeño salto que conduce de la idea a la acción, de la ficción a la realidad. ¿Quién no ha sentido alguna vez deseos de matar? La diferencia entre los que matan y entre los que no matan estriba sólo en que unos saben controlarse y otros no, en que unos piensan en las consecuencias posteriores de sus actos y otros no, en que unos distinguen la ficción de la realidad y otros no. ¡Pero todos somos asesinos en potencia, todos! Ver a Tino despierto, tumbado en el sofá, era casi una provocación, pero verlo dormido, con el torso desnudo y la cabeza vuelta hacia la pared, era una tentación irresistible. Podía matarlo de un modo tan rápido y fácil. Sólo lamentaba que no se despertara un instante antes para decirle, mirándole a los ojos: «Soy yo. Qué sorpresa, ¿verdad? ¿Creías que iba a seguir soportándote durante el resto de mi vida? ¿Creías que estaba loco por ti? Pues de eso, nada. ¡Me das asco! Tú eres un parásito asqueroso, un ser de la peor especie y no mereces vivir». Sin embargo, yo no podía despertar a Tino para matarlo, ya que entonces, inevitablemente (a no ser que tuviera una pistola), me vería obligado a pelear y él podría incluso matarme a mí. Tino tenía que pasar, pues, de la vida a la muerte sin enterarse, sin saber que era yo quien lo mataba ni por qué lo mataba y en esas condiciones tampoco me satisfacía su muerte. Pero el deseo de matarlo era tan fuerte al verlo dormido, sobre todo después de alguna bronca, que a duras penas podía reprimir la tentación. Los ojos se me nublaban de rabia y de impotencia, apretaba los puños, tragaba aire a bocanadas, me removía acezante en torno a él y, cuando ya estaba a punto de descargar sobre su cabeza la plancha, la botella de vino, el cenicero o lo que tuviera a mano, recapacitaba súbitamente sobre lo que iba a hacer, me asustaba y corría hacia la calle, en dirección al Grease. Llegaba allí, casi siempre por la Ruta del Mercadillo, regodeándome en la contemplación de un paisaje que a mí me parecía siniestro pero en completa armonía con mi estado de ánimo: el camping abandonado, con las paredes de los retretes derrumbadas y la piscina llena de maleza; el cine al aire libre, con las carteleras descoloridas de la última película que proyectaron en verano colgadas junto a la oxidada puerta; el restaurante donde nunca veía comer a nadie, con sus mesas siempre cubiertas por manteles blancos, la imponente y misteriosa mole del Puig Campana, que a mí me parecía el rostro de un guerrero muerto con la boca abierta, y, finalmente, la explanada del mercadillo, en cuyos márgenes el viento se arremolinaba jugando perezosamente con alguna bolsa de plástico. La larga caminata hasta el Grease me agotaba físicamente, pero también me relajaba, y luego la cerveza y la conversación con Tomás me liberaban de los demonios interiores. Pero, cuando volvía a casa, Tino ya estaba despierto y casi siempre me esperaba con algún insulto, con alguna humillación, con algún ucase, y yo me arrepentía de mi arrepentimiento y de nuevo me imaginaba arrastrando su cuerpo por algún descampado a altas horas de la noche, simulando un ajuste de cuentas con camellos o narcotraficantes, me imaginaba subiéndolo en el ascensor hasta la última planta del edificio y arrojándolo al vacío desde el ático. ¿Caída accidental? ¿Suicidio? Eso era problema de la policía. Yo ya me buscaría una coartada.
Solía especular también muy a menudo sobre la posibilidad de conseguir una pistola (para lo cual me imaginaba moviéndome por los bajos fondos de alguna ciudad próxima, como Valencia o Alicante), ya que con una pistola no tendría que matarlo necesariamente dentro del estudio, sino que podría esperarlo en cualquier sitio y, después de dejar que me viera unos instantes (eso era muy importante), dispararle. En ese caso, no existiría ya problema con el cuerpo. Todo se limitaría a la elección de un lugar adecuado y a la preparación de una coartada convincente para mí. En cuanto al lugar, no habría dificultad alguna, ya que Tino deambulaba tanto por las noches, yendo de discoteca en discoteca (muchas de las cuales estaban a las afueras de la ciudad), que no sería difícil seguirle la pista y esperar el momento oportuno para dispararle. Nadie dudaría de que se trataba de un ajuste de cuentas por asuntos de drogas o algo parecido. Tino se relacionaba con tanta gentuza que la policía no tardaría en llegar a esa conclusión. También, al ser él un prostituto, sabía que podría haber sospechas de que lo considerasen un crimen pasional. Esto era algo a tener en cuenta. Pero, por eso mismo, debía prepararme no una sino varias coartadas perfectas.
Tino definitivamente estaba sentenciado a muerte. Eso era algo que yo ya ni siquiera me cuestionaba. Tino merecía morir, no sólo por el daño que me había hecho, sino por el que podía seguir haciéndome en el futuro, ya que se me había enganchado como un parásito e iba a seguir chupándome la sangre durante el resto de su vida si yo no hacía nada por impedirlo. Su asesinato no me provocaba el menor escrúpulo, ya que redundaría en beneficio de la humanidad. Pero yo necesitaba una pistola y estudiaba la forma de conseguirla. También necesitaba una coartada y un escenario. Después sólo sería preciso esperar el momento oportuno.