CAPÍTULO CUARTO

I

—Prepárame algo de comer —dijo Tino nada más entrar.

A continuación se metió en el cuarto de baño y estuvo allí un buen rato removiendo cosas dentro del armario. Pensé que estaría recogiendo sus prendas para irse, pero, por supuesto, estaba equivocado.

Ya en el salón, Tino puso la televisión y se sentó a la mesa, donde tenía la cena preparada. Yo, mientras tanto, me dediqué a observarle. Fíjate, pensé, no existo para él en absoluto. Se va sin avisarme, vuelve al cabo de varios días y ni siquiera me dice hola. Entra directamente pidiéndome de comer. Ni a un criado se le trata peor. Yo soy quien paga el alquiler de esta casa, yo quien paga todo lo que se come, yo quien lo prepara, yo quien pone la mesa y quien la quita, yo quien friega luego los platos y, sin embargo, no sólo no me lo agradece, sino que todavía parece como si me estuviese perdonando la vida. Y todo eso ¿por qué? Porque soy bueno, porque soy débil, porque soy homosexual. Cree que puede abusar de mí por eso, cree que puede tratarme como a una mierda por eso. Pero él, ¿quién se cree que es? Él es seguramente tan homosexual como yo, aunque no quiera aceptarlo. Siempre está rodeado de homosexuales, no para de hacer el amor con homosexuales y, aún así, se cree muy macho. Debe pensar que le adoro, que no puedo vivir sin él, incluso creerá que me hace un tremendo favor al estar aquí conmigo. Lo mismo piensa que soy un masoquista, que me gusta que me maltraten. También debe pensar que soy idiota, que no me doy cuenta de nada porque le doy todo sin rechistar, le obedezco y me callo, pero eso es sólo porque quiero evitar broncas. Además, con él no se puede hablar, no se puede razonar. Su único argumento es la violencia. ¿Para qué voy a hablar con él? Él sí que es idiota si no percibe en mis ojos el odio y el desprecio, si no capta en mi actitud servilista la aversión, el distanciamiento y el profundo rechazo que siento por él. No sabe las ganas que tengo de que se marche y desaparezca para siempre de mi vida, no sabe que no le puedo perdonar (no, ya no le puedo perdonar), no sabe que en el fondo soy fuerte, mucho más fuerte que él, aunque no lo parezca, y que algún día (todo tiene su límite) puedo cansarme de sufrir más vejaciones, puedo perder la paciencia y decirle: «¡Basta ya! ¡Hasta aquí hemos llegado! ¡Se acabó! ¡Vete de una puta vez, vete!». Y, si no se va (porque no se irá), tirarlo yo mismo escaleras abajo y pegarle, aunque él me pegue también a mí, pegarnos ambos hasta destrozarnos, hasta acabar ensangrentados y medio muertos en el suelo. Él me dará a mí, pero yo también le daré a él y después, de un modo o de otro, al fin habrá acabado esta pesadilla, habrá acabado esta terrible sensación de opresión, de terror y de impotencia.

II

Allí estaba el alijo. Era una envoltura de plástico, cruzada con cinta adhesiva marrón, dentro de la cual detecté varias envolturas más pequeñas, de casi medio kilo en total. Cocaína, pensé, o heroína. Quién podía saberlo. Estaba burdamente camuflado entre camisetas y calzoncillos, dentro del bolsillo lateral de una bolsa deportiva y lo hallé después de buscar minuciosamente por todos los compartimentos del armario. Volví a guardarlo exactamente donde estaba y luego me senté en un rincón a pensar sobre Tino. El muy presuntuoso dormía profundamente. ¡Y luego decía que dormía con un ojo abierto y otro cerrado! Ya, ya. ¡Bien dormido que estaba! Tenía los ojos hundidos y la nariz afilada. Parecía un enfermo. ¿Había perdido el encanto o me lo parecía así porque lo odiaba? Qué triste, qué angustiosamente triste debía de ser su vida. Y qué patético su narcisismo. Despierto, Tino todavía podía impresionar, podía incluso asustar, pero dormido… ¡dormido no era nada! Qué tranquilo y confiado se le veía, qué seguro de sí mismo. Con lo fácil que era darle un golpe en la cabeza con algún objeto contundente (una botella, el grueso cenicero de cristal que había sobre la mesa) y acabar con él. En realidad, cualquier persona mientras duerme, por muy fuerte o muy peligrosa que sea, siempre es vulnerable, siempre puede morir a manos de la persona más débil e insignificante. Después de todo, Tino era un poco estúpido al fiarse tanto de la persona a la que humillaba y maltrataba tan desconsideradamente como hacía conmigo. ¡Y nadie que juega tan temerariamente con la dignidad y el amor propio de una persona debería nunca sentirse tan seguro y confiado mientras duerme! Eso denota un tremendo desconocimiento de la psicología y de la naturaleza humana. Pero ¿qué podía saber Tino de la psicología y de la naturaleza humana?

Y bien, me dije, lo cierto es que estoy metido en un buen lío y que debo resolverlo lo antes posible. Las posibilidades son estas: 1./ Decirle a Tino que me opongo a que deje aquí la droga por el peligro que ello supone para mí, ya que si la policía le ha seguido la pista y descubre la droga, yo seré arrestado por cómplice (pero eso originaría una tremenda bronca de consecuencias imprevisibles). 2./ Largarme de aquí, sin más, trasladarme a otro sitio sin avisarle. Pero, en ese caso, ¿cuánto tardaría Tino en localizarme? 3./ Ponerme en contacto con la policía e informarle de lo que sé, antes de que ella misma lo descubra y sea demasiado tarde (lo que implicaría convertirme en un chivato, algo que no deseo en absoluto). 4./ Dejar las cosas como están y no hacer nada.

No paré de pensar en ello a lo largo de todo el día y cada vez veía la cosa más complicada y difícil. Pero fue en vano, ya que, a la mañana siguiente, la droga había desaparecido. En su lugar encontré un pequeño montón de billetes.

III

—¿Qué hace un hombre con otro hombre?

—¿Cómo?

—¿Hace uno de macho y otro de hembra?

—¿Qué?

—¿Cómo se lo montan?

—¿Para qué quieres saberlo?

—No sé. Por curiosidad.

—No estarás interesado, ¿verdad?

—¿Quién? ¿Yo?

—Entonces, ¿qué te importa lo que haga un hombre con otro? Cada persona hace lo que le parece. A fin de cuentas, el amor es un juego. Cada uno juega, según su imaginación, como puede o como le permite su pareja. Fíjate en un partido de fútbol: Todos juegan a lo mismo, el objetivo es meter el balón en la portería, pero ninguno lo hace igual. Cada jugador tiene su estilo, su personalidad, sus dotes y su técnica. Además, también depende del juego del equipo contrario. Pues lo mismo pasa en la cama. El objetivo es el placer, pero nadie lo consigue igual. No tiene tanta importancia lo que se haga. Hacer una cosa u otra es lo de menos. Lo importante, creo yo, es tener cerca a la persona que te gusta. A veces prefieres no hacer nada con una persona que te gusta, antes que hacer algo con una persona que no te gusta. ¿Por qué crees que vengo aquí? Porque me gustas.

—¿Te gusto?

—¿No te has dado cuenta todavía?

—Joder, pero yo no soy así.

—¿Y qué? A un gay lo que menos le interesa es otro gay.

—Pero ¿por qué te gusto?

—Porque eres inocente.

—¿Inocente? Aún no me conoces.

—Bueno, supongo que no eres tonto, supongo que sabes todo lo que un chico de tu edad debe saber, incluso tal vez un poco más, pero de algún modo eres inocente. Dime, ¿te ha tocado ya algún gay?

—¡No!

—Eso te hace muy interesante, créeme. Pero ¿hay posibilidades?

—¿Quieres decir que si yo…?

—No te estoy proponiendo nada, entiéndeme. Pero muchos gays lo intentarán. Estás solo en este bar. Por otro lado, eres el típico chico que gusta a los gays. Pero no debes dejarte tocar por ninguno, ¿me has oído? No debes dejarte tocar nunca por ninguno, ni siquiera por mí.

—Tranquilo. No te preocupes. Sé cuidar de mí mismo.

—Estoy seguro. Pero luego, cuando pase el tiempo, si seguimos siendo amigos, no me digas que lo hubieras hecho conmigo si yo lo hubiese intentado o si tú hubieses sabido qué hacer… No hay nada que me fastidie tanto como desaprovechar una oportunidad. Me ocurrió con un amigo que murió el pasado invierno y fue terrible. Era mi mejor amigo, mi único amigo en realidad, y yo estaba enamorado de él. Lo estuve durante muchos años, pero jamás intenté… ¿comprendes? Creía que algo así era imposible. Luego le confesé lo que había sentido por él y me contestó que no le hubiera importado ir conmigo a la cama si hubiera sabido qué hacer. ¡Fíjate bien: si hubiera sabido qué hacer! Cuando ni siquiera tenía que haber hecho nada, sólo dejar que yo le tocara o le abrazara y… Pero veo que te estás ruborizando. Además, viene gente, así que mejor lo dejamos.

Eran dos matrimonios belgas de mediana edad. Las mujeres saludaron muy efusivamente a Tomás.

—Son amigos míos —dijo él—. Vienen todos los días a esta hora.

Preparó dos vasos de sangría y dos gin-tonics.

—¿Qué le pasó a tu amigo?

—Se suicidó.

—¿Por ti?

—No. Yo no tuve nada que ver. Se suicidó por una chica. Era heterosexual. Pero lleva eso y ahora, cuando vuelvas…

No quería hablar de Fernando. Aunque Tomás no era Tino, seguía pensando que hablar de la muerte de Fernando era como convertirla en una anécdota. Cualquier muerte trágica acaba siempre convirtiéndose en una anécdota y, cuanto más terrible, más curiosa. Estaba seguro de que si Fernando hubiera pensado lo mismo, no se habría suicidado.

—¿Pero qué pasó? —dijo Tomás, de regreso con la bandeja vacía.

—Desaproveché la oportunidad. Eso es todo, ¿comprendes? Bueno, yo soy un especialista en perder oportunidades. También se me da muy bien eso de ocultar los sentimientos. Por ejemplo, tú no sabías hasta hace poco que soy así y que me gustas…

—¿De verdad te gusto?

—Sí. No puedo evitarlo.

—¿Empezaste a venir al bar por mí o que?

—No. Vine por establecer una costumbre.

—¿Qué quieres decir?

—Necesitaba ir a algún sitio, ¿comprendes?, un sitio donde me sintiera cómodo. Al principio ni siquiera me fijé en ti, pero luego falté dos o tres días y tú me preguntaste dónde me había metido, ¿te acuerdas?, y eso me gustó. Sentí que, de alguna forma, te importaba. Luego, otro día, vine por la mañana y no estabas. Me atendió tu jefe, ese señor gordo, y la cerveza ya no me sabía igual. Por lo visto, habías ido a hacer no sé qué cosa, pero yo no lo sabía. Pensaba que te había despedido o que tú mismo te habías cansado de estar aquí y te habías buscado otro trabajo. El caso es que te eché de menos. Me di cuenta de que si tú no estabas, ya no me gustaba este bar. Fue entonces cuando descubrí que en realidad venía aquí por ti.

—Así que te gusto.

—¿Te molesta o halaga tu vanidad?

—No sé. Me parece raro. No entiendo qué se puede sentir por un hombre.

—Vaya, ya empezamos.

—¿De verdad no te gustan las tías?

—Mejor, olvídalo, ¿vale?

IV

Unos golpes secos y enérgicos me arrancaron del sopor de la borrachera de media tarde. Creí oír una voz: «¡Tino, Tino!», y me incorporé súbitamente. Me levanté a duras penas y avancé de puntillas por el pasillo. «¡Tino, Tino!», volví a oír de nuevo. Me introduje en el cuarto de baño y eché un vistazo a través de la celosía. El tipo era moreno y delgado, con rasgos agitanados y barba de tres días. No, no era uno de los clientes de Tino. Más bien, tenía todas las trazas de un delincuente. Volvió a golpear la puerta con el puño, esta vez de forma más contundente. Yo regresé al pasillo.

—¿Quién es? —pregunté.

—¿Eres tú Tino?

—No.

—Dile al tío ese que salga. ¡Quiero ver a ese cabrón!

—No está —dije.

—¿Que no está?

—No, no está —repetí. Pensé que debía abrir la puerta, pero estaba prácticamente desnudo y decidí que no merecía la pena. Tal vez aquel tipo se iría enseguida.

—¿Cuándo vendrá ese cabrón? ¿Cuándo se fue?

—Esta mañana —dije, arrepintiéndome enseguida. Tal vez a Tino no le iba a gustar que yo diera aquella información.

—¿Adónde?

¿Se habría ido Tino huyendo de este tipo?, me pregunté. No tendría tanta suerte. Al final parecía que Astrid había acertado con su teoría de los negocios sucios.

—No lo sé.

—¡Quiero ver a Tino! ¡Abre la puerta, tú!

—Ya le he dicho que no está.

—¡Quiero hablar con él! ¡Abre ahora mismo!

—Lo siento. No puedo abrir. Me ha cogido en el baño y…

—¡Dile a ese hijoputa que salga!

—Tino no está. Ya se lo he dicho. Creo que se fue de viaje. Bueno, no sé si se fue de viaje o no. Sólo sé que salió esta mañana y que todavía no ha vuelto.

—¿Quién eres tú?

—Un compañero. ¿Por qué lo pregunta? ¿Qué pasa?

—Dile a ese cabrón que volveré por aquí, que no se va a librar de mí tan deprisa, ¿vale?

—De acuerdo, se lo diré. Pero ¿de parte de quién? ¿Cómo se llama?

—Él sabe cómo me llamo. Lo sabe muy bien.

—De acuerdo. Se lo diré.

—Dile que volveré a buscarle.

—Sí, se lo diré.

—Dile también que nadie se burla de mí.

—De acuerdo. ¿Qué más quiere que le diga?

—Nada más. Con eso es bastante.

—Está bien —dije—. Vuelva cuando quiera —aguardé un momento y, como él no decía nada, añadí—: Espero que lo encuentre la próxima vez.

No hubo respuesta, así que volví a mirar por la celosía, pero el tipo ya había desaparecido.

V

Aquella noche, cuando regresé al estudio sobre las once, encontré una nota de Tino en la que me pedía que le grabara una película de Tele 5 a las 22,15. Naturalmente, la película ya estaba terminando, por lo que decidí grabarle otra que empezaba en aquel mismo momento en Antena 3 y cuya temática era similar (o eso creí yo): delincuencia urbana. Eran casi las tres de la mañana y a duras penas empezaba a quedarme dormido, cuando oí girar la llave dentro de la cerradura y luego vi entrar a Tino. El corazón me dio un vuelco. «Tino se va a enfadar», pensé asustado (últimamente, Tino se enfadaba por cualquier cosa). «No tengo culpa de nada, pero se va a enfadar». Oí que cogía una cerveza del frigorífico, luego se sentaba en el sofá, se ponía los auriculares y encendía el vídeo. Ya comenzaba a quedarme dormido de nuevo, cuando oí un ruido, abrí los ojos y vi la cara de Tino justo encima de la mía.

—Eh, tú… Sí, tú, me refiero a ti. No te hagas el dormido —dijo Tino dando grandes gritos—, ¿o crees que no me doy cuenta de que no estás dormido?

—¿Qué pasa? ¿Por qué gritas? —pregunté incorporándome.

—¿Dónde está la película?

—Ahí —dije.

—¿Es ésa la película que yo te pedí que me grabaras?

—No. Yo…

—¿Es ésa la película? —gritó aún más fuerte.

—No, no lo es. Cuando vine… —grité para que me oyera. Pero Tino tenía los auriculares puestos y no me oía.

—¿Qué pasa? ¿Te vas a quedar conmigo? ¿Te he dicho yo que me grabaras esa película?

Hizo de pronto un movimiento brusco, el cable de los auriculares se desenganchó y el sonido de la televisión, a todo volumen, invadió la casa. Las paredes vibraban.

—Por favor —supliqué—, baja el volumen. Son las tres de la mañana y vamos a despertar a los vecinos —quise atrapar el mando a distancia, pero Tino me lo impidió.

—¿Es ésa la película? —gritó—. ¿Te dije yo que me grabaras esa película?

Resultó que aquella película (como pude averiguar más tarde) contaba la historia de un grupo de mujeres que se vengaban de un modo aleccionador de todos los hombres que las habían violado o maltratado. Parecía especialmente diseñada para hacer reflexionar a Tino acerca de su comportamiento conmigo y quizá Tino debió sentirse identificado con alguno de aquellos tipos merecedores de la venganza femenina, por lo que, hasta cierto punto, comprendo su irritación. Pero todo había sido fruto del azar o, más bien, de la fatalidad.

—No —traté de explicarme—. Cuando llegué…

De un empujón, Tino me tiró al suelo. Caí mal y di con la cabeza en el borde de la mesa. Al momento noté la sangre cálida y pegajosa, encharcando mi cabello. No obstante, me incorporé rápidamente y fui en busca del mando a distancia.

—¿Te quieres quedar conmigo o qué? Te crees muy listo, ¿verdad?

—Por favor, por favor —rogué tapándome con las manos los oídos—. Baja el volumen. No puedo soportarlo.

Atrapé el mando a distancia, pero Tino me lo quitó de la mano y lo arrojó al sofá. Un hilillo de sangre me caía por la frente, se coagulaba en mi ceja y comenzaba a cegarme el ojo. Tino me clavaba las puntas de los dedos en el pecho.

—¿Por qué has grabado esa película? Vamos, dilo. ¿Pretendes burlarte de mí? Te crees muy listo, ¿verdad?

—Por favor, baja el volumen.

—¿Crees que no sé cuál es tu rollo? ¿Crees que no sé qué es lo que te traes entre manos? ¿Me quieres tomar el pelo o qué? ¿Dónde está la cinta?

—En el vídeo. Ya te he dicho que…

—No. Ésa no. La otra cinta. Tú sabes qué cinta… ¿Dónde la has metido?

—No sé de qué cinta me hablas.

—¡Ah!, ¿no? Una que traje el otro día de una discoteca. La dejé ahí y ha desaparecido.

—Yo no he visto ninguna cinta. Nunca toco tus cintas. Nunca toco tus cosas.

—¡Ah!, ¿sí? Conque nunca tocas mis cosas, ¿eh? ¿Crees que no sé que no paras de tocar mis cosas? ¡Recuerda lo que te dije una vez! ¿Dónde has metido la cinta?

—Te aseguro que yo no he visto ninguna cinta —dije palpándome la sangre que se acumulaba en mi ojo.

—Conque no, ¿eh? ¡Dámela ahora mismo o te machaco la cabeza! ¡Sácala de donde la hayas escondido por la cuenta que te tiene! ¡Vamos, dame la cinta! ¡No te voy a dejar dormir hasta que me entregues la cinta! —Tino volvió a ponerse los auriculares y se dejó caer en el sofá.

Este tío está loco y me quiere volver loco a mí también, pensé mientras buscaba la cinta. Yo ¿cómo voy a saber dónde está esa maldita cinta si no la he visto en mi vida? ¿Es una cinta de música o de vídeo? A ver. Aquí, no. Tal vez se ha caído detrás del sofá. Buscaré por el suelo. Buscaré entre los libros. Me está poniendo histérico. Realmente estoy llegando a creer que he cogido esa cinta o que la he escondido con alguna perversa intención. La habrá dado a alguien o se la habrá quitado alguno de los tipos que vienen aquí. Si no recibiera a tanta gente. Este tío está loco. No tiene remedio. Es imposible hablar con él. No razona, no escucha. Me culpa a mí de todo lo que le pasa. Pero ¿qué voy a hacer? No he querido darme cuenta hasta ahora de que está loco. Pero lo está. Está completamente loco. Ya no tengo ninguna duda. A partir de ahora tendré que afrontar el problema desde ese punto de vista. Pero entonces, ¿cómo voy a conseguir que se vaya de mi casa por las buenas? La cinta. ¿Dónde está la puta cinta?

Fui al baño a curarme la herida y, cuando regresé, vi a Tino dormido sobre el sofá. Qué confiado, qué seguro de sí mismo estaba. Con lo fácil que era darle un golpe en la cabeza y acabar de una vez con él. No debería sentirse tan seguro. No debería provocarme de esa manera, no al menos después de haberme tirado al suelo. Un golpe certero ahí, un golpe con una botella o con el cenicero de cristal…

Apagué las luces, apagué la televisión, cubrí a Tino con una manta y me acosté. Conque duerme con un ojo abierto y otro cerrado. ¡Presuntuoso! Ni siquiera se ha enterado de nada. ¿Podré volver a dormirme? Debo levantarme a las siete y son casi las cuatro. No he dormido ni media hora y mañana estaré fatal. Esto no puede seguir así. Tino está loco, loco de remate. ¿O soy yo el que se está volviendo loco? Algo no funciona bien tampoco dentro de mí. Lo noto. Ya no soy el mismo. Tanta crispación, tanto terror, tanta humillación me están convirtiendo en una especie de animal. Aparentemente soy bueno y pacífico, pero a veces también creo que puedo ser violento y tengo miedo de mí mismo. Esos instintos asesinos… ¿Seré quizá un asesino en potencia? ¿Estaré volviéndome loco? ¿Qué puedo hacer?